Chimamanda Ngozi Adichie: La embajada estadounidense

Hacía cola a la puerta de la Embajada estadounidense de Lagos, mirando al frente sin apenas moverse, con una carpeta de plástico azul bajo el brazo. Era la persona cuarenta y ocho de una cola de casi doscientas que se extendía desde las verjas cerradas de la Embajada estadounidense, pasando por delante de las verjas más pequeñas y cubiertas de enredadera de la Embajada checa. No se fijó en los vendedores de periódicos que tocaban silbatos y te ponían The Guardian, The news y The Vanguard en la cara. Ni en los mendigos que iban de un lado para otro con un plato esmaltado. Ni en las bicicletas de los vendedores de helados que pasaban tocando el timbre. No se abanicó con una revista ni apartó de un manotazo la mosca que le rodeaba la oreja. El hombre que tenía detrás le dio unos golpecitos en la espalda y preguntó:

—¿Tienes cambio, abeg? Dos de diez por uno de veinte.

Y ella lo miró un rato para enfocarlo y recordar dónde estaba antes de sacudir la cabeza.

—No.

El aire estaba cargado de calor húmedo. Pesaba sobre su cabeza, haciéndole aún más difícil mantener la mente vacía, que era lo que el doctor Balogun le había recomendado el día anterior. No había querido recetarle más tranquilizantes porque necesitaba estar despierta para la entrevista del visado. Era muy fácil decirlo, como si ella supiera qué hacer para tener la mente vacía, como si estuviera en su poder hacerlo, como si ella provocara esas imágenes del cuerpo pequeño y rollizo de su hijo Ugonna derrumbándose, la salpicadura en su pecho tan roja que quería regañarlo por jugar con el aceite de palma de la cocina. No es que él pudiera llegar al estante de los aceites y las especias, o desenroscar el tapón de la botella de plástico del aceite de palma. Sólo tenía cuatro años.

El hombre de detrás le dio de nuevo unos golpecitos. Ella se volvió sobresaltada y casi gritó a causa del dolor agudo que le recorrió la espalda. Torcedura muscular, había dicho el doctor Balogun, asombrado de que no tuviera nada más grave después de haberse tirado por el balcón.

—Mira qué está haciendo ese soldado inútil —dijo el hombre.

Ella giró el cuello despacio para mirar hacia el otro lado de la calle. Se había reunido una pequeña multitud. Un soldado azotaba a un hombre con gafas con un látigo largo que se curvaba en el aire antes de aterrizarle en la cara o en el cuello, no estaba segura porque tenía las manos levantadas para protegerse. Vio cómo las gafas se le resbalaban y le caían. Vio el tacón de la bota del soldado aplastar la montura negra, los cristales coloreados.

—Mira cómo suplica la gente al soldado —continuó el hombre a sus espaldas—. Estamos demasiado acostumbrados a suplicar a los soldados.

Ella no dijo nada. Él era perseverante en su amabilidad, a diferencia de la mujer que tenía delante, que había exclamado: «¡Estoy hablando contigo y sólo me miras como un mu-mu!», y desde entonces le hacía el vacío. Tal vez él se preguntaba por qué ella no participaba de la camaradería que se había extendido entre los demás componentes de la cola. Porque todos habían madrugado (los que habían dormido) para llegar a la Embajada estadounidense antes del amanecer; porque todos se habían peleado para ponerse en la cola de los visados, esquivando los látigos de los soldados que los llevaban de un lado para otro; porque todos temían que la Embajada estadounidense decidiera no abrir sus puertas y tener que volver al cabo de dos días, ya que estaba cerrada los miércoles; por todo ello habían hecho amistad. Las mujeres y los hombres con camisa de cuello abotonado intercambiaban periódicos y denuncias del gobierno del general Abacha mientras los jóvenes, con tejanos y savoir-faire, se daban mutuamente consejos sobre cómo responder las preguntas para obtener un visado de estudiante.

—Mírale la cara, cuánta sangre. Se la ha cortado el látigo —dijo el hombre de detrás.

