Bram Stoker: Las almas gemelas

Bram Stoker - Las almas gemelas

«Las almas gemelas» (también traducido como «Los dualistas») es un cuento de terror y humor negro escrito por Bram Stoker y publicado en 1886. La historia sigue a Harry y Tommy, dos niños inseparables cuyas travesuras se vuelven cada vez más macabras, llevándolos a descubrir una inquietante fascinación por la crueldad y la destrucción. Lo que comienza como juegos inocentes se transforma en una espiral de violencia sin límites. Ambientada en un vecindario aparentemente tranquilo, esta historia revela la oscuridad que puede esconderse tras la inocencia infantil. Con su estilo gótico y perturbador, Stoker nos sumerge en una narrativa llena de suspenso y horror. Perfecta para quienes disfrutan de los relatos más oscuros y sorprendentes.

Bram Stoker - Las almas gemelas

Las almas gemelas

Bram Stoker
(Cuento completo)


I. Bis dat qui non cito dat

En casa de los Bubb reinaba la alegría.

Durante diez largos años, Ephraim y Sophonisba Bubb se habían lamentado de lo solos que se sentían. Durante todo este tiempo, se habían dedicado a mirar las tiendas de ropa de bebé y los almacenes, donde las cunas aparecían en tentadoras filas. Habían rezado y suspirado, habían llorado y anhelado aquel día, pero el médico nunca les había dado la más mínima esperanza.


Pero ahora, al fin, había llegado el momento tan esperado. Mes tras mes habían tenido todo el cuidado del mundo, y los días transcurrieron lentamente. Los meses dieron paso a semanas, las semanas a días, los días se hicieron horas, las horas minutos. Ya no quedaban ni siquiera minutos, solo unos segundos.

Ephraim Bubb se sentó con miedo en la escalera. Desde allí, intentó afinar el oído para captar los acordes de la maravillosa música que saldría de los labios de su primer hijo. En la casa reinaba el silencio, esa calma mortal que precede a un huracán. ¡Ay, Ephraim Bubb!, ¿no pensaste nunca que algo podía destruir para siempre la paz y la alegría de tu hogar, y que abrirías tus ojos atónitos a las puertas de esa maravillosa tierra donde reina la infancia, donde el niño tirano, con un simple movimiento de su manita y con su aguda vocecita condena a sus padres a la bóveda mortal bajo los fosos del castillo? Tan pronto como piensas en ello, palideces. ¡Cómo tiemblas al sentirte al borde del abismo! ¡Si pudieras volver al pasado!

Pero, escucha, para bien o para mal, la suerte ya está echada. Atrás quedan por fin largos años de espera y súplica. Del interior de la alcoba sale un grito desgarrado que se repite poco después. Ephraim, ese grito es fruto del esfuerzo de unos labios infantiles que no están aún acostumbrados a la lucha, es una forma de articular la palabra «padre». Cuando más nervioso estabas, se desvanecieron todas tus dudas. Cuando venga el médico, mensajero de la dicha, te encontrará radiante ante este nuevo gozo recién llegado.

—Querido amigo, permítame felicitarle. Le doy mi enhorabuena por partida doble. Señor Bubb, han tenido gemelos.


II. Días de Alción

Los gemelos eran los mejores niños que se hubiera visto nunca. Al menos, eso decían todos los conocidos, y los padres se lo creían.

La opinión de la niñera era una clara prueba de ello: «Señora, no es que sean buenos porque son gemelos, cada uno es un ángel». Y ella debía de saberlo bien porque había criado muchos bebés en su vida, tanto gemelos como no gemelos. Lo único que les faltaba a las criaturas era no tener piernecitas, sino un par de alas en sus hombritos. Así, podrían colocarlos a cada lado de la lápida de mármol, consagrada a los restos mortales de Ephraim Bubb, lo que sucedería, señor mío, si la esposa sobrevivía al padre de estos dos maravillosos gemelos. Sería una osadía por parte de ella decir, sin ánimo de ofender, que su marido era un apuesto caballero, aunque fuera uno o dos años mayor que ella. Siempre había oído decir que los caballeros nunca son demasiado mayores y, además, los prefería así. Odiaba a los hombres que parecían medio niños, que no sabían qué hacer. Aunque, al caballero que fuera padre de aquellos dos angelicales gemelos (Dios los bendiga), no podían llamarle otra cosa que niño. Pero, en su larga experiencia, que era mucha, nunca había oído que un niño tuviera gemelos o que unos gemelos hubieran pasado por una situación parecida.

