«El secreto del oro que crece» (The Secret of the Growing Gold) es un perturbador cuento gótico de Bram Stoker, publicado en 1892. Ambientada en un sombrío poblado rural, la historia explora las siniestras intrigas entre las familias Delandre y Brent. Margaret Delandre, tras una violenta disputa con su hermano Wykham, provoca un escándalo al mudarse a la propiedad de Geoffrey Brent. Nadie sabe si como esposa o amante. La relación entre Margaret y Geoffrey es turbulenta y marcada por la violencia. La pareja decide viajar al continente, pero en Suiza sufren un trágico accidente al que solo Geoffrey sobrevive. Tiempo después, Geoffrey regresa a casa con una nueva señora Brent, mientras Wykham Delandre trama su venganza contra su antiguo cuñado.
El secreto del oro que crece
Bram Stoker
(Cuento completo)
Cuando Margaret Delandre se mudó a Brent’s Rock, todo el vecindario se sorprendió ante un escándalo totalmente inédito. Los escándalos relacionados con la familia Delandre o con los Brent de Brent’s Rock no eran pocos. Si se hubiera escrito la historia secreta del condado, ambos nombres habrían aparecido convenientemente representados. Es cierto que el estatus de cada uno de ellos era tan diferente que podrían haber pertenecido a continentes distintos —o, para el caso, a mundos distintos—, ya que hasta entonces sus órbitas nunca se habían cruzado. Los Brent ocupaban una posición social dominante en todo el país y siempre se habían mantenido tan por encima de la clase a la que pertenecía Margaret Delandre como un hidalgo español de sangre azul se sentía por encima de su servidumbre campesina.
Los Delandre poseían un linaje antiguo y estaban tan orgullosos de él como los Brents del suyo. Sin embargo, la familia nunca había prosperado más allá de la condición de pequeños propietarios rurales y, aunque habían progresado en los buenos tiempos de las guerras extranjeras y el proteccionismo, su fortuna se había evaporado bajo el sol abrasador del libre comercio y los «tiempos de paz». Como solían afirmar los más ancianos, se habían «pegado a la tierra», con el resultado de que habían echado raíces en ella, en cuerpo y alma. De hecho, al optar por la vida de los vegetales, habían medrado como lo hacen las plantas: floreciendo y prosperando en las buenas épocas y sufriendo en las malas. Su propiedad, Dander’s Croft, parecía representativa de la familia que la había habitado, la cual había declinado generación tras generación, enviando de vez en cuando algún brote malogrado de energía insatisfecha en forma de soldado o marinero, que se había abierto camino hasta los grados menores de los servicios y allí se había detenido, incapaz de avanzar por su irreflexiva gallardía en el combate o por esa causa destructora de los hombres sin educación ni cuidados juveniles que es el reconocimiento de una posición por encima de ellos que se sienten incapaces de ocupar. Así, poco a poco, la familia fue cayendo cada vez más bajo: los hombres, melancólicos e insatisfechos, se emborrachaban hasta la tumba; las mujeres trabajaban penosamente en casa o se casaban por debajo de sus posibilidades (o algo peor). Con el tiempo, todos desaparecieron y solo quedaron dos en Croft: Wykham Delandre y su hermana Margaret. Hombre y mujer parecían haber heredado, respectivamente en forma masculina y femenina, la tendencia maligna de su raza, al compartir los principios —aunque manifestándolos de diferentes maneras—, de la pasión hosca, la voluptuosidad y la imprudencia.
La historia de los Brents había sido algo similar, pero exhibiendo las causas de su decadencia en sus formas aristocráticas y no plebeyas. También ellos habían enviado a sus vástagos a la guerra, pero sus circunstancias habían sido diferentes y a menudo habían alcanzado el honor, pues todos eran galantes y habían realizado valerosas hazañas antes de que la disipación egoísta que los caracterizaba hubiera minado su vigor.
