Ochenta personas con sombreros de papel fabricados en serie aguardaban en la penumbra de la sala de reuniones del Hyatt. Los Sombreros Blancos estaban Empezando a Empezar. Los Sombreros Rosa estaban Avanzando en el Empezar. Los Sombreros Verdes estaban Empezando con Mucha Decisión, camino de los Sombreros de Oro, que habían Dominado la Vida y formaban un grupo alrededor de la Mesa de los Canapés, susurrando, consultándose y dándose codazos cada vez que pasaba junto a ellos alguien con un sombrero inferior.
Sonaron unas trompetas procedentes de una pletina oculta. En el escenario apareció dando tumbos un actor con una camisa de franela desgarrada y un cartel colgado del cuello que decía: «Tú».
—¡Estoy perdido! —chilló Tú—. ¡Vivo como si vagara por un desierto!
—¡Eh, Tú, ven aquí! —gritó desde el otro lado del escenario una muchacha con un rótulo que decía: «Paz Interior»—. ¡A que llevas toda la vida buscándome!
—¡Vaya, y que lo digas! —dijo Tú—. ¡Ahora mismo voy!
Entonces salieron corriendo de entre bastidores varios actores más con letreros que decían: «Quejica», «Ensimismado» y «Culpa a los Demás de sus Kilos», entre otros; se echaron encima de Tú y empezaron a darle golpes en las costillas y a sacudirle la cabeza.
—¡Oh, me cuesta creer que quieras más a Paz Interior que a mí, Tú! —dijo Insegura—. Eso sí que me duele.
—La verdad, nunca me he sentido más decepcionado en mi vida —dijo Decepcionado.
—Oh, Dios mío, tanto discutir me está provocando un ataque de pánico —dijo Demasiado Nerviosa Para Funcionar.
—Tú, ven, te estoy esperando —dijo Paz Interior—. ¿Me deseas o no?
—Sí, pero creo que estoy atrapado —gritó Tú—. ¡Creo que no consigo lo que deseo!
—Tú y mil millones de personas más en este mundo —dijo con tristeza Paz Interior.
—¿No hay esperanza para mí? —preguntó Tú—. ¡Ojalá alguien hubiera dedicado su vida a estudiar los obstáculos que encuentra la gente camino de la Paz Interior!
—Pues resulta que alguien lo ha hecho —dijo Paz Interior.
En la pletina sonó otra fanfarria, y un Sombrero de Oro enmascarado, con un sombrero que parecía estar hecho de oro de verdad, saltó al escenario, hizo exhibición de sus músculos y arrastró a Insegura hasta una cárcel de papel sobre la que había escrito: «Cárcel para quienes nos impiden llegar a Paz Interior». A continuación el Sombrero de Oro arrastró a Deprimido Crónico, Apegado, Desvalida y a los demás por el escenario y los metió en la Cárcel.
—¿Habéis visto lo que acabo de hacer? —dijo el Sombrero de Oro—. Acabo de liberar a Tú de quienes le impiden llegar a Paz Interior. ¡Bien por Tú! La cuestión es si Tú será capaz de mantenerse liberado. A lo mejor lo que necesita Tú es un recordatorio mental repetido. Un mantra. Un mantra puede considerarse como un recordatorio mental repetido, ¿verdad? ¿Hay alguien ahí que conozca un buen mantra con gancho que a lo mejor pueda compartir con Tú?
El público estaba encantado, porque conocía el mantra. Incluso los humildes Sombreros Blancos conocían el mantra; incluso Neil Yaniky, que permanecía embelesado e inseguro en la primera fila, chupándose el bigote, conocía el mantra, porque estaba en todos los anuncios televisivos y en la cubierta del Texto de Orientación con grandes letras negritas.
—¡Decídmelo, amigos! —gritó el Sombrero de Oro—. ¿Qué hora es?
—¡Ya es hora de que yo gane! —gritó el público.
—¡Sí, señor, lo habéis entendido! —dijo el Sombrero de Oro exultante.
Y se quitó la careta y reveló lo que muchos ya sospechaban: no era un simple Sombrero de Oro, sino el propio Tom Rodgers, fundador de los Seminarios.
—¡Qué bien! —gritó—. Tener algo que dar, y que haya gente tan necesitada de lo que puedo ofrecer. Esto es lo que puedo ofrecer, amigos, aunque no es mucho, en realidad, solo dos sencillos conceptos, y el primero es: avena.
Del traje se sacó un bol y una caja de avena; llenó el bol de avena y lo sostuvo en alto.
