E. F. Benson: La habitación en la torre

E. F. Benson - La habitación en la torre

Sinopsis: «La habitación en la torre» (The Room in the Tower) es un cuento de E. F. Benson, publicado en enero de 1912 en Pall Mall Magazine. Relata la inquietante experiencia de un hombre acosado durante años por un sueño recurrente: la visita a una casa misteriosa, la silenciosa recepción de una familia desconocida y el anuncio implacable de que le han asignado una habitación en una antigua torre. Sin embargo, un día, lo que hasta entonces había sido solo una visión onírica comienza a manifestarse en su vida real con una precisión cada vez más desconcertante.

E. F. Benson - La habitación en la torre

La habitación en la torre

E. F. Benson
(Cuento completo)

ES bastante frecuente el hecho de que las personas que suelen soñar mientras duermen vean realizado en el mundo material un acontecimiento que han soñado. Pero esto, en mi opinión, no tiene nada de sorprendente; lo sorprendente sería que no se produjera nunca, ya que nuestros sueños, por regla general, están relacionados con gente a la que conocemos y lugares con los cuales estamos familiarizados, tal y como son en el mundo de la realidad. Desde luego, en esos sueños se mezcla a menudo algún elemento absurdo y fantástico que descarta la posibilidad de que el sueño se realice en el mundo real, pero un simple cálculo de posibilidades permite afirmar que no es demasiado difícil que un sueño imaginado por alguien que sueñe constantemente pueda realizarse efectivamente. No hace mucho tiempo, por ejemplo, vi realizado un sueño al que no había dado importancia alguna y que no tuvo para mí ninguna clase de significación psíquica. Ocurrió del modo siguiente.

Cierto amigo mío, que reside en el extranjero, suele escribirme cada quince días. Por lo tanto, cuando han transcurrido trece o catorce días de la llegada de su última carta, mi mente, consciente o inconscientemente, espera recibir noticias suyas. Una noche de la pasada semana soñé que al subir a mi cuarto a vestirme para la cena oí, como suele ocurrir con frecuencia, llamar al cartero a la puerta de mi casa. Bajé las escaleras y recogí la correspondencia del buzón. Allí, entre otras cartas, había una de mi amigo. Al abrirla, descubrí en su interior un as de diamantes, en el cual mi amigo había escrito: «Te envío esto para ponerlo a salvo, ya que, como sabes, en Italia resulta peligroso guardar ases».

A la noche siguiente, cuando me disponía a subir a mi cuarto a vestirme para la cena, oí la llamada del cartero y obré exactamente igual que había obrado en mi sueño. En el buzón, entre la correspondencia, había una carta de mi amigo. No contenía el as de diamantes. De haberlo contenido, la cosa me hubiera dado que pensar; ahora, en cambio, no pasaba de ser una explicable coincidencia. No cabe duda de que, consciente o inconscientemente, yo esperaba una carta de mi amigo, y esto me sugirió el sueño. Del mismo modo, el hecho de que mi amigo no me hubiera escrito en quince días, le sugirió a él que debía hacerlo. Pero a veces no resulta tan fácil encontrar una explicación, y para el suceso que voy a contar no encuentro explicación de ninguna clase. Estuvo envuelto en tinieblas desde el principio hasta el fin.

Toda mi vida he sido un soñador; quiero decir que cada mañana, al despertarme, me doy cuenta de que durante la noche he vivido alguna experiencia mental. En ocasiones me parece haberme pasado toda la noche soñando las más descabelladas aventuras. Casi sin excepción, esas aventuras son de signo agradable, con frecuencia trivialidades. La que voy a contar es una de las excepciones.

