E. M. Forster: La máquina se detiene

E. M. Forster - La máquina se detiene

Sinopsis: «La máquina se detiene» (The Machine Stops) es un cuento de ciencia ficción escrito por E. M. Forster, publicado en 1909 en la revista The Oxford and Cambridge Review. La historia transcurre en un futuro distópico, donde la Tierra ha quedado devastada y la humanidad vive bajo tierra, en completo aislamiento. Las personas habitan celdas individuales, sin contacto físico, y se comunican exclusivamente por videoconferencia. Todo lo provee una inmensa Máquina, que regula cada aspecto de la vida. Vashti, ferviente defensora de este sistema, recibe un mensaje de su hijo Kuno: ha transgredido las normas y necesita verla en persona para contarle algo que no puede transmitir por medios mecánicos.

E. M. Forster - La máquina se detiene

La máquina se detiene

E. M. Forster
(Cuento completo)

1. La aeronave

Imagina, si puedes, una habitación pequeña, hexagonal, como una celda de abeja. No está iluminada ni por ventanas ni por lámparas, y sin embargo, está llena de una suave luminosidad. No hay aberturas para la ventilación, pero el aire es fresco. No hay instrumentos musicales, y sin embargo, en el momento en que se abre esta escena, la habitación vibra con sonidos melodiosos. Un sillón ocupa el centro; junto a él, un pupitre de lectura: ese es todo el mobiliario. Y en el sillón reposa un bulto de carne envuelto en telas: una mujer, de aproximadamente metro y medio de altura, con un rostro tan pálido como un hongo. La habitación le pertenece.

Sonó un timbre eléctrico.

La mujer tocó un interruptor y la música se detuvo.

—Supongo que tendré que ver quién es —pensó, y puso su silla en movimiento. La silla, como la música, funcionaba por medio de una máquina, y la llevó rodando hasta el otro extremo de la habitación, donde el timbre seguía sonando con insistencia.

—¿Quién es? —llamó. Su voz sonaba irritada, pues la habían interrumpido varias veces desde que comenzó la música. Conocía a varios miles de personas; en ciertos aspectos, la interacción humana había avanzado enormemente.

Pero al escuchar en el receptor, su rostro blanquecino se arrugó en una sonrisa, y dijo:

—Muy bien. Hablemos. Me aislaré. No espero nada importante en los próximos cinco minutos; puedo darte cinco minutos completos, Kuno. Luego debo dar mi conferencia sobre «La música durante el período australiano».

Tocó el interruptor de aislamiento, para que nadie más pudiera hablarle. Luego activó el aparato de iluminación, y la pequeña habitación quedó sumida en la oscuridad.

—¡Rápido! —gritó, con renovada irritación—. Date prisa, Kuno; estoy aquí, en la oscuridad, perdiendo el tiempo.

Pero pasaron al menos quince segundos antes de que el disco redondo que sostenía entre las manos comenzara a brillar. Una tenue luz azul lo cruzó, oscureciéndose hacia el púrpura, y pronto pudo ver la imagen de su hijo, que vivía al otro lado del planeta, y él pudo verla a ella.

—Kuno, qué lento eres.

Él sonrió con gravedad.

— Realmente creo que te gusta perder el tiempo.

—Ya te he llamado antes, madre, pero siempre estabas ocupada o aislada. Tengo algo especial que decirte.

—¿Qué es, querido? Rápido. ¿Por qué no lo enviaste por correo neumático?

—Porque prefiero decirlo en persona. Quiero…

—¿Qué?

—Quiero que vengas a verme.

Vashti observó su rostro en la placa azul.

—¡Pero te estoy viendo! —exclamó—. ¿Qué más quieres?

—Quiero verte sin la Máquina —dijo Kuno—. No quiero hablarte a través de la fastidiosa Máquina.

—¡Oh, cállate! —dijo su madre, vagamente escandalizada—. No debes referirte de ese modo a la Máquina.

—¿Por qué no?

—Simplemente no se debe.

—Hablas como si un dios hubiese creado la Máquina —replicó él—. Creo que hasta le rezas cuando estás triste. La crearon hombres, no lo olvides. Hombres grandes, sí, pero hombres. La Máquina es mucho, pero no lo es todo. En este disco veo algo que se parece a ti, pero no es a ti a quien veo. Por este teléfono oigo algo que se parece a ti, pero no es a ti a quien oigo. Por eso quiero que vengas. Hazme una visita, para que podamos vernos cara a cara y hablar de las esperanzas que tengo en mi mente.

Ella respondió que apenas si tenía tiempo para una visita.

—La aeronave apenas demora dos días en volar entre tú y yo.

—No me gustan las aeronaves.

—¿Por qué?

—No me gusta ver la horrible tierra marrón, ni el mar, ni las estrellas cuando está oscuro. En una aeronave no tengo ideas.

—Yo no las tengo en ningún otro lugar.

—¿Qué clase de ideas puede darte el aire?

Él hizo una pausa.

—¿No conoces las cuatro estrellas grandes que forman un rectángulo, y las tres estrellas muy juntas en el centro del rectángulo, y las otras tres estrellas que cuelgan de ellas?

—No, no las conozco. No me gustan las estrellas. Pero ¿te dieron una idea? Qué interesante. Cuéntame.

—Tuve la idea de que se parecían a un hombre.

—No entiendo.

—Las cuatro estrellas grandes son como los hombros y las rodillas del hombre. Las tres del centro, como un cinturón, y las tres que cuelgan, como una espada.

—¿Una espada?

—Los hombres llevaban espadas, para matar animales y a otros hombres.

—No me parece una gran idea, pero ciertamente es original. ¿Cuándo se te ocurrió?

—En la aeronave… —interrumpió, y ella creyó que su rostro se entristecía. No podía estar segura: la Máquina no transmitía matices de expresión. Sólo ofrecía una idea general de las personas, una idea que bastaba para todos los fines prácticos, pensaba Vashti. El resplandor inmaterial, que una filosofía desacreditada había llamado la verdadera esencia del contacto humano, era sabiamente ignorado por la Máquina, igual que los fabricantes de frutas artificiales ignoraban el delicado polvillo de la uva. La humanidad llevaba mucho tiempo aceptando que con algo «suficientemente bueno» bastaba.

—La verdad —continuó él— es que quiero volver a ver esas estrellas. Son estrellas curiosas. Quiero verlas no desde la aeronave, sino desde la superficie de la tierra, como nuestros antepasados, hace miles de años. Quiero visitar la superficie de la tierra.

Ella volvió a sentirse escandalizada.

—Madre, tienes que venir, aunque sea para explicarme qué daño hay en visitar la superficie de la tierra.

—Ninguno —respondió, controlándose—. Pero tampoco ventaja. La superficie de la tierra no es más que polvo y barro. No queda vida en ella, y necesitarías un respirador; el frío del aire exterior te mataría. Uno muere inmediatamente al contacto con el aire exterior.

—Lo sé; por supuesto tomaré todas las precauciones.

—Y además…

—¿Sí?

Pensó unos instantes y eligió sus palabras con cuidado. Su hijo tenía un carácter extraño, y deseaba disuadirlo de la expedición.

—Va contra el espíritu de la época —afirmó.

—¿Te refieres a que va contra la Máquina?

—En cierto sentido, pero…

La imagen en la placa azul se desvaneció.

—¡Kuno!

Se había aislado.

Durante un instante, Vashti se sintió sola.

Entonces generó la luz, y la visión de su habitación, inundada de resplandor y llena de botones eléctricos, la reanimó. Había botones y palancas por todas partes: para pedir comida, música, ropa. Había un botón para el baño caliente: al presionarlo, una pileta de mármol (falso) emergía del suelo, llena hasta el borde de un líquido tibio y desodorizado. Estaba el botón del baño frío. El botón que producía literatura. Y, por supuesto, los botones con los que se comunicaba con sus amistades. La habitación, aunque no contenía nada, estaba conectada con todo lo que le importaba en el mundo.

El siguiente movimiento de Vashti fue desactivar el interruptor de aislamiento, y todo lo acumulado durante los últimos tres minutos se volcó sobre ella. La habitación se llenó de ruidos de timbres y tubos parlantes. ¿Cómo era la nueva comida? ¿Podía recomendarla? ¿Había tenido alguna idea últimamente? ¿Podía uno contarle las propias? ¿Estaría dispuesta a concertar una visita a las guarderías públicas próximamente… por ejemplo dentro de un mes?

A la mayoría de estas preguntas respondió con irritación —una cualidad cada vez más común en aquella época acelerada—. Dijo que la nueva comida era horrible. Que no podía visitar las guarderías públicas por estar demasiado ocupada. Que no tenía ideas propias, pero que acababan de contarle una: que cuatro estrellas y tres en medio eran como un hombre. Dudaba que valiera la pena. Luego cortó la comunicación, pues era hora de dar su conferencia sobre la música australiana.

El torpe sistema de reuniones públicas se había abandonado hacía tiempo; ni Vashti ni su audiencia salían de sus habitaciones. Sentada en su sillón, habló mientras los demás, también en sus sillones, la escuchaban y la veían más o menos bien.