—Sencilla, nutritiva y barata —añadió—. Esto representa vuestra alma en su estado puro. Vuestra alma el día que nacisteis. Erais perfectos. Erais felices. Erais buenos.
»Ahora entra el Concepto Número Dos: mierda. No os preocupéis, amigos, no utilizo aquí mierda de verdad. Solo mierda imaginaria. Tendréis que ponerla vosotros, utilizando la mente. Ahora bien, si llegara alguien y os echara mierda en vuestra cálida y agradable avena, ¿qué diríais? ¿Diríais: “Ah, genial, gracias, sigue cagándote en mi avena, por favor”? ¿Os parece que digo una tontería? Un poco sí. Pero ¿sabéis una cosa?, en la vida real la gente va y se os caga todo el rato en vuestra avena (amigos, compañeros de trabajo, seres queridos, incluso vuestros hijos, ¡sobre todo vuestros hijos!), y eso es exactamente lo que hacéis. Decís: “¡Muchísimas gracias!”. Decís: “¡Sigue, sigue!”. Decís, y aquí mi metáfora queda un poco forzada: “¿Te puedo ayudar en algo para que te cagues en mi avena?”.
»Os voy a decir algo sorprendente: yo fui una vez igualito que vosotros. Cierta persona, cierto individuo cuyo nombre no diré, no paraba de cagarse en mi avena, y solo porque había tenido mala suerte, solo porque sufría algunos dolores, solo porque estaba en una silla de ruedas, en realidad, esa persona de la que os hablo esperaba que yo dejara de lado mi vida mientras él, mi hermano Gene, vaya, se me ha escapado, se cagaba en mi avena exigiendo atención continuada las veinticuatro horas del día, pero ¿no os suena paradójico? ¿No era él el que tenía mierda en su avena? Bueno, sí y no. Claro que le dolía. No es ninguna sorpresa. Un tipo se cae de la moto en una carretera de grava y rebota doscientos metros sin casco, sí, algo tiene que dolerle. Pero ¿por qué iba a ser culpa mía? ¿Era yo quien conducía la moto demasiado deprisa, sin casco y borracho? No, yo estaba en casa, estudiando mi Tácito, que era a lo que me dedicaba en esa etapa de mi vida, así que ¿por qué esperaba Gene que tirara mis sueños y planes al cubo de la basura? ¡Tenía sueños! ¡Tenía planes! Al final (y todo esto está en mi libro Personas de poder), encontré la fuerza interior para decirle a Gene: “Deja de cagarte en mi avena, Gene, no pienso participar en eso”.
Y encontré la fuerza para decirle a nuestra hermana Ellen: “Ellen, hazte cargo tú de Gene, te paso la pelota y corre con ella, porque si por cuidar a Gene no me trato como me merezco me voy a convertir en un resentido, y el resentimiento vuelve mezquina a una persona, y yo me quiero a mí mismo y quiero lo mejor para mí, porque, al fin y al cabo, soy un hijo de Dios”. Y me dije, tal como describo en el libro: “¡Ya es hora de que yo gane!”. Esa fue la primera vez que lo pensé. ¿Y sabéis una cosa? Gané. Sigo ganando. Hoy Gene y yo somos amigos, y él reconoce que yo tenía toda la razón. En cuanto a Ellen, Ellen todavía tiene algunos problemas, si le diera media oportunidad volcaría en mi avena todo un basurero ahora mismo, pero, a ver si lo adivináis, amigos, resulta que no le doy ni media oportunidad, porque he instalado una pantalla protectora sobre mi avena; no una pantalla en sentido literal, sino una pantalla protectora en sentido metafórico. Ellen lo sabe, Gene lo sabe, ahora me dejan bastante en paz y no se meten con mi avena, viven tan contentos juntos y ¿quién creéis que pagó una rampa para la silla de ruedas con el dinero ganado en cierta serie de Seminarios?
El público prorrumpió en aplausos. Tom Rodgers levantó la mano.
—Y ahora, ¿qué pasa con vosotros? —dijo con voz baja—. ¿Ya es hora de que vosotros ganéis? ¿Estáis preparados para poner una pantalla sobre vuestra avena metafórica y para identificar a vuestro Gene particular? ¿Quién os está jodiendo? ¿Quién os impide conseguir lo que deseáis? ¡Alguien lo está haciendo! Dios no se dedica a fastidiar a la gente. Si estáis perdiendo, es porque alguien se aprovecha de vosotros. Hoy os guiaré a través de mis Tres Pasos Esenciales: Identificación, Protección, Confrontación. Primero, identificaremos a vuestro Gene particular. Segundo, os ayudaremos a instalar una pantalla metafórica sobre vuestra avena simbólica. Por último, os enseñaremos a enfrentaros a vuestro Gene particular y dejarle claro que a partir de este momento vuestra avena está en terreno prohibido.