La primera vez que tuve cierto sueño no contaría yo con más de dieciséis años. El sueño fue el siguiente. Me hallaba ante la puerta de una enorme casa de ladrillo rojo, en la cual, al parecer, iba a pasar una temporada. El criado que me abrió la puerta me anunció que, en aquel momento, el té estaba servido en el jardín, y me acompañó a través de un oscuro vestíbulo de techo bajo, con una gran chimenea en el centro de una de las paredes, hasta un alegre jardín cuyo verde césped aparecía rodeado de macizos de flores. Allí, alrededor de una mesa, había un pequeño grupo de personas, pero todas ellas me eran desconocidas excepto una. Se trataba de uno de mis compañeros de colegio, llamado Jack Stone, y era evidentemente el hijo de la casa. Me presentó a sus padres y a sus dos hermanas.

Recuerdo que me asombraba el hecho de encontrarme en aquella casa, ya que con el muchacho en cuestión había cruzado escasas palabras, y no suscitaba en mí grandes simpatías: además, había dejado de asistir a nuestra escuela el año anterior.

La tarde era muy cálida, y en el ambiente reinaba una insoportable opresión. En el extremo más apartado del jardín se alzaba una pared de ladrillo rojo, con una verja de hierro en el centro; a través de los barrotes de la verja podía verse un alto nogal. Desde el lugar donde estaba sentado podía ver una de las estancias de la casa: un comedor, al parecer. La mesa estaba puesta y encima de ella centelleaba el cristal y la plata. El edificio era muy largo, y en uno de sus extremos se alzaba una torre de tres pisos, la cual me pareció mucho más antigua que el resto del edificio.

Al cabo de un rato, Mrs. Stone, que como el resto del grupo había permanecido sentada en absoluto silencio, me dijo: «Jack te acompañará a tu habitación: te he destinado la habitación de la torre».

Inexplicablemente, las palabras de Mrs. Stone me produjeron un sobresalto. Sentí como si hubiera sabido que iban a destinarme la habitación de la torre, y que ésta contenía algo espantoso e importante. Jack se puso inmediatamente en pie y comprendí que debía seguirle. Sin pronunciar una sola palabra cruzamos el vestíbulo y empezamos a subir una larga escalera de caracol, con los peldaños de madera, hasta llegar a un pequeño rellano con dos puertas. Jack empujó una de las puertas para que yo entrara y, sin hacer el menor comentario, volvió a cerrarla detrás de mí. Al quedarme solo, supe que mis sospechas habían sido ciertas: en la habitación había algo espantoso, y con el terror de la pesadilla envolviéndome más y más entre sus garras, desperté con el cuerpo inundado en sudor.

Durante quince años me vi asaltado a intervalos por ese sueño o variaciones de él. La mayoría de las veces me llegaba en la misma forma: la llegada a la casa de ladrillo rojo, el té en el jardín, el mortal silencio de los reunidos en torno a la mesa, las fatídicas palabras de Mrs. Stone, la compañía de Jack hasta la habitación de la torre donde moraba el horror… Y siempre terminaba en una pesadilla de terror por lo que había en aquella habitación, aunque nunca supe lo que era. Otras veces, el sueño tenía ligeras variantes. Ocasionalmente, por ejemplo, estábamos sentados a la mesa del comedor, entrevisto por los ventanales la primera vez que tuve el sueño, pero fuese cual fuese el lugar donde estábamos reinaba siempre el mismo silencio, la misma sensación opresiva. Y el silencio quedaba siempre roto por aquellas palabras de Mrs. Stone: «Jack te acompañará a tu habitación: te he destinado la habitación de la torre». Después de lo cual (esto era invariable) tenía que seguir a Jack por la larga escalera de caracol y entrar en la habitación que me infundía más y más terror cada vez que la visitaba en sueños. Otras veces me encontraba jugando a las cartas en silencio en una estancia iluminada con enormes candelabros, cuya claridad resultaba cegadora. No tengo idea de cuál pudiera ser el juego a que estábamos entregados; lo único que recuerdo es que Mrs. Stone se ponía en pie y me decía: «Jack te acompañará a tu habitación: te he destinado la habitación de la torre». La habitación donde jugábamos a las cartas estaba situada junto al comedor, y, como ya he dicho, estaba siempre brillantemente iluminada, en tanto que el resto de la casa permanecía a oscuras. Y, sin embargo, a pesar de aquel torrente de luz, apenas divisaba las cartas que me correspondían. Sólo me daba cuenta de que las cartas tenían unos dibujos muy extraños. No había ningún palo de color rojo, sino que todos eran negros; y algunas de las cartas eran completamente negras. Llegué a odiarlas y a temerlas.

