Claude Vignon: Los muertos se vengan

Claude Vignon - Los muertos se vengan

Los muertos se vengan (Les morts se vengent) es un cuento gótico de Claude Vignon, publicado en 1856 dentro de la colección Minuit!! Récits de la veillée. En el elegante salón de la señora de M., una selecta concurrencia se reúne para celebrar la festividad de Todos los Santos. Afuera, el otoño impregna el jardín de una melancolía inquietante, mientras en el salón, un grupo de jóvenes aburridos busca entretenimiento. Para animarlos, los invitados deciden jugar a las prendas, y la joven Paulina es retada a dar un beso en la mejilla al doctor Maynaud, un hombre pensativo y ensimismado. Para sorpresa de todos, el inocente gesto desata una aterradora reacción en el doctor, quien, presa de un pánico inexplicable, abandona la sala, dejando tras de sí una atmósfera de completo desconcierto.

Claude Vignon - Los muertos se vengan

I

Una nutrida concurrencia se había reunido en el salón de la señora de M., que durante seis meses al año reside en la casa de campo que posee en una de las más bellas comarcas allende el Loira.

Era el día de Todos los Santos, hacía frío ya y las hojas amarillas, a impulso del cierzo, iban cayendo por las avenidas del jardín. Nadie pensaba ya en los largos paseos bajo las enramadas; habían concluido las vendimias y los frutos estaban en los graneros. Un alegre fuego chisporroteaba en la gran chimenea, y a su alrededor se apretaban con placer jóvenes y viejos; y como ya había caído la noche, en los cuatro rincones del salón se habían dispuesto mesas de juego, cada una con su lámpara velada por una pantalla verde.

Pero el boston y el whist apenas divierten más que a los abuelos, y el propio misti tiene un poder limitado sobre los espíritus jóvenes. Cerca del fuego se apiñaba, pues, un grupo de gente aburrida o taciturna a quien la dueña de la casa debía tratar de distraer. Por desgracia, basta muchas veces que se busque una idea para no encontrarla. Estaba, pues, muy apurada, cuando su compañero de juego, adivinando su perplejidad, exclamó:

—¡Somos unos egoístas muy grandes, los viejos, con nuestras cartas! Los jóvenes se aburren; y desde aquí veo a mi joven amiga Paulina, contemplando la mesa de boston con una cara que dice bastante a las claras lo poco que le interesan las jugadas. Vamos, señora de M., aquí hacen falta juegos para todas las edades. Coloquémonos más hacia los rincones y hagámosles sitio en medio del salón para que jueguen a las prendas.

La proposición hizo levantar las cabezas gachas y los párpados soñolientos.

—Doctor, ¿jugará usted con nosotros? —preguntó la joven designada un momento antes con el nombre de Paulina.

—¡Huy!, yo hija mía… Yo os miraré y será mi mayor placer. Estoy ya muy torpe para responder al Antón pirulero, cada cual atienda a su juego… Me falta agilidad para defenderme en la gallina ciega y el adivina quién te dio.

—Sí, sí, doctor —dijo la dueña de la casa—. Si los jóvenes juegan, hay que jugar con ellos y acomodarse a sus gustos si queremos que luego se acomoden ellos a los nuestros. Además, ¿qué años tiene usted, mi querido contemporáneo, para andar haciéndose el viejo? Cincuenta, a lo sumo…

—¿Y qué? ¿No es ésa la edad de las ideas serias? Usted, mi querida señora, puede jugar muy bien con su hija; nunca desmerecerá por ello; es usted joven y alegre, y Paulina parece su hermana… Pero yo siempre he sido hombre de talante severo, usted lo sabe. Mecía a Paulina sobre mis rodillas cuando era niña, pero nunca he tomado parte en las tracamundanas de la joven. Jueguen todos, pues, y déjenme a mí en mi rincón, como de costumbre, rumiar los tiempos pasados o pensar en los que han de venir. Diez años antes o diez años después, ¿no debemos siempre aprender este papel?

El personaje que de este modo hablaba, mientras iba a instalarse junto a la chimenea en una vieja poltrona, era un hombre alto y flaco, rubio en tiempos pero ahora entrecano, a quien las sienes hundidas, el poco cabello y el talle encorvado daban aspecto de viejo, aunque no pasase aún de los cincuenta, como le había dicho la señora de M. Tenía la frente alta e inteligente, viva la mirada y al mismo tiempo dulce. En su mejilla izquierda se advertía una cicatriz profunda que parecía la huella de una mordedura.