Comenzó con una exposición humorística sobre la música en la época premongola, y pasó luego a describir el gran auge del canto que siguió a la conquista china. Por remotos y primitivos que fueran los métodos de I-San-So y la escuela de Brisbane, sentía (según dijo) que su estudio aún podía beneficiar a los músicos de hoy: tenían frescura, y sobre todo, tenían ideas.

Su conferencia, que duró diez minutos, fue bien recibida, y al concluir ella y muchos de los oyentes escucharon una conferencia sobre el mar; había ideas que se podían obtener del mar. El orador se había puesto un respirador y lo había visitado recientemente.

Después comió, conversó con muchos amigos, se bañó, volvió a conversar y se retiró a descansar. La cama no era de su agrado. Era demasiado grande, y ella sentía preferencia por las camas pequeñas. Quejarse era inútil: todas las camas del mundo tenían el mismo tamaño, y ofrecer una alternativa habría implicado vastas alteraciones en la Máquina.

Vashti se aisló —era necesario, pues bajo tierra no existía ni el día ni la noche— y repasó todo lo ocurrido desde que había invocado la cama por última vez. ¿Ideas? Casi ninguna. ¿Eventos? ¿La invitación de Kuno era un evento?

A su lado, sobre el pequeño pupitre de lectura, había un vestigio de la época de la basura: un libro. Era el Libro de la Máquina. Contenía instrucciones para toda eventualidad posible. Si tenía calor o frío, indigestión o buscaba una palabra, acudía al libro y éste le decía qué botón presionar. Lo publicaba el Comité Central. De acuerdo con una costumbre cada vez más extendida, tenía una encuadernación lujosa.

Sentada en la cama, lo tomó con reverencia entre sus manos. Miró alrededor de su habitación resplandeciente, como temiendo ser observada. Luego, medio avergonzada, medio gozosa, murmuró:

—¡Oh, Máquina! ¡Oh, Máquina!

Y se llevó el volumen a los labios. Lo besó tres veces, tres veces inclinó la cabeza, tres veces sintió el delirio de la sumisión. Cumplido el ritual, buscó la página 1367, donde se indicaban los horarios de salida de las aeronaves desde la isla del hemisferio sur —bajo cuyo suelo ella vivía— hasta la isla del hemisferio norte —bajo la cual vivía su hijo.

Pensó: No tengo tiempo.

Oscureció la habitación y durmió; despertó e iluminó la habitación; comió e intercambió ideas con sus amigos; escuchó música y asistió a conferencias; oscureció la habitación y durmió. Por encima, por debajo y a su alrededor, la Máquina zumbaba eternamente; ella no notaba el ruido, pues había nacido con él en los oídos. La tierra, que la transportaba, zumbaba mientras corría a través del silencio, volviéndola ora hacia el sol invisible, ora hacia las estrellas invisibles.

Despertó e iluminó la habitación.

—¡Kuno!

—No hablaré contigo —respondió él— hasta que vengas.

—¿Has estado en la superficie de la tierra desde la última vez que hablamos?

Su imagen se desvaneció.

De nuevo consultó el libro. Se sintió muy nerviosa y se recostó en la silla, palpitando. Imagínala sin dientes ni cabello. Al poco rato, dirigió la silla hacia la pared y presionó un botón desconocido. La pared se abrió lentamente. A través de la abertura vio un túnel que se curvaba levemente, de modo que su final no era visible. Si quería ir a ver a su hijo, ese era el inicio del trayecto.

Por supuesto que conocía todo el sistema de comunicaciones. No había nada misterioso en él. Podía llamar un vehículo, que la llevaría volando por el túnel hasta el ascensor que comunicaba con la estación de aeronaves: el sistema existía desde hacía muchos años, mucho antes del establecimiento universal de la Máquina. Y, por supuesto, había estudiado la civilización que había precedido a la suya, la civilización que había malinterpretado las funciones del sistema y lo había utilizado para llevar a las personas a las cosas, en lugar de llevar las cosas a las personas. ¡Aquellos días ridículos, cuando la gente salía «a tomar aire» en vez de cambiar el aire de sus habitaciones! Y aun así… el túnel la aterraba: no lo había visto desde el nacimiento de su último hijo. Se curvaba, pero no como lo recordaba; era brillante, pero no tan brillante como había dicho un conferencista.

Vashti fue presa del terror ante la experiencia directa. Se replegó en su habitación, y la pared volvió a cerrarse.

—Kuno —dijo—, no puedo ir a verte. No me siento bien.

Inmediatamente, un enorme aparato cayó sobre ella desde el techo: un termómetro se introdujo en su boca y un estetoscopio se colocó sobre su corazón. Quedó inmóvil. Compresas frías le refrescaban la frente. Kuno había telegrafiado a su médico.

Así, las pasiones humanas seguían agitándose en el seno de la Máquina. Vashti bebió la medicina que el doctor proyectó en su boca, y el aparato volvió a elevarse hacia el techo. Se oyó la voz de Kuno que le preguntaba cómo se sentía.

—Mejor —respondió. Luego, con irritación—: Pero ¿por qué no vienes tú a verme?

—Porque no puedo salir de este lugar.

—¿Por qué?

—Porque en cualquier momento puede ocurrir algo tremendo.

—¿Has estado ya en la superficie de la tierra?

—Aún no.

—Entonces, ¿qué es?

—No te lo diré a través de la Máquina.

Ella reanudó su vida.

Pero pensaba en Kuno cuando era un bebé, su nacimiento, su traslado a las guarderías públicas, en su única visita allí, en las visitas de él a ella, visitas que cesaron cuando la Máquina le asignó una habitación al otro lado del mundo. «Los deberes de los padres —decía el Libro de la Máquina— cesan en el momento del nacimiento. P.422327483». Cierto, pero había algo especial en Kuno —en realidad, lo había en todos sus hijos— y, después de todo, debía afrontar el viaje si él lo deseaba. Y «algo tremendo podría suceder». ¿Qué significaba eso? Sin duda tonterías de un joven, pero debía ir. Presionó otra vez el botón desconocido, la pared se abrió, y volvió a ver el túnel que se curvaba fuera de vista. Abrazando el Libro, se puso de pie, se tambaleó hasta la plataforma y llamó al vehículo. Su habitación se cerró tras ella: el viaje hacia el hemisferio norte había comenzado.

Por supuesto, todo fue muy fácil. El vehículo se aproximó y, en su interior, encontró sillones exactamente iguales al suyo. Cuando hizo una señal, se detuvo, y ella entró tambaleándose en el ascensor. Había otro pasajero, la primera criatura humana que veía cara a cara en meses. Pocos viajaban en esos días, pues, gracias al progreso de la ciencia, la Tierra era igual en todas partes. Las comunicaciones rápidas, en las que tanto había confiado la civilización anterior, habían acabado por derrotarse a sí mismas. ¿Qué sentido tenía ir a Pekín si era igual que Shrewsbury? ¿Por qué volver a Shrewsbury si todo sería como Pekín? Los hombres rara vez movían el cuerpo; toda la inquietud se concentraba en el alma.

El servicio de aeronaves era un vestigio de la era anterior. Se mantenía en funcionamiento porque era más fácil mantenerlo que detenerlo o reducirlo, pero ahora superaba con creces las necesidades de la población. Una tras otra, las naves se elevaban desde los embarcaderos de Rye o Christchurch (utilizo los nombres antiguos), se adentraban en el cielo abarrotado y atracaban en los muelles del sur… vacías. Tan ajustado estaba el sistema, tan independiente de la meteorología, que el cielo, calmo o nublado, parecía un enorme calidoscopio donde los mismos patrones se repetían periódicamente. La nave en la que viajaba Vashti despegaba unas veces al amanecer, otras al atardecer. Pero siempre, al pasar por encima de Reims, se cruzaba con la nave que volaba entre Helsingfors y Brasil; y cada tres veces que superaba los Alpes, la flota de Palermo cruzaba su rastro por detrás. La noche y el día, el viento y la tormenta, la marea y los terremotos ya no eran un impedimento para el hombre. Había domado al Leviatán. Toda la literatura antigua, con sus alabanzas y su temor a la Naturaleza, sonaba tan falsa como el balbuceo de un niño.  

Sin embargo, cuando Vashti vio el vasto costado de la aeronave, manchado por la exposición al aire libre, volvió su horror por la experiencia directa. No era exactamente como la aeronave del cinematógrafo. Por un lado, olía, no de forma fuerte ni desagradable, pero olía, y con los ojos cerrados habría sabido que algo nuevo estaba cerca. Tuvo que caminar hacia ella desde el ascensor, soportar las miradas de los demás pasajeros. El hombre que iba delante dejó caer su Libro, lo que no era algo grave, pero inquietó a todos. En las habitaciones, si el Libro se caía el suelo lo levantaba mecánicamente, pero la pasarela de la aeronave no estaba preparada para ello, y el volumen sagrado quedó inmóvil. Se detuvieron —aquello era imprevisto—, y el hombre, en lugar de recogerlo, se palpó el brazo para ver cómo había fallado. Entonces, alguien dijo en voz alta:

—Llegaremos tarde.

Y todos subieron a bordo. Vashti pisó las páginas del Libro al hacerlo.