El actual cabeza de familia —si es que podía llamarse familia cuando solo quedaba un miembro de la línea directa—, era Geoffrey Brent. Se trataba de un personaje típico de una estirpe desgastada que manifestaba sus cualidades más brillantes en ciertos aspectos y su degradación más absoluta en otros. Se le podría comparar con algunos de esos antiguos nobles italianos que los pintores nos han conservado en sus cuadros, con su coraje, su falta de escrúpulos, su exquisita lujuria y crueldad: el auténtico voluptuoso con su diabólico potencial. Era ciertamente apuesto, con esa belleza oscura, aguileña e imponente que las mujeres suelen reconocer como dominante. Con los hombres era distante y frío, pero semejante actitud nunca desanima a las mujeres. Las inescrutables leyes del sexo han dispuesto que incluso una mujer tímida no tema a un hombre feroz y altivo. Así que apenas había una mujer de cualquier clase o condición que viviera cerca de Brent’s Rock que no sintiera algún tipo de secreta admiración por aquel apuesto bribón. La categoría era amplia, pues Brent’s Rock se alzaba abruptamente en medio de una llanura, y a lo largo de un circuito de cien millas se recortaba en el horizonte, con sus altas y viejas torres y sus empinados tejados sobre el nivel de los bosques y las aldeas, y sus mansiones dispersas.
Mientras Geoffrey Brent confinó sus aventuras en Londres, París y Viena, es decir, en cualquier lugar fuera de su hogar, la opinión pública guardó silencio. Es fácil escuchar los ecos lejanos sin conmoverse y podemos tratarlos con incredulidad, desprecio o desdén, o cualquier actitud de frialdad que se adapte a nuestro propósito. Pero cuando el escándalo llegó cerca de casa fue otra cosa; y los sentimientos de independencia e integridad que hay en las personas de todas las comunidades que no están totalmente arruinadas se impusieron y exigieron que se expresara la condena. Sin embargo, hubo cierta cautela y no se dio más importancia a los hechos que la absolutamente necesaria. Margaret Delandre se conducía con tal audacia y tanta franqueza, y aceptó con tanta naturalidad su condición de compañera legítima de Geoffrey Brent, que la gente llegó a creer que estaba secretamente casada con él y, por consiguiente, pensó que era más prudente morderse la lengua, no fuera a ser que el tiempo la justificara y, a la vez, la convirtiera en una activa enemiga.
La única persona que, con su intervención, podría haber resuelto todas las dudas se vio impedida de interferir en el asunto. Wykham Delandre se había peleado con su hermana —o tal vez era ella la que se había peleado con él— y mantenían una relación no solo de armada neutralidad, sino de amargo odio. La disputa había precedido al viaje de Margaret a Brent’s Rock. Ella y Wykham estuvieron a punto de llegar a las manos. Por supuesto, hubo amenazas por ambas partes y, al final, Wykham, dominado por la pasión, ordenó a su hermana que abandonara su casa. Ella se había levantado enseguida y se marchó, sin esperar siquiera a recoger sus efectos personales. En el umbral se detuvo un momento para amenazar amargamente a Wykham con que lamentaría con vergüenza y desesperación hasta la última hora de su vida lo que había hecho aquel día. Transcurrieron algunas semanas desde entonces, y en el vecindario se creía que Margaret se había marchado a Londres, cuando de repente apareció paseando en coche con Geoffrey Brent, y todo el vecindario supo antes del anochecer que había fijado su residencia en la Roca. No fue motivo de sorpresa que Brent hubiera regresado de improviso, pues tal era su costumbre habitual. Ni siquiera sus sirvientes sabían cuándo esperarlo, porque había una puerta privada, de la que solo él tenía la llave, por la que a veces entraba sin que nadie en la casa se diera cuenta de su llegada. Ese era su método habitual de aparecer después de una larga ausencia.
Wykham Delandre estaba furioso con la noticia. Juró vengarse y, para mantenerse firme en su decisión, bebió con más intensidad que nunca. Intentó en varias ocasiones ver a su hermana, pero ella se negó de manera despectiva a recibirlo. Intentó entrevistarse con Brent, pero también fue rechazado. Luego intentó interceptarlo en el camino, pero fue en vano, pues Geoffrey no era un hombre que se dejara detener en contra de su voluntad. Se produjeron varios encuentros entre los dos hombres, y muchos más se amagaron y eludieron. Por fin, Wykham Delandre se resignó a aceptar la situación con un espíritu malhumorado y vengativo.