Hacía ya veinticinco años que el doctor Maynaud ejercía la medicina en el pueblo vecino, y aunque a su llegada al país fuera un hombre absolutamente joven, nadie recordaba haberlo visto sin el cabello blanco y sin arrugas, a tal extremo su porte había sido siempre severo y su vida tranquila y retirada.

No obstante había hecho amistad con todas las familias de los alrededores, y en el salón de la señora de M., compuesto mitad por mitad de visitantes parisienses y de vecinos de la campiña, no había un solo personaje que no se honrara de tenerlo por comensal.

Aquella noche tenía un gesto más pensativo aún que de costumbre. Mientras los juegos se organizaban a su alrededor, y a medida que se iban haciendo más ruidosos, parecía aislarse en sí mismo para atender a sueños o recuerdos graves, casi dolorosos. Tal vez las campanas que doblaban anunciando la festividad de los difuntos arrastraran sus pensamientos hacia otro mundo o le hicieran evocar tumbas bienamadas. Tal vez buscara la solución de un problema científico o moral. Fuera lo que fuese, se hallaba a cien leguas del salón de la señora de M. cuando, después de una partida, llegó el momento de rescatar las prendas.

El aire absorto del doctor llamó la atención de todo el mundo.

Como Paulina de M. había de cumplir penitencia para recuperar un par de guantes que había pagado como prenda, pareció divertido enviarla a despertar al taciturno anciano con un beso.

Paulina miró maliciosamente a su viejo amigo y avanzó de puntillas. Luego, cuando estuvo ante él y hubo mostrado riendo a los jugadores la impasibilidad del doctor, que no pestañeaba siquiera, le cogió bruscamente por el cuello y le aplicó un beso resonante en la mejilla izquierda.

El doctor Maynaud profirió un grito terrible, saltó como si hubiera oído el estampido de un arma de fuego, lanzó unas cuantas miradas enloquecidas a su alrededor, y en medio del asombro general salió disparado del salón.

La señora de M. corrió en persecución del desdichado doctor, llamó a sus criados y ordenó que salieran en su busca, que lo llevaran a su cuarto, que le dispensasen todos los auxilios posibles, que se informaran de dónde provenía aquel súbito ataque. Todo el mundo se puso en actividad y registró los patios, los jardines, los pasillos. Pero fue en vano; nadie logró encontrarle.

La consternación general hizo suspender todos los juegos. Todo el mundo se preguntaba con espanto qué dolor habría podido asaltar tan de repente al doctor Maynaud y causarle aquel acceso de locura. Pronto al asombro hubo de suceder una auténtica inquietud, pues tanto el carácter como el temperamento del doctor eran opuestos a tales escenas violentas, finalmente los criados, que habían salido en todas las direcciones, volvieron sin haber logrado apoderarse del fugitivo.

A la mañana siguiente, como es muy natural, esta escena fue el tema de todas las conversaciones. Se envió en busca de noticias al pueblo vecino, a casa del propio doctor. Pero su vieja ama de llaves no supo dar ningún informe, y fue inútil que por la tarde todos y cada uno de los invitados de la señora de M. trataran de dar con el paradero del médico.

Llegada la noche, cuando, tras haber prolongado la cena el mayor tiempo posible, saboreando lentamente todas las exquisiteces de un postre tan opíparo como puede serlo un postre de otoño en provincias, y tras haber degustado más lentamente aún el café, pasaron los convidados al salón, y se discutieron una vez más todas las explicaciones posibles e imposibles de la huida del doctor. Cada cual expuso su parecer y defendió su opinión, y el resultado final fue que la cosa siguió siendo incomprensible.

La conversación decayó por fin falta de sustento; todo el mundo fue poniéndose triste porque llovía, porque hacía frío, porque era el día de difuntos y nadie tenía ya nada que decir: en fin, porque tampoco sabía nadie a qué dedicarse para pasar el tiempo.

