Cristina Peri Rossi: El testigo

Me crie entre las amigas de mi madre. No sé cuántas fueron, ni siquiera puedo decir que las recuerdo a todas, pero de algunas no me he olvidado, y, aunque no las haya vuelto a ver, o solo aparezcan por la casa muy esporádicamente, sé quiénes son y les guardo simpatía. No he jugado con otros niños, sino con las amigas de mi madre. En realidad, soy un tipo bastante solitario, y prefiero las máquinas a la compañía de otros como yo. Las máquinas, o las amigas de mi madre. En primer lugar, aparecen de una en una. Hay períodos enteros en que mi madre solo tiene una amiga, que prácticamente vive en nuestra casa, comparte con nosotros la comida, las sesiones de vídeo, los programas de televisión, los paseos, los juegos y las noches. Siempre han sido muy tiernas conmigo.

—Me gusta mucho que no haya otros hombres en la casa —⁠le dije una vez a mi madre, agradeciéndole que mi infancia no haya estado ensordecida por los gritos de un padre violento o de un amante exigente.

Las mujeres son mucho más dulces. Con ellas, me entiendo mejor. No me hubiera gustado compartir la casa con otros hombres; compartirla, en cambio, con las amigas de mi madre me parecía encantador.

Creo que mi madre pensaba lo mismo. Desde que ella y mi padre se separaron —⁠siendo yo muy pequeño⁠—, la casa estuvo visitada solo por mujeres, y eso era muy tranquilizador. Supongo que para mi padre también. La más antigua que recuerdo era una muchacha de piel bastante morena, voz aguda y brillantes ojos negros. Mi madre era muy joven, entonces, y yo solo tenía tres años. Dimos muchos paseos juntos; yo dormía en mi habitación, y ellas dos, juntas, en el cuarto de mi madre. Pero yo a veces me levantaba, por la noche, y aparecía en la habitación grande. Entonces, una de las dos me tomaba en brazos, me arrullaba, y yo me dormía entre ambas, acunado por el calor de sus cuerpos desnudos. Otra, en cambio, tenía largos cabellos rubios, y a mí me daba mucho placer dejar perder mis dedos entre ellos, como mariposas de verano. Mi madre se los peinaba con mucho cuidado, deslizaba el ancho peine de carey entre la cabellera sedosa que llegaba casi hasta la cintura, mientras yo observaba. (Lamenté entonces, muchas veces, no haber nacido niña, para que mi madre peinara con unción y recogimiento mi pelo; lamenté muchas veces ser niño de cabellos cortos y perderme, de esa manera, algo que les proporcionaba tanto placer). Hubo otra, en cambio, de aspecto más viril: tenía los hombros anchos, era robusta, hablaba con voz muy grave y parecía ser una mujer muy fuerte. Esta solía comprarme muchos juguetes: me regaló una bicicleta, varios puzzles, me proponía siempre juegos de competición y me desafiaba a saltar, a boxear y a nadar. Yo no le tenía tanto afecto como a las otras, pero disfrutaba mucho con sus bromas y ganándole al ajedrez. Mi madre se molestaba un poco con la atención excesiva que me prestaba, y creo que alguna vez discutieron por eso, pero yo la tranquilicé, diciéndole a mi madre que yo la prefería sin lugar a dudas a ella, que era más bella y más inteligente.

La última fue una joven actriz. Había protagonizado una película, que yo no vi, porque mi madre consideró que no era adecuada para mí. Teníamos que protegerla, esto fue lo que me dijo mi madre. Había tenido una infancia desgraciada y ahora necesitaba aprender muchas cosas, antes de continuar su carrera: nosotros íbamos a darle un hogar y los conocimientos que le hicieran falta.

Mi madre es una mujer muy generosa. Siempre está ayudando a alguien, y me ha educado en el mismo sentido. Hemos ayudado a muchas mujeres, aunque después hayan desaparecido de la casa. En nuestro hogar encuentran techo, comida, calor, libros, música y cariño. A la joven actriz se veía de lejos que le hacía falta protección: aunque era alegre, divertida y muy simpática, no era muy constante y más bien carecía de método.

