Bram Stoker: La profecía gitana

«La profecía gitana» es un fascinante relato corto del reconocido autor Bram Stoker, creador de «Drácula». Publicado originalmente en 1885, esta historia explora temas relacionados con la superstición, la sugestión y el matrimonio. La trama sigue a Joshua Considine y su esposa Mary, cuya felicidad se ve amenazada por la siniestra profecía de una gitana. La advertencia sobre el fatal destino que espera a Mary desencadena una serie de eventos que ponen a prueba la fe y la cordura de los protagonistas.

Bram Stoker - La profecía gitana

La profecía gitana

Bram Stoker
(Cuento completo)

—Realmente creo —dijo el doctor— que, en cualquier caso, uno de nosotros debería ir a comprobar si se trata o no de una farsa.

—Bien —dijo Considine—. Después de cenar tomaremos nuestros cigarros y daremos un paseo hasta el campamento.

En consecuencia, cuando terminó la cena y el La Tour, Joshua Considine y su amigo, el doctor Burleigh, se dirigieron al lado este del páramo, donde se hallaba el campamento gitano. Cuando se marchaban, Mary Considine, que los acompañó hasta donde el jardín se abría al sendero, llamó a su marido:

—Ten cuidado, Joshua, debes darles una oportunidad justa, pero no les entregues ninguna pista sobre tu futuro. No coquetees con ninguna de las doncellas gitanas y procura que Gerald no se meta en líos.

Como respuesta, Considine levantó la mano, como si estuviera prestando juramento, y silbó la vieja canción «La condesa gitana». Gerald se unió a la melodía y luego, rompiendo en alegres carcajadas, los dos hombres avanzaron por el sendero hacia el parque, volviéndose de vez en cuando para saludar con la mano a Mary, que en la penumbra se inclinaba sobre la verja y los seguía con la mirada.

Era una hermosa tarde de verano; el aire estaba lleno de paz y tranquila felicidad, como si fuera una muestra externa de la tranquilidad y la alegría que hacían del hogar de los jóvenes casados una especie de paraíso. La vida de Considine no había sido agitada. El único acontecimiento inquietante que había vivido había sido el cortejo de Mary Winston y las continuas objeciones de sus ambiciosos padres, que esperaban un brillante partido para su única hija. Cuando el Sr. y la Sra. Winston descubrieron el afecto del joven abogado, intentaron mantenerlos separados enviando a su hija a una larga ronda de visitas, haciéndole prometer que no mantendría correspondencia con su enamorado durante la ausencia. Sin embargo, el amor había resistido la prueba. Ni la distancia ni el abandono lograron enfriar la pasión del joven, y los celos parecían algo extraño a su naturaleza; así que, tras un largo período de espera, los padres se rindieron y los jóvenes se casaron.

Llevaban unos meses instalados en la cottage y empezaban a sentirse como en casa. Gerald Burleigh, antiguo compañero de universidad de Joshua, y víctima en alguna época de la belleza de Mary, había llegado una semana antes, para quedarse con ellos todo el tiempo que pudiera apartarse de su trabajo en Londres.

Cuando su marido hubo desaparecido, Mary entró en casa y, sentándose al piano, dedicó una hora a Mendelssohn.

No fue más que un corto paseo a través del parque, y antes de que los cigarros tuvieran que ser renovados, los dos hombres habían llegado al campamento gitano. El lugar era tan pintoresco como suelen ser los campamentos gitanos cuando se encuentran en pequeños pueblos y los negocios van bien. Había unas pocas personas alrededor del fuego, invirtiendo su dinero en adivinaciones, y un gran número de otras, más pobres o ahorrativas, que permanecían justo fuera de los límites, pero lo bastante cerca como para ver todo lo que ocurría.

Cuando los dos caballeros se acercaron, los aldeanos, que conocían a Joshua, se hicieron un poco a un lado. Una gitana guapa y de ojos penetrantes se acercó a ellos y pidió decirles la buenaventura. Joshua le tendió la mano, pero la muchacha, como si no lo hubiera visto, se le quedó mirando a la cara de un modo muy extraño. Gerald le dio un codazo:

—Debes cruzarle la mano con plata — le dijo—. Es una de las partes más importantes del ritual.

Joshua sacó de su bolsillo media corona y se la tendió, pero, sin mirarla, ella respondió:

—Tienes que cruzar la mano de la gitana con oro.

Gerald se rio.