Dentro, su ansiedad aumentó. La disposición era anticuada y tosca. Había incluso una asistente, a la que tendría que comunicar sus necesidades durante el viaje. Por supuesto, había una plataforma giratoria que recorría la nave, pero se esperaba que caminara desde allí hasta su cabina. Algunas cabinas eran mejores que otras, y no le tocó la mejor. Pensó que la asistente había sido injusta, y espasmos de furia la sacudieron. Las válvulas de cristal se habían cerrado, no podía regresar. Vio, al fondo del vestíbulo, el ascensor en el que había subido, que subía y bajaba en silencio, vacío. Debajo de esos pasillos de azulejos relucientes se extendían salas, una encima de otra, penetrando la tierra, y en cada sala había un ser humano comiendo, durmiendo o generando ideas. Y en lo más profundo de esa colmena, estaba su propia habitación. Vashti tuvo miedo.

—¡Oh, Máquina! —murmuró, acarició su Libro y se reconfortó.

Entonces, los lados del vestíbulo parecieron fundirse, como los pasillos que vemos en los sueños; el ascensor desapareció, el Libro que había caído se deslizó hacia la izquierda y se desvaneció, azulejos relucientes pasaron como un arroyo de agua, hubo un leve sacudón, y la aeronave, saliendo de su túnel, se elevó sobre las aguas de un océano tropical.

Era de noche. Por un momento vio la costa de Sumatra bordeada por la fosforescencia de las olas y coronada por faros que seguían enviando sus haces ignorados. También desaparecieron, y sólo quedaron las estrellas para inquietarla. No estaban inmóviles, sino que oscilaban sobre su cabeza, deslizándose de una claraboya a otra, como si el universo, y no la nave, estuviese girando. Y, como sucede a menudo en las noches claras, parecían estar ora en perspectiva, ora en un plano; ora apiladas una sobre otra en los cielos infinitos, ora ocultando la infinitud, un techo que limitaba para siempre las visiones de los hombres. En cualquier caso, resultaban intolerables.

—¿Vamos a viajar en la oscuridad? —gritaron los pasajeros, irritados, y la asistente, que había sido descuidada, encendió la luz y bajó las persianas de metal flexible. Cuando se construyeron las aeronaves, todavía persistía el deseo de mirar directamente las cosas. De ahí el extraordinario número de ventanas y claraboyas, y el consiguiente malestar para quienes eran civilizados y refinados. Incluso en la cabina de Vashti, una estrella se asomaba por un fallo en la persiana, y después de unas pocas horas de sueño inquieto, fue despertada por un resplandor inusual: el amanecer.

Tan rápido como la nave se había movido hacia el oeste, la Tierra giraba aún más deprisa hacia el este, y arrastraba de nuevo a Vashti y sus compañeros hacia el sol. La ciencia podía prolongar la noche, pero sólo por un tiempo, y aquellas altas esperanzas de neutralizar la rotación diurna del planeta habían desaparecido, junto con otras esperanzas quizás más nobles. Mantener el paso del sol, o incluso superarlo, había sido el objetivo de la civilización anterior. Se construyeron aeroplanos para ese propósito, capaces de velocidades enormes y guiados por los más grandes intelectos de la época. Daban la vuelta al globo, una y otra vez, hacia el oeste, entre los aplausos de la humanidad. En vano. El globo giraba aún más rápido hacia el este; ocurrieron accidentes horribles, y el Comité de la Máquina, que por entonces ganaba poder, declaró aquella empresa ilegal, antimecánica y penada con el Destierro.

Del Destierro se hablará más adelante.

Sin duda, el Comité tenía razón. Sin embargo, aquel intento de «vencer al sol» fue el último interés común que tuvo la humanidad respecto a los cuerpos celestes, o respecto a cualquier cosa. Fue la última vez que los hombres se unieron pensando en un poder exterior al mundo. El sol había vencido, pero era el fin de su dominio espiritual. El amanecer, el mediodía, el crepúsculo, la trayectoria zodiacal, no tocaban ni la vida ni el corazón de los hombres, y la ciencia se retiró a la tierra para concentrarse en problemas que estaba segura de resolver.

Así pues, cuando Vashti vio su cabina invadida por un dedo rosado de luz, se sintió molesta y trató de ajustar la persiana. Pero la persiana se levantó del todo, y vio por la claraboya pequeñas nubes rosadas, que se mecían contra un fondo azul, y, a medida que el sol ascendía, su resplandor entraba directamente, desbordándose por la pared como un mar dorado. Subía y bajaba con el movimiento de la nave, igual que lo hacen las olas, pero avanzaba de forma constante, como una marea. Si no tenía cuidado, le daría en la cara. Un espasmo de horror la sacudió y llamó a la asistente. Ella también estaba horrorizada, pero no podía hacer nada; no era su función reparar la persiana. Solo pudo sugerir que la señora cambiara de cabina, y procedió a prepararle una nueva.

Las personas eran casi idénticas en todo el mundo, pero la asistente de la aeronave, quizás por sus deberes excepcionales, se había vuelto algo distinta. A menudo debía hablar con los pasajeros de forma directa, y eso le había dado cierto tono brusco y original. Cuando Vashti se apartó del rayo de sol con un grito, la asistente actuó de forma incivilizada: extendió su mano para sostenerla.

—¡Cómo te atreves! —exclamó Vashti—. ¡Has perdido el respeto!

La mujer se confundió, y se disculpó por no haberla dejado caer. Las personas ya no se tocaban. Esa costumbre había quedado obsoleta, gracias a la Máquina.

—¿Dónde estamos ahora? —preguntó Vashti con altivez.

—Sobre Asia —respondió la asistente, procurando mostrarse cortés.

—¿Asia?

—Disculpe mi forma vulgar de hablar. Me he acostumbrado a llamar a los lugares que sobrevuelo por sus nombres no mecánicos.

—Oh, recuerdo Asia. Los mongoles venían de allí.

—Bajo nosotros, al aire libre, hubo una vez una ciudad llamada Simla.

—¿Ha oído hablar de los mongoles y de la escuela de Brisbane?

—No.

—Brisbane también estaba al aire libre.

—Esas montañas a la derecha… déjeme mostrárselas —dijo, y empujó hacia atrás una persiana metálica.

La cadena principal del Himalaya quedó al descubierto.

—Alguna vez a esas montañas las llamaron el Techo del Mundo.

—¡Qué nombre tan tonto!

—Debe recordar que, antes del amanecer de la civilización, se creía que formaban una muralla infranqueable que tocaba las estrellas. Se pensaba que sólo los dioses podían existir por encima de sus cumbres. ¡Qué progreso hemos hecho, gracias a la Máquina!

—¡Qué progreso hemos hecho, gracias a la Máquina! —repitió Vashti.

—¡Qué progreso hemos hecho, gracias a la Máquina! —repitió el pasajero que había dejado caer su Libro la noche anterior, y que estaba de pie en el pasillo.

—¿Y esa cosa blanca que hay en las grietas? ¿Qué es?

—He olvidado su nombre.

—Cierre la ventana, por favor. Esas montañas no me inspiran ninguna idea.

La vertiente norte del Himalaya estaba en profunda sombra; en la vertiente india el sol acababa de salir. Los bosques habían sido talados durante la época literaria para fabricar pulpa de papel, pero las nieves despertaban a su gloria matinal, y aún colgaban nubes del pecho del Kinchinjunga. En la llanura se veían ruinas de ciudades, con ríos menguantes que se deslizaban junto a sus muros, y, junto a ellas, a veces, señales de los corredores, que marcaban las ciudades actuales. Por sobre todo el paisaje se desplazaban aeronaves, entrecruzándose con increíble aplomo, y elevándose despreocupadamente cuando deseaban evitar las perturbaciones de la atmósfera inferior y atravesar el Techo del Mundo.

—De verdad hemos avanzado, gracias a la Máquina —repitió la asistente, y ocultó el Himalaya tras una persiana metálica.

El día se arrastró con lentitud. Los pasajeros permanecieron en sus cabinas, evitándose unos a otros con una repulsión casi física, anhelando regresar a la seguridad del subsuelo. Eran ocho o diez, la mayoría jóvenes, enviados desde las guarderías públicas para ocupar las habitaciones de quienes habían muerto en otras partes del mundo. El hombre que había dejado caer su Libro volvía a casa. Lo habían enviado a Sumatra para propagar la especie. Vashti era la única que viajaba por voluntad propia.

Al mediodía echó un segundo vistazo a la Tierra. La aeronave sobrevolaba otra cadena montañosa, pero no pudo ver mucho debido a las nubes. Masas de roca negra flotaban bajo ella, difuminándose en tonos grises. Sus formas eran fantásticas: una se asemejaba a un hombre tendido.

—Aquí no hay ideas —murmuró Vashti, y ocultó el Cáucaso tras una persiana metálica.

Por la tarde miró de nuevo. Cruzaban un mar dorado, salpicado de pequeñas islas y una península. Repitió:

—Aquí no hay ideas.

Y ocultó Grecia tras una persiana metálica.