Tom Rodgers buscó intensamente entre el público.
—Bueno, ¿qué os parece, muchachos? —preguntó con voz muy baja—. ¿Estáis preparados?
Del público salió un nervioso murmullo de asentimiento.
—Entonces, de acuerdo —dijo—. A ponerse en fila. A ponerse en fila para el cambio. Para un cambio radical.
Abandonó resueltamente el escenario, y un foco se paseó por cinco Centros de Cambio Personal, pequeñas tiendas blancas levantadas en línea cerca de la salida de incendios.
Neil Yaniky se levantó con los demás, comprobó su Asignación de Fila y se colocó en la Fila Asignada. Era un hombre delgado, de casi treinta años, que se estaba quedando calvo en la parte superior y en los laterales de la cabeza, y que seguía chupándose el bigote y preguntándose si alguien o todos los asistentes al Seminario adivinaban que era un redomado embustero, porque no tenía carrera, en realidad, ni tampoco ningún negocio, sino que solo soldaba piezas triangulares en su sótano, a cuarenta y siete centavos la pieza triangular, para CompuParts, aunque tenía grandes esperanzas de algo mejor, razón por la cual estaba allí.
La lona del Centro de Cambio Personal 4 se apartó, y él entró agachándose un poco.
—Bienvenido, Neil —dijo Tom Rodgers, mirando la etiqueta con el nombre de Yaniky—. Es un placer tenerte en mi Seminario. Bueno. Vamos a empezar pidiéndote que escribas en el pecho de este maniquí el nombre de tu Gene particular en la vida real. Es decir, el nombre de la persona que tú percibes que se está cagando en tu avena. ¿Comprendes lo que digo, Neil?
—Sí —dijo Yaniky.
Tom Rodgers hablaba muy deprisa, como si tuviera centenares de personas que cambiar en un día, lo cual, por supuesto, era cierto. A Yaniky eso no le importaba. Era feliz por ser una de ellas.
—¿Necesitas ayuda para determinar quién es esa persona? —dijo Tom Rodgers—. ¿El que se caga en tu avena?
—No —dijo Yaniky.
—Estupendo —dijo Tom Rodgers—. Ahora escribe el nombre y debajo pon la principal forma en que percibes que esa persona se está cagando en tu avena. Sé sincero. Esto queda entre tú y yo.
En una pizarra para rotuladores borrables montada de forma permanente sobre el pecho del maniquí, Yaniky escribió: «Winky: Aspecto de loca, demasiado religiosa y se tiene que ir a vivir por su cuenta».
—¡Genial! —dijo Tom Rodgers—. Un gran principio. Ahora fíjate en lo que hago. Vamos a ajustar. ¿Podemos quitar «aspecto de loca»? Si esta persona, esta Winky, acabara viviendo por su cuenta, ¿seguiría siendo un problema el hecho de que parece loca? ¿O sería menos problema?
Yaniky se imaginó a su hermana con aspecto de loca pero en su propio apartamento.
—Sería menos problema —dijo.
—¡De acuerdo! —dijo Tom Rodgers borrando «aspecto de loca»—. Es importante simplificar, porque así podemos concentrarnos exactamente en lo que intentamos cambiar.
Correcto. Llegados a este punto, hemos decidido que si la podemos sacar de tu casa, el aspecto de loca es algo soportable. Un gran paso adelante. Pero ¿por qué pararnos aquí? Te voy a proponer algo: si te deja en paz, ¿qué diantres te importa que sea religiosa?
Yaniky se imaginó a Winky con aspecto de loca y diciendo disparates sobre Dios pero en su propio apartamento.
—Sería muchísimo mejor —dijo.
—Ya lo creo —dijo Tom Rodgers, y borró hasta que el maniquí quedó rotulado: «Winky: se tiene que ir a vivir por su cuenta».
—¿Lo ves? —dijo Tom Rodgers—. ¿Ves cómo lo hemos simplificado? Lo hemos reducido a un problema. ¿Aceptas esta sencilla y directa exposición del problema?
—Sí —dijo Yaniky—. Sí, la acepto.