Como el sueño se repetía con relativa frecuencia, llegué a conocer la mayor parte de la casa de ladrillo rojo. Detrás dé la habitación donde jugábamos a las cartas había un saloncito, situado al final de un pasillo, con una puerta tapizada de color verde. Aquel lugar estaba siempre a oscuras, y a menudo me sentía poseído por la impresión de que la puerta del saloncito se abría para dar paso a una persona a la que nunca pude ver. A medida que pasaba el tiempo, las personas que aparecían en el sueño envejecían como si se tratase de seres reales. Mrs. Stone, por ejemplo, que en mi primer sueño tenía el pelo negro, se convirtió en una mujer de pelo gris; y en vez de ponerse en pie ágilmente, como había hecho la primera vez que dijo: «Jack te acompañará a tu habitación: te he destinado la habitación de la torre», llegó a levantarse trabajosamente, como si sus miembros fueran perdiendo las fuerzas. También Jack creció, y se convirtió en un joven de aspecto algo enfermizo, con un bigote de color castaño. Una de sus hermanas dejó de aparecer en el sueño, por lo que comprendí que se había casado.

Pasaron seis meses sin que el sueño en cuestión me visitara, y empecé a creer, con gran alivio, que había terminado aquella pesadilla. Pero una noche volví a encontrarme en el conocido jardín; esta vez no se hallaba presente Mrs. Stone, y todos los presentes iban vestidos de negro. Inmediatamente sospeché el motivo, y mi corazón latió aceleradamente al pensar que quizá no me vería obligado a dormir en la habitación de la torre; aunque habitualmente permanecíamos todos sentados y en silencio, en esta ocasión la sensación de alivio que experimentaba me hizo hablar y reír como no había hecho nunca anteriormente. Pero ni aun así la situación resultaba agradable, ya que los demás no hablaban y se limitaban a mirarse furtivamente unos a otros. En cuanto la corriente de mi charla se hubo secado, sentí nacer en mi interior un temor más intenso aún que el que había sentido en las anteriores ocasiones. Un silencio de plomo planeó sobre nosotros mientras la luz del día decrecía lentamente.

De pronto, una voz que me era familiar rompió el silencio, la voz de Mrs. Stone, diciendo: «Jack te acompañará a tu habitación: te he destinado la habitación de la torre». Parecía proceder de un lugar muy próximo a la verja que se habría en la pared de ladrillo rojo que cercaba el jardín, y al alzar los ojos me di cuenta de que el césped existente a la otra parte de la verja estaba salpicado de tumbas. De las tumbas surgía una extraña claridad grisácea, y pude leer la inscripción de la que tenía más cerca de mí: «En infortunado recuerdo de Julia Stone». Y, como de costumbre, Jack se puso en pie y yo le seguí a través del vestíbulo y por la escalera de caracol. En esta ocasión, la oscuridad era mayor que de costumbre, y cuando penetré en la habitación de la torre sólo pude distinguir los muebles, la posición de los cuales me era ya familiar. En la habitación había también un desagradable tufo, como de materia en descomposición, y me desperté gritando.