Los padres estaban locos por sus hijos. Eran su dicha y su dolor. Si Zerubbabel tosía, Ephraim se despertaba de su dulce sopor con un grito de inquietud; en sueños había visto un sinfín de gemelos con la cara amoratada por un ataque de asfixia que les sobrevenía de noche. Si Zacariah chillaba, Sophonisba salía con sus rizos despeinados y dando gritos hacia la cuna de sus hijos. Ya fuera por unos pinchacitos que les molestaban o por la sensación de ahogo o por el roce de la ropa o de una mosca o por el exceso de luz o por el miedo a la oscuridad o porque tuvieran hambre o sed, pero, eso sí, los dos bebés siempre en perfecta sincronía, el hogar de los Bubb veía interrumpido su sueño o la rutina de las labores domésticas.

Los gemelos crecieron en paz, los destetaron, echaron los dientes y, al final, cumplieron tres años.

«Crecieron en belleza uno junto a otro, llenaron un hogar», etc.


III. Tambores de guerra

Harry Merford y Tommy Santon vivían en la misma hilera de casas que Ephraim Bubb. Los padres de Harry tenían su residencia en el número 25, y en el 27 solo se oían las continuas risas de Tommy. Entre ambas viviendas, en el número 26, Ephraim Bubb criaba a sus retoños.

Harry y Tommy se veían a diario desde siempre. Se comunicaban a través de los tejados hasta que sus respectivos padres tuvieron que pagar a Bubb los desperfectos del tejado y de las ventanas de la buhardilla. A partir de entonces, la autoridad familiar les prohibió verse, aunque, por si acaso, su vecino tomó la precaución de reforzar los muros del jardín y colocó trozos de vidrio en lo alto, para evitar así visitas inesperadas. Sin embargo, Harry y Tommy eran dos espíritus osados, orgullosos, impetuosos y cabezotas, así que desafiaron el escarpado muro de Bubb y siguieron viéndose en secreto.

Si se compara a estos dos jóvenes con Cástor y Pólux, con Damón y Pitias, con Eloísa y Abelardo, se ve que son claros ejemplos de compenetración, de constancia y amistad. Todos los poetas, desde Higinio hasta Schiller, cantarían las hazañas y los peligros en que ambos se vieron en nombre de su amistad, pero habrían enmudecido al conocer el cariño mutuo que se tenían Harry y Tommy. Día tras día, y a menudo noche tras noche, estos dos valientes sorteaban a la niñera, a su padre, la amenaza del látigo y del castigo, el hambre y la sed, la soledad y la oscuridad para verse. Nadie sabía de lo que hablaban. Nadie podía decir qué oscuros pensamientos se fraguaban en aquellas conversaciones. Quedaban a solas, hablaban a solas y solos volvían a casa. En el jardín de Bubb había un cenador cubierto de yedra y rodeado por unos álamos jóvenes que había plantado el padre el día en que nacieron sus dos hijos y cuyo rápido crecimiento contemplaba con orgullo. Estos árboles tapaban el cenador, y era allí donde se veían Harry y Tommy, tras comprobar que no había nadie dentro. Con el tiempo, llegaron incluso a no temer encontrarse con alguien y continuaron viéndose. Pero levantemos el velo del misterio y veamos qué era ese gran desconocido ante cuyo altar se arrodillaban.

