Carlos Fuentes: El costo de la vida

A Fernando Benitez

Salvador Rentería se levantó muy temprano. Cruzó corriendo la azotea. No calentó el boiler. Se quitó los calzoncillos y el chubasco frío le sentó bien. Se fregó con la toalla y regresó al cuarto. Ana le preguntó desde la cama si no iba a desayunar. Salvador dijo que se tomaría un café por ahí. La mujer llevaba dos semanas en cama y su cara color de piloncillo se había adelgazado. Le preguntó a Salvador si no había recado de la oficina y él se metió un cigarrillo entre los labios y le contestó que querían que ella misma fuera a firmar. Ana suspiró y dijo:

—¿Cómo quieren?

—Ya les dije que ahorita no podías, pero ya ves cómo son.

—¿Qué te dijo el doctor?

Arrojó el cigarrillo sin fumar por el vidrio roto de la ventana y se pasó los dedos por el bigote y las sienes. Ana sonrió y se recargó contra la cabecera de latón. Salvador se sentó a su lado y le tomó la mano y le dijo que no se preocupara, que pronto volvería a trabajar. Los dos se quedaron callados y miraron el ropero de madera, el cajón con trastos y provisiones, la hornilla eléctrica, el aguamanil y los montones de periódicos viejos. Salvador le besó la mano a su mujer y salió del cuarto a la azotea. Bajó por la escalera de servicio y luego atravesó los patios del primer piso y olió las mezclas de cocina que llegaban de los otros cuartos de la vecindad. Pasó entre los patines y los perros y salió a la calle. Entró a la tienda, que era el antiguo garaje de la casa, y el comerciante viejo le dijo que no había llegado el Life en español y siguió paseándose de un estante a otro, abriendo los candados. Señaló un puesto lleno de historietas dibujadas y dijo:

—Puede que haiga otra revista para tu señora. La gente se aburre metida en la cama.

Salvador salió. Pasó por la calle una banda de chiquillos disparando pistolas de fulminantes y detrás de ellos un hombre arreaba unas cabras desde el potrero. Salvador le pidió un litro de leche y le dijo que lo subiera al 12. Clavó las manos en los bolsillos y caminó, casi trotando, de espaldas, para no perder el camión. Subió al camión en marcha y buscó en la bolsa de la chamarra 30 centavos y se sentó a ver pasar los cipreses, las casas, las rejas y las calles polvorientas de San Francisco Xocotitla. El camión corrió al lado de la vía del tren, sobre el puente de Nonoalco. Se levantaba el humo de los rieles. Desde la banca de madera, miró los transportes cargados de abastecimientos que entraban a la ciudad. En Manuel González, un inspector subió a rasgar los boletos y Salvador se bajó en la siguiente esquina.

Caminó hasta la casa de su padre por el rumbo de Vallejo. Cruzó el jardincillo de pasto seco y abrió la puerta. Clemencia lo saludó y Salvador preguntó si el viejo ya andaba de pie y Pedro Rentería se asomó detrás de la cortina que separaba la recámara de la salita y le dijo: —¡Qué madrugador! Espérame. Ya mero estoy.

Salvador manoseó los respaldos de las sillas. Clemencia pasaba el sacudidor sobre la mesa de ocote sin pulir y luego sacó de la vitrina un mantel y platos de barro. Preguntó cómo seguía Anita y se arregló el busto bajo la bata floreada.

—Mejorcita.

—Ha de necesitar quien le ayude. Si no se pusiera tantos moños…

Los dos se miraron y luego Salvador observó las paredes manchadas por el agua que se había colado desde la azotea. Apartó la cortina y entró a la recámara revuelta. Su padre se estaba quitando el jabón de la cara. Salvador le pasó un brazo por los hombros y le besó la frente. Pedro le pellizcó el estómago. Los dos se vieron en el espejo. Se parecían, pero el padre era más calvo y tenía el pelo más rizado y le preguntó qué andaba haciendo a estas horas y Salvador dijo que después no podría venir, que Ana estaba muy mala y no iba a poder trabajar en todo el mes y que necesitaban lana. Pedro se encogió de hombros y Salvador le dijo que no iba a pedirle prestado.

—Lo que se me ocurría es que podías hablar con tu patrón; algo me podrá ofrecer. Alguna chamba.