Ni Margaret ni Geoffrey eran de temperamento pacífico y no pasó mucho tiempo antes de que empezaran a pelearse. Una cosa llevaba a la otra, y el vino corría a raudales en Brent’s Rock. De vez en cuando, las riñas tomaban un cariz amargo y se intercambiaban amenazas en un lenguaje implacable que impresionaba a los sirvientes que escuchaban. Pero tales disputas generalmente concluían como terminan los altercados domésticos: en reconciliación y en un mutuo respeto por las cualidades de lucha de los oponentes. En todo el mundo, cierta clase de personas considera que las peleas en sí mismas son un asunto de interés absorbente, y no hay razón para creer que las condiciones domésticas minimicen su atractivo. Geoffrey y Margaret se ausentaban ocasionalmente de Brent’s Rock y, en cada una de esas ocasiones, Wykham Delandre también se ausentaba. Como por lo general se enteraba de las ausencias demasiado tarde para que le sirvieran de algo, cada vez regresaba a casa con un estado de ánimo más amargo y contrariado.
Por fin llegó el momento en que la ausencia de Brent’s Rock se prolongó más de lo habitual. Pocos días antes se había producido una disputa que superó en acritud a las anteriores, pero también se resolvió y se mencionó ante los criados un viaje por el continente. Al cabo de unos días, Wykham Delandre también se marchó, y pasaron algunas semanas antes de que regresara. Se notaba que estaba lleno de una nueva sensación: satisfacción, exaltación… Apenas sabían cómo llamarlo. Fue directamente a Brent’s Rock y exigió ver a Geoffrey Brent, y cuando le dijeron que aún no había regresado, dijo con una sombría determinación que los sirvientes advirtieron:
—Volveré. Tengo información importante.
Dio media vuelta y se marchó. Transcurrió una semana, luego un mes, y así sucesivamente. Finalmente, llegó el rumor, confirmado más tarde, de que había ocurrido un accidente en el valle de Zermatt. Al cruzar un paso peligroso, el carruaje en el que viajaban una dama inglesa y el conductor se cayó por un precipicio. Por fortuna, el caballero del grupo, el señor Geoffrey Brent, había salido ileso ya que había caminado colina arriba para aliviar a los caballos. Él dio el aviso y se procedió a la búsqueda. La barandilla rota, la calzada erosionada y las marcas donde los caballos habían luchado contra la pendiente antes de caer al torrente contaban la triste historia. Era una estación húmeda y había nevado mucho durante el invierno, por lo que el río estaba más crecido de lo normal y la corriente llevaba hielo. Se buscó por todas partes y, finalmente, se encontraron los restos del carruaje y el cuerpo de un caballo en el río. Más tarde, el cuerpo del cochero fue hallado en un terreno arenoso barrido por el torrente, cerca de Täsch; pero el cuerpo de la dama, al igual que el del otro caballo, había desaparecido por completo y se presumió que para entonces lo quedaba de él corría entre las aguas del Ródano camino del lago de Ginebra.
Wykham Delandre hizo todas las averiguaciones posibles, pero no halló rastro alguno de la mujer desaparecida. No obstante, leyó en los libros de los distintos hoteles el nombre de «el Sr. y la Sra. Geoffrey Brent». Hizo erigir una lápida en Zermatt en memoria de su hermana con su apellido de casada y colocó una placa en la iglesia de Bretten, parroquia a la que correspondían Brent’s Rock y Dander’s Croft.
Transcurrió casi un año hasta que la expectación del caso desapareció y todo el vecindario volvió a su rutina habitual. Brent continuaba ausente y Delandre estaba más borracho, más malhumorado y vengativo que antes.
Entonces se produjo un nuevo revuelo. Brent’s Rock se estaba preparando para un gran acontecimiento. Geoffrey anunció oficialmente en una carta al vicario que se había casado hacía unos meses con una dama italiana y que en ese momento se dirigían a casa. Entonces, un pequeño ejército de obreros invadió la vivienda y comenzaron a sonar martillos y cepillos, impregnando la atmósfera con un generalizado aroma de cola y pintura. Se remodeló por completo un ala de la vieja casa, la sur, y luego el grueso de los obreros se marchó, dejando los materiales para cuando Geoffrey Brent regresara, ya que había ordenado que la decoración se hiciera únicamente bajo su supervisión. Había traído consigo los planos exactos de la sala principal de la casa del padre de su novia, pues deseaba reproducir para ella el lugar al que estaba acostumbrada. Como había que rehacer todas las molduras, se trajeron unos andamios y unas tablas que se colocaron en un lateral de la gran sala, y una gran cuba o caja de madera para mezclar la cal, que se colocó en sacos a su lado.