Los viejos empezaban a quedarse dormidos en su poltrona y los jóvenes a contar el número exacto de tablas del entarimado. Por centésima vez, los asiduos del salón de la señora de M. entablaban in petto largas conversaciones con los mofletudos amorcillos de encima de las puertas, siguiendo los episodios de la eterna cacería que se desarrollaba en la tapicería de las paredes.

¡Qué bienvenida hubiera sido aquella noche, la Melusina, que hubiera hecho por fin saltar al ciervo, ladrar a los perros y correr a los cazadores! ¡Qué no se habría dado por ver romperse los columpios de flores bajo el peso de los amorcillos gozosos y gordinflones!

Sobre las diez, cuando todos pensaban ya en escabullirse discretamente del salón camino de sus respectivas alcobas, se abrió la puerta y apareció el doctor.

Era sin duda alguna el mismo hombre de la víspera, y sin embargo todos los presentes titubearon un instante antes de reconocerle. Diez años de sufrimiento no le hubieran cambiado más que aquellas veinticuatro horas. Su frente se había poblado de nuevas arrugas, los ojos se le habían hundido en las órbitas y su cabello, de gris que era, se había vuelto blanco.

—Tengo que pedirle excusas, mi excelente amiga —dijo con voz aún trémula de emoción, avanzando hacia la señora de M.—; y tengo que pedírselas sobre todo a nuestra querida Paulina, por la desagradable escena que hice a trueque de su afectuosa caricia infantil. Les habré parecido a ustedes loco, sin duda, y tal vez lo esté. Pero habrán adivinado en mis gritos un horrible dolor, ¿no es cierto?

—Doctor, aquí todos somos amigos suyos, incapaces de sentir otra cosa que una pena sincera a la vista de sus sufrimientos. Ignorábamos…

—¿Ignoraban que estuviese sujeto a semejantes accesos? Tranquilícese, querida amiga —prosiguió el doctor Maynaud esforzándose por sonreír—; es la primera vez… y sin duda también la última… pues —añadió— ya ve por mi rostro, mi querida Paulina, que un segundo beso como el de anoche no dejaría más que un cadáver.

—¡Doctor!, por el amor de Dios, ¿qué tiene usted? —exclamó la joven, asustada de las miradas del médico más aún que de sus palabras.

—Le debo la explicación de esa extraña escena, mi querida niña, así como a su madre y a todos nuestros amigos. Es usted muy buena interesándose tan vivamente por la salud de un pobre viejo que el año que viene, por estas fechas, sin duda no la entristecerá ya con su presencia…

—¡Amigo mío!

—¡Doctor!


II

Fue un clamor de simpatía general; y, sin embargo, nadie se atrevió a contradecir al doctor Maynaud: tanto había cambiado su semblante desde la víspera.

—Soy viejo, amigos míos, pues en 1806 tenía veinte años y era estudiante de medicina en la Facultad de Montpellier.

Aquel año, el día de Todos los Santos hizo un tiempo magnífico para fecha otoñal tan avanzada. Un último sol doraba las hojas que aún quedaban en las ramas de los árboles, que revestían de un manto gozoso las murallas más grises de Montpellier. Estábamos de vacaciones, pues naturalmente no se daban clases los días de fiesta solemne; por eso salí con tres amigos —tres estudiantes que amaban como yo el aire libre y la libertad— a dar una vuelta y explorar los alrededores.

Al caer la noche, tras haber pasado el día en correrías por el campo, nos encaminamos a la ciudad y fuimos a parar a una tabernita de los suburbios apreciada por los estudiantes. Encontramos en ella a algunos de los nuestros, se entabló la conversación y pedimos al tabernero una cena suculenta.

El vino era bueno, los licores exquisitos; nos enzarzamos en una de esas animadas charlas que el ingenio sostiene, fustiga la polémica y arrojan la mente sobreexcitada en un mundo de ideas un poco incoherentes, porque uno tras otro se han rozado todos los temas, se ha profundizado en todas las cuestiones y sostenido todas las tesis. Mitad el vino, mitad la cháchara tal vez, cuando a eso de las once de la noche quisimos levantarnos para volver a nuestras casas, apenas nos teníamos en pie. Unos estaban borrachos y otros bastante achispados.

Los borrachos se quedaron en la taberna tumbados en los bancos o debajo de la mesa. Y los que sólo estaban calamocanos, y yo era uno de éstos, se afianzaron mal que bien sobre sus piernas, y volvieron en grupo a Montpellier.