2. El aparato de reparación

Por un vestíbulo, por un ascensor, por un ferrocarril tubular, por una plataforma, por una puerta corrediza… revirtiendo todos los pasos de su partida, llegó Vashti a la habitación de su hijo, que era exactamente igual a la suya. Bien podía decir que la visita era superflua. Los botones, las palancas, el pupitre de lectura con el Libro, la temperatura, la atmósfera, la iluminación… todo era exactamente igual. Y si Kuno, carne de su carne, estaba por fin a su lado, ¿qué ganancia había en ello? Era demasiado educada para estrecharle la mano.

Apartando la vista, habló así:

—Aquí estoy. He hecho el viaje más terrible y he retardado enormemente el desarrollo de mi alma. No vale la pena, Kuno, no vale la pena. Mi tiempo es demasiado valioso. Casi me alcanza la luz solar, y me he topado con gente grosera. Solo puedo quedarme unos minutos. Di lo que tengas que decir, y luego debo volver.

—Me han amenazado con el Destierro —dijo Kuno.

Ella lo miró.

—Me han amenazado con el Destierro, y no podía decirte algo así a través de la Máquina.

El Destierro significa la muerte. La víctima queda expuesta al ambiente exterior, que la mata.

—He estado afuera desde la última vez que hablamos. Ha ocurrido algo terrible, y me han descubierto.

—Pero ¿por qué no habrías de salir? —exclamó—. Es perfectamente legal, perfectamente mecánico, visitar la superficie de la tierra. Recientemente asistí a una conferencia sobre el mar; no hay objeción alguna. Uno simplemente solicita un respirador y obtiene un permiso de egreso. No es el tipo de cosa que hacen las personas espirituales, y te rogué que no lo hicieras, pero no hay impedimento legal.

—No obtuve un permiso de egreso.

—Entonces, ¿cómo saliste?

—Descubrí mi propio camino.

La frase no le transmitió nada, y tuvo que repetirla.

—¿Un camino propio? —susurró ella—. Pero eso estaría mal.

—¿Por qué?

La pregunta la sacudió profundamente.

—Estás empezando a adorar a la Máquina —dijo él, con frialdad—. Crees que es impío que haya encontrado un camino propio. Eso mismo pensó el Comité cuando me amenazó con el Destierro.

Ante esto, ella se enfureció:

—¡Yo no adoro nada! —gritó—. ¡Soy muy avanzada! No creo que seas impío, porque ya no existe tal cosa como la religión. Todos los temores y supersticiones que existieron fueron destruidos por la Máquina. Solo quise decir que encontrar un camino propio era… Además, no hay otra forma de salir.

—Eso siempre se ha creído.

—Salvo a través de los corredores, para los que se necesita un permiso de egreso, es imposible salir. El Libro lo dice.

—Entonces el Libro está equivocado, porque yo he salido por mis propios medios.

Kuno poseía cierta fuerza física.

En aquellos días, tener músculos era un defecto. Cada recién nacido era examinado al nacer, y todos los que prometían una fuerza excesiva eran eliminados. Los humanitarios pueden protestar, pero no habría sido verdadera bondad dejar vivir a un atleta; jamás habría sido feliz en el estado de vida al que la Máquina lo había llamado; habría anhelado árboles para trepar, ríos donde nadar, praderas y colinas con las que medir su cuerpo. El hombre debe adaptarse a su entorno, ¿no es así? En el amanecer del mundo, los débiles eran expuestos en el monte Taigeto; en su ocaso, los fuertes sufren la eutanasia, para que la Máquina pueda progresar, para que la Máquina pueda progresar, para que la Máquina pueda progresar eternamente.

—Sabes que hemos perdido la noción del espacio. Decimos «el espacio ha sido aniquilado», pero no hemos aniquilado el espacio, sino el sentido de éste. Hemos perdido una parte de nosotros mismos. Decidí recuperarla, y empecé caminando de un lado a otro por la plataforma del ferrocarril frente a mi habitación. De un lado a otro, hasta cansarme, y así recuperé el significado de «cerca» y «lejos». «Cerca» es un lugar al que puedo llegar rápido con mis pies, no un lugar al que me lleva rápidamente el tren o el avión. «Lejos» es un lugar al que no puedo llegar rápidamente con mis pies; el corredor está «lejos», aunque podría llegar en treinta y ocho segundos si llamo al tren. El hombre es la medida. Esa fue mi primera lección. Los pies del hombre son la medida de la distancia, sus manos la medida de la posesión, su cuerpo la medida de todo lo que es deseable, fuerte y digno de amor. Luego fui más allá: fue entonces cuando te llamé por primera vez, y no quisiste venir.

»Esta ciudad, como sabes, está construida profundamente bajo la superficie terrestre, y sólo sobresalen los corredores. Después de caminar por la plataforma frente a mi habitación, tomé el ascensor hasta la siguiente y caminé también por esa, y así con cada una, hasta llegar a la superior, sobre la cual empieza la tierra. Todas las plataformas eran iguales, y lo único que gané al visitarlas fue desarrollar mi sentido del espacio y mis músculos. Creo que con eso habría sido feliz —no es poca cosa—, pero mientras caminaba y reflexionaba, se me ocurrió que nuestras ciudades fueron construidas en días en que los hombres aún respiraban el aire exterior, y que debía haber conductos de ventilación para los obreros. No podía pensar en otra cosa. ¿Habían sido destruidos por todos los tubos de comida, medicina y música que ha desarrollado últimamente la Máquina? ¿O quedaban restos? Una cosa era segura: si los encontraba en alguna parte, sería en los túneles ferroviarios del nivel más alto. En todos los demás, el espacio estaba totalmente ocupado.

»Te cuento rápidamente mi historia, pero no creas que no fui un cobarde o que tus respuestas no me desanimaron. No es correcto, no es mecánico, no es decente caminar por un túnel ferroviario. No temía pisar un riel activo y morir. Temía algo más intangible: hacer algo que no había sido previsto por la Máquina. Entonces me dije: «El hombre es la medida», y fui. Y después de muchas visitas, encontré una abertura.

»Los túneles, por supuesto, estaban iluminados. Todo está iluminado, luz artificial; la oscuridad es la excepción. Así que cuando vi un hueco negro entre las baldosas, supe que era una excepción, y me alegré. Metí el brazo —al principio no podía meter más— y lo agité con entusiasmo. Solté otra baldosa, metí la cabeza y grité en la oscuridad: «¡Voy! ¡Lo lograré!», y mi voz reverberó por pasadizos sin fin. Me pareció oír a los espíritus de aquellos obreros muertos que cada noche regresaban a la luz de las estrellas y a sus esposas, y todas las generaciones que vivieron al aire libre me respondieron: «¡Lo lograrás, vienes hacia nosotros!»

Hizo una pausa, y por absurdo que pareciera, sus últimas palabras la conmovieron. Kuno había pedido recientemente ser padre, y el Comité le había negado el permiso. Él no era el tipo de ser humano que la Máquina deseaba perpetuar.

—Entonces pasó un tren. Me rozó, pero yo ya tenía la cabeza y los brazos dentro del hueco. Ya había hecho bastante por ese día, así que regresé arrastrándome a la plataforma, bajé por el ascensor y llamé a mi cama. ¡Qué sueños tuve! Y de nuevo te llamé, y otra vez no viniste.

Ella sacudió la cabeza:

—No hables de estas cosas terribles. Me haces sentir miserable. Estás arrojando la civilización por la borda.

—Pero había recuperado el sentido del espacio, y un hombre no puede descansar después de eso. Me propuse trepar por el hueco y escalar el conducto. Y así ejercité mis brazos. Día tras día hice movimientos ridículos, hasta que mis músculos dolían y podía colgarme con las manos y mantener el cojín de mi cama extendido durante varios minutos. Entonces solicité un respirador, y me puse en marcha.

»Al principio fue fácil. El mortero, de algún modo, se había descompuesto, y pronto empujé algunas baldosas más, trepé tras ellas y me adentré en la oscuridad. Los espíritus de los muertos me reconfortaban. No sé lo que quiero decir con eso. Solo expreso lo que sentí. Sentí, por primera vez, que se había interpuesto una protesta contra la corrupción, y que así como los muertos me reconfortaban a mí, yo reconfortaba a los no nacidos. Sentí que la humanidad existía, y que existía sin ropas. ¿Cómo puedo explicar esto? Estaba desnuda: la humanidad parecía desnuda. Todos estos tubos y botones y mecanismos no nacieron con nosotros, ni nos seguirán al morir, ni importan en verdad mientras estamos aquí. Si hubiera sido fuerte, me habría arrancado toda prenda y habría salido al aire exterior sin envolturas. Pero eso no era para mí, ni quizás para mi generación. Trepé con mi respirador, con mi ropa higiénica y mis comprimidos dietéticos. ¡Mejor así que no hacerlo!

»Había una escalera, hecha de algún metal primitivo. La luz del ferrocarril caía sobre sus peldaños más bajos, y vi que conducía directamente hacia arriba, fuera de los escombros del fondo del pozo. Quizás nuestros antepasados subían y bajaban por ella varias veces al día durante la construcción. Al trepar, los bordes ásperos rasgaron mis guantes y mis manos sangraron. La luz me ayudó un poco, pero luego vino la oscuridad y, peor aún, el silencio que me atravesó los oídos como una espada.