Cuando llegó la nueva señora de Brent’s Rock, repicaron las campanas de la iglesia y se produjo un júbilo general. Era una criatura hermosa, llena de poesía, fuego y pasión del sur, y las pocas palabras inglesas que había aprendido las pronunciaba de un modo tan dulce y entrecortado que se ganaba el corazón de la gente, tanto por la música de su voz como por la belleza de sus ojos oscuros.
Geoffrey Brent parecía más contento que nunca, pero en su rostro se dibujaba una expresión oscura y ansiosa, algo nuevo para quienes le conocían de antaño. A veces, se sobresaltaba como si oyera ruidos que los demás ignoraban.
Así pasaron los meses y fue creciendo el rumor de que por fin Brent’s Rock iba a tener un heredero. Geoffrey era muy tierno con su esposa y este nuevo vínculo que los unía pareció ablandarlo. Se interesaba por las necesidades de sus inquilinos más de lo que lo había hecho nunca y no faltaban obras de caridad, tanto suyas como de su dulce y joven esposa. Parecía haber puesto todas sus esperanzas en el niño que iba a nacer y, a medida que miraba hacia el futuro, la oscura sombra que se había cernido sobre su rostro parecía desaparecer gradualmente.
Durante todo ese tiempo, Wykham Delandre alimentó su deseo de venganza. En lo profundo de su corazón había crecido un propósito que solo esperaba una oportunidad para tomar forma definida. Esta vaga idea giraba en cierto modo en torno a la esposa de Brent, pues sabía que podía golpearle mejor a través de aquellos a quienes amaba, y el tiempo que estaba por venir parecía encerrar la oportunidad que anhelaba. Una noche se sentó solo en el salón de su casa. Antaño había sido una habitación hermosa a su manera, pero el tiempo y la desidia habían hecho su trabajo y ahora era poco más que una ruina, sin dignidad ni belleza de ningún tipo. Llevaba un rato bebiendo y estaba más que mareado. Le pareció oír un ruido como de alguien en la puerta y levantó la vista. Luego pidió en tono cuasi salvaje que entraran, pero no obtuvo respuesta. Murmurando una blasfemia, reanudó sus cavilaciones. Al poco rato olvidó todo lo que le rodeaba, se sumió en un profundo embotamiento, pero de pronto despertó y vio ante sí a alguien o algo parecido a una versión maltrecha y fantasmal de su hermana. Durante unos instantes sintió una especie de terror. La mujer que tenía ante él, de rasgos deformes y ojos ardientes, apenas parecía humana y lo único que recordaba a su hermana, tal como había sido, era su abundante cabellera dorada, que ahora estaba salpicada de canas. Ella lo miró con una larga y fría mirada, y él, a medida que la observaba y empezaba a ser consciente de la realidad de su presencia, descubrió que el odio que le había profesado volvía a surgir en su corazón. Toda la melancólica pasión del último año pareció expresarse de golpe cuando le preguntó:
—¿Qué haces aquí? Estás muerta y enterrada.
—¡Estoy aquí, Wykham Delandre, no por amor a ti, sino porque odio a otro incluso más que a ti! — Una gran pasión ardía en sus ojos.
—¿A él? —preguntó en un susurro tan feroz que incluso la mujer se sobresaltó por un instante, hasta que recobró la calma.
—¡Sí, a él! —respondió ella. —Pero no te equivoques, la venganza es mía y solo te utilizo para ayudarme a conseguirla.
Wykham preguntó de repente:
—¿Se casó contigo?
El rostro distorsionado de la mujer se ensanchó en un espantoso intento de burla. Era una mueca horrenda, porque los rasgos deformados y las costuras de sus heridas adoptaban formas y colores extraños, y unas inquietantes líneas blancas asomaban cuando los tensos músculos presionaban las cicatrices.
—¡Así que quieres saberlo! ¡Complacería tu orgullo comprobar que tu hermana estaba correctamente casada! Pues no lo sabrás. Esa ha sido mi venganza contra ti y no pretendo alterarla ni un ápice. He venido aquí esta noche simplemente para hacerte saber que estoy viva, de modo que si se me hace algún daño a donde voy, haya un testigo.
—¿Adónde vas? —preguntó su hermano.
—¡Eso es asunto mío y no tengo la menor intención de decírtelo!