En Navidad, a Harry y a Tommy les regalaron una navaja nueva a cada uno. Durante bastante tiempo, casi un año, las dos navajas, bastante parecidas en la forma y en el tamaño, fueron su mayor pasatiempo. Con ellas cortaban y rayaban todo lo que pudiera pasar inadvertido. Actuaban con sigilo pues ninguno quería que la tristeza oscureciera sus momentos de diversión. Su habilidad dejaba muestras en el interior de los cajones, escritorios y cajas, en los bajos de las mesas, en el reverso de los marcos de los cuadros e incluso en el suelo (allí donde se podía levantar disimuladamente la esquina de las alfombras). Cuando comparaban sus hazañas artísticas, les invadía la alegría. No obstante, al cabo de un tiempo, llegó un momento crítico. Tenían que buscar nuevos entretenimientos; se habían cansado de sus viejos juguetes y habían saciado su apetito de ir cortándolo todo por ahí. Tenían que llevar más allá su afán destructivo. De todas formas, no corrían casi ningún riesgo de ser descubiertos porque hacía tiempo que actuaban con total precaución. Pero el riesgo, fuera grande o pequeño, había que correrlo, había que encontrar nuevas diversiones; la tierra se estaba volviendo yerma y el anhelo de emociones se hacía cada vez más fuerte.

El momento de cambio estaba allí: ¿quién podía prever sus consecuencias?


IV. Fanfarria de trompetas

Quedaron en el cenador, decididos a discutir tan grave asunto. Sus corazones latían con fuerza; tenían la cabeza llena de planes y estrategias y los bolsillos llenos de ricos caramelos, más ricos aún por ser robados. Después de comerse los caramelos, los dos conspiradores empezaron a explicar sus respectivos puntos de vista en relación con la idea de ensanchar su campo de acción. Tommy expuso todo orgulloso un plan que consistía en hacer una serie de agujeros en la tabla de armonía del piano con el fin de destruir sus propiedades musicales. Harry no se quedó a la zaga. Había pensado en cortar por la parte de atrás el lienzo del retrato de su bisabuelo, a quien su padre tenía en gran estima entre todos sus lares y penates, de modo que, cuando movieran el cuadro, la capa de pintura se resquebrajaría y la cabeza se vendría abajo.

A esas alturas de la reunión, Tommy tuvo una idea brillante.

—¿Por qué no duplicamos la diversión y sacrificamos en el altar del placer los instrumentos musicales y los cuadros familiares de las dos casas?

La idea cuajó y la reunión se aplazó para ir a cenar. La próxima vez que se vieron, se dieron cuenta de que había una pieza que no encajaba en el plan, que había algo corrupto en el estado de Dinamarca. Tras un momento de discusión, reconocieron que la vigilancia materna había echado por tierra todos sus planes. Sus madres habían descubierto en parte sus planes y les habían reñido mucho. Por este motivo, tuvieron que abandonar su plan (hasta ese momento, por lo menos, su fuerza física, cada vez mayor, había permitido a los dos reformadores reírse de las amenazas y prohibiciones de sus padres).

Los dos desolados jóvenes sacaron sus navajas y se quedaron contemplándolas. Con tristeza, se quedaron pensativos, como otrora le ocurriera a Otelo cuando vio alejarse para siempre todas las posibilidades de conseguir honor, gloria y triunfo. Compararon sus navajas como hace el típico padre al que se le cae la baba por su hijo. Allí estaban: iguales en tamaño, resistencia y belleza, sin la más mínima mancha de óxido, bien brillantes, y con la hoja como la espada de Saladino.

Eran tan idénticas que, de no ser por las iniciales que llevaban grabadas en el mango, ninguno de los dos habría sido capaz de reconocer la suya. Después de un rato, cada uno se puso a alardear de las grandes cualidades de su arma.

Tommy insistía en que la suya estaba más afilada, mientras que Harry afirmaba que la suya era la más resistente de las dos. Poco a poco, aquella disputa verbal se fue caldeando, hasta que el genio de Harry y Tommy salió a relucir y les invadió un sentimiento de odio. En ese momento, el ambiente se enrareció con un espíritu propio de otros tiempos, que llegó a penetrar incluso en el oscuro cenador de Bubb. Ese espíritu les susurró al oído antiguas consignas del rito del sufrimiento y, de repente, el odio se calmó. Por algún inexplicable impulso, los muchachos decidieron que debían poner a prueba la calidad de sus navajas.