»¡La Máquina zumba! ¿Lo sabías? Su zumbido penetra nuestra sangre, y quizás hasta guía nuestros pensamientos. ¡Quién sabe! Estaba yendo más allá de su alcance. Entonces pensé: «Este silencio significa que estoy haciendo algo mal». Pero oí voces en la oscuridad, y me dieron fuerzas otra vez.

Rio.

—Las necesitaba. En el instante siguiente, me golpeé la cabeza contra algo.

Ella suspiró.

—Había llegado a uno de esos tapones neumáticos que nos protegen del aire exterior. Tal vez los hayas visto en las aeronaves. Oscuridad total, mis pies en los peldaños de una escalera invisible, mis manos cortadas; no puedo explicar cómo sobreviví esa parte, pero las voces me reconfortaban, y palpé los bordes en busca de un cierre. El tapón, supongo, medía unos dos metros y medio de ancho. Pasé la mano por toda la superficie a mi alcance. Era perfectamente lisa. Llegué casi hasta el centro. No del todo: mi brazo era demasiado corto.

»Entonces las voces dijeron: «Salta. Vale la pena. Puede que haya una manija en el centro, y tal vez logres sujetarla y así llegarás hasta nosotros por tus propios medios. Y si no hay manija, y caes y te haces pedazos, igual valdrá la pena: igual vendrás a nosotros por tus propios medios».

»Así que salté. Había una manija, y…

Se detuvo. Lágrimas brotaron en los ojos de su madre. Sabía que él estaba condenado. Si no moría ese día, lo haría al siguiente. No había sitio para alguien así en el mundo. Y junto a su compasión, sintió asco. Se avergonzaba de haber dado a luz a un hijo como él, ella, que siempre había sido tan respetable y tan llena de ideas. ¿Era realmente ese el niño al que enseñó a usar sus botones y palancas, al que le dio sus primeras lecciones del Libro? Incluso el vello en su labio superior mostraba que regresaba a algún tipo salvaje. La Máquina no podía tener misericordia con el atavismo.

—Había una manija, y logré sujetarla. Quedé suspendido sobre la oscuridad, y oí el zumbido de esos mecanismos como el último susurro en un sueño que muere. Todas las cosas que me importaban, todas las personas con las que había hablado por tubos, me parecían infinitamente pequeñas. Mientras tanto, la manija giraba. Mi peso había puesto algo en movimiento, y empecé a girar lentamente, y entonces…

»No puedo describirlo. Estaba tendido boca arriba bajo la luz del sol. La sangre salía de mi nariz y oídos, y oí un rugido tremendo. El tapón, conmigo aferrado, simplemente había sido lanzado fuera de la tierra, y el aire que producimos aquí abajo escapaba por el conducto hacia el exterior. Estalló como una fuente. Gateé hacia él, porque el aire de la superficie me hacía daño, y, por así decirlo, bebí grandes sorbos del borde. Mi respirador había salido volando quién sabe dónde, mi ropa estaba desgarrada. Solo podía quedarme tumbado, con los labios cerca del agujero, y beber hasta que la hemorragia se detuviera.

»No puedes imaginar nada igual. Esa hondonada cubierta de hierba —hablaré de ella en un momento—, el sol entrando en ella, no con intensidad, sino a través de nubes jaspeadas, la paz, la despreocupación, el sentido del espacio, y, rozándome la mejilla, ¡la fuente rugiente de nuestro aire artificial! Pronto divisé mi respirador, que subía y bajaba en la corriente, muy por encima de mi cabeza, y más alto aún había muchas aeronaves. Pero nadie mira nunca desde las aeronaves, y en todo caso no habrían podido recogerme. Allí estaba yo, varado. El sol iluminaba un poco del conducto, y revelaba el peldaño más alto de la escalera, pero era inútil intentar alcanzarlo. Habría sido arrojado hacia arriba nuevamente, o habría caído y muerto. Solo podía tumbarme en la hierba, bebiendo a sorbos y mirando a mi alrededor de vez en cuando.

»Sabía que estaba en Wessex, porque me aseguré de asistir a una conferencia sobre el tema antes de salir. Wessex está justo sobre la sala donde ahora hablamos. Fue un reino importante. Sus reyes controlaban toda la costa sur desde Andredswald hasta Cornualles, y el Wansdyke los protegía al norte, corriendo por las alturas. El conferenciante solo trató el auge de Wessex, así que no sé cuánto tiempo siguió siendo una potencia internacional, ni habría servido de nada saberlo.

»A decir verdad, durante ese lapso no pude hacer otra cosa que reírme. Allí estaba yo, con un tapón neumático a mi lado y un respirador flotando sobre mi cabeza, atrapados, los tres, en una hondonada cubierta de helechos.

Luego se puso serio de nuevo.

—Tuve suerte de que fuera una hondonada. Porque el aire comenzó a volver a entrar, llenándola como el agua llena un cuenco. Pude arrastrarme. Pronto estuve de pie. Respiraba una mezcla en la que predominaba el aire que me hacía daño cada vez que intentaba trepar por las laderas. No era tan malo. No había perdido mis comprimidos, y me sentía ridículamente optimista. Y, en cuanto a la Máquina, me había olvidado por completo de ella. Mi único objetivo era alcanzar la cima, donde estaban los helechos, y ver qué había más allá.

»Me lancé por la pendiente. El aire nuevo era aún demasiado áspero para mí, y caí rodando de vuelta, tras una visión fugaz de algo gris. El sol se debilitaba mucho, y recordé que estaba en Escorpio —también había ido a una conferencia sobre eso—. Si el sol está en Escorpio, y tú estás en Wessex, significa que debes apurarte, o se hará de noche. (Es la primera información útil que he sacado de una conferencia, y sospecho que será la última). Me hizo intentar desesperadamente respirar el aire nuevo, y avanzar todo lo posible fuera de mi charco de aire. La hondonada se llenaba tan lentamente… A veces pensaba que la fuente se debilitaba. Mi respirador parecía descender hacia la tierra; el rugido disminuía…

Se interrumpió.

—No creo que esto te interese. Lo que sigue te interesará aún menos. No hay ideas en ello, y ojalá no te hubiera hecho venir. Somos demasiado distintos, madre.

Ella le dijo que continuara.

—Fue por la tarde cuando escalé la ladera. El sol casi se había retirado del cielo, y no pude ver mucho. Tú, que acabas de atravesar el Techo del Mundo, no querrás oír la descripción de unas colinas pequeñas: colinas bajas, sin color. Pero para mí estaban vivas, y el césped que las cubría era una piel, bajo la cual sus músculos se agitaban, y sentí que esas colinas habían llamado con fuerza inconmensurable a los hombres del pasado, y que los hombres las habían amado. Ahora duermen, quizá para siempre. Se comunican con la humanidad en sueños. Dichoso el hombre, dichosa la mujer, que despierte las colinas de Wessex. Porque, aunque duermen, nunca morirán.

Su voz se alzó con pasión:

—¿No lo ves tú? ¿No lo ven todos los conferencistas? Somos nosotros los que estamos muriendo, y lo único que realmente vive aquí abajo es la Máquina. Nosotros creamos la Máquina para servirnos, pero ahora no podemos obligarla a obedecer nuestra voluntad. Nos ha robado el sentido del espacio y el del tacto, ha desdibujado toda relación humana y ha reducido el amor a un mero acto carnal, ha paralizado nuestros cuerpos y nuestras voluntades, y ahora nos obliga a adorarla. La Máquina progresa, sí, pero no hacia nuestros fines. Solo existimos como glóbulos que recorren sus arterias, y si pudiera funcionar sin nosotros, nos dejaría morir. Oh, no tengo remedio; o al menos, solo uno: repetirle a los hombres, una y otra vez, que he visto las colinas de Wessex como las vio Ælfrid cuando derrotó a los daneses.

»Así se puso el sol. Olvidé mencionar que una franja de niebla yacía entre mi colina y las demás, y que era del color de una perla.

Volvió a interrumpirse.

—Continúa —dijo su madre con cansancio.

Él sacudió la cabeza.

—Continúa. Nada de lo que digas puede ya alterarme. Estoy endurecida.

—Pensaba contarte el resto, pero no puedo. Sé que no puedo. Adiós.

Vashti permaneció indecisa. Todos sus nervios vibraban por las blasfemias que acababa de oír. Pero también sentía curiosidad.

—Esto no es justo —protestó—. Me has hecho venir desde el otro lado del mundo para oír tu historia, y la escucharé. Cuéntame, lo más brevemente posible —pues todo esto es un desastre de pérdida de tiempo—, cómo regresaste a la civilización.

—¡Ah, eso! —dijo, sobresaltado—. Quieres oír hablar de la civilización. Claro. ¿En qué parte había quedado? ¿Ya te había dicho que mi respirador había caído?

—No. Pero ahora entiendo todo. Te pusiste el respirador y caminaste por la superficie hasta un corredor, y allí tu conducta fue reportada al Comité Central.

—De ningún modo.

Se pasó la mano por la frente, como disipando una fuerte impresión. Luego, retomando su narración, volvió a animarse.