Wykham se puso en pie, pero estaba borracho y se tambaleó y cayó. Mientras yacía en el suelo, anunció su intención de seguir a su hermana. Con un arrebato de humor enfermizo, le dijo que la seguiría a través de la oscuridad, iluminado por el brillo de su cabello y su belleza. Al oír esto, ella se volvió hacia él y le dijo que había otros que también se lamentarían de sus cabellos y su belleza.
—Como él —siseó—, pues el cabello permanece aunque la belleza desaparezca. Cuando quitó el freno y nos tiró por el precipicio hacia el río, no pensó en mi belleza. Tal vez la suya quedaría tan arruinada como la mía si, como me ocurrió a mí, se hubiera precipitado entre las rocas del Visp y se hubiera congelado en el hielo a la deriva del río. Pero que tenga cuidado. Se acerca su hora —y con un gesto feroz abrió de golpe la puerta y salió a la noche.
Más tarde, aquella misma noche, la señora Brent, que solo estaba medio dormida, se despertó de repente y le dijo a su marido:
—Geoffrey, ¿no ha sido el chasquido de una cerradura debajo de nuestra ventana?
Pero Geoffrey, aunque ella creía que también se había sobresaltado al oír el ruido, parecía profundamente dormido y respiraba con pesadez. La señora Brent volvió a dormirse, pero se despertó al ver que su marido se había levantado. Estaba terriblemente pálido y, cuando la luz de la lámpara que llevaba en la mano le iluminó el rostro, se asustó al ver la expresión de sus ojos.
—¿Qué pasa, Geoffrey? ¿Qué haces? —preguntó.
—Calla, pequeña —respondió él con una voz áspera y extraña—. Duérmete. Estoy inquieto y quiero terminar un trabajo que dejé a medias.
—Tráelo aquí, esposo mío —dijo ella—; me siento sola y me asusta tu ausencia.
Como respuesta, él solo se limitó a besarla y salió, cerrando la puerta tras de sí. Ella permaneció despierta durante un rato, hasta que la naturaleza se impuso y se durmió.
De pronto, se despertó con la sensación de haber oído un grito ahogado en algún lugar no muy lejano. Se levantó de un salto, corrió a la puerta y llamó, pero no oyó nada. Se alarmó al ver que su marido no respondía y gritó: «¡Geoffrey! ¡Geoffrey!».
Al cabo de unos instantes, se abrió la puerta del gran salón y Geoffrey apareció en ella, pero sin su lámpara.
—Silencio —dijo en una especie de susurro, con voz áspera y grave—. ¡Calla! ¡Vete a la cama! Estoy trabajando y no quiero que me molesten. Duérmete y no despiertes a los demás.
Con un escalofrío en el corazón —pues la dureza en la voz de su marido era nueva para ella— se arrastró de vuelta a la cama y se quedó allí temblando, demasiado asustada para llorar, escuchando cada sonido. Hubo una larga pausa de silencio, y luego el ruido de unos golpes sordos producidos por una herramienta de hierro. Después se oyó el estruendo de una pesada piedra al caer, seguido de una maldición ahogada. Luego, se oyeron unas piedras que golpeaban unas contra otras y después un ruido de arrastre. Permaneció todo el tiempo en un estado de agonía y temor, con el corazón latiendo desbocado. Oyó un extraño ruido de arañazos y luego se hizo el silencio. De pronto, la puerta se abrió suavemente y apareció Geoffrey. Su mujer fingió estar dormida, pero pudo ver a través de sus pestañas cómo limpiaba de sus manos algo blanco que parecía cal.
Por la mañana, él no hizo ninguna alusión a lo ocurrido la noche anterior y ella tuvo miedo de preguntar.
A partir de aquel día, Geoffrey Brent se mostró sombrío. No comía ni dormía como solía hacerlo y revivió su manía de volverse de improviso como si alguien le hablara por detrás. El viejo salón parecía ejercer una especie de fascinación sobre él. Solía ir allí muchas veces al día, pero se impacientaba si alguien, incluso su mujer, entraba en la habitación. Cuando el capataz de la construcción vino a interesarse por la continuación de su trabajo, Geoffrey estaba ausente. El hombre entró en el salón y, cuando Geoffrey regresó, el criado le informó de su presencia y de dónde se encontraba. Con un espantoso juramento, empujó al criado a un lado y se apresuró a ir a la vieja sala. El obrero le salió al encuentro casi en la puerta y, cuando Geoffrey irrumpió en la habitación, se abalanzó sobre él. El hombre se disculpó:
—Disculpe, señor, pero justo salía a hacer unas averiguaciones. Ordené que se enviaran doce sacos de cal, pero veo que solo hay diez.