Yaniky vio en ese momento qué era lo que lo sacaba de quicio de Winky. No eran sus antiguos rizos rojos, que se habían vuelto blancos, de manera que parecía como si hubiera sumergido la parte de arriba de la cabeza en cola y luego en una cuba de bolas de algodón; no era la pelada que todas las mañanas se pintaba con algún tipo de sustancia blanca; no era su rosada cara brillante que siempre le estaba dirigiendo extrañas miradas jubilosas en momentos inoportunos, como cuando invitó a cenar a Beverly Amstel, que al final hizo en balde su receta especial de albóndigas, porque Bev no paró de mirar a Winky presa del pánico; no eran sus taconeos cuando volvía de dar clase en la escuela dominical y lo abrazaba durante demasiado rato oliendo como a agua de flores, toda henchida tras difundir la palabra de ese Jesucristo de los cojones; era sencillamente que ya eran demasiado mayores para vivir juntos y que él tenía cosas que deseaba conseguir y ella estaba demasiado necesitada y lo desviaba de su rumbo.
—¿Le has dicho a esa persona, esa Winky, que el que ella viva contigo es un obstáculo para tu desarrollo personal? —dijo Tom Rodgers.
—No —dijo Yaniky—. No se lo he dicho.
—Claro —dijo Tom Rodgers—, tienes buen corazón. No quieres hacerle daño. Eso está bien, pero ¿sabes qué? Le estás haciendo daño. Le estás haciendo daño no diciéndole la verdad. ¿Estoy diciendo que tú, con tu silencio, te estás cagando en su avena? Sí, lo estoy diciendo. Estoy diciendo que lo que ahí está pasando es una especie de cagarse recíprocamente en la avena del otro. ¿Cómo puede Winky crecer con una dieta de mentiras? ¿No es verdad que la verdad os hará libres? ¿Eso no lo dijo alguien alguna vez? ¿No fue Dios o Jesucristo, lo cual no dejaría de ser paradójico, dado lo religiosa que es ella?
Tom Rodgers hizo un gesto a un ayudante, que sacó una peluca de una caja y la colocó sobre la cabeza del maniquí.
—Lo que vamos a hacer ahora es representar esto simbólicamente —dijo Tom Rodgers—. Las culturas primitivas lo hacen todo el rato. Hacen una gran fiesta a la Fertilidad, por ejemplo, o pintan a sus hijos de blanco y golpean la Enfermedad con hojas de palmera, y cosas así. ¿Somos nosotros de alguna manera más listos que las culturas primitivas? Lo dudo. Creo que a lo mejor somos más tontos. ¿Tenemos menos hemorroides? ¿Se mataban los incas en las autopistas? Toma, agarra esto.
Le entregó a Yaniky un bate de béisbol.
—¿Qué hora es, Neil? —dijo Tom Rodgers.
—¿Hora de ganar? —dijo Yaniky—. ¿Hora de que yo gane?
—Ya es hora de que tú ganes —dijo Tom Rodgers, aclarándoselo, y señaló hacia el maniquí.
Yaniky golpeó con el bate, el maniquí cayó y la peluca salió volando, el ayudante recogió la peluca y la metió de nuevo en la caja de las pelucas, y Tom Rodgers le dio a Yaniky un fuerte abrazo.
—Lo que acabas de decir simbólicamente —dijo Tom Rodgers— es: «Winky se acabó. Echa a volar, Winky. Te quiero, pero me estás matando, y yo soy una buena persona, un hijo de Dios, y no merezco morir. Merezco vivir, exijo vivir y, por lo tanto, ¡vete a vivir por tu cuenta, niña! ¡Vuela, y dame las gracias algún día!». Este va a ser tu submantra, Neil, ¿de acuerdo? «¡Sal de aquí!». Hoy camino de casa quiero que vayas diciendo entre dientes, no con rabia, sino con una especie de alegría, para centrarte, las siguientes palabras: «¡Ya es hora de que yo gane! ¡Sal de aquí! ¡Sal de aqui!». ¿Lo harás por mí?
—Sí —dijo Yaniky, muy emocionado.
—Y ahora te presento a Vicki —dijo Tom Rodgers—, uno de mis mejores Sombreros de Oro, que te acompañará a través de la etapa de la Confrontación. ¡Neil! Te deseo buena suerte, paz y todos los éxitos del mundo.
Vicki tenía una cara que parecía como si se la hubiera aplastado contra un volante y luego se la hubieran rehecho cuidadosamente para que se pareciera a la cara que tenía antes del accidente. Varias cicatrices paralelas y curvas le iban desde la sien hasta la mejilla. Condujo a Yaniky hasta una mesa plegable rotulada «Centro de Confrontación» y le dio una hoja de papel en la que había escrito: «Suavidad, Firmeza, Cariño».