Ella no miró, porque sabía que la sangre sería tan roja como el aceite de palma fresco. En lugar de ello miró hacia Eleke Crescent, una sinuosa calle de embajadas con grandes extensiones de césped y una multitud a ambos lados. Una acera viviente. Un mercado que nacía durante el horario de la Embajada estadounidense y desaparecía en cuanto ésta cerraba sus puertas. Estaba el puesto de alquiler de sillas cuyo montón, a cien nairas la hora, disminuía a toda velocidad. Las maderas apoyadas sobre bloques de cemento con caramelos, mangos y naranjas expuestos. Los jóvenes que llevaban sobre la cabeza bandejas de cigarrillos apoyadas en rollos de tela. Los mendigos ciegos con lazarillos que cantaban bendiciones en inglés, yoruba, lengua criolla, igbo o hausa cuando alguien echaba monedas en su plato. Y, por supuesto, el estudio de fotos improvisado. Un hombre alto detrás de un trípode, con un letrero escrito con tiza en el que se leía: «Fotos excelentes en sólo una hora, según las especificaciones para un visado estadounidense». Ella se había hecho las fotos allí, sentada en un taburete desvencijado, y no le sorprendió salir granulada y con la cara mucho más clara. Pero no tenía otra alternativa, no había podido hacérselas antes.

Hacía dos días había enterrado a su hijo en una tumba cercana a un huerto en su ciudad natal de Umunnachi, rodeada de personas bien intencionadas a quienes no recordaba. El día anterior había llevado a su marido dentro del maletero de su Toyota a la casa de un amigo que lo había sacado clandestinamente del país. Y el anterior no le había hecho falta hacerse una foto de pasaporte; su vida había sido normal y había llevado a Ugonna al colegio, le había comprado una salchicha envuelta en hojaldre en Mr. Biggs, había cantado con Majek Fashek que sonaba por la radio del coche. Si un adivino le hubiera dicho que en unos pocos días no reconocería su vida, se habría reído. Tal vez hasta le habría dado diez narias más por tener una imaginación tan desbordante.

—A veces me pregunto si la gente de la Embajada estadounidense mira por la ventana y disfruta viendo latigar a los soldados —decía el hombre de detrás.

Ella deseó que se callara. Eran sus comentarios lo que hacía tan difícil tener la mente en blanco, vacía de pensamientos de Ugonna. Volvió a mirar hacia el otro lado de la calle; el soldado se alejaba y aún a esa distancia alcanzó a ver su ceño fruncido. El ceño de un adulto que podía latigar a otro si quería y cuando quería. Su arrogancia al andar era tan ostentosa como la de los hombres que hacía cuatro noches habían tirado abajo la puerta trasera y habían irrumpido en su casa.

—¿Dónde está tu marido? ¿Dónde está?

Habían abierto los armarios de las dos habitaciones, hasta los cajones. Ella podría haberles dicho que su marido medía más de metro ochenta, que no podía esconderse en un cajón. Tres hombres con pantalones negros. Olían a alcohol y a sopa de pimentón, y cuando mucho más tarde abrazó el cuerpo inerte de Ugonna, supo que no volvería a comer sopa de pimentón.

—¿Adónde se ha ido tu marido? ¿Adónde? —Le pusieron una pistola en la sien.

—No lo sé. Se fue ayer —respondió ella, y se quedó quieta mientras notaba la orina tibia que le caía por las piernas.

Uno de ellos, el que llevaba una camiseta negra con capucha y olía más fuerte a alcohol, tenía los ojos sorprendentemente enrojecidos, tanto que parecían escocerle. Fue el que más gritó, dando patadas al televisor.

—¿Sabes el artículo que escribió tu marido en el periódico? ¿Sabes que es un mentiroso? ¿Sabes que los que son como él deberían estar en la cárcel por causar problemas, porque, no quieren que Nigeria avance?

Se sentó en el sofá donde su marido siempre veía las noticias de la noche de la NTA y tiró de ella hasta sentarla torpemente en su regazo. Le clavó la pistola en la cintura.

—¿Por qué te casaste con un alborotador, mujer?

Ella sintió su horrible dureza, olió su aliento fermentado.

—Déjala en paz —dijo el otro, el de la calvicie que brillaba como si estuviera cubierta de vaselina—. Vámonos.

Ella se soltó y se levantó del sofá, y el hombre de la camiseta con capucha, todavía sentado, le pegó por detrás. Fue entonces cuando Ugonna se echó a llorar y corrió hacia ella. El hombre de la camiseta con capucha se rió de lo blando que era el cuerpo de ella mientras agitaba la pistola. Ugonna gritó; nunca gritaba cuando lloraba, no era esa clase de niño. Entonces la pistola se disparó y en el pecho de Ugonna apareció una salpicadura de aceite de palma.