El sueño, con las variaciones y cambios que he mencionado, se me presentó a intervalos durante quince años. A veces lo soñaba dos o tres noches seguidas; en una ocasión, como ya he explicado, hubo un intervalo de seis meses. Si tuviera que fijar un promedio, creo que no andaría muy equivocado fijándolo en una vez al mes. Más que sueño puedo decir que era una pesadilla, ya que finalizaba siempre con la misma impresión de indescriptible horror. Además, tenía una rara consistencia. Los personajes, como ya he dicho, envejecían paulatinamente; la muerte y el matrimonio visitaban a aquella silenciosa familia y nunca volví a ver en sueños, después que hubo fallecido, a Mrs. Stone. Pero siempre era su voz la que me decía que la habitación de la torre estaba preparada para mí, y lo mismo si tomábamos el té en el jardín que si lo hacíamos en una de las habitaciones de la casa, podía ver siempre la tumba de Mrs. Stone junto a la verja de hierro. Y lo mismo ocurría con la hija casada; habitualmente no se hallaba presente, pero un par de veces que estuvo allí iba acompañada por un hombre, que supuse debía ser su marido. Éste, al igual que los demás, permanecía siempre silencioso. Pero, debido a la constante repetición del sueño, yo había dejado de atribuirle significación alguna cuando estaba despierto. Durante todos aquellos años no vi ni una sola vez a Jack Stone, ni vi tampoco una casa que se pareciera a la oscura mansión de mi sueño.

Y entonces ocurrió algo.

Aquel año permanecí en Londres hasta finales de julio, y durante la primera semana de agosto recibí una invitación de un amigo mío para que fuera a pasar unos días en una casa que había alquilado para los meses de verano en Ashdown Forest, en el condado de Sussex. Salí de Londres temprano, ya que John Clinton me esperaba en la estación de Forest Row. Pasaríamos el día jugando al golf y por la tarde iríamos a su casa. John Clinton acudió en su automóvil, y a las cinco de la tarde, después de pasar un día delicioso, emprendimos el camino hacia la casa. La distancia a recorrer era de unas diez millas. Era demasiado temprano para tomar el té en el club de golf, de modo que decidimos tomarlo cuando llegáramos a la casa de Clinton. A medida que avanzábamos, el tiempo, que hasta entonces había sido excelente, empezó a empeorar. La atmósfera se hizo opresiva y noté aquella indefinible sensación de ahogo que me invade cuando va a producirse una tormenta. John atribuyó mi malestar al hecho de que había perdido las dos partidas de golf que habíamos jugado. Sin embargo, los acontecimientos demostraron que mi malestar no era infundado, aunque no creo que la tormenta que descargó aquella noche fuera la única causa de mi depresión.

El camino hacia la casa era una carretera secundaria, con bastantes baches, y el traqueteo del automóvil hizo que me quedase dormido. Desperté al cesar el movimiento del coche. Habíamos llegado. Y con un repentino escalofrío, en parte de temor pero principalmente de curiosidad, me encontré de pie ante la puerta de la casa de mi sueño. Me pregunté si estaría aun soñando. Seguí a John a través de un vestíbulo de techo bajo y salimos al jardín, para tomar el té a la sombra de la casa. El jardín estaba bordeado de macizos de flores, y en la pared de ladrillo rojo que se alzaba en uno de sus extremos se abría una verja de hierro, detrás de la cual se erguía un nogal. La fachada de la casa era muy larga y quedaba rematada por una torre de tres pisos, notablemente más antigua que el resto de la casa.

Aquí terminó, de momento, toda semejanza con el repetido sueño. La familia reunida alrededor de la mesa no tenía nada de silenciosa ni de terrible, sino que se trataba de unas personas parlanchinas y alegres, todas las cuales me eran conocidas. Y a pesar del horror que siempre me había producido la escena durante mi sueño, ahora que la veía reproducida ante mis ojos no experimentaba el menor temor. Pero sentía una intensa curiosidad por lo que sucedería a continuación.

Cuando hube terminado de tomar mi té, Mrs. Clinton se puso en pie. Y en aquel momento creo que supe lo que iba a decir. Se dirigió a mí, y lo que dijo fue:

—Jack te acompañará a tu habitación: te he destinado la habitación de la torre.

Por espacio de unos segundos, el horror del sueño volvió a apoderarse de mí. Pero la impresión se desvaneció rápidamente y no sentí otra cosa que la más intensa curiosidad. No había de pasar mucho tiempo sin que quedara ampliamente satisfecha.