Al principio, hicimos el camino juntos, y la conversación continuó ininterrumpida. Pero de trecho en trecho comenzaron las defecciones; algunos reconocieron el camino y volvieron a sus casas; otros se quedaron atrás, apoyándose en los muros y preguntando a los viandantes rezagados.

Yo no era ni de los que entre las brumas de la embriaguez conservaban la razón bastante lúcida para comportarse normalmente, ni de los que la habían perdido por completo. Pronto me vi solo en medio de la ciudad, y bastante inseguro del camino que debía seguir.

Al principio me limité a caminar sin rumbo fijo; la noche estaba serena y tenía en la cabeza como un molino. Pero poco a poco la turbulencia de mis pensamientos se calmó y traté de reconocer las calles y las plazas.

No era fácil, pues la luna no había salido todavía, y la ciudad de Montpellier no abrigaba entonces la menor sospecha de que un día estaría iluminada por el gas. Sólo ante la alcaldía, la prefectura y las escuelas lucían algunos míseros faroles.

Marchaba yo, pues, a tientas, esforzándome por penetrar las tinieblas de la embriaguez al par que las de la noche.

Por último creí reconocer un barrio que de ordinario frecuentaba. Me orienté y, fluctuando mi mente entre la vigilia y el ensueño, entré por una callejuela tortuosa que solía recorrer a menudo.

Maquinalmente tanteé todas las puertas de esta calle, pues me parecía que iba por fin a encontrar la mía y descubrir la cerradura en que podría introducir mi llave maestra. Y cuanto más buscaba, cuantas más veces cruzaba la calle de derecha a izquierda, más arraigaba en mi mente la idea de que me hallaba en las inmediaciones de mi casa.

Esta vez topé con una puerta bien conocida, y sin fijarme en la bandera que ondeaba encima para significar que se trataba de un edificio público, introduje mi llave en la cerradura. Giré con dificultad la llave maestra al principio, mas con ayuda de unas cuantas sacudidas, la puerta terminó por abrirse.

Entré, avanzando como los ciegos con las manos extendidas, y di algunos pasos en diversos sentidos para encontrar la escalera. Al cabo de un instante, sentí una puerta interior que cedía bajo la simple presión de mi mano. La empujé y, apenas la hube franqueado, volvió a cerrarse pesadamente golpeando contra la pared.

Mi primer movimiento fue el de mirar a mi alrededor, pero la oscuridad me impedía distinguir nada. Notaba únicamente que no estaba en mi habitación. Una sensación de frío me inducía a pensar que aquel lugar no estaba habitado, y por el retumbo de mis pasos sobre las losas comprendía que el recinto era amplio y poco amueblado.

Por un instante me creí en una iglesia; pero en los templos arde noche y día la lámpara del santuario, mientras que aquel lugar helado y silencioso no estaba iluminado por nada.

Quise salir y volví atrás en dirección a la puerta. Pero, bien porque la embriaguez hiciera todavía inseguros mis pasos, bien porque la puerta no tuviera por la parte de dentro apariencias sensibles, el caso es que no pude encontrarla.

Entonces quise saber definitivamente en qué lugar me había extraviado, y como, a través de la sombra, distinguía al otro lado de la sala una gran vidriera cubierta por una cortina, avancé hacia aquella parte para tener un poco de claridad.

No había dado diez pasos cuando tropecé violentamente con la esquina de un mueble o de una cornisa. Me desvié un poco y proseguí mi camino con más precauciones, pero no tardé en verme detenido por un segundo choque.

Extendí las manos y sentí un contacto de mármol; luego, a un segundo movimiento que hice, otro frío más intenso, más penetrante, más repulsivo a mi carne, me heló la sangre en las venas. Porque aquel frío, un estudiante de medicina y cirugía, como yo lo era entonces, no podía dejar de reconocerlo: ¡era el frío de la muerte!

De pronto los vapores de la embriaguez se disiparon y recobré toda la lucidez de mi mente. Estaba en el anfiteatro anatómico, donde se depositaban sobre mesas de mármol los muertos del hospital para su estudio y disección.

