Emilia Pardo Bazán: La estrella blanca

De los tres Reyes de Oriente, llamados Magos, el más sabidor era el viejo Baltasar. En su palacio, de altas techumbres sostenidas con vigas de cedro, rodeado de fuertes muros de granito, y que guardaba escogida tropa, compuesta de mozos de las más nobles familias, había construido una especie de observatorio, una torre redonda, donde se encerraba, para consultar despacio las constelaciones y cubrir de enigmáticas rayas y letras de un desconocido alfabeto los pergaminos que le traían en abundancia, bien flexibles y curtidos, en lindos rollos, y las tablillas plaqueadas de cera que, surcadas por el estilete, iban alineándose alrededor de la cámara, en estantes de maderas preciosas.

El anciano rey no estaba engreído de su ciencia. En aquellos azules espacios que escrutaban sus ojos ansiaba adivinar leyes misteriosas, no sospechadas armonías de la creación; pero no lo conseguía. El ansia de conocer, de rasgar los velos en que envuelve sus operaciones la potencia creadora, le absorbía tanto, que descuidaba su reino. Un sobrino, ambicioso y activo, iba captándose las simpatías del pueblo y de la nobleza militar, y si no desposeía a su tío, era porque le consideraba entregado a inofensivas manías e incapaz de estorbar en nada.

En cambio, el rey Gaspar, sin ocuparse del cielo, consagraba sus artes mágicas al dominio y conquista de la tierra. Cuando al frente de sus aguerridas tropas entraba en país enemigo, iba prevenido de augurios y horóscopos. Todos creían que Gaspar estaba dotado del don de adivinación y se comunicaba directamente con el poder oculto que concede, al azar de la lucha, la victoria, y le seguían sin miedo, con fanatismo. Al verle, recio y resuelto, en la madurez de su edad, rigiendo su generoso bridón, sonriendo lleno de confianza entre las nubes de dardos y los remolinos de la batalla furiosa, repetían que un encanto le hacía invulnerable. Y, en efecto, jamás fue herido el Mago Rey: haciendo proezas de valor en todos los combates, ni flecha ni piedra logró alcanzarle, ni tajo de espada pudo rasguñar sus vestiduras. Pretendieron los romanos sojuzgar la tierra que Gaspar regía, y fueron rechazadas las veteranas legiones, maltrechas y rotas. Cuando el procónsul que las mandaba refirió al Senado que el rey sabía de magia y no era posible vencerle, se rieron del que venía dominado por supersticiones orientales y daba crédito a consejas ridículas. Y, entretanto, Gaspar, no satisfecho, se consumía en el afán de mayores conquistas, de llegar hasta Roma, de entrar en la ciudad y ponerle fuego y apoderarse del universal poder.

El tercer Mago, Melchor, reinaba sobre los etíopes, pueblo el más antiguo del mundo. Era joven; no pasaría de los veinticinco años, y su corazón y sus sentidos ardían con llamaradas de incendio. A pesar de su negra piel, su cuerpo era una estatua de bronce bruñido, esbelta, musculosa y elegante de formas. Rico en polvo de oro, perlas, plumas de avestruz y gomas olorosas, los trajinantes y caravaneros que le compraban estas mercancías inestimables solían traerle en cambio esclavas blancas de diversos países. Temblorosas, tristes o resignadas, entraban en el palacio, que les tenía dispuesto Melchor, las hijas del Cáucaso, de perfecta belleza y rasgados ojos; las griegas, diestras en hacer versos y recitarlos al son de la lira; las persas, que huelen a rosa; las gaditanas, que saben de danzas voluptuosas; las fenicias, envueltas en negros velos; las hebreas, de nobles facciones, y hasta las romanas altivas, que no pocas veces se daban la muerte, ahorcándose con un jirón de su túnica, antes que sufrir la esclavitud y el abrazo del bárbaro rey. Melchor quería que sus cautivas estuviesen rodeadas de delicias y lujo. El palacio-serrallo era enorme y lo cercaban jardines y frondas de arbustos y árboles en flor, de hoja perenne, que aromaban el aire. Lagos tranquilos, surcados por embarcaciones diminutas, ofrecían los placeres del baño y del paseo, y en las barquillas remaban, en vez de hombres, simios amaestrados y esclavas de torso rudo, de gruesos labios rientes, forzudas y solícitas. Porque Melchor sufría de un mal cruel: en su apasionamiento, era celoso con rabia y recataba a sus mujeres de toda mirada varonil. Hubiese querido guardarlas dentro de una fortaleza sin que les diese ni el aire, pero la experiencia le había demostrado que, enclaustradas, enfermaban de consunción y morían de fiebre, y optó por rodear de altas tapias una extensión enorme y guardar allí el tesoro que con nadie quería compartir.