—Mi respirador cayó al atardecer. ¿Te había dicho que la fuente parecía más débil?

—Sí.

—Al atardecer cayó el respirador. Como te dije, me había olvidado por completo de la Máquina, y no le di mucha importancia en ese momento, ocupado como estaba con otras cosas. Tenía mi reserva de aire, en la que podía sumergirme cuando la intensidad exterior se hacía insoportable, y que posiblemente duraría días, salvo que surgiera viento y la dispersara. Hasta que fue demasiado tarde, no me di cuenta de lo que implicaba la interrupción de la fuga. Verás, la brecha en el túnel había sido reparada; el Aparato de Reparación; el Aparato de Reparación, venía tras de mí.

»Tuve otra advertencia, pero la ignoré. El cielo nocturno estaba más claro que durante el día, y la luna, que estaba más o menos opuesta al sol, iluminaba por momentos la hondonada con bastante claridad. Yo estaba en mi lugar habitual —en el límite entre ambas atmósferas— cuando me pareció ver algo oscuro cruzando el fondo del valle y desaparecer dentro del pozo. En mi necedad, bajé corriendo. Me incliné y escuché, y creí oír un leve roce en las profundidades.

»Entonces —pero ya era tarde— me alarmé. Decidí ponerme el respirador y salir de la hondonada. Pero el respirador había desaparecido. Sabía exactamente dónde había caído —entre el tapón y la abertura— e incluso podía sentir la marca que había dejado en la hierba. Ya no estaba, y comprendí que algo maligno estaba ocurriendo, y que sería mejor escapar al otro aire y, si debía morir, que fuera corriendo hacia la nube que era del color de una perla.

»Nunca lo logré. Del conducto —es demasiado horrible— emergió un gusano, un gusano blanco y largo, que se deslizaba sobre la hierba iluminada por la luna.

»Grité. Hice todo lo que no debía hacer. Pisé a la criatura en lugar de huir, y enseguida se enrolló en mi tobillo. Entonces luchamos. El gusano me dejó correr por toda la hondonada, pero fue trepando por mi pierna mientras corría. «¡Ayuda!», grité. (Esa parte es demasiado terrible. Pertenece a lo que nunca sabrás.) «¡Ayuda!», grité. (¿Por qué no podemos sufrir en silencio?) «¡Ayuda!», grité. Entonces mis pies quedaron envueltos, caí. Me arrastraron lejos de los queridos helechos y de las colinas vivientes, y pasamos junto al gran tapón metálico (esa parte sí puedo contártela), y pensé que podría salvarme si lograba sujetar la manija. También estaba envuelta. También ella. Oh, toda la hondonada estaba llena de esas cosas. Lo registraban todo, lo limpiaban todo, y los hocicos blancos de otros gusanos asomaban por el agujero, listos por si hicieran falta.

»Todo lo que podían mover, lo llevaban: ramitas, helechos, todo, y todos descendimos entrelazados al infierno. Las últimas cosas que vi, antes de que el tapón se cerrara tras nosotros, fueron algunas estrellas, y sentí que un hombre como yo vivía en el cielo. Porque luché. Luché hasta el final, y solo el golpe de mi cabeza contra la escalera logró calmarme. Desperté en esta habitación. Los gusanos habían desaparecido. Me rodeaba aire artificial, luz artificial, paz artificial, y mis amigos me llamaban por los tubos parlantes para saber si había tenido alguna idea nueva últimamente.

Aquí terminó su relato. Discutirlo era imposible, y Vashti se volvió para marcharse.

—Terminarás Desterrado —dijo, en voz baja.

—Ojalá así fuera —replicó Kuno.

—La Máquina ha sido muy misericordiosa.

—Prefiero la misericordia de Dios.

—¿Con esa frase supersticiosa quieres decir que podrías vivir al aire libre?

—Sí.

—¿Has visto alguna vez, junto a los corredores, los huesos de los que fueron expulsados tras la Gran Rebelión?

—Sí.

—Los dejaron donde murieron para que sirvieran de advertencia. Algunos se alejaron arrastrándose, pero también perecieron, ¿quién podría dudarlo? Y lo mismo ocurre con los Desterrados de nuestro tiempo. La superficie de la Tierra ya no sostiene vida.

—En efecto.

—Pueden quedar helechos y algo de hierba, pero toda forma superior ha perecido. ¿Ha detectado alguna aeronave algo más?

—No.

—¿Ha hablado de ello algún conferencista?

—No.

—Entonces, ¿por qué esa obstinación?

—¡Porque los he visto! —exclamó.

—¿Has visto qué?

—¡Porque la vi al anochecer! ¡Porque vino en mi auxilio cuando la llamé! ¡Porque ella también fue atrapada por los gusanos, y, más afortunada que yo, murió cuando uno le atravesó la garganta!

Estaba loco. Vashti se marchó, y en los tiempos turbulentos que siguieron, nunca volvió a ver su rostro.

3. Los desterrados

Durante los años que siguieron a la aventura de Kuno, tuvieron lugar dos acontecimientos importantes en la Máquina. En apariencia eran revolucionarios, pero en ambos casos las mentes humanas habían sido preparadas de antemano y no hicieron más que expresar tendencias que ya estaban latentes.

El primero de ellos fue la abolición de los respiradores.

Los pensadores avanzados, como Vashti, siempre habían considerado una tontería visitar la superficie terrestre. Las aeronaves podían ser necesarias, pero ¿qué utilidad tenía salir por simple curiosidad y arrastrarse unos pocos kilómetros en un vehículo terrestre? Era una costumbre vulgar, y quizás un poco impropia: no generaba ideas, y no tenía relación alguna con los hábitos que realmente importaban. Así, se abolieron los respiradores, y con ellos, por supuesto, los vehículos terrestres. Salvo por algunos conferencistas que se quejaron de no poder acceder a sus materias de estudio, el cambio fue aceptado sin protesta. Aquellos que aún deseaban saber cómo era la Tierra solo tenían que escuchar un gramófono o mirar un cinematófoto. Incluso los conferencistas cedieron, al descubrir que una conferencia sobre el mar era igual de estimulante si se compilaba a partir de otras ya existentes sobre el mismo tema. «¡Cuidado con las ideas de primera mano!», exclamó uno de los más avanzados. «Las ideas de primera mano no existen realmente. No son más que impresiones físicas causadas por la vida y el miedo, y ¿quién podría edificar una filosofía sobre tan burdos cimientos? Que tus ideas sean de segunda mano, y si es posible, de décima mano, pues así estarán bien alejadas de ese elemento perturbador: la observación directa. No aprendáis nada sobre este tema mío: la Revolución Francesa. Aprended, en cambio, lo que yo creo que Enicharmon pensaba que Urizen pensaba que Gutch pensaba que Ho-Yung pensaba que Chi-Bo-Sing pensaba que Lafcadio Hearn pensaba que Carlyle pensaba que Mirabeau decía sobre la Revolución Francesa. A través de estos diez grandes pensadores, la sangre derramada en París y las ventanas rotas en Versalles serán depuradas en una idea que podrás emplear provechosamente en tu vida diaria. Pero asegúrate de que los intermediarios sean muchos y variados, porque en la historia una autoridad debe contrarrestar a otra. Urizen debe contrarrestar el escepticismo de Ho-Yung y Enicharmon, yo mismo debo contrarrestar el ímpetu de Gutch. Ustedes, que me escuchan, están en mejor posición para juzgar sobre la Revolución Francesa que yo. Sus descendientes estarán aún mejor que ustedes, porque sabrán lo que ustedes creen que yo creo, y se añadirá un nuevo intermediario a la cadena. Y con el tiempo —su voz se elevó— llegará una generación que haya superado los hechos, superado las impresiones, una generación absolutamente incolora, una generación

‘seráficamente libre
de la mancha de la personalidad’

que verá la Revolución Francesa no como ocurrió, ni como le habría gustado que ocurriera, sino como habría ocurrido… si hubiera tenido lugar en los días de la Máquina».

Un tremendo aplauso acogió esta conferencia, que no hizo sino dar voz a un sentimiento ya latente: la convicción de que los hechos terrestres debían ser ignorados, y que la abolición de los respiradores era, en efecto, una ganancia. Incluso se sugirió que las aeronaves fueran también abolidas. No se hizo, porque las aeronaves se habían incorporado al sistema de la Máquina. Pero cada año se usaban menos, y los hombres pensantes las mencionaban con menor frecuencia.

El segundo gran acontecimiento fue el restablecimiento de la religión.

Esto también había sido anticipado en la célebre conferencia. Nadie pudo pasar por alto el tono reverente con el que concluyó la peroración, y despertó un eco entusiasta en cada corazón. Quienes habían adorado en silencio durante mucho tiempo, comenzaron a hablar. Describieron la extraña sensación de paz que los invadía al sostener el Libro de la Máquina, el placer que les daba repetir ciertos números tomados de él, por insignificante que fuera para el oído externo, el éxtasis de presionar un botón, por trivial que fuera su función, o de hacer sonar un timbre eléctrico, por superfluo que resultase.