Estaba yo muy acostumbrado, sin embargo, a encontrarme en aquel lugar siniestro; no era un principiante a quien la vista de un cadáver llena de espanto. Pero la sorpresa, la oscuridad, la época del año, tal vez, pues oía tocar las campanas a muerto, todo contribuyó a infundirme un sentimiento de invencible terror.

Retrocedí horrorizado y por segunda vez busqué la puerta, sin conseguir dar con ella, porque el anfiteatro era circular y la puerta, a contrapeso como las de las iglesias, encajaba perfectamente en la pared.

El miedo me hizo un nudo en la garganta y agitó mis miembros con un temblor convulsivo. Daba vueltas en torno a aquellos muros inflexibles como un prisionero en su calabozo; apoyaba las manos en cada entrepaño, esperando hallar por fin la puerta y hacerla ceder a mi presión. Pero todas mis tentativas fueron en vano. Las paredes parecían rechazarme. Quizás el miedo me había quitado las fuerzas hasta para mover una puerta.

Las campanas seguían doblando, lentas e inexorables. Me castañeteaban los dientes; un sudor frío perlaba mi frente. Había salido la luna, y su pálida luz se filtraba a través de la roja cortina de la ventana. Poco a poco los objetos empezaron a salir de la sombra. Distinguí los instrumentos de cirugía, que arrojaban sobre las paredes largas sombras extrañas; luego, las mesas de mármol negro, cuyas aristas retenían un rayo de luz; luego, los escalpelos desperdigados; después, los cadáveres…

Había dos; solamente dos.

Uno, el de un viejo ya trabajado por nuestras manos. Le reconocí al punto. Otro, el de una joven fallecida la víspera y todavía fresca.

El viejo, descuartizado, sanguinolento, medio separados los miembros del cuerpo, tenía un aspecto espeluznante.

La joven, hermosa, con esa fascinadora belleza de la muerte que la pulmonía deja a sus víctimas, atraía invenciblemente mis miradas.

Estaban dando las doce de la noche, y cada toque del reloj mezclaba su tañido solemne al canto fúnebre de las campanas. Comenzaba el día de los difuntos. Mi terror se hizo aún más intenso. Me parecía que aquellos cadáveres iban a pedirme cuentas por mi profanación, pues el 2 de noviembre, en todas las facultades de medicina, el anfiteatro permanece cerrado; se respeta a los muertos, como si ese día sus almas velaran en torno a sus cuerpos.

Inmóvil y helado de frío, permanecía acurrucado al pie de la pared del recinto, sin poder apartar los ojos del cadáver de la joven.

De pronto me estremecí. Me había parecido oír un gemido ahogado.

Escuché, aguzando el oído con ese terror que hace adquirir a los sentidos una extraordinaria sutileza; un ruido más prolongado turbó el silencio.

Miré a mi alrededor y creí ver moverse lentamente la cabeza del viejo sobre su cabecera de mármol.

Tuve miedo de volverme loco, la sangre se me subió a la cabeza y me azotó violentamente las sienes.

Quería huir a toda costa, pero mis esfuerzos insensatos sólo servían para hacerme dar vueltas en torno al mismo círculo.

Las campanas, lentas al principio como las quejas de un enfermo, se pusieron a tocar a vuelo, acompasando sus apremiantes tañidos como estertores de agonía. El trepidar de los cristales repetía su son con notas lamentables. Se habría dicho que los muertos lloraban pidiendo merced y piedad; o que se despertaban, que se levantaban en nutridas legiones, lanzando a los cuatro vientos su grito de guerra.

Caí de rodillas, sin fuerzas ya ni juicio, turbada la vista, extraviada la razón.

Ahora, sin ningún género de dudas, había oído un suspiro cerca de mí; ¡ahora había visto moverse los cadáveres!

Me sentí morir. El viejo había empezado a lanzar lúgubres gemidos, pues no lograba mover la cabeza, despojada del cráneo, ni sus miembros, lacerados por el escalpelo o cercenados por la sierra.

Hacía esfuerzos inauditos para incorporarse sobre el mármol, y a cada movimiento se estremecía su encéfalo sanguinolento.

Por fin consiguió sentarse, y sus ojos, fuera casi de las órbitas, escrutaron las tinieblas.

—Hoy es el día de los difuntos —dijo con voz que resonó hasta en lo más profundo de mis entrañas—; ¡los muertos se despiertan y se vengan!