—Aprenderás con mi hijo a estudiar —le dijo mi madre.

En efecto, desde el principio, mi madre le indicó deberes: tenía que hacer ejercicios de inglés, de francés, y le recomendó una serie de libros que debía leer, de la biblioteca de nuestra casa.

Era hermoso verlas juntas leyendo a viejos poetas, escuchando ópera y probándose ropa, intercambiando vestidos. A veces, la actriz se ponía la falda y una blusa de mi madre; otras, era mi madre quien se vestía con sus pantalones, el sombrero inglés y la bufanda blanca. Supe, por mi madre, que la actriz había abandonado su hogar, que no era realmente un hogar, y ahora, en nuestra casa, encontraba por fin uno.

—A ti te vendrá bien su compañía —me dijo mi madre⁠—, porque cada vez estás más solitario.

En efecto, me gustó su compañía. Helena tenía unos grandes ojos azules, era alta, delgada, y su cuello, muy largo y blanco, parecía el cuello de un vaso. Me aficioné a ella. La dejaba entrar a mi habitación —⁠a la cual ni siquiera mi madre tenía acceso⁠—, le enseñaba mis dibujos, escuchaba mis discos favoritos. Me gustaba mirarla. Tenía unos movimientos ágiles y sutiles, no torpes, como los míos (he crecido mucho, en los últimos tiempos, y no controlo bien mis miembros); hablaba con una voz delicada y suave, pero llena de sugestión, y, cuando se acercaba a mí, yo sentía vagos estremecimientos. Especialmente, me gustaba contemplar con ella mi colección de lepidópteros. Se entusiasmaba con los dibujos de las alas de las mariposas, y pronto aprendió a clasificarlas. Hicimos varias excursiones al campo, en busca de especies raras, mientras mi madre, en el auto, nos esperaba leyendo alguno de sus libros.

Mi madre le enseñó también a cocinar, y a veces ella nos sorprendía preparándonos algún plato que nos gustaba.

De noche, dormían juntas en la habitación de mi madre. Yo intentaba demorar este momento, porque me había acostumbrado a su presencia y no tenía ganas de irme a dormir. Pero, una vez que mi madre daba la orden de retirarse, era muy difícil disuadirla.

A la mañana, antes de irme al instituto, yo pasaba por la habitación de mi madre, a despedirme. La puerta estaba siempre cerrada; yo golpeaba con suavidad y, cuando escuchaba que mi madre estaba despierta, empujaba un poco y penetraba en el cuarto en tinieblas. Me costaba un poco adivinarlas en la oscuridad, pero al rato mis ojos descubrían los dos cuerpos, uno junto al otro. Helena siempre estaba dormida, porque seguramente tenía el sueño más pesado. Besaba entonces a mi madre, sin hacer ruido, y me despedía. Pero una vez que entré sin llamar, encontré a Helena semidormida, con una bata transparente: el nacimiento de sus senos se descubría, precoz, bajo la tela, y sus muslos, firmes y brillantes, asomaban entre las sábanas.

El descubrimiento me deslumbró. Ese día, en el instituto, estuve poco concentrado, distraído e inquieto, lo cual asombró mucho a mis profesores.

Volví a la casa nervioso y excitado, esperando encontrar a Helena. Estaba, en efecto, en la cocina, preparando un postre, y me contenté con rodearla, con dar brincos y saltar a su alrededor para llamar la atención.

—Quédate quieto —me dijo ella, riendo.

Yo adoraba su risa. Era juguetona, atrevida, un poco infantil. En cambio, la risa de mi madre era grave, baja, madura. La risa de una mujer que sabe ser severa.

Después de comer, ellas dos se quedaron en el salón, compartiendo la lectura de un libro. Yo me paseaba, nervioso, por mi cuarto, sin deseos de estudiar, ni de jugar con las máquinas. Tenía ganas de estar con Helena, pero era la hora en que ella pertenecía a mi madre.