—Pues eso sí quién sabe. Ayúdame con los tirantes.

—Es que de plano no me va a alcanzar.

—No te apures. Algo te caerá. A ver qué se me ocurre.

Pedro se fajó los pantalones y tomó la gorra de chofer de la mesa de noche. Abrazó a Salvador y lo llevó a la mesa. Olfateó los huevos rancheros que Clemencia les colocó en el centro.

—Sírvete, Chava. Qué más quisiera uno que ayudarte. Pero ya ves, bastante apretados vivimos Clemencia y yo, y eso que me ahorro la comida y la merienda en casa del patrón. Si no fuera por eso… Bruja nací y bruja he de morirme. Ahora, date cuenta que si empiezo a pedir favores personales, con lo duro que es don José, luego me los cobra y adiós aumento. Créeme, Chava, necesito sacarle esos doscientos cincuenta.

Hizo un buche de salsa y tortilla y bajó la voz:

—Ya sé que respetas mucho la memoria de tu mamacita, y yo, pues ni se diga, pero esto de mantener dos casas cuando pudiéramos vivir todos juntos y ahorrarnos una renta… Está bueno, no dije nada. Pero ahora dime, ¿entonces por qué no viven con tus suegros?

—Ya ves cómo es doña Concha. Todo el día jeringa que si Ana nació para esto o para lo otro. Ya sabes que por eso nos salimos de su casa.

—Pues si quieres tu independencia, a fletarse. No te preocupes. Ya se me ocurrirá algo.

Clemencia se limpió los ojos con el delantal y tomó asiento entre el padre y el hijo.

—¿Dónde están los niños? —preguntó.

—Con los papás de Ana —contestó Salvador—. Van a pasar una temporada allí mientras ella se cura.

Pedro dijo que iba a llevar al patrón a Acapulco. —Si necesitas algo, busca a Clemencia. Ya sé. Vete a ver a mi amigo Juan Olmedo. Es cuate viejo y tiene una flotilla de ruleteo. Yo le hablo por teléfono para decirle que vas.

Besó la mano de su padre y salió.

Abrió la puerta de vidrio opaco y entró a un recibidor donde estaban una secretaria y un ayudante contable y había muebles de acero, una máquina de escribir y una sumadora. Dijo quién era y la secretaria entró al privado del señor Olmedo y después lo hizo pasar. Era un hombre flaco y muy pequeño y los dos se sentaron en los sillones de cuero frente a una mesa baja con fotos de banquetes y ceremonias y un vidrio encima. Salvador le dijo que necesitaba trabajo para complementar el sueldo de maestro y Olmedo se puso a hurgar entre sus grandes cuadernos negros.

—Estás de suerte —dijo al rascarse la oreja puntiaguda y llena de pelo—. Aquí hay un horario muy bueno de siete a 12 de la noche. Andan muchos detrás de esta chamba, porque yo protejo a mis trabajadores. —Cerró de un golpe el libraco—. Pero como tú eres hijo de mi viejo cuate Pedrito, pues te la voy a dar a ti. Vas a empezar hoy mismo. Si trabajas duro, puedes sacar hasta veinte pesos diarios.

Durante algunos segundos, sólo escuchó el tactactac de la máquina sumadora y el zumbido de los motores por la avenida 20 de Noviembre. Olmedo dijo que tenía que salir y lo invitó a que lo acompañara. Bajaron sin hablar en el elevador y, al llegar a la calle, Olmedo le advirtió que debía dar banderazo cada vez que el cliente se detenía a hacer un encarguito, porque había cada tarugo que por un solo banderazo paseaba al cliente una hora por todo México. Lo tomó del codo y entraron al Departamento del Distrito Federal y subieron por las escaleras y Olmedo siguió diciendo que le prohibía subir a toda la gente que iba por el camino.

—Dejadita por aquí, dejadita por allá y al rato ya cruzaste de la Villa al Pedregal por un solo banderazo de uno cincuenta. ¡Si serán de a tiro…!