—Estas son las características de una buena Confrontación —dijo, un poco mecánicamente—. Ahora dale la vuelta.
En el otro lado había escrito: «Rabia, Debilidad, Recriminación».
—Estas son las características de una mala Confrontación —dijo Vicki—. Una Confrontación destructiva. Muy bien. Digamos que yo soy esa persona, esa tal Winky, y que tú me vas a decir que ahueque el ala. Con Suavidad, Firmeza, Cariño. Venga, empieza.
Y él empezó a decirle a la dañada cara de Vicki que le estaba arruinando la vida, dejándolo seco y que se tenía que ir a vivir a otra parte, mientras Vicki asentía, le palmeaba la mano y de vez en cuando lo interrumpía para decirle que estaba siendo demasiado severo.
Neil-Neil volvía a casa pronto, y Winky estaba retrasadísima.
Algunos días limpiaba con mucha parsimonia, sonriendo ante pensamientos felices, torciendo el gesto cuando imaginaba que se aprovechaban de alguien; a veces la persona de la que se aprovechaban era un frágil niño con una cicatriz en la cabeza y la persona que se aprovechaba era un gordo con un bastón; otras veces la persona de la que se aprovechaban era una agradable y amable niña inglesa con un defecto en el habla y la persona que se aprovechaba era su rica y prepotente hermana que hablaba con una dicción perfecta, siempre conseguía lo que quería y no paraba de quejarse mientras chupaba caramelitos rosa. A veces Winky le preguntaba mentalmente a la hermana rica si le gustaría que le sacara de una bofetada los caramelitos rosa de la boca. Pero eso no estaba bien. Ese no era el método de Cristo. No se trataba de sacarle de una bofetada los caramelitos rosa de la boca, dejabas que ella te diera a ti las bofetadas en la boca, setenta veces siete, que era algo así como cuatrocientas veces, y después de darte la última bofetada ella lo entendería de repente y te suplicaría que la perdonaras y te daría algunos caramelos, porque ese era el poder sanador del amor.
¡Por el amor de Dios! ¿Qué estaba haciendo? ¿Estaba loca? ¡Era hora de ponerse en marcha! ¿Qué hacía ensimismada en medio de la cocina?
Salió disparada escaleras arriba con un trozo de molde roto bajo el brazo y un calcetín sucio en el hombro.
A mitad de camino hizo una pausa junto a la pequeña ventana octogonal y miró a través de ella con ojos soñadores, pensando: «En cierto modo somos dueños de esos árboles». Más allá de la casa de los Thieu el hueco de siempre en la hilera de reclinantes olmos seguía mostrando el viejo prado de siempre, que pronto se convertiría en ToyTowne. Pero en aquel momento todavía le recordaba la clase de campo donde Cristo con el regazo lleno de flores había sufrido junto a los niños, que era una escena que quería que le pusieran en la portada de su futuro disco, un disco de canciones sobre Dios que tendría una portada con una acuarela como Toma mi carga, que era un libro, pero que en cualquier caso tenía un burro llevando una pila enorme de cajas y detrás una montaña, y lo que decía ese libro era que, si te hacías cargo de las penas y preocupaciones de los demás, Jesucristo Nuestro Señor se haría cargo de tus penas y preocupaciones, y esa era la razón del paciente burro y la razón de las cajas, y la razón de enorgullecerse de cuidar la casa para Neil-Neil y no pedirle nunca ayuda.
¡Dios bendito, qué hacía en el rellano! ¿Estaba loca? ¡Con la prisa que tenía hoy! ¡Le estaba preparando una merienda a Neil! Abandonó a toda prisa el rellano, subiendo los escalones de dos en dos. El molde iba al desván, y el calcetín sucio, al cesto de la ropa. Ya que estaba arriba, podía cambiarse el top. Porque el que llevaba tenía manchas de sopa. El papel pintado del final de la escalera mostraba algo así como un millón de veces la misma niña golpeando con una fusta un ganso sonriente. ¡Hola, niñas! ¡Hola, niñas! ¡Ja, ja! ¡Hola, gansos! ¡No os quedéis fuera!
De un cajón de su habitación sacó el top verde que le gustaba a Neil-Neil. Una vez que ella lo llevaba le había preguntado si era nuevo. ¿Cuándo había sido eso? En el almuerzo en Beef Barn, cuando la invitó, cuando le preguntó si le gustaría dejar los apartamentos Rustic Village e irse a vivir con él. Oh, qué encanto. Aún guardaba la caja de cerillas. Habían sido días tristes los pasados en Rustic Village, con todas las amigas que se iban comprometiendo, menos Doris, que tenía un brazo postizo, y vaya, esas chicas podían decir a veces cosas feas, pero ahora todo eso quedaba atrás, y tenía que enviarle una postal a la pobre Doris.