John se volvió hacia mí.

—Está en un extremo de la casa —me dijo—, pero creo que estarás muy cómodo. Lo tenemos todo lleno. ¿Quieres que vayamos a echarle un vistazo? Vaya, creo que tenías razón y que va a descargar una tormenta… El cielo se está encapotando.

Me puse en pie y le seguí. Cruzamos el vestíbulo y subimos la escalera de caracol que me era tan familiar. Luego, John abrió la puerta de la habitación y entré en ella. Y en aquel mismo instante la sensación de indescriptible horror volvió a apoderarse de mí. Tenía miedo de algo, aunque no sabía de qué. Entonces, como una repentina revelación, como el que de pronto recuerda un nombre largo tiempo olvidado, supe lo que tenía. Temía a Mrs. Stone, cuya tumba con la siniestra inscripción «En infortunado recuerdo de Julia Stone» había visto tan a menudo en mi sueño, inmediatamente detrás del jardín sobre el cual se abría mi ventana. Y luego, una vez más, el temor desapareció por completo y me dije a mí mismo que allí no había nada que temer.

Miré a mi alrededor con una especie de sentimiento de posesión: al fin y al cabo, la habitación de la torre y todo lo que contenía habían estado en mis sueños durante quince años. Nada había cambiado. A la izquierda de la puerta estaba la cama, pegada a la pared, con la cabecera en una esquina de la habitación. A continuación, la chimenea y una pequeña librería; en frente de la puerta se abrían dos ventanas enrejadas, entre las cuales se hallaba situado el tocador; en la cuarta pared podían verse el lavabo y un enorme armario. Mi equipaje había sido ya deshecho y mi traje para la cena aparecía extendido sobre la cama. Y entonces, con una repentina sensación de desaliento, observé que en la habitación había dos objetos más visibles los cuales no había visto nunca en mis sueños: un retrato al óleo, en tamaño natural, de Mrs. Stone, y una fotografía de Jack Stone, reproduciendo su imagen tal como se me había aparecido en el último de mis sueños, sólo una semana antes, es decir, un hombre de unos treinta años, de aspecto furtivo y casi diabólico. Su retrato estaba colgado entre las dos ventanas, casi en frente del cuadro al óleo de Mrs. Stone colgado al lado de la cama. Al mirar ese último cuadro, el horror de pesadilla se apoderó de mí una vez más.

Representaba a Mrs. Stone tal como la había visto por última vez en mis sueños: envejecida y con el pelo canoso. Pero, a pesar de la evidente debilidad del cuerpo, a través de la envoltura de carne brillaba una horrible vitalidad, una exuberancia maligna. Los penetrantes ojillos tenían una expresión demoníaca, y demoníaca era la sonrisa que asomaba a sus labios, una sonrisa burlona que se extendía por todo el rostro; las manos, unidas sobre las rodillas, carecían temblar con la misma diabólica alegría que animaba al rostro. Luego me di cuenta de que el cuadro llevaba la firma de su autor en el ángulo inferior izquierdo y, acercándome un poco más, leí la inscripción: «Julia Stone, por Julia Stone».

En aquel momento llamaron a la puerta y entró John Clinton.

—¿Tienes todo lo que necesitas? —me preguntó.

—Y algo más de lo que necesito —respondí, señalando el cuadro al óleo.

John se echó a reír.

—Una vieja bastante fea, desde luego —dijo—. Es un autorretrato. De todos modos, no podía favorecerse mucho al reproducir su imagen—. Pero ¿es que no te das cuenta? —inquirí—. No parece el rostro de un ser humano. Es el rostro de un ser perverso, un rostro diabólico.

John miró el retrato con más atención.

—Sí, no es demasiado agradable —dijo—. Y poco adecuado para tenerlo junto a la cama, ¿eh? Sí, creo que si tuviera que dormir con este retrato junto a mi cama, tendría unas horribles pesadillas. Si lo deseas, haré que lo quiten de ahí.