—Mira estas naranjas —decía el hombre de detrás, ofreciéndole una bolsa de plástico con seis naranjas peladas.

Ella no lo había visto comprarlas. Sacudió la cabeza.

—Gracias.

—Coge una. Me he fijado en que no has comido nada desde esta mañana.

Ella lo miró bien por primera vez. Un rostro anodino con una piel oscura anormalmente tersa para un hombre. Había grandes aspiraciones en su camisa impecablemente planchada y su corbata azul, y en el cuidado con que hablaba inglés, como si temiera cometer un error. Tal vez trabajaba para uno de los bancos de nueva generación y se ganaba mucho mejor la vida de lo que ella nunca había creído posible.

—No, gracias.

La mujer de delante se volvió para mirarla antes de ponerse a hablar con alguien sobre un servicio eclesial específico llamado el Ministerio del Milagro del Visado Estadounidense.

—Debería comer algo —insistió el hombre de detrás, aunque dejó de ofrecerle las naranjas.

Ella volvió a sacudir la cabeza; seguía notando el dolor en un punto entre los ojos. Era como si al saltar del balcón se le hubieran aflojado partes dentro de la cabeza que entrechocaban dolorosamente. Saltar no había sido su única opción, podría haberse subido al mango cuya rama llegaba al balcón o haber bajado corriendo por las escaleras. Los hombres habían estado discutiendo tan acaloradamente que habían dejado fuera la realidad, y por un momento creyó que el estallido no había sido un arma sino la clase de trueno que estallaba al comienzo de harmattan, la salpicadura roja había sido realmente aceite de palma y Ugonna había logrado alcanzar la botella de algún modo y había fingido que se desmayaba, aunque nunca había jugado a eso. Luego las palabras de los hombres la hicieron retroceder. «¿Crees que dirá a la gente que ha sido un accidente? ¿Es esto lo que Oga nos pidió que hiciéramos? ¡Un niño! Tenemos que golpear a la madre. No, eso multiplicará por dos el problema. ¡Vámonos de aquí, amigo!».

Ella había salido entonces al balcón y había saltado por encima de la barandilla sin pensar en los dos pisos, y había gateado hasta el contenedor que había junto a la verja. Cuando oyó el rugido del coche alejarse, volvió a su piso oliendo a las pieles de plátano podrido del contenedor. Sostuvo el cuerpo de Ugonna en sus brazos, estrechó su silencioso pecho contra el suyo y se dio cuenta de que nunca se había sentido tan avergonzada. Le había fallado.

—Estás impaciente por conseguir tu visado, ¿eh? —preguntó el hombre de detrás.

Ella se encogió de hombros para evitar que le doliera la espalda y se obligó a sonreír.

—Sólo acuérdate de mirar a los ojos al entrevistador mientras te hace preguntas. Aunque cometas un error, no te corrijas, o creerán que estás mintiendo. Tengo muchos amigos a los que han rechazado por tonterías. Yo voy a pedir un visado para visitante. Mi hermano vive en Texas, y quiero ir allí de vacaciones.

Hablaba como las voces que la habían rodeado, personas que habían ayudado a escapar a su marido y a organizar el funeral de Ugonna, que la habían llevado a la embajada. No desfallezcas mientras respondes las preguntas, le habían dicho las voces. Háblales de Ugonna, cómo era, pero no exageres, porque todos los días la gente les miente para obtener visados, sobre parientes muertos que nunca han nacido. Haz que Ugonna parezca real. Llora, pero no demasiado.

—Ya no dan visados de inmigración a nuestra gente a menos que el solicitante sea rico según sus criterios. Pero tengo entendido que en Europa la gente no tiene problemas en conseguirlos. ¿Vas a pedir un visado de inmigrante o de visitante?

—Asilo político. —Ella no lo miró a la cara; más bien percibió su sorpresa.

—¿Asilo político? Será muy difícil de demostrar.