Fui al baño, y me masturbé. Lo hice pensando en los senos de Helena y en las piernas de mi madre. Ah, las piernas de mi madre. Antes, cuando yo era pequeño, mi madre solía pasearse casi desnuda por la casa, luciendo sus hermosas piernas blancas. Son anchas, luminosas, como dos columnas romanas. Ni siquiera las piernas de Helena me gustaban tanto como las piernas de mi madre. Ahora, desde que Helena está entre nosotros, mi madre ha dejado de pasearse casi desnuda ante mí.

Después de un rato, escuché cerrarse la puerta de la habitación grande. Seguramente las dos habían ido a echarse un rato en la cama, juntas. Imaginar ese momento me causaba dolor y placer al mismo tiempo. Podía adivinar, como en una pantalla, a mi madre, quitándose la blusa blanca, de seda, y a Helena, despojándose de sus pantalones de terciopelo negro. Podía imaginar la piel de mi madre, y la piel blanca de Helena. Podía verlas comparando sus senos, sus muslos, sus pubis. Todo en silencio, para no provocar mi curiosidad. Todo en silencio, para simular que dormían.

No necesitaba espiar por el ojo de la cerradura. Esa escena la conocía, sin haberla visto nunca. La puerta permanecía bloqueada, con ellas adentro, cerrada para mí. Yo era el excluido, el rechazado, el ausente. Imaginé mil y una estratagemas para intervenir, para interrumpir la escena que se desarrollaba en el interior de la habitación de mi madre, pero sabía que finalmente no recurriría a ninguna, por cobardía. No me sentía con valor para interrumpir a mi madre, y tampoco estaba seguro de poder resistir la visión de los dos cuerpos simétricos, tendidos en la cama.

Esa noche estuve inapetente, a la cena, y algo hostil. Conseguí fastidiar a mi madre, quien exclamó:

—Me gustaría saber qué te ocurre. Estás de un humor insoportable.

Pero Helena terció a mi favor. Me guiñó los ojos, me sonrió y tocó mi pierna, por debajo de la mesa. Su complicidad me reconfortó. Retuve un poco su pie con el mío y, deliberadamente, volqué la copa de vino sobre el mantel, para molestar a mi madre.

Esa noche me fui a mi habitación mientras las escuchaba discutir en el salón. Mi pequeño arrebato de mal humor había conseguido perturbarlas, y, contento con esa pequeña venganza, cerré la puerta de mi cuarto.

Una semana después obtuve el Premio de Dibujo organizado por el instituto. Regresé, emocionado, a casa, dispuesto a dar le una gran alegría a mi madre. Abrí la puerta, con mi llave, y no encontré a nadie en la casa. Es cierto que había regresado más temprano de lo previsto, pero estaba entusiasmado con el premio y quería compartirlo con ella. La casa estaba en silencio. Iba a encerrarme en mi habitación, cuando descubrí luz en el cuarto de mi madre. Me acerqué a la puerta, que estaba cerrada, y llamé.

—Estoy con jaqueca —respondió mi madre, sin abrir.

Pero escuché movimientos en la habitación, un crujido de ropas y de sábanas.

Intuí que Helena estaba adentro. Tuve un acceso de angustia, los ojos se me llenaron de lágrimas.

—Ya salgo —anunció mi madre, advirtiendo, quizá, que yo no me había movido del umbral.

Pero yo irrumpí en la habitación. Creo que me ruboricé. Mi madre estaba en cuclillas, a medio vestir, buscando en el suelo, como una perra, las prendas que le faltaban. Me irritó encontrarla en esa posición.

—¡Vete! —me ordenó, imperiosa, pero me quedé. Tenía los pies desnudos, y estaba vestida tan solo con una malla negra, de encaje. Vi sus hermosas piernas blancas, los senos opulentos apenas ocultos por el entramado, la inflamación de sus labios, su cabello desordenado. Al lado, tendida aún en la cama, estaba Helena. Estúpidamente, se echó a reír. Estaba desnuda y, cuando me vio, intentó cubrirse con la sábana.

Me abalancé sobre las dos. Soy muy alto, y mi fuerza empujó a mi madre sobre el lecho. La sorpresa hizo que emitiera un grito, feroz y grave:

—¡Vete!