En el deleitoso retiro pasaba las tardes y las noches, revistando a sus hermosas, presenciando sus danzas y juegos, oyendo sus cánticos, preguntándoles por sus patrias lejanas y sintiendo un dolor recóndito cuando, al recuerdo, lágrimas involuntarias asomaban a los magníficos ojos de las concubinas.

A veces, Melchor, con dulzura, las interrogaba:

—¿No eres feliz, Dircé? ¿No me quieres, Faustina? ¿Anhelarías otro amor, Guluya?

Y cualquiera que la respuesta fuese, por tiernas que contestasen las caricias a la pregunta, Melchor quedaba triste hasta la muerte. Porque comprendía que su piel oscura, sus cabellos lanosos, no eran gratos, y que las bellas aparentaban una felicidad no sentida. Cada una de ellas había dejado, en su país, un predilecto: un heleno de perfil puro, de musculatura firme, bajo tez dorada; un tribuno militar; un patricio elegante; un pastor de Galilea, de rizos negros; un régulo ibérico que devoraba el espacio sobre un caballo de la Turdetania. Y Melchor, desesperado de borrar la memoria de sus invisibles rivales, acudía a la magia para conseguir el bien, a todos superior, de ser amado. No le bastaba la sumisión mecánica, el consentimiento de aquellos cuerpos seductores; exigía el alma, con rabiosa exigencia, no saciada nunca. Y ensayaba filtros y conjuros, encantaciones y evocaciones, convocando a las hechiceras de Tesalia, que se reúnen a la luz de la luna, a las pitonisas de Israel, practicando ritos sombríos, adoraciones de la serpiente y crueles ceremonias de propiciación del mal. Robaba cabellos, fragmentos de uñas y agua en que se habían lavado sus amadas, y con estos despojos componía bebedizos de amorosa sugestión. Pero el amor no llegaba; Melchor no lo sentía vibrar en la humilde obediencia de las hermosas. Y salía de sus regazos más sediento, más magullado del alma, más melancólico, y se encerraba, a veces, semanas enteras, sin querer poner los pies en el recinto del serrallo, hasta que, alentando un poco, volvía a su inútil lucha con lo imposible, para recaer en la pena y en el despecho. ¡Una sola que le diese amor! ¡Y a ésa toda su vida!

En una de las crisis de sentimental desesperanza, pensó Melchor que acaso el viejo rey Baltasar, con su sabiduría, pudiese darle un remedio. Y, acompañado de séquito fastuoso, con escolta de camellos cargados de polvo de oro y mirra, emprendió el viaje, llegando en cuatro jornadas a la capital del viejo Mago. En el camino se había encontrado a Gaspar, que, al frente de una escogida hueste, se dirigía también a visitar al anciano rey, para proponerle una alianza. La misma pretensión expuso a Melchor. ¿Por qué no se unían los monarcas de Oriente y caían sobre Roma, que se declaraba señora de las demás naciones y las sometía a vasallaje y tributo? Melchor encontraba acertado el propósito de Gaspar, pero ambos convinieron en remitirse al parecer de Baltasar el Sapientísimo, que leía en los astros, sin duda, el porvenir.

Acogidos por el viejo con afabilidad y honor, reuniéronse a la tarde los tres Magos en la terraza del palacio real, y habiendo comido y bebido hasta saciarse, a la hora en que el sol se ha puesto y el firmamento es como tendido pabellón de terciopelo turquí, tachonado de diamantes y gemas, Baltasar, en tono paternal y benigno, dijo a sus huéspedes y convidados:

—Lo que desea Gaspar es muy conforme a su grande ánimo, a su valor de león; pero un pobre anciano como yo ya no sabe de guerras ni de hazañas. Si queréis, tratad de esa alianza con mi sobrino, que me ayuda a llevar el peso del Estado. Yo, en esta noche señalada, quiero hablaros de algo más importante.

—¿Más importante que expugnar a Roma?