—Eres un sujeto valioso —dijo.

Joshua era del tipo de hombre —del tipo universal— que puede soportar que una chica hermosa se le quede mirando; así que, con cierta delicadeza, contestó:

—Muy bien, aquí tienes, mi niña bonita; pero debes concederme una buena fortuna a cambio.

Le dio medio soberano, que ella cogió, diciendo:

—No me corresponde a mí darte buena o mala suerte, sino sólo leer lo que han dicho las Estrellas.

Tomó su mano derecha y la volvió con la palma hacia arriba; pero en el instante en que sus ojos la vieron, la dejó caer como si estuviera al rojo vivo y, con una mirada de espanto, se alejó rápidamente. Levantó la cortina de la gran tienda que ocupaba el centro del campamento y desapareció en su interior.

—¡Timado otra vez! —dijo el cínico Gerald.

Joshua se quedó un poco asombrado y nada satisfecho. Ambos observaron la gran tienda. Al cabo de unos instantes salió por la abertura, no la joven, sino una mujer de aspecto imponente, de edad madura y presencia dominante.

En el instante en que apareció, todo el campamento pareció detenerse. El clamor de las conversaciones, las risas y el ruido del trabajo se detuvieron durante uno o dos segundos, y todos los hombres y mujeres que estaban sentados, agachados o tumbados, se levantaron y miraron a la gitana de aspecto imperial.

—La Reina, por supuesto —murmuró Gerald—. Esta noche estamos de suerte.

La Reina gitana lanzó una mirada escrutadora alrededor del campamento y luego, sin dudar un instante, se dirigió directamente hacia Joshua.

—Extiende la mano —dijo en tono autoritario.

—No me hablaban así desde que estaba en la escuela —dijo Gerald sotto voce.

—Debes tener la mano cruzada de oro.

—Cien por cien en este juego —susurró Gerald, mientras Joshua ponía otro medio soberano en la palma de la mano.

La gitana observó la mano con el ceño fruncido; luego, mirándole de improviso a la cara, dijo:

—Tienes una voluntad fuerte… ¿posees un corazón sincero que pueda ser valiente por alguien a quien amas?

—Espero que sí —respondió Joshua—, pero me temo que no tengo la vanidad suficiente para decir «sí».

—Entonces responderé por ti; porque leo determinación en tu rostro… determinación desesperada y decidida si es necesario. ¿Tienes una esposa a la que amas?

—Sí —dijo enfáticamente.

—Entonces déjala inmediatamente, no vuelvas a ver su rostro. Vete ahora, mientras el amor está fresco y tu corazón libre de malas intenciones. Vete deprisa, vete lejos, ¡y no vuelvas a verla nunca más!

Joshua retiró rápidamente la mano y dijo: «¡Gracias!», rígido y sarcástico, mientras empezaba a alejarse.

—Yo digo —dijo Gerald— que no te vayas así, amigo; no sirve de nada indignarse con las Estrellas o su profeta… y, además, tu soberano… ¿qué más da? Al menos, escucha lo que te diga.

—Silencio, canalla —ordenó la Reina—, no sabes lo que dices. Que se marche, y que se vaya ignorante, si no quiere ser advertido.

Joshua se volvió enseguida.

—De cualquier modo —dijo— veremos cómo se resuelve esto. Ahora, señora, usted me ha dado un consejo, pero he pagado por un destino.

—Ten cuidado —dijo la gitana—. Las estrellas llevan mucho tiempo en silencio; que el misterio las envuelva todavía.

—Mi querida señora, no todos los días tengo contacto con un misterio, y prefiero a cambio de mi dinero el saber a la ignorancia. Cuando lo necesito, puedo obtener esta última a cambio de nada.

Gerald se hizo eco del comentario:

—Por mi parte, dispongo de un gran e invendible inventario de eso.

La reina gitana miró a los dos hombres con severidad y luego dijo:

—Como queráis. Habéis elegido por vosotros mismos. Habéis respondido a la advertencia con desprecio, y a la súplica con ligereza. Sobre vuestras cabezas caiga la condena.

—¡Amén! —dijo Gerald.

Con un gesto imperioso, la Reina volvió a tomar la mano de Joshua y comenzó a leerle la fortuna.

—Veo correr la sangre; no tardará en hacerlo; la veo correr. Fluye a través del círculo roto de un anillo cortado.

—Prosiga —dijo Joshua, sonriendo.

Gerald guardó silencio.