»¿Quién está ahí, conmigo, en este horrible antro de cadáveres…? ¡Una joven! ¡Chiquilla, levántate!

»Levántate, pues aún tienes tus miembros y descansas en la ignorancia del suplicio que te espera.

»¡Hoy es el día de los difuntos…! ¡Los muertos se despiertan y se vengan!».

Lentamente, la joven se levantó a su vez abriendo sus ojos fijos.

—¡Pobre muchacha! ¡Ah, acabas de expirar y no imaginas las torturas que nos reservan los vivos, esas execrables criaturas…! Los muertos, dicen, ¿qué son al fin y al cabo? ¡Carne inerte que va a pudrir la tierra! ¡Materia insensible apta para ejercitar el escalpelo!

»Y sin embargo, esta carne helada que no estremece ningún escalofrío, siente, padece… hasta la hora de su total disolución… Cuando el instrumento cortante hiende la piel, sentimos la punta aguda y punzante; cuando nuestras entrañas se esparcen fuera del vientre, quisiéramos poder retenerlas, defenderlas contra el sacrílego que las roba; cuando nuestro cerebro gime bajo el trépano, cuando nuestro corazón sangra bajo el bisturí, sufrimos desgarrados por los más intensos dolores: unos dolores de los que nuestros verdugos no tienen idea, ¡ellos que todavía pueden morir!

»¡Ah, tengo el cráneo abierto! ¡Sufro horriblemente!

»¿Qué buscan en mi cabeza… el pensamiento tal vez?

»¡Y en nombre de la ciencia los bárbaros nos trinchan, nos descuartizan y nos hurgan en las entrañas…!

»¡Ja, ja, ja! ¡Pero ellos serán muertos un día! —añadió con una retumbante carcajada.

»Hoy es el día de los difuntos… ¡los muertos se despiertan y se vengan!

»¡Vamos! Deja tu lecho de mármol y acércate al mío… ¡Así! Acércate, tú que puedes andar… ¡Muy bien! Siéntate ahora y contempla a nuestro alrededor los instrumentos de tortura…

»¡Pobre niña! Muerta hace unas horas, tú crees dormir, ¿no? ¡Pues bien, ya vendrán…! No tardarán en venir… Te abrirán el pecho para buscar la tisis que te ha matado… Te desgajarán los huesos y no podrás gritar… Te hurgarán en el corazón y sentirás hundirse en él una y mil veces la buida lanceta, entre el estruendo de sus risotadas. ¡Pues encima se ríen, los miserables, mientras nos despedazan…! ¡Hablan de sus orgías…! ¡Hablan de sus barraganas!

»Y luego, cuando todo haya terminado, cuando una parte de tu ser haya sido arrojada al vertedero, cuando tus manos o tus pies, tan hermosos ahora, hayan sido cortados y se los hayan llevado para jugar con ellos, envolverán tus restos en una tosca sábana, ¡una sábana de caridad!, los meterán en una caja de mal unidas tablas y los arrojarán en una fosa innoble… ¡Al azar! ¡Encima de mí, encima de los muertos de ayer, bajo los de mañana, entre un viejo mendigo y algunos restos de vergüenza o de crimen!

»Sentirás todo eso: el peso de la tierra, la presión de otro ataúd sobre el tuyo, el frío de la nieve, la humedad de la lluvia…

»Tus sufrimientos durarán mucho… mucho tiempo… hasta que los gusanos hayan roído tus huesos; hasta que la árida tierra se haya bebido el jugo de tu carne, para criar hierba y flores…

»Ahí tienes lo que sufren los muertos, bajo la tiranía de los vivos que reinan sobre la tierra… Pero hoy es el día de los difuntos… ¡los difuntos se levantan y se vengan…!

Y el cadáver, orgulloso de su reinado de una hora, se incorporó, terrible, paseando en torno suyo una mirada fija.

—… Pero ¿qué veo…? ¡Mira! ¿Quién se esconde allí abajo a la sombra de una mesa…? Habría un muerto con nosotros… ¡Cómo brillan esos ojos…! ¿Será un vivo, quizá…?