Dicho y hecho. Harry puso la hoja de su navaja mirando hacia arriba. Tommy cogió la suya por el mango con fuerza y colocó la hoja sobre la de Harry formando una cruz. Luego, invirtieron el proceso y Harry fue el agresor. Acabado el ritual, comprobaron el resultado. Saltaba a la vista: en cada navaja había dos mellas de igual profundidad. Por tanto, había que repetir la prueba, aunque de otra manera.

¿Qué necesidad hay de contar los detalles de esta terrible disputa? Ya hacía un buen rato que el sol se había escondido y, la luna, con su hermosa cara sonriente, se alzaba sobre el tejado de Bubb. Harry y Tommy, hartos y exhaustos, se marcharon a sus casas. Las navajas habían perdido para siempre su brillo. ¡Maldición, maldición, la gloria se había desvanecido! ¡Ya solo quedaban los despojos de dos armas inservibles con las hojas melladas!

A pesar de sentirse terriblemente apenados por el destino de sus queridas armas, los corazones de los chicos estaban felices. El día que acababa de terminar les había abierto los ojos a nuevas posibilidades de diversión, tan amplias como los límites del mundo.


V. La primera cruzada

Aquel día marcó una nueva etapa en la vida de Harry y Tommy. Mientras en sus casas lo soportaran, su nueva diversión iba a seguir adelante. Con mucha sutileza, se fueron haciendo a escondidas con las piezas de la cubertería familiar que ya no usaban, y las fueron llevando, una a una, a sus citas secretas.

De la alacena del mayordomo salían limpias e inmaculadas pero ¡ay, luego no volvían igual!

Con el paso del tiempo ya no quedaron más objetos punzantes, y los muchachos tuvieron que volver a echar mano de su imaginación. Pensaron lo siguiente:

«El juego de la navaja ya no tiene ningún secreto, pero vamos a seguir disfrutando cortando las cosas. Sí, vamos a hacer algo diferente, vamos a seguir divirtiéndonos, pero con otros objetos que no sean las navajas».

Estaba decidido. En adelante, no fueron las navajas las que atrajeron la atención de los dos impetuosos jóvenes. Ahora lo que hacían era machacar y deformar las cucharas y tenedores; las pimenteras luchaban en combate contra las pimenteras, y luego las retiraban moribundas del campo de batalla; las palmatorias se encontraban en medio de la lucha y ya no salían de la tumba. Incluso los fruteros servían como armas en esta cruzada.

Pero se volvió a agotar todo lo que había en la alacena del mayordomo. Empezó una nueva estrategia de destrucción que, en poco tiempo, acabó con todo el mobiliario de los hogares de Harry y Tommy. La señora Santon y la señora Merford empezaron a darse cuenta de que el destrozo era desmesurado. Todos los días parecía ocurrir una nueva desgracia doméstica. Un día era la edición de un libro valiosísimo, cuyas lujosas tapas lo hacían digno de aparecer expuesto en un museo, el que sufría un percance inexplicable: aparecía con las esquinas rotas y con el canto desprendido o sin él. Al día siguiente, el mismo destino horrible lo corría algún marco en miniatura. Al otro día, eran las patas de una silla o de una mesa en forma de araña las que mostraban signos de violencia. Los lamentos salían incluso del cuarto de los niños. Era algo que ocurría a diario. Cuando las niñas se iban a la cama por la noche, dejaban encima con mucho cuidado sus queridas muñecas pero, al despertarse, se encontraban con que ya no quedaba nada de toda aquella hermosura; les habían amputado las piernas y los brazos, y de sus caras había desaparecido toda apariencia humana.

A continuación, empezaron a desaparecer las piezas de la vajilla. No se pudo encontrar al ladrón. Le echaron la culpa a los mayordomos y se lo descontaron del sueldo, que comenzó a ser más nominal que real. Mientras la señora Merford y la señora Santon se dolían de tanta desgracia, Harry y Tommy gozaban cada vez más con los destrozos que causaban, y apilaban sus trofeos, cada vez en mayor número, en el escondido cenador de Bubb. Se habían aficionado hasta tal punto a cortar las cosas que aquel pasatiempo se convirtió para ellos en una obsesión, en una locura, un frenesí.