—¿Debo hablar más claro?

—Desde luego; los simples mortales queremos algo concreto. Las Estrellas están muy lejos, y sus palabras se empañan en el mensaje.

La gitana se estremeció, y luego habló de manera imponente.

—Esta es la mano de un asesino… ¡del asesino de su mujer!

Dejó caer la mano y se apartó.

Joshua se echó a reír.

—Sabe usted —dijo—, creo que si yo fuera usted introduciría algo de jurisprudencia en mi sistema. Por ejemplo, dice: «esta mano es la mano de un asesino». Pues bien, sea lo que sea en el futuro —o potencialmente—, actualmente no lo es. Debería expresar su profecía en otros términos como: «la mano que será de un asesino», o, más bien, «la mano de uno que será el asesino de su mujer». Las Estrellas no son buenas en cuestiones técnicas.

La gitana no respondió nada, sino que, con la cabeza baja y el rostro abatido, se dirigió lentamente a su tienda y, levantando la cortina, desapareció.

Sin hablar, los dos hombres volvieron a casa y atravesaron el páramo. Después de un rato de vacilación, Gerald dijo.

—Por supuesto, amigo, todo esto es una broma; una broma espantosa, pero una broma al fin y al cabo. Sin embargo, ¿no sería mejor guardárnosla para nosotros?

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, no se lo digas a tu mujer. Podría alarmarla.

—¡Alarmarla! Mi querido Gerald, ¿en qué estás pensando? Ella no se alarmaría ni me temería, aunque todos los gitanos venidos de Bohemia se pusieran de acuerdo en que yo iba a asesinarla, o incluso a pensar mal de ella.

—Viejo amigo — protestó Gerald—, las mujeres son supersticiosas, mucho más que nosotros los hombres; y, además, han sido bendecidas —o maldecidas— con un sistema nervioso al que nosotros somos ajenos. Veo demasiadas cosas en mi trabajo como para no darme cuenta. Hazme caso y no se lo digas, o la asustarás.

Los labios de Joshua se endurecieron inconscientemente cuando contestó:

—Querido amigo, no quisiera tener un secreto para mi esposa. Sería el comienzo de un nuevo orden de cosas entre nosotros. No tenemos secretos el uno para el otro. Si alguna vez los tuviéramos, sería indicio de que hay algo extraño que nos afecta.

—Aun así —dijo Gerald—, a riesgo de una injerencia inoportuna, te digo que estés prevenido.

—Son palabras de la gitana — dijo Joshua—. Tú y ella parecéis estar de acuerdo. Dime, amigo, ¿es esto un montaje? Me hablaste del campamento gitano, ¿lo arreglaste todo con Su Majestad?

Dijo esto con un aire de burlona seriedad. Gerald le aseguró que sólo había oído hablar del campamento aquella mañana; sin embargo, se rio de todas las respuestas de su amigo y, en medio de estas bromas, pasó el tiempo y entraron en la cabaña.

Mary estaba sentada al piano, pero no tocaba. La penumbra había despertado en su pecho tiernos sentimientos y sus ojos estaban llenos de lágrimas. Cuando entraron los hombres, se acercó al lado de su marido y lo besó. Joshua adoptó una actitud trágica.

—Mary —dijo con voz grave—, antes de acercarte a mí, escucha las palabras del Destino. Las estrellas han hablado y el futuro está sellado.

—¿Qué ocurre, querido? Cuéntame la buenaventura, pero no me asustes.

—En absoluto, querida; pero hay una verdad que es bueno que sepas. Es más, es necesario para que todos tus preparativos puedan hacerse con anticipación, y, llegado el momento, todo esté correctamente dispuesto y en orden.

—Continúa, querido; te escucho.

—Mary Considine, es posible que tu efigie se vea en el museo de Madame Tussaud. Las jurisimprudentes estrellas han anunciado que esta mano está roja de sangre… tu sangre. ¡Mary!

Se abalanzó sobre ella, pero demasiado tarde para atraparla, pues caía desmayada al suelo.

—Te lo dije —dijo Gerald—. No las conoces tan bien como yo.

Al cabo de un rato, Mary se recuperó de su desmayo, pero sólo para caer en un fuerte ataque de histeria, en el que reía y lloraba y deliraba y gritaba: «¡Aléjalo de mi… de mí, Joshua, mi marido!» y muchas otras palabras de súplica y miedo.