—Te agradecería que lo hicieras —dije.

John hizo sonar la campanilla, y con la ayuda de un criado descolgamos el retrato y lo sacamos al pasillo, dejándolo con la cara vuelta hacia la pared.

—¡Diablos! —exclamó John, enjugándose la frente con un pañuelo—. La vieja pesa como una condenada…

El extraordinario peso del cuadro me había sorprendido también a mí. Estaba a punto de comentarlo, cuando me di cuenta de que la palma de mi mano estaba completamente llena de sangre.

—Al parecer, me he cortado con algo —dije.

John profirió una ahogada exclamación.

—¡Caramba! También yo me he cortado —dijo.

Al mismo tiempo, el criado que nos había ayudado a descolgar el cuadro se sacó un pañuelo del bolsillo y se frotó la mano con él. Vi que el pañuelo quedaba también manchado de sangre.

John y yo volvimos a entrar en la habitación y nos lavamos las manos; pero ni en la suya ni en la mía apareció la menor huella de cortadura. Pareció como si entre nosotros se hubiera establecido una especie de convenio tácito, ya que ni él ni yo hicimos ninguna alusión a aquel sorprendente hecho, ni siquiera cuando bajamos a cenar. Yo no deseaba pensar en ello, y sospeché, sin saber exactamente por qué, que a John le ocurría lo mismo.

El calor y la opresión del ambiente, ya que la tormenta que habíamos previsto seguía sin descargar, aumentaron notablemente después de la cena, y durante algún tiempo la mayoría de las personas que se hallaban en la casa, entre las cuales nos hallábamos John Clinton y yo, permanecimos sentados en el jardín, en el mismo lugar donde habíamos tomado el té. La noche era completamente oscura y la cerrazón del cielo no podía ser atravesada por el brillo de ninguna estrella ni por un rayo de luna. Poco a poco, la reunión fue disolviéndose en pequeños grupos. Las mujeres fueron a acostarse y los hombres se dispersaron en dirección al saloncito o a la sala de billar. A eso de las once, sólo quedamos en el jardín mi anfitrión y yo. Toda la velada me había parecido que John estaba preocupado por algo, y en cuanto quedamos solos me dijo:

—El criado que nos ayudó a descolgar el cuadro tenía también sangre en la mano, ¿te diste cuenta? Le he preguntado si se había cortado, y me ha dicho que suponía que sí, aunque no había encontrado el menor rastro de cortadura. ¿De dónde diablos podía proceder la sangre?

A fuerza de repetirme a mí mismo que no iba a pensar en ello, había conseguido no hacerlo, y no deseaba, especialmente cuando se acercaba la hora de acostarme, que me lo recordasen.

—No lo sé —respondí—. Y en realidad no me importa, ahora que el retrato de Mrs. Julia Stone no se encuentra ya junto a mi cama.

John se puso en pie.

—Es muy extraño —murmuró—. ¡Caramba! Ahora verás otra cosa extraña.

Mientras hablábamos, había salido de la casa un perro de raza irlandesa propiedad de Clinton. La puerta del vestíbulo estaba abierta y un rayo oblicuo de luz caía sobre el jardín, iluminando la verja de hierro detrás de la cual se alzaba el nogal. Vi que el perro tenía el pelo erizado de rabia y de miedo; su boca estaba entreabierta, mostrando los agudos colmillos, como si estuviera a punto de morder a alguien, y gruñía amenazadoramente. Pasó ante nosotros sin prestar la menor atención a nuestra presencia y se dirigió hacia la verja de hierro. Al llegar ante ella se detuvo y se quedó mirando al exterior a través de los barrotes, sin dejar de gruñir un solo instante. De repente, desapareció su actitud de fiereza, como si acabara de perder todo vestigio de valor: profirió un largo aullido y regresó a la casa con el rabo entre las piernas, evidentemente aterrorizado.

—Media docena de veces al día hace lo mismo —me explicó John—. Parece como si viera algo que le inspira odio y temor a la vez.