Y llegó el aciago día. Los mayordomos de las casas de los Merford y los Santon, atormentados por las constantes desapariciones de objetos y por las continuas quejas, al ver que los descuentos que se les aplicaban en sus sueldos eran mayores que sus salarios, optaron por buscarse una nueva ocupación donde, si no llegaban a cobrar un sueldo aceptable o no se reconocía su labor, sí al menos no perderían dinero ni su reputación. Así, antes de devolver las llaves de la casa y los otros objetos que se les habían confiado, pasaron a revisar sus cuentas con el fin de asegurarse de que todo estaba en orden. Es fácil imaginar su inquietud al comprobar hasta dónde habían llegado los estragos. Si su angustia por el presente era terrible, mayor era su amargura cuando se paraban a pensar en el futuro. Les falló el corazón, arqueado por el peso del dolor; sus fuertes mentes, que antaño habían vencido a enemigos más mortales que la pena, se vinieron abajo; sus fornidos cuerpos se desplomaron en el suelo de sus habitaciones.

Al día siguiente, ya casi de noche, los señores requirieron sus servicios. Los buscaron en el cenador y en el vestíbulo y, al fin, los encontraron a ambos tirados en el suelo.

Pero ¡ay de la justicia! Los acusaron de estar borrachos y de haber roto, mientras se encontraban en tal estado, todos los objetos que estaban a su alcance. ¿Acaso no eran evidentes las pruebas de su culpabilidad a la vista de tal destrozo? Los acusaron de todas las desgracias acaecidas en las dos casas. Tommy y Harry negaron tener nada que ver y, cada uno en su casa, siguieron con su plan. Aliviaron su mente del peso mortal que hasta entonces los había atenazado en secreto. La versión que mantuvieron fue que cada uno de ellos había visto a su respectivo mayordomo, cuando estos creían que nadie los miraba, destrozar los cuchillos de la despensa, las sillas, los libros y los cuadros del salón y del estudio, las muñecas del cuarto de las niñas y los platos de la cocina. Luego, por supuesto, los cabezas de ambas familias reclamaron que se hiciera justicia. Los mayordomos fueron acusados de embriaguez y de destrozo de la propiedad.


Aquella noche Harry y Tommy durmieron plácidamente en sus camitas. Parecía que oyeran el susurro de los ángeles, porque sonreían como si estuvieran perdidos en sueños placenteros. Llevaban en el bolsillo el premio que les habían dado sus padres en señal de orgullo y gratitud. Sus corazones se sentían felices de haber cumplido con su deber.

Dulce es el sueño de los justos.


VI. «Deja que los muertos entierren a sus muertos»

Cabría pensar que, a partir de entonces, Harry y Tommy suspenderían sus planes.

Pero no fue así. Tenían unas mentes fuera de lo común y no eran de los que se echan atrás a las primeras de cambio. Como Nelson, no conocían el miedo; como Napoleón, creían que imposible es un adjetivo propio de tontos, y habían descubierto que entre su léxico no existía la palabra error. Así pues, al día siguiente de haberse esclarecido el delito perpetrado por los mayordomos, volvieron a encontrarse en el cenador para hacer planes.

Cuando más desanimados estaban y parecía que no se les iba a ocurrir nada, los intrépidos muchachos tomaron una decisión:

—Hasta ahora hemos jugado con tonterías, con cosas muertas. ¿Por qué no entrar en los dominios de la vida? Los muertos pertenecen al pasado, que los vivos cuiden de sí mismos.

Se vieron esa noche, cuando ya todo el mundo se había retirado a dormir, y la única señal de vida que se oía era el ronroneo amoroso de los gatos. Cada uno fue al cenador con su mascota, un conejo, y con un trozo de esparadrapo. Allí, a la luz de una luna tranquila y silenciosa, comenzaron un rito marcado por el misterio, la sangre y las tinieblas. Le colocaron a cada conejo un trozo de esparadrapo en la boca para que no hicieran ruido. A continuación, Tommy cogió a su conejo por el rabito. El animal, boca abajo, meneaba su cuerpo blanco a la luz de la luna. Harry puso muy despacio a su conejo en la misma posición que el de Tommy, hasta que las cabezas de los animales estuvieron a la misma altura.