—¿Más importante que el amor?

Estas dos exclamaciones no sorprendieron a Baltasar. Sus ojos de vidente se clavaron en los dos monarcas y sonrió con indulgencia.

—Oídme —pronunció—. Hace largos años que mis pupilas escrutan el espacio y registran los movimientos y giros de los cuerpos celestes. Inútilmente trato de descubrir qué interés tiene para la humanidad esa aglomeración de planetas y soles. ¿No os admira que sean tantos, tan centelleantes, tan remotos, que no se acerquen a nosotros jamás, mirándonos indiferentes desde la inmensidad fría?

Callaron Gaspar y Melchor, y prosiguió el Mago:

—Desde hace algún tiempo, sin embargo, parece que tengo el presentimiento de que el cielo habrá de acercarse a la tierra. Mis cálculos me permiten afirmar que aparecerá una estrella desconocida y esa estrella será la única que tendrá piedad de los humanos. He advertido signos de su aparición. Estamos aquí tres hombres que sufrimos de un ansia infinita. ¿No es cierto? ¿Por qué no había de ser esta misma noche cuando se presente la estrella bienhechora?

El alto silencio, que parecía venir en ondas mudas del desierto cercano, la solemnidad del momento, impresionaron a los otros dos reyes. Su fantasía se entreabrió, como enorme cáliz de datura cargado de aroma.

Baltasar continuó, alzando sus dos manos abiertas como para orar:

—Los que estamos cerca de la muerte y hemos sido castos toda la vida y hemos permanecido en contacto con las ideas inmateriales, tenemos a veces revelaciones difíciles de explicar. Yo, en mi observatorio, he pensado que el mundo sufre, víctima de la injusticia y del dolor, y tiene que llegar la hora de que el cielo se acuerde de él. No adivino cómo podrá ser salvado el hombre, y, no obstante, creo firmemente que deberá serlo y que esta verdad está escrita en letras de lumbre en el cielo mismo. Si esto se os figura aprensiones de mi cabeza, ya debilitada por los años, no me las quitéis, porque son mi único consuelo, la recompensa de mi existencia, dedicada a lo espiritual.

—Padre mío, Baltasar —exclamó el negro, en quien la fe fue más súbita, y que besaba las manos del sabidor—, creo comprender lo que dices. El mundo está lleno de amargura. Se necesita alguna esperanza, y los que tenemos dolorido el corazón la buscamos como el ciervo las fuentes de agua viva.

—Se necesita —declaró Gaspar más reacio— derrocar a la insolente, a la inicua Roma; libertarnos de su tiranía.

—Hijo Gaspar —imploró el Mago mayor—, cree y verás caer Roma sin necesidad de combates, ni de sangre vertida en ellos. Cree y espera, que se acerca la hora; en verdad te lo digo.

Y Gaspar, a su vez, cayó postrado ante el viejo. Éste alzaba los ojos a la bóveda esplendente, toda acribillada de puntitos de luz. No se oía ni la respiración de los tres Reyes. No corría ni un soplo de aire.

De pronto, entre las luminarias del firmamento, una asomó que antes no era visible. Un astro de luz más blanca que las otras surgía con lentitud, majestuoso, y se acercaba tanto, que semejaba una luna pequeña. Alumbraba la terraza toda y arrastraba en pos de su globo de perla una cola de fulgor, larga, magnífica, desarrollada como el extremo del manto de una reina austral. Y Baltasar, a su vez, dobló la rodilla y lloró de gozo.

—¿La veis? —repetía—. ¿La veis?

Fue Melchor, el fervoroso, quien primero pronunció la frase decisiva:

—¡Sigámosla!

Y la siguieron, ignorando adónde los conducía, seguros de que era a la salvación. Los tres, por el polvoriento y prolijo desierto de arena, caballeros en sus dromedarios, iban felices, olvidado Baltasar de la ciencia; Gaspar, de la gloria; Melchor, de la amorosa locura. Irradiaba en sus ojos algo sobrenatural, y la estrella, precediéndoles siempre, parecía envolverlos en un triunfo perpetuo. Su claridad, de día, eclipsaba a la del sol.

Y, por haberla seguido, ¿no lo sabéis?, los Magos Reyes, de vuelta a sus reinos, fueron santos…

© Emilia Pardo Bazán: La estrella blanca. Publicado en La Esfera, 3 de enero de 1912.

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