Me acerqué a la verja de hierro y miré al exterior. Algo se movía entre la hierba, y casi inmediatamente llegó a mis oídos un sonido que de momento no me fue posible identificar. Luego caí en la cuenta de lo que era: se trataba del ronroneo de un gato. Encendí una cerilla y vi a un enorme gato persa de color azulado que restregaba su cabeza contra la parte exterior de la verja con grandes muestras de satisfacción.

Me eché a reír.

—Temo que el misterio haya dejado de serlo —dije, en tono divertido—. El perro estaba furioso porque ahí fuera hay un gato de gran tamaño.

—Sí, se trata de «Darío» —dijo John—. Se pasa ahí la mitad del día y toda la noche. Pero esto no explica la actitud del perro, ya que «Toby» y «Darío» son los mejores amigos del mundo. La actitud del gato resulta tan incomprensible como la del perro. ¿Qué es lo que hace ahí? ¿Y qué es lo que complace tanto a «Darío», y llena de terror a «Toby»?

En aquel momento recordé los detalles más espantosos de mis sueños, cuando veía a través de la verja, en el lugar exacto donde ahora se encontraba el gato, la blanca tumba de Julia Stone con la siniestra inscripción. Pero antes de que pudiera responder a las preguntas de Clinton empezó a llover a cántaros, y el gato cruzó de un salto la verja de hierro y corrió a refugiarse en el interior de la casa. Se quedó en el umbral de la puerta, mirando fijamente a la oscuridad con sus brillantes ojos. Cuando John le empujó hacia adentro, a fin de poder cerrar la puerta, el animal mostró su descontento con unos cuantos bufidos.

Ahora, con el retrato de Julia Stone en el pasillo, la habitación de la torre no tenía nada de alarmante para mí, de modo que cuando me dispuse a acostarme, sintiéndome muy soñoliento y cansado, no pensaba en el incidente de las manos manchadas de sangre ni en la extraña conducta del perro y del gato más que con una vaga curiosidad. Lo último que contemplé antes de apagar la luz fue la impronta cuadrada en la pared, junto a mi cama, correspondiente al espacio que había ocupado el retrato de Julia Stone. En aquel lugar, el papel de la pared conservaba un color rojo oscuro: en el resto de la habitación aparecía muy descolorido. Apagué la luz y quedé inmediatamente dormido.

Me desperté sobresaltado, y me incorporé en la cama con la sensación de que acababan de pasar ante mi rostro una brillante luz, aunque la habitación estaba completamente a oscuras. Sabía exactamente donde estaba, en la habitación que me había horrorizado en sueños, pero ninguno de los terrores que había experimentado estando dormido tenía punto de comparación con el miedo de que me sentía poseído en aquel momento. Inmediatamente después, retumbó un trueno encima mismo de la casa, pero la probabilidad de que me hubiera despertado la claridad de un relámpago no tranquilizó en absoluto a mi alborotado corazón. Sabía que en el cuarto había alguien; alcé instintivamente mi mano derecha y mis dedos tropezaron contra el marco de un cuadro colgado en la pared, muy cerca de mí.

Salté de la cama, tropezando contra la mesilla de noche, y oí caer al suelo mi reloj, el candelabro y las cerillas. Pero no tuve necesidad de encender ninguna luz, ya que en aquel momento un relámpago rasgó las nubes y a su intensa claridad pude ver que el retrato de Mrs. Stone volvía a estar colgado junto a mi cama. Fue sólo un segundo: inmediatamente después, la habitación volvió a quedar sumida en una impenetrable oscuridad. Pero el resplandor me había permitido ver otra cosa: una sombra inclinada sobre mi cama, contemplándome. Iba vestida de blanco, y su rostro era el mismo del retrato.