Pero habían calculado mal. Los chicos sostenían con fuerza a los animales por la cola, pero la mayor parte del cuerpo de los conejos tocaba el suelo. Antes de que las pobres criaturas pudieran escapar, sus captores se abalanzaron sobre ellos. Continuaron la tortura, pero esta vez los sujetaron por las patas traseras.

El juego se prolongó hasta altas horas de la noche. Cuando por el cielo de Levante empezaron a aparecer las primeras señales del nuevo día, cada niño sostenía triunfalmente con sus manos el cadáver de su conejito, y lo colocaron en la que durante algún tiempo fuera su conejera.

A la noche siguiente, repitieron el juego con un nuevo conejo y, durante más de una semana, mientras quedaron conejos, continuó la batalla. Es cierto que había tristeza en los corazones y en los jóvenes espíritus del hijo de los Santon y el de los Merford. También es cierto que se les enrojecían los ojos cuando, una por una, morían sus queridas mascotas, pero Harry y Tommy tenían el corazón de acero de los héroes para aguantar el sufrimiento y no oír los gritos de clemencia que brotaban del fondo de su infancia. Por eso, llevaron aquella feroz lucha hasta su amargo final.

Cuando ya no quedaron conejos, buscaron otra víctima. Durante varios días se las arreglaron con ratones blancos, lirones, erizos, cobayas, palomas, corderos, canarios, periquitos, pardillos, ardillas, loros, marmotas, caniches, cuervos, tortugas, perros foxterrier y gatos. De todos ellos, como era de esperar, los más difíciles de dominar eran los foxterrier y los gatos y, de estos dos, la dificultad de cortar a un foxterrier comparada con un gato es como intentar descubrir el lac de la Pharmacopoeia británica que se echa a la leche y que los lecheros le cuelan a un público demasiado confiado, cuando no es más que agua. Más de una vez, en plena faena de despellejar gatos, Harry y Tommy hubieran deseado que una silenciosa tumba abriera sus pesadas y macizas mandíbulas y se tragara a aquellas bestias, porque las víctimas felinas no tenían paciencia durante la agonía de la muerte y ponían en peligro la seguridad de los artistas y se tiraban sobre sus verdugos.

Al final, terminaron con todos los animales, pero la pasión por acuchillar seguía aún latente. ¿Cómo acabaría todo aquello?


VII. Una nube recubierta de oro

Tommy y Harry estaban sentados en el cenador, abatidos y desconsolados. Lloraban como Alejandro Magno porque no había más mundo que conquistar. Al final, tuvieron que admitir que no quedaba nada más que acuchillar. Aquella misma mañana habían mantenido una brutal batalla. Su ropa daba buena cuenta de la bestialidad de la misma: sus gorros no eran sino masas amorfas, sus zapatos habían perdido la suela y el tacón y tenían las palas rotas; tenían los tirantes, las mangas y los pantalones completamente desgarrados y, si hubieran llevado esos abrigos tan masculinos de faldones, también habrían quedado hechos trizas.

Acuchillar era una pasión que los obsesionaba. De una manera fiera y continua, se habían visto arrastrados por aquella pasión demoniaca que les impedía hacer el bien. Pero entonces, enardecidos aún por el combate, enloquecidos por su éxito con las armas, con la codicia por la victoria aún por saciar, decidieron con más ardor que nunca encontrar nuevas formas de diversión. Eran como los tigres, que, una vez probada la sangre, están sedientos de una libación mayor y más intensa.

Mientras permanecían sentados con el espíritu inquieto por el deseo y la desesperación, algún espíritu maligno condujo a los gemelos, los retoños más queridos del árbol de los Bubb, al jardín. Zacariah y Zerubbabel avanzaban de la mano desde la puerta de atrás de la casa; se habían escapado de sus niñeras y, guiados por ese instinto tan innato al ser humano de explorar nuevos mundos, se adentraron valientes en el gran mundo, la terra incognita, la última Thule del dominio paterno.