¡Pero hoy no, hoy tenía prisa!
Se lanzó escaleras abajo, llevando todavía el molde, el calcetín aún en el hombro.
En la cocina, abrió la bolsa de las galletas pero no había platos limpios, así que lavó un plato pero no había paño, así que secó el plato con el top. Eh, todavía llevaba el top amarillo. ¡Qué caray! ¿Dónde estaba el top verde? ¿No acababa de sacarlo del cajón? ¡Ja, ja! ¡Qué divertido! Lo enviaría a ChristLife. Les gustaban las anécdotas divertidas, aunque no tuvieran que ver con Jesús.
¡La cocina estaba hecha un desastre! Pero lo primero era lo primero. Su top estaba hecho una mierda. No una mierda, no, era una palabrota, su top estaba feúcho. Su padre decía a veces esa palabra, feúcha. No de ella. De ella siempre decía que era tope. A veces decía que las cosas estaban tope feúchas. Pero ella no. Siempre decía que ella era tope tope, y luego la levantaba en brazos. ¡Oh, papá, papi, papito! ¿Estaría papito con el Salvador? Eso esperaba. A veces blasfemaba y a veces bebía, y una vez blasfemó al caerse por las escaleras estando borracho, pero cuando ella acudió corriendo él se levantó de un salto riendo, y oh cuando cantaba «Paz en el valle» se notaba que sentía que las cosas mejorarían más adelante, lo cual había sido un ejemplo fabuloso para un niño cristiano.
Voló escaleras arriba para cambiarse el top. Ahí estaba el top verde, en el último escalón, stop. ¡Top malo! ¡Debería zurrarte! Le dio una palmada al top para sacudirle el polvo y para castigarlo; dejó la pieza del molde y el calcetín sucio en el escalón y se cambió de top allí mismo, luego recogió el molde, se puso el calcetín sucio sobre el hombro y se lanzó escaleras abajo.
¡Había tantas cosas por hacer! ¡No solo ahora, para la merienda, sino en el futuro! ¡Era hora de ponerse en marcha! Ahora que había salido de aquel solitario apartamento podía aprender por fin a tocar el piano, y una vez hubiera aprendido a tocar el piano podría tocar y componer canciones, podría componer sus canciones sobre Dios, y luego enterarse de cómo grabar un disco, su disco sobre Dios, sobre cómo Dios había sido bueno con ella en esta vida, porque ¡bastaba con verla! ¡Una chica petardo en un hogar bonito! Oh, ella sabía que era un petardo, tenía las piernas gordas y tenía la cintura gorda, y el pelo, oh, caray —oh, caramba, más bien—, el pelo, qué clase de pelo era ese, un pelo blanco feúcho, y muchas veces había pensado: «Esto no es un pelo, esto es una prueba». La prueba del pelo blanco y escaso, cuando tantas tenían melenas magníficas; por eso, cuando se miraba accidentalmente al espejo y veía su horrible pelo blanco, siempre intentaba decirse a sí misma: «¡Alabado sea Dios!».
Neil-Neil era el colmo de los encantos. ¡Esas chicas eran unas tontas! ¿Creían que un hombre no tenía amor por ser bajito y calvo? ¿Creían que las cosas malas venían en paquetes pequeños? Neil-Neil era como el hermano bueno de la Biblia, el que se quedaba en la granja con su padre y al que nunca le hacían ni siquiera una pequeña fiesta. Salvo que no había hermano malo, solo ellos dos, así que nada de fiesta, aunque ella tendría su fiesta, una gran fiesta, en el Cielo, e incluso estaba teniendo su especie de fiesta ahora, en la Tierra, porque cuando vio a aquel hombrecillo todo mojado de pipí en Rexall Drug, no pidiendo sino diciéndole a todos los que entraban que eran muy elegantes, supo que se trataba verdaderamente del más humilde de sus hermanos. El mundo era una historia que Cristo le contaba. Y cuando le dijo al hombre del pipí que él era el elegante y él le contestó en voz muy alta que era demasiado fea para f…, solo se había dicho a sí misma: «De acuerdo, alabado sea Dios, eso solo lo dice porque sufre», y había sonreído con la mirada más luminosa que había sido capaz de dirigirle tras desear con todas sus fuerzas dirigírsela, porque incluso si era un poquito feúcha, seguía siendo bonita a los ojos de Cristo, así que para ella todo era una fiesta, una pequeña fiesta antes de una fiesta más grande, la más grande, pero ¿y Neil-Neil, dónde estaba su fiesta?