Ella se preguntó si había leído The New Nigeria, si había oído hablar de su marido. Probablemente sí. Todo el que apoyaba la prensa defensora de la democracia conocía a su marido, sobre todo porque era el primer periodista que había tachado públicamente de farsa el complot de golpe de Estado, y que había escrito un artículo acusando al general Abacha de haberse inventado un golpe para tomarse la libertad de matar y encarcelar a sus adversarios. Los soldados habían irrumpido en las oficinas del periódico y se habían llevado un elevado número de ejemplares de esa edición en un camión negro; aun así, habían circulado fotocopias por Lagos; un vecino había visto un ejemplar pegado a la pared de un puente junto a letreros que anunciaban cruzadas religiosas y películas recién estrenadas. Los soldados habían detenido dos semanas a su marido y le habían cortado la piel de la frente, dejándole una cicatriz en forma de L. Los amigos le habían tocado la cicatriz cuando se reunieron en su piso para celebrar su puesta en libertad con botellas de whisky. Ella recordaba que alguien le había dicho «Nigeria se arreglará gracias a ti», y recordaba la expresión de su marido, esa emocionada mirada de mesías mientras hablaba del soldado que le había ofrecido un cigarrillo después de golpearlo, sin parar de tartamudear como solía hacer cuando estaba muy animado. El tartamudeo le había parecido encantador hacía años; ya no.

—Mucha gente pide asilo político y no lo consigue —dijo el hombre a sus espaldas, quien tal vez había estado hablando todo el tiempo.

—¿Lees The New Nigeria? —preguntó ella.

No volvió la cara hacia el hombre. En lugar de ello observó cómo más adelante una pareja compraba unos paquetes de galletas; los paquetes crujieron al abrirse.

—Sí. ¿Quieres uno? Puede que todavía les quede alguno a los vendedores.

—No. Sólo lo preguntaba.

—Es un gran periódico. Esos dos editores son la clase de personas que Nigeria necesita. Ponen en peligro su vida para decirnos la verdad. Son realmente valientes. Ojalá hubiera más gente con esa clase de coraje.

No era coraje sino egoísmo exacerbado. Hacía un mes, cuando su marido había olvidado la boda de un primo de ella a pesar de haber accedido a ser el padrino, y le había dicho que no podía anular su viaje a Kaduna porque su entrevista al periodista detenido era demasiado importante, ella había mirado al hombre motivado y distante con quien se había casado, y había dicho: «No eres el único que odia el gobierno». Asistió sola a la boda y él se fue a Kaduna, y cuando volvió apenas hablaron; la mayor parte de su conversación siempre había girado en torno a Ugonna, de todos modos. No creerás lo que ha dicho hoy el niño, decía ella cuando él volvía del trabajo, y pasaba a explicar con detalle que Ugonna había dicho que en sus copos de avena Quaker había pimienta y no pensaba comérselos. O cómo la había ayudado a correr las cortinas.

—Entonces, ¿cree que lo que hacen esos editores es valiente? —Ella se volvió hacia el hombre de detrás.

—Por supuesto. No todos podemos hacerlo. Ése es el verdadero problema de este país, no tenemos suficientes valientes.

Él le lanzó una mirada llena de desconfianza y superioridad moral, como si se cuestionara si era defensora del gobierno, una de esas personas que criticaban los movimientos a favor de la democracia y sostenían que en Nigeria sólo funcionaría un gobierno militar. En otras circunstancias ella podría haberle hablado de su carrera periodística, empezando por la universidad en Zaria, cuando había organizado una manifestación para protestar contra la decisión del gobierno del general Buhara de recortar los subsidios de los estudiantes. Podría haberle hablado de que había colaborado para el Evening News de Lagos, que había cubierto la noticia del intento de asesinato del director de The Guardian, y cómo había dimitido cuando por fin se quedó embarazada, porque su marido y ella llevaban cuatro años intentándolo y ella tenía el útero lleno de fibromas.

Dio la espalda al hombre y observó cómo los mendigos recorrían la cola de los visados. Hombres altos y delgados con largas túnicas mugrientas que pasaban cuentas de rezo citando el Corán; mujeres con ojos ictéricos que llevaban bebés enfermos con telas deshilachadas a la espalda; una pareja ciega conducida por su hija, con medallas azules de la Virgen María que les colgaban del cuello. Se acercó un vendedor de periódicos tocando un silbato. Ella no vio The New Nigeria entre los periódicos que sostenía en equilibrio en el brazo. Tal vez se había agotado. El último artículo de su marido, «De los tiempos de Abacha hasta hoy: 1993-1997», no le había preocupado al principio, porque no había escrito nada nuevo sobre él, sólo sobre listas de asesinatos, contratos fallidos y dinero desaparecido. No es que los nigerianos desconocieran esa información. No había esperado que el artículo provocara muchos problemas o atrajera mucha atención, pero apenas un día después de su publicación, la radio BBC lo comentó en las noticias y entrevistó a un catedrático de ciencias políticas nigeriano que vivía en el exilio, quien afirmó que su marido merecía un premio en Derechos Humanos. «Lucha con la pluma contra la represión, presta su voz a los que no tienen voz, da a conocer al mundo la realidad».