Por encima de mi cabeza rugió el trueno. Cuando se alejó, dejando la habitación sumida de nuevo en un mortal silencio, oí que algo se acercaba a mí, y, lo que es más horrible aún, percibí un intenso olor a putrefacción. Y luego una mano se posó en mi hombro y sentí muy cerca de mis oídos una agitada respiración. Y en aquel momento supe que lo que estaba junto a mí, aunque podía ser percibido por el tacto, por el olfato, por el oído y por la vista, no era ya de este mundo, sino algo que había abandonado el cuerpo y que tenía poder para manifestarse. A continuación, una voz que me resultaba muy familiar dijo:

—Sabía que vendrías a la habitación de la torre. Te he esperado durante mucho tiempo. Al fin has venido. Esta noche es para mí de congratulación; y muy pronto nos congratularemos juntos, tú y yo.

Y la agitada respiración se acercó un poco más a mí; pude percibirla sobre mi garganta.

En aquel instante, el terror que había paralizado hasta entonces mis miembros se resolvió en un salvaje estallido: agité bruscamente mis brazos y piernas, y oí una especie de lamento animal al tiempo que un cuerpo blando se desplomaba junto a la cama. Di un paso adelante, con el temor de pisar lo que había tendido a mis pies, y la suerte quiso que mi mano fuera a apoyarse en el tirador de la puerta. Un segundo después corría por el pasillo, alejándome de la habitación. Casi en el mismo instante oí abrirse una puerta en la planta baja y vi a John Clinton, con un candelabro en la mano, que subía por la escalera de caracol.

—¿Qué ocurre? —inquirió—. Dormía en el cuarto que cae debajo del tuyo, y oí un ruido como si… ¡Dios santo! Tienes el hombro lleno de sangre…

John Clinton me contó más tarde que me quedé inmóvil, temblando como la hoja de un árbol. En mi hombro aparecía una marca rojiza, como si alguien hubiera apoyado en él una mano cubierta de sangre.

—Está allí —murmuré, señalando a la habitación que acababa de abandonar—. Es ella. Y el retrato también está allí, colgando en el mismo lugar de donde lo sacamos.

John se echó a reír.

—Vamos, vamos, amigo mío. Debes haber tenido una pesadilla —dijo.

Me apartó a un lado y abrió la puerta, mientras yo permanecía inmovilizado por el terror, incapaz de detenerle, incapaz de pronunciar una sola palabra.

—¡Uf! ¡Qué olor más horrible! —murmuró John.

A continuación se produjo un gran silencio; John había cruzado la puerta. Un instante después salía de nuevo, tan pálido como yo. Se recostó en la pared del pasillo.

—Sí, el retrato está allí —dijo—. Y en el suelo hay una cosa… una cosa manchada de tierra, cómo… cómo un ataúd. ¡Vámonos de aquí! ¡Aprisa!

No sé cómo conseguí bajar la escalera de caracol. Todo mi cuerpo temblaba, poseído por un horror que era más del espíritu que de la carne. John me sostenía del brazo, aunque también él lanzaba fugaces miradas de pánico hacia la parte superior de la escalera. Por fin llegamos a su habitación, situada debajo de la que me habían destinado, y allí le conté a mi amigo lo que acabo de describir en estas páginas.

Algunos de mis lectores habrán sospechado ya cuál es el final de este relato; me refiero a los que recuerdan aquel inexplicable asunto ocurrido en West Fawley hace unos ocho años, cuando se intentó por tres veces dar sepultura al cadáver de una mujer que se había suicidado. Al cabo de unos días de haberla enterrado, se encontraba el ataúd fuera de la tumba. Después del tercer intento, y como no convenía en modo alguno dar publicidad a aquel desdichado suceso, el cadáver fue enterrado fuera del cementerio, en tierra sin bendecir.

El cadáver fue enterrado junto a la verja de hierro del jardín de la casa donde aquella mujer había vivido. La mujer se había suicidado en una habitación del piso superior de la torre de aquella misma casa.

El cadáver fue enterrado de nuevo en secreto, y al transportar el ataúd se descubrió que estaba lleno de sangre.

La mujer se llamaba Julia Stone.

FIN

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