¡Haría lo que pudiera! Esa sería su fiesta, un minúsculo adelanto de la grandiosa fiesta que se merecía, su hermano, su colega hasta el final, la única alma cariñosa que había encontrado hasta el momento en este mundo.
Sonó el timbre, ella abrió de golpe la puerta, y ahí estaba Neil-Neil.
—¡Bienvenido a casa! —dijo con tono solemne, se inclinó hasta la cintura y el calcetín se le cayó del hombro.
Yaniky había regresado caminando a casa en un estado de frenesí, contemplando los escaparates, sabiendo que un día no muy lejano, cuando entrara en esas tiendas junto con su atractiva esposa, se limitaría a señalar artículos con su fusta y los cargarían en el Mercedes Benz que estaría esperando fuera, aunque, pensándolo bien, ¿por qué una fusta? ¿Quién utilizaba una fusta? ¿Se utilizaba una fusta en un Mercedes Benz? ¡Ajajá, estaba lanzado! ¡Quería un Jaguar, no un Mercedes Benz! Estatuas doradas de gansos, jarrones elegantes, grandes ranas de porcelana, lo que fuera, cuando le tocara la lotería lo tendría todo, porque cuando estaba lanzado nada podía pararlo.
Si su padre pudiera verlo. ¡Regresando a casa vestido con traje después de haber estado en un seminario en el Hyatt de la puñeta! Pobre papá, no era que lo criticara, pero ¿había sido su padre un buscador? La verdad es que no, su padre no había sido un buscador, la vida lo había maltratado. Su padre se había pasado todas las noches con una cerveza en el diván, bajo un edredón, y se acordó de su pobre madre con su vestido de domingo, que tenía un siete remendado con cinta adhesiva porque no sabía coser, y de su padre con el sombrero demasiado grande, recién despedido otra vez, todos ellos camino de la iglesia, pasando junto a un grupo de matones hispanos, y un hispano dijo algo sobre las tetas de su madre, que eran grandes, pero en su madre todo era grande, así que, ¿por qué tenía que decir nada de sus tetas grandes, como si fueran bonitas? Cuando todos sabían que no eran bonitas, eran solo las tetas de una mujer grande con un vestido demasiado estrecho en una lluviosa mañana de domingo, una mujer que se cubría la cabeza con una bolsa del pan abierta por la mitad para no mojarse el pelo gris. El matón lo dijo porque una mirada a su padre le indicó que podía hacerlo. Su padre, con la espalda encorvada y un parpadeo constante, se limitó a tomar a su madre del brazo y farfulló que un comentario como aquel hacía más daño al insultador que al insultado, etcétera, etcétera, bla, bla, bla. Entonces el matón hizo un ruido como de vaca a su madre, y Neil, que tenía nueve años, intentó soltarse y darle un golpe al matón, pero su madre lo tenía agarrado y no lo quiso soltar, y en secreto él se alegró, porque estaba asustado, y luego se avergonzó del alivio que sintió al entrar en la oscura iglesia, donde el delgado y asustado pastor que se quedaba sin feligreses intercambió hábilmente citas bíblicas con su padre mientras Winky permanecía radiante como si fuera no hubiera ocurrido nada, con la mitad inferior del cuerpo que se había vuelto psicodélico bajo la luz de las vidrieras.
Sí, tío, el mundo se había cagado encima de su padre, pero no se iba a cagar encima de él. No, señor. Si el mundo pensaba que iba a vivir en un barrio donde los hispanos se metieran con las tetas de su esposa, si el mundo pensaba que iba a hacer comer a su familia pan rebañado en grasa de beicon y llamar a eso «delicia de vagabundo», el mundo se equivocaba de medio a medio; iba a triunfar, como habían triunfado los hombres descritos en Personas de poder, que tenían jardines como ciudades, eran dueños de barcos enteros y creían en el poder y solo en el poder. ¿Se necesitaban carros tirados por sedientos caballos para salvar las rosas? La llamada salía a las ciudades vecinas y al anochecer se veían acercarse los fanales de los carros por los pedregosos caminos llenos de baches. ¿Era encontrada atractiva una criada? Su marido había sido enviado a la guerra. Esos tipos sabían cómo encontrar y ocupar sus Puestos de Poder, y él también, como cuando a veces tenía que soldar mil piezas triangulares en una noche para sacarse el alquiler, y beber café hasta el amanecer y ponerse la emisora WMDX a toda potencia para no perder la concentración. En esas noches, cuando aparecía Winky para charlar con él, él le hacía atrevidamente una seña para que se fuera, y cuando él le hacía la seña para que se fuera, ella se iba, porque percibía en su lenguaje corporal que él era el rey, que lo que hacía era esencial, y cuando ella se iba él se sentía bien, se sentía fuerte, y soldaba más deprisa, lo cual era el fenómeno que el libro llamaba el Estímulo de Potencia; y el libro decía que los Grandes Éxitos tendían a ser de las personas capaces de enlazar Estímulo de Potencia tras Estímulo de Potencia, cosa que se lograba haciendo exactamente lo que tenías ganas de hacer en cualquier momento dado, con seguridad y alegría, cosa que, se daba cuenta, estaba a punto de hacer, ¡echando a Winky!