Su marido había tratado de ocultarle su nerviosismo. Pero después de que alguien telefoneara de forma anónima —recibía continuamente llamadas anónimas, era esa clase de periodista, de los que siempre cultivaban las amistades— para decirle que el jefe de Estado en persona estaba furioso, dejó de disimular; le permitió ver cómo le temblaban las manos. Los soldados se dirigían hacia allí para detenerlo, dijo el que llamó. Corría la voz de que sería el último arresto, que nunca volvería. Unos minutos después de la llamada se escondió en el maletero del coche, para que, si le preguntaban los soldados, el vigilante pudiera afirmar con sinceridad que no sabía adonde se había ido su marido. Ella llevó a Ugonna a la casa de un vecino y empezó a rociar el maletero de agua, pese a las prisas que le metió su marido, porque le pareció que sería más fresco y respiraría mejor. Lo llevó a la casa de su coeditor. Al día siguiente él la llamó desde la República de Benín; el coeditor tenía contactos que lo habían llevado a la frontera. Su visado estadounidense, que había obtenido para asistir a un curso formativo de Atlanta, seguía siendo válido y en cuanto llegara a Nueva York pediría asilo político. Ella le dijo que no se preocupara, que ella y Ugonna estarían bien, que al final del trimestre escolar solicitaría un visado y se reunirían con él en Estados Unidos. Esa noche Ugonna estuvo intranquilo y ella dejó que se quedara levantado hasta tarde jugando con su coche mientras ella leía. Cuando vio a los tres hombres irrumpir por la puerta de la cocina, se odió por no haber insistido a Ugonna que se acostara. Ojalá…

—Ah, este sol es despiadado. Los de la embajada estadounidense podrían construir al menos un toldo para nosotros —dijo el hombre a sus espaldas—. Podrían utilizar parte del dinero que recaudan con nuestros visados.

Alguien detrás de él dijo que los americanos se quedaban con el dinero recaudado. Otro replicó que los hacían esperar al sol a propósito. Y otro se rió. Ella hizo señas a la pareja de mendigos ciegos y buscó en su bolso un billete de veinte nairas. Cuando lo echó al plato, ellos cantaron «Dios te bendiga. Tendrás dinero, tendrás un buen marido, tendrás un buen empleo» en lengua criolla, y a continuación en igbo y en yoruba.

Ella los observó alejarse. No le habían dicho: «Tendrás muchos hijos». Había oído cómo se lo decían a la mujer de delante.

Las puertas de la embajada se abrieron de par en par y un hombre con uniforme marrón gritó:

—Que pasen los primeros cincuenta de la cola y rellenen las solicitudes. Los demás, vuelvan otro día. La embajada sólo puede atender hoy a cincuenta.

—¿Hemos tenido suerte, abi?, —dijo el hombre a sus espaldas.

Ella observó a la entrevistadora de los visados sentada detrás de la cristalera, el pelo castaño que le caía lacio por el cuello doblado, la forma en que sus ojos verdes miraban los papeles por encima de una montura plateada, como si las gafas fueran innecesarias.

—¿Puede volver a explicarme su caso, señora? No me ha dado detalles —pidió con una sonrisa alentadora.

Ésa era su oportunidad para hablar de Ugonna, ella lo sabía. Miró hacia la ventanilla contigua, un hombre con traje oscuro inclinado hacia la cristalera en actitud reverencial, como si rezara al entrevistador del otro lado. Y se dio cuenta de que prefería morir a manos del hombre de camisa negra con capucha o del de la brillante calva antes de decir una palabra sobre Ugonna a esa entrevistadora o a cualquier otra persona de la Embajada estadounidense. Antes de vender a Ugonna por un visado para ponerse ella a salvo.

Habían matado a su hijo, eso era todo lo que podía decir. Lo habían matado. Nada sobre su risa, que le empezaba aguda y tintineante por encima de la cabeza. O lo que le gustaban los dulces y las galletas. O cómo le agarraba el cuello con fuerza cuando la abrazaba. O que su marido dijo que sería un artista porque en lugar de intentar construir algo con sus bloques los colocaba uno al lado del otro, alternando los colores. Ellos no merecían saber nada.