Olmedo le ofreció gomitas azucaradas a una secretaria y pidió que lo introdujera al despacho del jefe. La señorita agradeció los dulces y entró al privado del funcionario y Olmedo hizo chistes con los demás empleados y los invitó a tomarse unas cervezas el sábado y jugar dominó después. Salvador le dio la mano y las gracias y Olmedo le dijo:

—¿Traes la licencia en regla? No quiero líos con Tránsito. Preséntate hoy en la noche, antes de las siete. Busca allá abajo a Toribio, el encargado de dar las salidas. Él te dirá cuál es tu coche. Nada de dejaditas de a peso, ya sabes; se amuelan las portezuelas. Y nada de un solo banderazo por varias dejadas. Apenas se baje el cliente del coche, aunque sea para escupir en la calle, tú vuelves a marcar. Salúdame al viejo.

Miró el reloj de Catedral. Eran las once. Caminó un rato por La Merced y se divirtió viendo las cajas llenas de jitomates, naranjas y calabazas. Se sentó a fumar un rato en la plaza, junto a los cargadores que bebían cervezas y hojeaban los diarios deportivos. Se aburrió y caminó hasta San Juan de Letrán. Delante de él caminaba una muchacha. Se le cayó un paquete de los brazos y Salvador se apresuró a recogerlo y ella le sonrió y le dio las gracias. El joven le apretó el brazo y le dijo:

—¿Nos tomamos una limonada?

—Perdone, señor, no acostumbro…

—Dispénseme a mí. No quería hacerme el confianzudo.

La muchacha siguió caminando con pasos pequeños y veloces. Contoneaba la cadera y llevaba una falda blanca. Miraba de reojo los aparadores. Salvador la siguió de lejos. Luego ella se detuvo ante un carrito de nieves y pidió una paleta de fresa y Salvador se adelantó a pagar y ella sonrió y le dio las gracias. Entraron a una refresquería y se sentaron en una caballeriza y pidieron dos sidrales. Ella le preguntó qué hacía y él le pidió que adivinara y empezó a mover los puños como boxeador y ella dijo que era boxeador y él se rio y le contó que de muchacho se entrenó mucho en el «Plan Sexenal» pero que en realidad era maestro. Ella le contó que trabajaba en la taquilla de un cine. Movió el brazo y volcó la botella de Sidral y los dos rieron mucho.

Tomaron juntos un camión. No hablaron. Él la tomó de la mano y descendieron frente al Bosque de Chapultepec. Los automóviles recorrían lentamente las avenidas del parque. Había muchos convertibles llenos de gente joven. Pasaban muchas mujeres arrastrando, abrazando o empujando niños. Los niños chupaban paletas y nubes de algodón azucarado. Se oían pitos de globeros y la música de una banda en la pérgola. La muchacha le dijo que le gustaba adivinar la ocupación de las gentes que se paseaban por Chapultepec. Rio y fue indicando con el dedo: saco negro o camisola abierta, zapato de cuero o sandalia, falda de algodón o blusa de lentejuela, camiseta a rayas, tacón de charol: dijo que eran carpintero, electricista, empleada, repartidor, maestro, criada, merolico. Llegaron al lago y tomaron una lancha. Salvador se quitó la chamarra y se enrolló las mangas. La muchacha metió los dedos en el agua y cerró los ojos. Salvador chifló a medias varias melodías mientras remaba. Se detuvo y tocó la rodilla de la muchacha. Ella abrió los ojos y se arregló la falda. Regresaron al muelle y ella dijo que tenía que irse a comer a su casa. Quedaron en verse al día siguiente a las once cuando cerraba la taquilla del cine.