»¿Un vivo? ¿Un verdugo…? ¡Sí, sí… es un vivo…! Mira cómo se encoge… como parece pedir un refugio a las paredes… Escucha en su garganta el estertor del miedo… ¡Ja, ja, ja! ¡Ahora es la nuestra! ¡Hala, muchacha, hala! En tus manos lo dejo, ¡es tu presa!

»Ponle la mano en el corazón y sentirás si late…

»¿Late…? ¡Ah, pues entonces, véngate, difunta…!

El doctor vaciló y sus labios se pusieron pálidos; la palabra expiró en su garganta.

Todos le rodearon inmediatamente. Le hicieron respirar sales, pero su desfallecimiento no duró más que unos segundos. Sus ojos volvieron a abrirse, la palabra tornó a sus labios, y con voz ahogada añadió:

—Entonces sentí las dos manos de la muerta estrecharme el cuello con un cerco helado… y, en la mejilla… ahí, donde ven ustedes esa cicatriz… donde usted me besó, Paulina… experimenté un dolor tan agudo que el pensamiento no puede siquiera concebirlo. Fue primero una mordedura, hecha con unos dientes que parecían diamantes de hielo; luego una succión horrible, que me sorbía la vida…

Perdí el conocimiento.

Cuando abrí los ojos era de día y estaba en mi lecho con una fiebre ardiente. A mi alrededor se apretaban mis camaradas y mis amigos.

—¡Pero, hombre! —me dijeron, riendo—. ¿Se puede saber qué diablo vas a hacer de noche al anfiteatro con los finados? ¿Tomas a las difuntas por modistillas cuando estás con la trompa?

—Hoy… hoy es el día de los difuntos —repetía yo maquinalmente—. ¡Los muertos se despiertan y se vengan!

—¡No digas disparates! ¿Te has vuelto loco? Vamos a aplicarte unas compresas de agua fría a la cabeza…

Conté la horrible historia, pero los estudiantes no vieron en mi relato más que el eco de una hora de delirio.

—¡Visiones! —exclamaron—. ¡Vapores de borracheras mezclados con remembranzas de cuentos de viejas…!

Luego se esforzaron por demostrarme a la luz de la razón la imposibilidad de tales hechos. Me refirieron todas las historias de alucinaciones, desde la más remota antigüedad; y por un momento estuve dispuesto a creer que había sido víctima de una espantosa pesadilla hija del vino y el miedo.

Vacilaba yo, pues, entre sus razonamientos y mi memoria, cuando algo desplazó un apósito que tenía sobre la cabeza y sentí un vivo escozor en la mejilla.

Volvieron de pronto todos mis terrores; pedí un espejo, arrojando lejos de mí las compresas y las hilas. En mi mejilla sangraba una herida en la que se veía la marca de diez dientes.

—¿Y esto? —alegué—. ¿También es un sueño? Si mi cerebro delirante ha oído hablar a los muertos, si este drama fúnebre se debe tan sólo a la fuerza de mi imaginación sobreexcitada, ¿también me he mordido yo mismo?

No había nada que responder a esta prueba terrible. Mis amigos dudaron y se callaron.

Me atendieron y me curé. Pero desde entonces no volví a entrar en un anfiteatro anatómico, y he defendido a todos mis muertos contra la autopsia. Las chicas jóvenes, cuando son altas y pálidas como Paulina, me causan un efecto extraño.

Ahora comprenderán ustedes lo que el beso imprevisto de esta querida niña me hizo experimentar ayer, en una fecha y a una hora en que, a lo largo de treinta años, nunca he podido librarme de mis terrores. Por un segundo me hizo el efecto de… Paulina, ¡de ésta no saldré!

La señora de M. y sus amigos rodearon inmediatamente al doctor Maynaud para tranquilizarle. Mil protestas de simpatía le llegaron de todas partes. Se habló de curación, de olvido, del día de mañana…

Pero al año siguiente, la velada de Todos los Santos transcurrió tristemente en la quinta de la señora de M. En la reunión consabida de amigos y vecinos faltaba el doctor y, al recordarlo, nadie pudo evitar que se le encogiera de angustia el corazón.

FIN

Claude Vignon - Los muertos se vengan
  • Autor: Claude Vignon
  • Título: Los muertos se vengan
  • Título Original: Les morts se vengent
  • Publicado en: Minuit!! Récits de la veillée (1856)
  • Traducción: Ediciones del Arce

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