Se fueron acercando a la hilera de álamos detrás de la que los veían aproximarse los ávidos ojos de Harry y Tommy. Ambos sabían que el lugar donde estaban los gemelos era donde solían juntarse a charlar las niñeras. Temían que los descubrieran, si les cortaban la retirada.

Aquellas dos criaturas eran un placer para la vista: idénticos en la forma, en sus rostros, en su altura, la misma expresión y la misma ropa. De hecho, eran tan iguales que nadie podía distinguirlos. Cuando Tommy y Harry se percataron del fascinante parecido entre los gemelos, se volvieron, se cogieron por el hombro y se susurraron al oído:

—¡Mira, son exactamente iguales. Esto va a ser el culmen de nuestro arte!

Con la excitación dibujada en el rostro y las manos temblándoles, hicieron planes para atraer a los inocentes bebés, que no sospechaban nada, hacia el osario.

Y les salió bien. Poco después, los gemelos ya habían dado unos pasos vacilantes hasta sobrepasar los árboles y quedaron fuera de la vista de la casa paterna.

Los vecinos no conocían a Harry y a Tommy precisamente por su amabilidad, pero el sutil método que usaron con aquellos indefensos bebés habría conmovido el corazón de cualquier filántropo. Con una sonrisa y bromas y ardides disfrazados de dulzura consiguieron que los gemelos entraran en el cenador. Después, con la excusa de cogerlos para columpiarlos por el aire, juego que gusta tanto a los niños, los levantaron del suelo. Tommy cogió a Zacariah, mientras su carita de luna sonreía a las telarañas del techo del cenador, y Harry, con gran esfuerzo, levantó al querubín de Zerubbabel.

Ambos tomaron aliento para llevar a cabo aquella gran empresa: Harry para actuar y Tommy para soportar la impresión. Zerubbabel daba vueltas por el aire alrededor de la cara decidida e iluminada por el placer de Harry. A continuación, se produjo un estruendo repugnante y el brazo de Tommy cedió.

El pálido rostro de Zerubbabel cayó justo encima del de Zacariah. Tommy y Harry eran por aquel entonces artistas con una dilatada experiencia, demasiada como para perderse el más mínimo detalle. Las naricillas regordetas se achataron, las mejillas regordetas se aplastaron. Cuando un instante después los separaron, las caras de ambos bebés estaban cubiertas de sangre reseca. El ambiente se llenó de tales chillidos que bien podrían haber despertado a los muertos. Inmediatamente, llegó de la casa de los Bubb el eco de unos gritos y el ruido de unos pasos. A medida que los pasos se aproximaban, Harry le gritó a Tommy:

—Estarán aquí de un momento a otro. Subamos al tejado del establo y tiremos al suelo la escalera.

Tommy asintió con la cabeza. Ambos niños, sin atender a las consecuencias, cogieron cada uno a un gemelo, subieron al tejado del establo por una escalera que solía estar apoyada contra la pared y, luego, la empujaron hacia el suelo.

Ephraim Bubb salió de casa para buscar a sus dos queridos pequeños. Se le heló el alma al contemplar aquel espectáculo: arriba, en el alero del tejado del establo, Harry y Tommy permanecían de pie y se disponían a reiniciar el juego. Parecían dos jóvenes demonios que perpetraran un plan diabólico. Lanzaban a los gemelos por el aire, primero uno y luego el otro y, al caer, chocaba con el cuerpo del hermano. Solo un padre tierno y sensible puede llegar a imaginar cómo se sentía Ephraim. Aquello habría sido suficiente para destrozar el corazón de cualquier progenitor, por insensible que fuera, que viera a sus dos hijos, el báculo de su vejez, sus amados gemelos, sacrificados en aras de satisfacer el placer brutal de unos jóvenes degenerados que no tenían conciencia alguna de estar perpetrando un crimen.

Ephraim, y también Sophonisba, que había aparecido con los rizos despeinados, se lamentaban a voces ante la desgracia de sus pequeños, y comenzaron a pedir ayuda a gritos. Mas, por alguna extraña mala suerte, solo ellos fueron testigos de aquella carnicería, solo ellos oyeron sus gritos de angustia y desesperación. Ephraim, fuera de sí, se subió a los hombros de su mujer, e intentó escalar la pared del establo.