Entró al Kiko’s y buscó entre las mesas de tubo y linóleo a sus amigos. Vio de lejos al ciego Macario y se fue a sentar con él. Macario le pidió que metiera un veinte en la sinfonola y al rato llegó Alfredo y los tres pidieron tacos de pollo con guacamole y cervezas y escucharon la canción que decía «La muy ingrata, se fue y me dejó, sin duda por otro más hombre que yo.» Hicieron lo de siempre, que era recordar su adolescencia y hablar de Rosa y Remedios, las muchachas más bonitas del barrio. Macario los picó para que hablaran. Alfredo dijo que los chamacos de hoy sí eran muy duros, de cuchillo y toda la cosa. Ellos no. Viéndolo bien, eran bastante bobos. Recordó cuando la pandilla del Poli los retó a un partido de fútbol nada más para patearles las rodillas y todo terminó en encuentro de box allá en el lote vacío de la calle de Mirto, y Macario se presentó con un bate de béisbol y los del Poli se quedaron fríos al ver cómo les pegaba el ciego con el bate. Macario dijo que desde entonces todos lo aceptaron como cuate y Salvador dijo que fue sobre todo por esas caras que hacía, girando los ojos en blanco y jalándose las orejas para atrás, como para troncharse de la risa. Macario dijo que el que se moría de la risa era él, porque desde los diez años su papá le dijo que no se preocupara, que no tendría que trabajar nunca, que al cabo la jabonera de la que era dueño iba bien, de manera que Macario se dedicó a cultivar su físico para defenderse. Dijo que el radio había sido su escuela y que de allí había sacado sus bromas y sus voces. Luego recordaron a su cuate Raimundo y dejaron de hablar un rato y pidieron más cervezas y Salvador miró hacia la calle y dijo que él y Raimundo caminaban juntos de noche, durante la época de exámenes, de regreso a sus casas, y Raimundo le pedía que le explicara bien todo ese enredo del álgebra y luego se detenía un rato en la esquina de Sullivan y Ramón Guzmán, antes de separarse, y Raimundo decía:

—¿Sabes una cosa? Me da como miedo pasar de esta cuadra. Aquí como que termina el barrio. Más lejos ya no sé qué pasa. Tú eres mi cuate y por esto te lo cuento. Palabra que me da miedo pasar de esta cuadra.

Y Alfredo recordó que cuando se recibió, la familia le regaló el automóvil viejo y todos se fueron a celebrar en grande recorriendo los cabarets baratos de la ciudad. Iban muy tomados y Raimundo dijo que Alfredo no sabía manejar bien y comenzó a forcejear para que Alfredo le dejara el volante y el coche por poco se voltea en una glorieta de la Reforma y Raimundo dijo que quería guacarear y la portezuela se abrió y Raimundo cayó a la avenida y se rompió el cuello.

Pagaron y se despidieron.

Dio las tres clases de la tarde y acabó con los dedos manchados de tiza después de dibujar el mapa de la república en el pizarrón. Cuando terminó el turno y salieron los niños, caminó entre los pupitres y se sentó en la última banca. El único foco colgaba de un largo cordón. Se quedó mirando los trazos de color que indicaban las sierras, las vertientes tropicales, los desiertos y la meseta. Nunca había sido buen dibujante: Yucatán resultaba demasiado grande, Baja California demasiado corta. El salón olía a serrín y mochilas de cuero. Cristóbal, el maestro del quinto año, asomó por la puerta y le dijo: —¿Qué hay?

Salvador caminó hasta el pizarrón y borró el mapa con un trapo mojado. Cristóbal sacó un paquete de cigarrillos y los dos fumaron y el piso crujía mientras acomodaban los pedazos de tiza en su caja. Se sentaron a esperar y al rato entraron otros maestros y después el director Durán.

El director se sentó en la silla del estrado y los demás en los pupitres y el director los miró a todos con los ojos negros y todos lo miraron a él con su cara morena y su camisa azul y su corbata morada. El director dijo que nadie se moría de hambre y que todo el mundo pasaba trabajo y los maestros se enojaron y uno dijo que ponchaba boletos en un camión después de dar dos turnos y otra que trabajaba de noche en una lonchería de Santa María la Redonda y otra que tenía una miscelánea puesta con sus ahorros y sólo había venido por solidaridad. Durán les dijo que iban a perder la antigüedad, las pensiones y de repente hasta los puestos y les pidió que no se expusieran. Todos se levantaron y salieron y Salvador vio que ya eran las seis y media y corrió a la calle, cruzó corriendo entre el tráfico y abordó un camión.

Bajó en el Zócalo y caminó a la oficina de Olmedo. Toribio le dijo que a las siete entregaban el coche que iba a manejar y que se esperara un rato. Salvador se arrimó a la caseta de despacho y abrió un mapa de la Ciudad de México. Lo estuvo estudiando y después lo cerró y revisó los cuadernos cuadriculados de aritmética.

—¿Qué es mejor? ¿Ruletear en el centro o en las colonias? —le preguntó a Toribio.

—Pues lejos del centro vas más de prisa pero también gastas más gasolina. Recuerda que el combustible lo pagas tú.

Salvador rio. —Puede que en las puertas de los hoteles haya gringos que den buenas propinas.