Pude sujetarlas a ambas sobre el lecho. Helena reía, tontamente, desconcertada. Mi madre, en cambio, estaba sorprendida, y no alcanzaba a comprender el sentido de mi irrupción en la habitación, que rompía el acuerdo tácito que había entre nosotros. Las sujeté a ambas con los brazos, y yo también emití un grito grave, sordo, dolorido.

Helena, ahora, había comenzado a llorar. No me gustan las mujeres que lloran. Nunca vi llorar a mi madre: creo que jamás se permitió una debilidad semejante frente a mí. Desprecié súbitamente a Helena por ser tan floja.

—¡Bésala! —le ordené.

Helena se sentó en la cama, cubriéndose con la sábana, mientras yo sujetaba a mi madre, y, con la cara cubierta de lágrimas, me miró sorprendida.

De un golpe, retiré las sábanas de la cama. Fue un gesto rápido y violento. El cuerpo de Helena apareció, largo y estrecho, los acentuados huesos de los hombros, sus pezones como uvas moradas, el vello muy oscuro del pubis, las rojas uñas de los pies. Vi, también, el cuello ancho de mi madre, todavía con manchas rosadas, los brazos blancos y lácteos.

—¡Bésala! —ordené.

Helena, entre sollozos, se acercó tímidamente a mi madre. La besó en la boca. Fue un beso torpe, desordenado, pero yo insistí.

—¡Bésala!

Mi madre luchaba por zafarse de mis brazos, pero es una mujer con poca fuerza, a pesar de su altura, y no conseguía librarse.

—Ahora —ordené—, cógele los senos.

Helena me miró con incredulidad.

—¡Hazlo! —bramé.

Me di cuenta de que me tenía miedo. Lentamente, con vacilación, Helena acercó sus manos a los senos de mi madre.

—¡Estás loco! —gritó ella, tratando de desembarazarse de mí.

—Una vez te desembarazaste de mí —le contesté⁠—. Esta vez, no lo conseguirás —⁠agregué.

Las manos temblorosas de Helena bordearon los senos de mi madre.

—Los pezones —indiqué—. Apriétale los pezones. Helena me miró llena de pavor.

—Hazlo —sugerí.

Helena la tocó con brevedad.

—Más —indiqué.

Ahora sus dedos apretaban fuertemente los pezones de mi madre.

—Así —dije, asintiendo.

—Cúbrela —agregué.

—¿Qué? —murmuró Helena, azorada.

—¡Que la cubras! —grité.

De un golpe, había conseguido echar a mi madre sobre el lecho. Me gustaba verla así, semidesnuda y acostada, con la malla negra de encaje y nylon cubriéndole apenas el vientre, la cintura, la parte inferior del pecho. Por las ingles, asomaban algunos vellos oscuros del pubis, acaracolados.

Helena, con mucha suavidad, se acostó sobre ella.

—Así —murmuré.

Su cuerpo, más delgado y firme, cubrió el de mi madre. Vi los cabellos más cortos de Helena, sus nalgas redondas, los pies desnudos. El cuerpo de mi madre apenas sobresalía bajo el de Helena. Los brazos estaban apoyados en la almohada y las frentes de ambas se tocaban. Ahora eran cuatro senos los que yo veía, cuatro piernas, dos torsos unidos, como una prodigiosa estatua doble, como dos hermanas siamesas unidas por el cordón umbilical.

Entonces, rápidamente, bajé mis pantalones y trepé, por detrás, la pirámide que ellas dos constituían.

Encimado, yo era la tercera figura del tríptico, el único que realizaba movimientos convulsos. Me afirmé bien sobre los muslos y oprimí los dos cuerpos de las mujeres bajo mi peso. Penetré rápidamente a Helena por detrás. Ella gritó. Mi madre, al fondo, echada sobre la cama, jadeaba.

Estallé como una flor rota. Deflagré. Entonces, exhausto, me retiré. Las abandoné rápidamente. Antes de cerrar la puerta, le dije a mi madre:

—No te preocupes por mí. Ya soy todo un hombre. El que faltaba en esta casa.

Ficha bibliográfica

Autor: Cristina Peri Rossi
Título: El testigo
Publicado en: Cuentos eróticos, 1989

[Relato completo]

Cristina Peri Rossi
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