Agotado, corrió hasta la casa y volvió enseguida con una escopeta de dos cañones. Mientras corría, iba cargando un par de cartuchos. Se acercó al establo y exhortó a los jóvenes asesinos.

—Soltad a los gemelos y bajad o dispararé sobre vosotros como si fuerais un par de perros.

—¡Eso jamás! —exclamaron a un tiempo los dos héroes.

Siguieron con su horrible pasatiempo y, mientras, su alegría se multiplicaba por diez al comprobar que los ojos agonizantes de los padres se llenaban de lágrimas.

—¡Entonces, vais a morir! —aulló Ephraim en tanto abría fuego por los dos cañones, derecha e izquierda, hacia los dos acuchilladores.

Pero ¡ay, el amor hacia sus pequeños hizo vacilar la mano que nunca antes vacilara! En cuanto se desvaneció la humareda y Ephraim se recuperó del culatazo, escuchó dos carcajadas de victoria y vio que Harry y Tommy estaban ilesos y movían de un lado a otro el cuerpo decapitado de los gemelos. El cariñoso padre había volado la cabeza de sus retoños con los disparos.

Tommy y Harry aullaron de felicidad y empezaron a jugar a pasarse los cuerpos durante un rato, contemplados únicamente por los ojos atónitos del infanticida y de su esposa. Seguidamente, ambos muchachos lanzaron los cuerpos al aire. Ephraim corrió a coger lo que en otro tiempo había sido Zacariah, y Sophonisba acudió frenética a alcanzar los restos de su amado Zerubbabel.

Pero ninguno de los padres tuvo en cuenta el peso de los cuerpos y la altura desde la que caían. Ignorantes de tan sencilla fórmula dinámica, intentaron realizar una operación que la calma, el sentido común y unos mínimos conocimientos científicos habrían tachado de inviable. La masa de los cuerpos cayó al fin, y Ephraim y Sophonisba recibieron el impacto mortal del cuerpo de los gemelos al caer. Así, los bebés fueron póstumamente culpables de parricidio.

Un espabilado juez de instrucción declaró a los padres culpables de infanticidio y suicidio. Se valió para ello del testimonio de Harry y Tommy, quienes declararon de mala gana que aquellos monstruos inhumanos, enajenados por la bebida, habían matado a sus hijos; los habían tirado al aire y habían disparado contra ellos un arma de doble cañón, que previamente habían robado, y los cuerpos de los bebés les cayeron encima como una maldición. Después, se habían matado entre sí con sus propias manos.

A Ephraim y a Sophonisba se les negó el consuelo de un sepelio cristiano y se les enterró con un mínimo ritual. Cercaron su tumba sin bendecir con estacas para dejarlos allí hasta el día del Juicio Final.

Harry y Tommy fueron reconocidos con honores nacionales y los nombraron caballeros, a pesar de su edad.

La fortuna pareció sonreírles durante largos años. Vivieron hasta muy mayores, con buena salud y amados y respetados por todos.

A menudo, en las soleadas tardes de verano, cuando toda la naturaleza parecía descansar, cuando el tonel más viejo estaba abierto y la lámpara más grande permanecía encendida, cuando las castañas se tostaban en los rescoldos y al niño se le hacía la boca agua, cuando sus bisnietos hacían como si arreglaran el cenador imaginario y recortaran el penacho ficticio de un casco, cuando las lanzaderas de las buenas esposas de sus nietos destellaban cada una en su rueca, solían contar entre gritos y carcajadas la historia de LAS ALMAS GEMELAS O LA MALDICIÓN DE LA DOBLE IDENTIDAD.

Bram Stoker - Las almas gemelas
  • Autor: Bram Stoker
  • Título: Las almas gemelas
  • Título Original: The Dualitists; or, the Death Doom of the Double Born
  • Publicado en: The Theatre Annual for 1887, noviembre de 1886
  • Traducción: María José Antón

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