Joshua Considine estaba en un estado de ánimo que rayaba en la agonía, y cuando por fin Mary se calmó, se arrodilló junto a ella y le besó los pies, las manos y el pelo, y la llamó con todos los nombres dulces y le dijo todas las cosas tiernas que sus labios podían expresar. Durante toda la noche se sentó junto a su cama y le cogió la mano. Durante toda la noche y hasta la madrugada ella siguió despertándose y gritando como asustada, hasta que la reconfortó la certeza de que su marido velaba a su lado.

El desayuno se demoró a la mañana siguiente, y durante él Joshua recibió un telegrama que lo obligaba a conducir hasta Withering, a casi veinte millas de distancia. A Joshua no le apetecía ir, pero Mary no quería ni oír hablar de que se quedara, así que, antes del mediodía, partió solo en su pequeño coche.

Cuando se hubo ido, Mary se retiró a descansar a su habitación. No apareció a la hora del almuerzo, pero cuando se sirvió el té de la tarde bajo el gran sauce del jardín, vino a reunirse con su invitado. Se la veía bastante recuperada de su indisposición de la noche anterior. Después de algunos comentarios casuales, le dijo a Gerald:

—Por supuesto que fue una tontería lo de anoche, pero no pude evitar sentirme asustada. De hecho, seguiría estándolo si me permitiera pensar en ello. Pero, después de todo, es posible que esta gente sólo imagine cosas, y dispongo de una forma de probar que la predicción es falsa… si es que es falsa —añadió con tristeza.

—¿Cuál es tu plan? —preguntó Gerald.

—Iré yo misma al campamento gitano a que la Reina lea mi fortuna.

—Perfecto. ¿Puedo acompañarte?

—No. Eso lo estropearía todo. Ella podría reconocerte, adivinar quién soy y, en consecuencia, adecuar sus palabras. Iré sola esta tarde.

Al caer la tarde, Mary Considine se dirigió al campamento gitano. Gerald la acompañó hasta la orilla del parque y regresó solo.

Apenas había transcurrido media hora cuando Mary entró en el salón, donde él yacía en un sofá leyendo. Estaba espantosamente pálida y en un estado de extrema excitación. Apenas había cruzado el umbral cuando se desplomó y cayó gimiendo sobre la alfombra. Gerald se apresuró a socorrerla, pero ella, haciendo un gran esfuerzo, se controló y le indicó que guardara silencio. Él aguardó, y la obediencia a su deseo pareció ser su mejor ayuda, pues, en pocos minutos, ella se había recuperado un poco y pudo contarle lo sucedido.

—Cuando llegué al campamento —dijo— no parecía haber ni un alma, fui al centro y me quedé allí. De repente, una mujer alta se puso a mi lado. «Algo me dijo que me buscaban», me dijo. Le tendí la mano y le puse una pieza de plata. Ella se sacó del cuello una pequeña baratija de oro y la depositó allí también; luego, cogiendo las dos, las arrojó al arroyo que corría por allí. Luego tomó mi mano entre las suyas y habló: «No hay más que sangre en este lugar culpable», y se volvió. La cogí y le pedí que me contara algo más. Después de vacilar un poco, dijo: «¡Ay, ay! Te veo tendida a los pies de tu marido, y sus manos están rojas de sangre».

Gerald no se sintió en absoluto a gusto, y trató de tomárselo a risa.

—Seguramente —dijo—, esta mujer tiene manía con el asesinato.

—No te rías —dijo Mary—, no puedo soportarlo.

Y entonces, como movida por un repentino impulso, salió de la habitación.

No mucho después regresó Joshua, radiante y alegre, y tan hambriento como un cazador tras su largo viaje. Su presencia alegró a su mujer, que parecía mucho más animada, sin embargo ella no mencionó el episodio de la visita al campamento gitano, por lo que Gerald tampoco lo hizo. Como si se tratara de un acuerdo tácito, el tema no se mencionó durante la velada. No obstante, en el rostro de Mary había una extraña expresión que Gerald no pudo dejar de observar.

Por la mañana Joshua bajó a desayunar más tarde de lo habitual. Mary se había levantado y había recorrido la casa desde muy temprano, pero a medida que pasaba el tiempo se la notaba un poco nerviosa y de vez en cuando lanzaba una mirada ansiosa.