—¿Señora? ¿Dice que fue el gobierno? —preguntó la entrevistadora de los visados.

El «gobierno» era una etiqueta tan grande que era liberadora, daba a la gente margen para maniobrar, excusarse y volver a acusar. Tres hombres. Tres hombres como su marido, su hermano o el hombre que tenía detrás en la cola del visado. Tres hombres.

—Sí. Eran agentes del gobierno.

—¿Puede demostrarlo? ¿Tiene pruebas que lo demuestren?

—Sí. Pero lo enterré ayer. El cuerpo de mi hijo.

—Señora, siento lo de su hijo —dijo la entrevistadora—. Pero necesito pruebas de que fue el gobierno. Hay luchas entre grupos étnicos, hay asesinatos personales. Necesito pruebas de que fue cosa del gobierno y necesito pruebas de que su vida corre peligro si permanece en Nigeria.

Ella miró los labios rosa pálido que se movían dejando ver unos dientes diminutos. Unos labios rosa pálido en una cara aislada y pecosa. Le urgía preguntar a la entrevistadora si unos artículos de The New Nigeria justificaban la vida de un niño. Pero no lo hizo. Dudaba que ella estuviera al corriente de los periódicos a favor de la democracia o de las largas y agotadoras colas que se formaban fuera de las verjas de la embajada, en zonas acordonadas y sin sombra donde bajo un sol de justicia brotaban amistades, jaquecas y desesperación.

—¿Señora? Estados Unidos ofrece una nueva vida a las víctimas de la persecución política, pero necesita pruebas.

Una nueva vida. Era Ugonna quien le había dado una nueva vida, y le sorprendió lo deprisa que se adaptó a su nueva identidad, la nueva persona en la que él la había convertido. «Soy la madre de Ugonna», decía en su parvulario, a los profesores, a los padres de otros niños. En su funeral que celebraron en Umunnachi, como sus amigas y familiares habían ido con vestidos del mismo estampado de Ankara, alguien había preguntado «¿Quién es la madre?», y ella había levantado la cabeza, momentáneamente alerta. «Yo soy la madre de Ugonna». Quería regresar a la casa de sus antepasados y plantar ixoras, de aquellas cuyos tallos delgados como agujas había sorbido de niña. Bastaría con una planta, tan pequeña era su tumba. Cuando floreciera y las flores dieran la bienvenida a las abejas, quería arrancarlas y sorberlas acuclillada en la tierra. Luego colocaría las flores sorbidas una al lado de la otra, como había hecho Ugonna con sus bloques. Se dio cuenta de que ésa era la nueva vida que ella quería.

En la ventanilla contigua, el entrevistador americano hablaba demasiado alto por el micrófono.

—¡No voy a aceptar sus mentiras, señor!

El solicitante nigeriano con traje oscuro empezó a gritar y hacer gestos.

—¡Esto es vergonzoso! ¿Cómo puede tratar así a la gente? ¡Llevaré este asunto a Washington!

Y agitó su carpeta de plástico transparente repleta de documentos, hasta que un guardia de seguridad se acercó y se lo llevó de allí.

—¿Señora? ¿Señora?

¿Era cosa de su imaginación o había compasión en la cara de la entrevistadora? Vio la rapidez con que se echaba hacia atrás su pelo dorado rojizo, aunque no le molestara, y cómo éste se quedaba quieto sobre su cuello, enmarcando una cara pálida. Su futuro estaba en esa cara. La cara de una persona que no la comprendía, que probablemente no cocinaba con aceite de palma, ni sabía que el aceite de palma si estaba fresco era de un rojo muy brillante, y cuando no, se volvía de un naranja grumoso.

Se dio la vuelta muy despacio y se encaminó hacia la puerta. Oyó la voz de la entrevistadora a sus espaldas.

—¿Señora?

Ella no se volvió. Salió de la embajada estadounidense, se abrió paso entre los mendigos que seguían dando vueltas con sus platos esmaltados y se subió al coche.

© Chimamanda Ngozi Adichie: The American Embassy (La embajada estadounidense). Publicado en Prism International 40.3, primavera de 2002. Traducción de Aurora Echevarría. | Cuento completo.


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