—Malditos sean los diez sacos, y también los otros dos—, fue la incomprensible y descortés réplica.
El obrero pareció sorprendido y trató de cambiar el rumbo de la conversación.
—Veo, señor, que hay un pequeño desperfecto que nuestra gente debe haber causado; por supuesto, mi patrón se encargará de corregirlo.
—¿A qué te refieres?
—A esa piedra de la chimenea, señor; algún idiota debe de haber apoyado en ella un poste de andamio y la ha partido por la mitad, aunque uno creería que es lo suficientemente sólida como para aguantar casi cualquier cosa.
Geoffrey guardó silencio durante un minuto y luego dijo con voz contenida y ademanes mucho más suaves:
—Dile a tu gente que no voy a continuar con el trabajo en la sala por el momento. Quiero dejarlo como está por un tiempo más.
—De acuerdo, señor. Enviaré a algunos de nuestros muchachos para que se lleven las maderas y las bolsas de cal y ordenen un poco el lugar.
—No, no —dijo Geoffrey—, déjalos donde están. Les avisaré cuando deban ponerse a trabajar.
Así que el capataz se marchó, y le hizo este comentario a su jefe:
—Yo enviaría la factura, señor, por el trabajo ya hecho. Me parece que el dinero escasea un poco en ese lugar.
Una o dos veces Delandre trató de interceptar a Brent en el camino y, al final, al ver que no podía lograr su objetivo, cabalgó tras el carruaje, gritando:
—¿Qué ha sido de mi hermana, tu esposa?
Geoffrey puso sus caballos al galope, y el otro, viendo en el rostro pálido y en el desmayo de su esposa que su objetivo se había logrado, se alejó con una carcajada.
Aquella noche, cuando Geoffrey entró en el salón, se acercó a la gran chimenea y se echó hacia atrás con un grito ahogado. Luego, haciendo un gran esfuerzo, se recompuso y se alejó, regresando con una lámpara. Se inclinó sobre la piedra rota de la chimenea para ver si la luz de la luna que entraba por la ventana le había engañado. Después, con un gemido de angustia, cayó de rodillas.
Allí, efectivamente, a través de la grieta de la piedra se asomaban una multitud de hilos de cabellos dorados apenas teñidos de gris.
Le sorprendió un ruido en la puerta y, al mirar a su alrededor, vio a su mujer de pie en el umbral. En un momento de desesperación, actuó para evitar que lo descubrieran y, encendiendo una cerilla en la lámpara, se agachó y quemó los cabellos que asomaban por la piedra rota. Luego, levantándose como pudo, fingió sorpresa al ver a su mujer a su lado.
Durante la semana siguiente vivió en estado agónico, pues, ya fuera por accidente o a propósito, no podía quedarse solo en el salón durante mucho tiempo. A cada visita, el cabello había vuelto a crecer a través de la grieta, y tenía que vigilarlo cuidadosamente para que no se descubriera su terrible secreto. Intentaba encontrar fuera de la casa un contenedor para el cuerpo de la mujer asesinada, pero siempre había alguien que le interrumpía. En una ocasión, cuando salía por la puerta privada, fue recibido por su esposa, que empezó a interrogarle y manifestó su sorpresa por no haberse fijado antes en la llave que ahora él le mostraba de mala gana. Geoffrey amaba a su esposa con ternura y pasión, de modo que cualquier posibilidad de que ella descubriera sus terribles secretos, o incluso de que dudara de él, lo llenaba de angustia; y al cabo de un par de días, no pudo evitar llegar a la conclusión de que al menos sospechaba algo.
Aquella misma noche, ella entró en el salón después de su paseo en coche y lo encontró allí sentado, de mal humor, junto a la chimenea apagada. Le habló sin rodeos.
—Geoffrey, ese Delandre me ha hablado y me ha dicho cosas horribles. Me contó que hace una semana su hermana regresó a su casa, convertida en un despojo de sí misma, pero con su cabello dorado de antaño. También le anunció algunas malas intenciones. Me ha preguntado dónde está… y, ¡oh, Geoffrey, está muerta, está muerta! ¿Cómo puede haber vuelto? Estoy aterrada y no sé qué hacer.