Gerald no dejó de notar que ninguno de los que desayunaban disfrutaba satisfactoriamente de la comida. No era que las chuletas estuvieran duras, sino que los cuchillos no tenían filo. Como era un invitado, naturalmente no hizo ningún comentario, pero enseguida vio que Joshua pasaba el pulgar por el filo del cuchillo de un modo inconsciente. Mary palideció y estuvo a punto de desmayarse.

Después del desayuno salieron todos al jardín. Mary estaba preparando un ramillete de flores y le dijo a su marido:

—Tráeme unas cuantas rosas de té, cariño.

Joshua cogió un ramo de la parte delantera de la casa. El tallo se dobló, pero era demasiado duro para romperse. Metió la mano en su bolsillo para sacar el cuchillo, pero fue en vano.

—Préstame tu navaja, Gerald —dijo.

Pero Gerald no tenía ninguna, así que fue a la sala del desayuno y cogió un cuchillo de la mesa. Salió palpando el filo y refunfuñando.

—¿Qué diablos les ha pasado a todos los cuchillos? Parece que se les ha salido el filo.

Mary se dio la vuelta apresuradamente y entró en la casa.

Joshua intentó cortar el tallo con el cuchillo sin filo como los cocineros de campo cortan los cuellos de las aves, como los colegiales cortan el cordel. Con un poco de esfuerzo terminó la tarea. El racimo de rosas aumentaba de tamaño, así que decidió reunir un gran ramo.

No pudo encontrar ni un solo cuchillo afilado en el aparador donde se guardaban los cubiertos, así que llamó a Mary y, cuando llegó, le explicó el asunto. Ella parecía tan agitada y desdichada que él no pudo evitar descubrir la verdad y, como asombrado y dolido, le preguntó:

—¿Quieres decir que lo has hecho ?

—Oh, Joshua, tenía tanto miedo.

Él hizo una pausa, y una expresión pálida apareció en su rostro.

—Mary, ¿es ésta la confianza que tienes en mí? No lo habría creído.

—¡Oh, Joshua! Joshua —exclamó ella suplicante—, perdóname —y lloró amargamente.

Joshua pensó un momento y luego dijo:

—Ya veo. Será mejor que acabemos con esto o nos volveremos locos.

Corrió hacia el salón.

—¿Dónde vas? —le preguntó Mary casi gritando.

Gerald comprendió lo que quería decir: que no iba a estar atado a instrumentos sin filo por la influencia de una superstición, y no se sorprendió cuando lo vio salir por la ventana francesa, llevando en la mano un gran cuchillo Ghourka que su hermano le había enviado desde el norte de la India, y que solía estar sobre la mesilla de centro. Era uno de esos grandes cuchillos de caza que tantos estragos causaron en el cuerpo a cuerpo con los enemigos de los ghourkas leales durante el motín de Sepoy, de gran peso, pero tan equilibrado en la mano que parecía ligero, y con un filo como el de una navaja de afeitar. Con uno de estos cuchillos, un Ghourka puede cortar una oveja en dos.

Cuando Mary lo vio salir de la habitación con el arma en la mano gritó presa de una espantosa agonía, y la histeria de la noche anterior se reanudó de inmediato.

Joshua corrió hacia ella y, al verla caer, tiró el cuchillo e intentó atraparla.

Sin embargo, llegó un segundo demasiado tarde, y los dos hombres gritaron de horror al verla desplomarse sobre la hoja desnuda.

Gerald se acercó corriendo y vio que, al caer, su mano izquierda había golpeado la hoja, que yacía parcialmente hacia arriba sobre la hierba. Algunas de las pequeñas venas estaban cortadas y la sangre brotaba libremente de la herida. Mientras la vendaba, señaló a Joshua que el anillo de boda había sido cortado por el acero.

La llevaron desmayada a la casa. Cuando, al cabo de un rato, salió con el brazo en cabestrillo, estaba tranquila y feliz. Le dijo a su marido:

—La gitana estuvo maravillosamente cerca de la verdad; demasiado cerca para que ahora ocurra la predicción original, querido’

Joshua se inclinó y besó la mano herida.

FIN

Bram Stoker - La profecía gitana
  • Autor: Bram Stoker
  • Título: La profecía gitana
  • Título Original: A Gipsy Prophecy
  • Publicado en: The Spirit of the Times, 26 de diciembre de 1885
  • Aparece en: Dracula’s Guest And Other Weird Stories, 1914
  • Traducción: Juan Pablo Guevara

No te pierdas nada, únete a nuestros canales de difusión y recibe las novedades de Lecturia directamente en tu teléfono: