Sinopsis: «El regalo de Navidad» (The Christmas Present) es un cuento de Gordon R. Dickson, publicado en enero de 1958 en The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Allan Dumay, un niño humano de seis años que vive con su familia en el planeta Cidor, entabla amistad con Harvey, un ser cidoriano que habita en el estero cercano a su hogar. En la víspera de Navidad, Allan y su madre intentan explicarle a Harvey el sentido de esta festividad importada desde la Tierra. Mientras madre e hijo envuelven los regalos, el niño decide tener un gesto especial hacia su amigo alienígena.

El regalo de navidad
Gordon R. Dickson
(Cuento completo)
—¿Qué es la Navidad? —preguntó Harvey.
—Es la época en que te hacen regalos —le explicó Allan Dumay. Allan estaba en cuclillas sobre sus botas para fango, un niño de seis años, sucio y desaliñado, bajo la luz menguante del estero, hablando con el cidoriano—. Esta noche es Nochebuena. Mi papá cortó un espino y mi mamá está ahora adentro, adornándolo.
—¿Adornándolo? —repitió el cidoriano.
Flotaba, medio sumergido, en el agua fresca del estero. Alguien —quizá el padre de Allan— lo había llamado Harvey hacía mucho tiempo. Ahora nadie lo llamaba de otra manera.
—Eso significa poner cosas en el árbol —dijo Allan—. Para que sea hermoso. ¿Sabes qué es “hermoso”, Harvey?
—No —dijo Harvey—. Nunca he visto belleza.
Pero se equivocaba, del mismo modo que, por un motivo distinto, se equivocaban los humanos que llamaban feo y pantanoso al planeta Cidor porque no había nada verde ni familiar en los bajos bancos de barro que emergían de su inmenso mar de agua dulce: sólo los espinos enanos y peligrosos y las algas rastreras. Había belleza en Cidor, pero era una belleza distinta. Era un mundo negro y plateado, donde los espinos se alzaban como finos bocetos de tinta contra el cielo desgarrado por las nubes; y eso era hermoso. Los grandes y solemnes peces que se movían por los senderos inexplorados de sus mares tenían la belleza de los barcos enormes que recorren largas travesías. Y el propio Harvey, aunque él no lo supiera, era lo más hermoso de todo, con su cuerpo hinchado, iridiscente, de medusa, y el manto de filamentos plateados, de casi un metro de largo, que se abrían a través de él y descendían hacia el agua. Sólo su voz era áspera y poco hermosa: un saco de aire constreñido no está hecho para producir palabras humanas.
—Podrás ver mi árbol cuando esté listo —dijo Allan—. Así podrás saberlo.
—Gracias —dijo Harvey.
—Ya verás. Habrá luces de colores, y bolas brillantes y estrellas; y regalos envueltos por todas partes.
—Me gustaría verlo —dijo Harvey.
En lo alto de la pendiente de terreno contenido por los diques que marcaba el límite de las tierras de los Dumay recuperadas al mar, se abrió la puerta de la cocina y un pálido y cálido dedo de luz se extendió largo sobre la negra tierra hasta tocar al niño y al cidoriano. Una mujer quedó recortada contra la luz.
—Es hora de entrar, Allan —llamó la voz de su madre.
—Ya voy —respondió él.
—¡Ahora mismo! ¡Enseguida!
Allan se puso lentamente en pie.
—Si ya terminó el árbol, vendré a decírtelo —le dijo a Harvey.
—Esperaré —dijo Harvey.
Allan se volvió y subió la pendiente con paso lento, balanceando el pequeño cuerpo en el ritmo automático de las botas de fango. La puerta abierta lo esperaba y lo dejó entrar… en la luz y el calor humano de la casa.
—Quítate las botas —dijo su madre—, para que no dejes barro por todas partes.
—¿Ya está listo el árbol? —preguntó Allan, forcejeando con las presillas de las botas que le llegaban a media pantorrilla.
—Quiero que comas primero —dijo su madre—. La cena ya está lista. —Lo llevó hasta la mesa—. Y no engullas. Hay tiempo de sobra.
—¿Papá va a llegar a tiempo para que podamos abrir los regalos?