—Ahí viene tu carro —le dijo Toribio desde la caseta.

—¿Tú eres el nuevo? —gritó el chofer gordinflón que lo tripulaba. Se secó el sudor de la frente con un trapo y se bajó del automóvil—. Ahí lo tienes. Métele suavecito la primera que a ratos se atranca. Cierra tú mismo las puertas o te las rechingan. Ahí te lo encargo.

Salvador se sentó frente a la dirección y guardó los cuadernos en la cajuela. Pasó el trapo por el volante grasoso. El asiento estaba caliente. Se bajó y pasó el trapo por el parabrisas. Subió otra vez y arregló el espejo a la altura de los ojos. Arrancó. Levantó la bandera. Le sudaban las manos. Tomó por 20 de Noviembre. En seguida lo detuvo un hombre y le ordenó que lo llevara al cine Cosmos.

El hombre bajó frente al cine y Cristóbal asomó por la ventanilla y dijo: —Qué milagro. —Salvador le preguntó qué hacía y Cristóbal dijo que iba a la imprenta del señor Flores Carranza en la Ribera de San Cosme y Salvador se ofreció a llevarlo, y Cristóbal subió al taxi, pero dijo que no era dejada de cuate: le pagaría. Salvador rio y dijo que no faltaba más. Platicaron del box y quedaron en ir juntos a la Arena México el viernes. Salvador le contó de la muchacha que conoció esa mañana. Cristóbal empezó a hablar de los alumnos del quinto año y llegaron a la imprenta y Salvador estacionó y bajaron.

Entraron por la puerta estrecha y siguieron por el largo corredor oscuro. La imprenta estaba al fondo y el señor Flores Carranza los recibió y Cristóbal preguntó si ya estaban listas las hojas. El impresor se quitó la visera y afirmó con la cabeza y le mostró la hoja de letras negras y rojas llamando a la huelga. Los dependientes entregaron los cuatro paquetes. Salvador tomó dos paquetes y se adelantó mientras Cristóbal liquidaba la cuenta.

Caminó por el corredor largo y oscuro. De lejos, le llegó el ruido de los automóviles que circulaban por la Ribera de San Cosme. A la mitad del corredor sintió una mano sobre el hombro y alguien dijo: —Despacito, despacito.

—Dispense —dijo Salvador—. Es que esto está muy oscuro.

—¿Oscuro? Si se va a poner negro.

El hombre se metió un cigarrillo entre los labios y sonrió y Salvador sólo dijo: —Buenas noches, señor—, pero la mano volvió a caerle sobre el hombro y el tipo dijo que él debía ser el único maestrito de éstos que no lo conocía y Salvador empezó a enojarse y dijo que llevaba prisa y el tipo dijo: —El D. M., ¿sabes? Ese soy yo.

Salvador vio que cuatro cigarrillos se encendieron en la boca del corredor, a la entrada del edificio, y apretó los paquetes contra el pecho y miró hacia atrás y otro cigarrillo se encendió frente a la entrada de la imprenta.

—El D. M., el Desmadre. ¡Cómo no! ¡Sí has de haber oído platicar de mí!

Salvador empezó a ver en la oscuridad y distinguió el sombrero del tipo y la mano que tomó uno de los paquetes.

—Ya estuvo suave de presentaciones. D’acá las letras, maistrito.

Salvador se zafó de la mano y retrocedió unos pasos. El cigarrillo de atrás avanzaba. Una corriente húmeda se colaba por el corredor, a la altura de los tobillos. Salvador miró a su alrededor.

—Déjenme pasar.

—Vengan esos volantes.

—Van conmigo, maje.

Sintió el fuego del cigarrillo de atrás muy cerca de la nuca. Luego el grito de Cristóbal. Arrojó un paquete y pegó con el brazo libre sobre el rostro del tipo. Sintió el cigarrillo aplastado y la punta ardiente en el puño. Y luego vio el rostro manchado de saliva roja que se acercaba. Salvador giró con los puños cerrados y vio la navaja y luego la sintió en el estómago.

El hombre retiró lentamente la navaja y castañeteó los dedos y Salvador cayó con la boca abierta.

Ficha bibliográfica

Autor: Carlos Fuentes
Título: El costo de la vida
Publicado en: Cantar de ciegos, 1964

[Relato completo]

Carlos Fuentes
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