«La Máquina —exclamaban— nos alimenta, nos viste, nos da hogar; a través de ella hablamos, a través de ella nos vemos, en ella vivimos. La Máquina es amiga de las ideas y enemiga de la superstición: la Máquina es omnipotente, eterna; bendita sea la Máquina».

Y no pasó mucho tiempo antes de que esta alocución se imprimiera en la primera página del Libro, y en las ediciones posteriores, el ritual creció hasta convertirse en un sistema complejo de alabanzas y oraciones. La palabra religión fue cuidadosamente evitada, y en teoría la Máquina seguía siendo creación e instrumento del hombre. Pero en la práctica, todos —salvo unos pocos rezagados— la adoraban como divina.

Y ni siquiera se la adoraba de forma unificada. Un creyente se sentía impresionado sobre todo por las placas ópticas azules, a través de las cuales veía a otros fieles; otro, por el aparato de reparación, al que el pecador Kuno había comparado con gusanos; otro, por los ascensores; otro, por el Libro. Y cada uno rezaba a este o aquel componente, pidiéndole que intercediera ante la Máquina en su totalidad.

También existía la persecución. No estallaba abiertamente, por razones que explicaré enseguida. Pero estaba latente, y todos los que no aceptaban el mínimo requerido —conocido como mecanismo no confesional— vivían bajo amenaza de Destierro, que como sabemos, equivale a la muerte.

Atribuir estos dos grandes acontecimientos al Comité Central es tener una visión demasiado estrecha de la civilización. El Comité Central los anunció, sí, pero no fue más su causa que los reyes del período imperialista fueron la causa de las guerras. Más bien, respondieron a una presión invencible que surgía de no se sabía dónde, y que, una vez satisfecha, era sustituida por otra presión igualmente invencible. A este estado de cosas resulta conveniente llamarlo progreso.

Nadie admitía que la Máquina estuviera fuera de control. Año tras año era servida con más eficiencia y menos inteligencia. Cuanto mejor conocía un hombre sus propios deberes dentro del sistema, menos comprendía los deberes de su vecino, y en todo el mundo no había uno solo que entendiera al monstruo como un todo. Aquellas mentes maestras habían muerto. Dejaron instrucciones completas, sí, y sus sucesores habían aprendido cada uno una parte de ellas. Pero la humanidad, en su afán de comodidad, se había excedido. Había explotado demasiado las riquezas de la naturaleza. Silenciosa y complacientemente, se hundía en la decadencia, y el progreso había pasado a significar el progreso de la máquina.

En cuanto a Vashti, su vida transcurrió tranquilamente hasta el desastre final. Oscurecía su habitación y dormía; despertaba y la iluminaba. Daba conferencias y asistía a otras. Intercambiaba ideas con sus innumerables amigos y creía que se volvía más espiritual. A veces, a un amigo se le concedía la Eutanasia, y dejaba su habitación para ingresar en el Destierro que está más allá de toda concepción humana. A Vashti no le afectaba mucho. Después de una conferencia fallida, ella misma solicitaba la Eutanasia de vez en cuando. Pero la tasa de mortalidad no podía superar la natalidad, y la Máquina siempre le denegaba su pedido.

Los problemas comenzaron silenciosamente, mucho antes de que ella los notara.

Un día recibió con sorpresa un mensaje de su hijo. Nunca se comunicaban, pues no tenían nada en común, y solo había oído de forma indirecta que aún vivía, y que lo habían trasladado del hemisferio norte —donde se había comportado de forma tan inadecuada— al hemisferio sur, de hecho, a una habitación no muy lejana de la suya.

«¿Quiere que lo visite?», pensó. «Jamás, nunca más. No tengo tiempo».

No, era una locura de otra índole.

Él se negó a mostrar su rostro en la placa azul, y hablando desde la oscuridad, con solemnidad, dijo:

—La Máquina se detiene.

—¿Qué dices?

—La Máquina se está deteniendo. Lo sé. Reconozco las señales.

Ella estalló en una carcajada. Él la oyó y se enfadó, y no hablaron más.

—¿Puedes imaginar algo más absurdo? —exclamó ante una amiga—. Un hombre que fue mi hijo cree que la Máquina se está deteniendo. Sería impío, si no fuera una locura.

—¿La Máquina se detiene? —respondió su amiga—. ¿Qué significa eso? La frase no me dice nada.

—A mí tampoco.

—No se referirá, supongo, al problema reciente con la música…

—Oh, no, claro que no. Hablemos de música.

—¿Te has quejado ante las autoridades?

—Sí, y dicen que necesita reparación, y me remitieron al Comité del Aparato de Reparación. Me quejé de esos extraños suspiros entrecortados que desfiguran las sinfonías de la escuela de Brisbane. Parecen una persona con dolor. El Comité dice que lo solucionará pronto.

Intranquila, Vashti volvió a su rutina. Por una parte, el defecto en la música la irritaba. Por otra, no podía olvidar lo que dijo Kuno. Si él hubiera sabido que la música estaba estropeada (no podía saberlo, porque detestaba la música), si hubiera sabido que estaba mal, «la Máquina se detiene» era exactamente el tipo de comentario venenoso que habría hecho. Claro que lo dijo al azar, pero la coincidencia la incomodó, y habló con cierta impaciencia al Comité del Aparato de Reparación.

Estos le respondieron, como antes, que el problema sería solucionado en breve.

—¡En breve! ¡Debe ser enseguida! —replicó ella—. ¿Por qué tengo que soportar música defectuosa? Las cosas siempre se arreglan de inmediato. Si no lo hacen ahora, me quejaré al Comité Central.

—El Comité Central no recibe quejas personales —respondió el Comité del Aparato de Reparación.

—¿A través de quién debo presentar mi queja entonces?

—A través de nosotros.

—Entonces me quejo.

—Su queja será enviada en su turno.

—¿Han recibido otras quejas?

Esta pregunta era antimecánica, y el Comité del Aparato de Reparación se negó a responder.

—¡Esto es inaceptable! —exclamó a otra amiga—. No hay mujer más desafortunada que yo. Ya no puedo confiar en mi música. Empeora cada vez que la invoco.

—Yo también tengo mis problemas —respondió la amiga—. A veces mis ideas se ven interrumpidas por un ligero ruido discordante.

—¿Qué es exactamente?

—No sé si está en mi cabeza o en la pared.

—Quéjate, en cualquier caso.

—Ya lo hice, y mi queja será enviada, en su turno, al Comité Central.

Pasó el tiempo, y dejaron de molestarse por los defectos. No habían sido remediados, pero los tejidos humanos, ya completamente sometidos, se adaptaban con rapidez a cada capricho de la Máquina. El suspiro en los clímax de la sinfonía de Brisbane ya no irritaba a Vashti; lo aceptaba como parte de la melodía. El ruido discordante, ya fuese en la cabeza o en la pared, tampoco incomodaba a su amiga. Y lo mismo ocurrió con las frutas artificiales mohosas, con el agua del baño con mal olor, y con las rimas defectuosas que la máquina de poesía había comenzado a emitir. Primero se quejaban amargamente, luego se resignaban… y finalmente, lo olvidaban. Las cosas empeoraban sin que nadie se opusiera.

Fue distinto con el fallo del aparato de dormir. Ese fue un colapso mucho más grave. Llegó un día en que, en todo el mundo —en Sumatra, en Wessex, en las innumerables ciudades de Curlandia y Brasil— las camas, cuando eran invocadas por sus agotados dueños, no aparecían.

Puede parecer un asunto ridículo, pero a partir de ahí puede fecharse el derrumbe de la humanidad. El Comité responsable del fallo fue asediado por reclamantes, a los que derivó, como era habitual, al Comité del Aparato de Reparación, que a su vez les aseguró que sus quejas serían remitidas al Comité Central. Pero el descontento creció, pues la humanidad aún no era lo suficientemente adaptable como para prescindir del sueño.

—Alguien está manipulando la Máquina… —empezaron a decir.

—Alguien quiere convertirse en rey, reintroducir el elemento personal.

—¡Castigad a ese hombre con el Destierro!

—¡Al rescate! ¡Vengad a la Máquina! ¡Vengad a la Máquina!

—¡Guerra! ¡Matad al hombre!

Pero entonces intervino el Comité del Aparato de Reparación, y calmó el pánico con palabras cuidadosamente escogidas. Confesó que el propio Aparato de Reparación necesitaba ser reparado.

El efecto de esta sincera confesión fue admirable.

—Por supuesto —dijo un conferencista famoso—, aquel del ciclo sobre la Revolución Francesa, que doraba cada nueva decadencia con destellos de grandeza—, por supuesto que no insistiremos ahora con nuestras quejas. El Aparato de Reparación nos ha servido tan bien en el pasado que todos simpatizamos con él, y esperaremos con paciencia a que se recupere. En su debido momento, reanudará sus funciones. Mientras tanto, prescindamos de nuestras camas, de nuestras píldoras, de nuestros pequeños deseos. Tal sería, estoy seguro, la voluntad de la Máquina.

A miles de kilómetros de distancia, su audiencia aplaudió. La Máquina aún los unía. Bajo los mares, por debajo de las raíces de las montañas, corrían los cables a través de los cuales veían y oían, los enormes ojos y oídos que constituían su herencia, y el zumbido de múltiples mecanismos revestía sus pensamientos con una misma túnica de obediencia. Solo los ancianos y los enfermos se mantenían ingratos, pues se rumoreaba que el servicio de Eutanasia también estaba averiado, y que el dolor había reaparecido entre los hombres.