¡Ya era hora de que él ganara! ¿Por qué diantres no podía cocinar sus albóndigas especiales para Beverly y después hacerle el amor en el sofá, contarle sus sueños y planes y ver si ella era la destinada a ser la abnegada esposa de su vida, como la señora de Thomas Alva Edison, que una vez se había pasado toda la noche etiquetando una remesa de productos químicos esenciales para el trabajo del día siguiente? Pero no. Bev salía ahora con otro, una especie de guardia del centro comercial, y él se acordó de la cena de las albóndigas, con la sonrosada cara de Winky metiéndose cada tanto en el vapor del brécol mientras recitaba su mi… de siempre sobre los estigmas y la cantidad de tiempo necesario para que se pudra un cuerpo. No era de extrañar que sus compañeras de piso la hubieran echado, llamándolo en secreto, no era de extrañar que su pastor hubiera exigido que no se ofreciera tanto como voluntaria (otra llamada secreta; al parecer, la gente estaba abandonado la iglesia a causa de ella). Era una chiflada, un auténtico pozo de energía, había sido un enorme error invitarla a vivir con él, y ahora se tenía que largar, no había vuelta de hoja.
Era triste, sí, un poco triste, pero si la grandeza fuera fácil todo el mundo la alcanzaría.
Sí, había sido una niña mona y, sí, habían compartido algunos momentos bonitos, sí, sí, sí, sí, ella le había llevado crackers y su pequeña radio esa vez que se escondió debajo de la escalera durante cinco horas seguidas después de que su padre se pusiera a llorar durante la cena, y, sí, él se acordaba de la asustada mirada de sus ojos la vez en que acudió a él corriendo tras haber estado tonteando con unos chicos mayores en la iglesia y haber mordido una presa demasiado grande, y sí, él la había llevado a casa mientras los chicos mayores reían socarronamente, sí, era triste que cantara tan mal y que creyera que lo hacía bien y triste que sus bragas fueran enormes cuando ahora él las encontraba en la colada, pero, como se decía en el libro, una persona no podía saltar por encima de la pira funeraria de otra sin sentir un calor de mil demonios.
Ella tenía sus llaves, así que llamó al timbre.
Apareció en la puerta, con el mismo aspecto de loca de siempre.
—¡Bienvenido a casa! —dijo, y se inclinó hasta la cintura, y un calcetín se le cayó del hombro.
Al agacharse para recogerlo se golpeó la cabeza contra el postigo, la pobre zoquete.
Oh, mierda, oh, mierda, estaba flaqueando, lo notaba, el discurso que había estado ensayando camino de casa ya no parecía tener relación alguna con la joven de ojos llorosos que permanecía en el umbral de la puerta, frotándose la pelada. No era poderoso, no era grande, solo era igual que todos los demás, menos que todos los demás, las demás personas se casaban y tenían trabajos de verdad, las demás personas no vivían con hermanas gordas y dependientes, era un perdedor que seguiría perdiendo el resto de su vida, porque nunca se le había presentado una oportunidad, había sido maldecido con un mal padre, una mala madre y una mala hermana, y era demasiado débil para cambiar, demasiado débil para comenzar de nuevo y, mientras era arrastrado por ella al interior de la casa que olía a té, en su imaginación se desplegaron deprimentes y tristes los años futuros, y su pecho se cargó súbitamente de rabia.
—Neil-Neil —dijo ella—. ¿Pasa algo?
Y él quiso darle un puñetazo, insultarla, decirle algo que la despertara, pero lo único que hizo fue seguir caminando hacia la habitación, lanzándole entre dientes insultos espantosos.
© George Saunders: Winky. Publicado en The New Yorker, 28 de julio de 1997. Traducción de Juan Gabriel López Guix.