Como respuesta, Geoffrey prorrumpió en un torrente de blasfemias que la hizo estremecerse. Maldijo a Delandre y a su hermana y a todos los de su clase, y en especial lanzó maldición tras maldición sobre su dorada cabellera.
—¡Oh, calla, calla! —dijo ella, y luego guardó silencio, pues tuvo miedo de su marido al ver su mal humor.
Geoffrey, en el arrebato de su cólera, se levantó y se alejó de la chimenea; pero de pronto se detuvo al ver una expresión de terror en los ojos de su esposa. Siguió su mirada y entonces también él se estremeció, pues allí, sobre la piedra rota de la chimenea, yacía un mechón dorado, al mismo tiempo que el cabello se alzaba por la grieta.
—¡Mira, mira! —gritó ella—. ¡Es un espectro de la muerte! ¡Vámonos, vámonos! —y, agarrando a su marido por la muñeca con el frenesí de la locura, lo sacó de la habitación.
Aquella noche sufrió una terrible fiebre. El médico del distrito la atendió de inmediato y se telegrafió a Londres para conseguir ayuda especializada. Geoffrey estaba desesperado, y en su angustia por el peligro que corría su joven esposa casi olvidó su crimen y las consecuencias de este. Por la noche, el médico tuvo que marcharse para atender a otros pacientes y dejó a Geoffrey al cuidado de su esposa. Sus últimas palabras fueron:
—Recuerde que debe cuidarla hasta que yo llegue por la mañana o hasta que otro médico se ocupe de su caso. Lo que se debe evitar es otro ataque de nervios. Asegúrese de que esté abrigada. No se puede hacer nada más.
Al anochecer, cuando el resto de los habitantes de la casa se había retirado, la esposa de Geoffrey se levantó de la cama y llamó a su marido.
—¡Ven! —le dijo. Ven al viejo salón. ¡Sé de dónde viene el oro! ¡Quiero verlo crecer!
Geoffrey hubiera querido detenerla, pero, por una parte, temía por su vida o por su razón y, por otra, temía que, en un arrebato, ella gritara su terrible sospecha. Al ver que era inútil tratar de impedírselo, la envolvió en una cálida manta y la acompañó a la vieja sala. Cuando entraron, ella se volvió y cerró la puerta con llave.
—No queremos a extraños entre nosotros tres esta noche —susurró ella con una débil sonrisa.
—¡Nosotros tres! No somos más que dos —dijo Geoffrey con un escalofrío; temía decir más.
—Siéntate aquí —dijo su mujer apagando la luz—. Siéntate aquí, junto a la chimenea, y mira cómo crece el oro. ¡La plateada luz de la luna es celosa! Mira, se desliza por el suelo hasta el oro… ¡Nuestro oro!
Geoffrey miró con creciente horror y vio que, durante las horas transcurridas, el cabello dorado había sobresalido aún más a través de la piedra rota de la chimenea. Intentó ocultarlo colocando los pies sobre la grieta. Su esposa se acercó a su lado y, tras inclinar la silla y apoyar la cabeza en su hombro, le dijo:
—No te muevas, querido; quedémonos quietos y observemos.
Él la rodeó con el brazo y guardó silencio. Mientras la luz de la luna se deslizaba por el suelo, ella se quedó dormida.
Temía despertarla, por lo que permaneció sentado en silencio, sintiéndose miserable, mientras pasaban las horas.
Ante sus horrorizados ojos, los cabellos dorados de la piedra rota crecían y crecían, y a medida que lo hacían, su corazón se volvía más y más frío, hasta que al fin no tuvo fuerzas para moverse y se detuvo con los ojos llenos de terror a contemplar su destino.
Por la mañana, cuando llegó el médico londinense, no se pudo encontrar ni a Geoffrey ni a su esposa. Se buscó en todas las habitaciones, pero fue en vano. Como último recurso, se rompió la gran puerta del viejo salón y los que entraron vieron una escena lúgubre y sombría.
Junto a la chimenea apagada, Geoffrey Brent y su joven esposa estaban sentados, fríos, pálidos y muertos. El rostro de ella era apacible y tenía los ojos cerrados por el sueño; pero el de él era un espectáculo que hacía estremecer a todos los que lo veían, pues tenía una expresión de horror indecible. Los ojos estaban abiertos y contemplaban vidriosos sus pies, entrelazados con mechones de cabellos dorados, salpicados de canas, que asomaban a través de la piedra rota del hogar.
FIN