Se volvió difícil leer. Una plaga entró en la atmósfera y opacó su luminosidad. A veces, Vashti apenas podía ver el otro extremo de su habitación. El aire, además, estaba viciado. Las quejas eran ruidosas, los remedios, impotentes, y el tono del conferencista, heroico, mientras exclamaba: «¡Coraje, coraje! ¿Qué importa mientras la Máquina siga funcionando? Para ella, la oscuridad y la luz son lo mismo». Y aunque con el tiempo la situación pareció mejorar, el antiguo resplandor nunca regresó, y la humanidad jamás se recuperó de su entrada en el crepúsculo. Se hablaba histéricamente de «medidas», de una «dictadura provisional», y se pidió a los habitantes de Sumatra que se familiarizaran con el funcionamiento de la estación de energía central, la cual se encontraba en Francia. Pero en general reinó el pánico, y los hombres desgastaron sus fuerzas rezando a sus Libros, pruebas tangibles de la omnipotencia de la Máquina. Había distintos grados de terror, a veces llegaban rumores de esperanza, el Aparato Reparador estaba casi reparado, los enemigos de la Máquina habían sido sometidos, se estaban desarrollando nuevos «centros nerviosos» que harían el trabajo aún mejor que antes. Pero llegó un día en que, sin el menor aviso, sin ninguna señal previa de debilidad, el sistema de comunicaciones colapsó por completo en todo el orbe, y el mundo, tal como lo conocían, llegó a su fin.

Vashti estaba dando una conferencia en ese momento, y sus primeras palabras habían sido interrumpidas por aplausos. A medida que avanzaba, la audiencia se volvió silenciosa, y al concluir, no se oyó ni un sonido. Algo molesta, llamó a una amiga, especialista en empatía. Ninguna respuesta: sin duda, la amiga dormía. Lo mismo ocurrió con la siguiente persona a la que intentó llamar, y con la siguiente, hasta que recordó aquella enigmática frase de Kuno: «La Máquina se detiene».

La frase seguía sin decirle nada. Si la Eternidad se detenía, naturalmente volvería a ponerse en marcha dentro de poco.

Por ejemplo, aún había algo de luz y de aire: la atmósfera había mejorado unas horas antes. Aún estaba el Libro, y mientras existiera el Libro, había seguridad.

Entonces se quebró. Porque con el cese de la actividad llegó un terror inesperado: el silencio.

Jamás había conocido el silencio, y su llegada casi la mata; mató a miles de personas al instante. Desde su nacimiento, había estado rodeada por el zumbido constante. Era al oído lo que el aire artificial era a los pulmones, y unos dolores agudos le cruzaron la cabeza como cuchillas. Sin saber bien lo que hacía, avanzó tambaleante y presionó el botón desconocido, el que abría la puerta de su celda.

Ahora la puerta de la celda funcionaba con una bisagra simple, independiente. No estaba conectada con la estación de energía central, que moría lejos, en Francia. Se abrió, despertando en Vashti una esperanza desmesurada: creyó que la Máquina había sido reparada. Se abrió… y vio el túnel oscuro que se curvaba a lo lejos hacia la libertad. Lo miró una vez, y luego retrocedió horrorizada. Porque el túnel estaba lleno de gente: ella era casi la última en esa ciudad que se había alarmado.

La gente la repelía en cualquier circunstancia, y estas figuras eran pesadillas salidas de sus peores sueños. La gente se arrastraba, gritaba, gemía, jadeaba, se tocaba, desaparecía en la oscuridad y, de vez en cuando, era empujada desde la plataforma hacia los raíles electrificados. Algunos luchaban junto a los timbres eléctricos, intentando invocar trenes que no podían llegar. Otros gritaban pidiendo eutanasia o respiradores, o blasfemaban contra la Máquina. Algunos se quedaban junto a las puertas de sus celdas, temiendo, como ella, tanto quedarse como salir. Y detrás de todo ese tumulto reinaba el silencio: el silencio que es la voz de la tierra y de las generaciones que han partido.

No, era peor que la soledad. Cerró la puerta nuevamente y se sentó a esperar el final. La desintegración continuaba, acompañada por horribles crujidos y retumbos. Las válvulas que sujetaban el aparato médico debían de haberse debilitado, porque se rompió y quedó colgando horriblemente del techo. El suelo se levantaba y se hundía, arrojándola de su silla. Un tubo reptaba hacia ella como una serpiente. Y al fin se acercó el último horror: la luz comenzó a desvanecerse, y supo que el largo día de la civilización llegaba a su ocaso.

Giró sobre sí misma, rogando ser salvada al menos de aquello, besando el Libro, presionando botón tras botón. El estruendo exterior aumentaba, e incluso penetraba los muros. Lentamente, el resplandor de su celda se fue apagando, los reflejos desaparecieron de sus interruptores metálicos. Ya no podía ver el atril, ni siquiera el Libro, aunque lo sostenía en la mano. La luz siguió al sonido, el aire siguió a la luz, y el vacío original regresó a la caverna de la que había sido desterrado durante tanto tiempo. Vashti siguió girando, como los devotos de una antigua religión, gritando, orando, golpeando los botones con las manos ensangrentadas.

Así fue como abrió su prisión y escapó… (escapó en espíritu: al menos, así me lo parece, antes de que mi meditación termine. Que escapara en cuerpo, no puedo afirmarlo). Presionó por azar el interruptor que liberaba la puerta, y la ráfaga de aire pútrido en su piel, los fuertes y palpitantes susurros en sus oídos, le indicaron que estaba de nuevo frente al túnel y aquella inmensa plataforma donde antes había visto a los hombres luchar. Ya no luchaban. Solo quedaban susurros, y pequeños gemidos apagados. Estaban muriendo por centenares, allá afuera, en la oscuridad.

Estalló en llanto.

Y el llanto tuvo respuesta.

Lloraban por la humanidad, no por sí mismos. No podían aceptar que ese fuera el final. Antes de que se completara el silencio, sus corazones se abrieron, y supieron qué era lo importante en la Tierra. El hombre, flor de toda carne, la más noble de todas las criaturas visibles, el hombre que alguna vez había creado a Dios a su imagen y había reflejado su fuerza en las constelaciones, el hermoso hombre desnudo estaba muriendo, estrangulado por las vestiduras que él mismo había tejido. Siglo tras siglo había trabajado… y este era su premio. Ciertamente, la vestidura pareció celestial al principio, teñida con los colores de la cultura, bordada con los hilos de la abnegación. Y celestial fue, mientras no fuera más que una vestidura, mientras el hombre pudiera quitarla a voluntad y vivir por la esencia que es su alma, y por la esencia, igualmente divina, que es su cuerpo. El pecado contra el cuerpo… fue por eso, sobre todo, que lloraban: por los siglos de ofensa contra los músculos y los nervios, y contra esos cinco portales por los que solo podemos aprehender, mientras se encubría todo con discursos sobre la evolución, hasta que el cuerpo se convirtió en papilla blanca, morada de ideas incoloras, últimos estertores de un espíritu que había alcanzado las estrellas.

—¿Dónde estás? —sollozó.

Su voz en la oscuridad respondió:

—Aquí.

—¿Hay alguna esperanza, Kuno?

—Para nosotros, ninguna.

—¿Dónde estás?

Gateó hacia él sobre los cuerpos de los muertos. La sangre de él chorreó sobre sus manos.

—Rápido —jadeó—, estoy muriendo… pero nos tocamos, hablamos… no a través de la Máquina.

La besó.

—Hemos regresado a lo nuestro. Morimos, pero hemos recobrado la vida, tal como era en Wessex, cuando Ælfrid derrotó a los daneses. Sabemos lo que saben los que están fuera, los que habitan en la nube que es del color de una perla.

—Pero, Kuno, ¿es verdad? ¿Aún hay hombres en la superficie de la Tierra? ¿Este túnel, esta oscuridad envenenada… realmente no es el final?

Él respondió:

—Los he visto, he hablado con ellos, los he amado. Se esconden entre la niebla y los helechos, esperando a que nuestra civilización se detenga. Hoy son los sin Desterrados… mañana…

—Oh, mañana… algún tonto volverá a poner en marcha la Máquina. Mañana.

— Nunca —dijo Kuno—, nunca. La humanidad ha aprendido la lección.

Mientras hablaba, toda la ciudad se derrumbó como un panal. Una aeronave había entrado por el corredor y se había estrellado contra un muelle en ruinas. Cayó en picada, explotando mientras descendía, despedazando galería tras galería con sus alas de acero. Por un instante, vieron a las naciones de los muertos… y, antes de unirse a ellos, fragmentos del cielo inmaculado.

FIN

E. M. Forster - La máquina se detiene
  • Autor: E. M. Forster
  • Título: La máquina se detiene
  • Título Original: The Machine Stops
  • Publicado en: The Oxford and Cambridge Review, 1909
  • Traducción: Juan Pablo Guevara para Lecturia

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