—Los regalos no se abren hasta la mañana. Para entonces papá ya habrá vuelto. Sólo tuvo que ir río arriba, al almacén de suministros. Emprenderá el regreso en cuanto amanezca; estará aquí antes de que te despiertes.
—Es verdad —dijo Allan, solemne, por encima del plato—; no debería salir al agua de noche, porque es cuando los bueyes de las aguas suben por debajo de la barca y en la oscuridad no se les ve.
—Basta —dijo su madre, dándole una palmadita en el hombro—. Por aquí no hay bueyes de las aguas.
—Hay bueyes de las aguas en todas partes. Eso dice Harvey.
—Silencio y come —dijo ella—. Tu papá no va a salir al agua de noche.
Allan se apresuró a terminar la cena.
—¡Mi plato está limpio! —gritó al fin—. ¿Puedo ir ahora?
—Está bien —dijo ella—. Pon tu plato y los cubiertos en el lavavajillas.
Él recogió sus utensilios y los metió a toda prisa en el lavavajillas; luego corrió a la habitación contigua. Se detuvo de golpe, mirando fijamente el espino. No podía moverse: era como si una enorme ola helada se hubiera alzado de pronto para estrellarse contra él y arrastrar consigo todo el tibio bienestar que sentía. Entonces tomó conciencia del sonido de los pasos de su madre acercándosele por detrás, y de pronto sus brazos lo envolvieron.
—Oh, cariño… —dijo ella, apretándolo contra sí—, no esperarías que fuera como el año pasado, en la nave que nos trajo, ¿verdad? Allí sí tenían un árbol de Navidad de verdad, suministrado por las líneas espaciales, y adornos auténticos. Aquí hemos tenido que arreglarnos con lo que había.
De repente, él rompió a llorar con violencia. Se volvió y se aferró a ella.
—No… es un… árbol de Navidad —logró articular entrecortadamente.
—Pero, cielo, sí lo es —dijo ella. Él sintió la mano de su madre alisándole el pelo revuelto—. No es el aspecto lo que hace que un árbol sea de Navidad, sino cómo pensamos en él y lo que significa para nosotros. Lo que hace que la Navidad sea Navidad es el cariño y el dar regalos, no el aspecto que tenga el árbol ni cómo estén envueltos los presentes. ¿No lo sabías?
—Pero… yo… —se perdió en una nueva oleada de sollozos.
—¿Qué pasa, tesoro?
—Yo… se lo prometí… a Harvey…
—Silencio —dijo ella—. Toma. —La violencia de su pena empezaba a amainar. Ella sacó de su bolsillo un pañuelo de papel blanco, limpio—. Suénate. Así está bien. Ahora dime, ¿qué le prometiste a Harvey?
—Enseñarle… —hipó—, enseñarle un árbol de Navidad.
—Oh —dijo ella suavemente. Lo acunó un poco en sus brazos—. Bueno, pequeño, ¿sabes una cosa? Harvey es cidoriano, y nunca ha visto un árbol de Navidad. Así que éste le parecerá tan maravilloso como aquel árbol de la nave te pareció a ti la Navidad pasada.
Él parpadeó, olfateó y la miró con desconfianza.
—Sí, se lo parecerá —lo tranquilizó ella con dulzura—. Cariño, los cidorianos no son como la gente. Sé que Harvey puede hablar e incluso tener bastante sentido a veces… pero no es como un ser humano de verdad. Cuando seas mayor lo entenderás mejor. Su mundo está allá afuera, en el agua, y las cosas de tierra firme, como las que tenemos nosotros, le resultan difíciles de entender.
—¿Nunca supo nada de la Navidad?
—No, nunca.
—¿Ni vio un árbol de Navidad ni recibió regalos?
—Nunca, cariño —le dio un último abrazo—. Así que, ¿por qué no sales a buscarlo y lo traes para que mire el árbol? Apuesto a que le parecerá hermoso.
—Bueno… está bien —Allan se volvió y corrió hacia la cocina, donde empezó a ponerse las botas.
—No te olvides de la chaqueta —dijo su madre—. La brisa se levanta cuando se pone el sol.
Él se enfundó la chaqueta, se abrochó las botas para fango y corrió hacia el estero. Harvey lo estaba esperando. Allan dejó que el cidoriano trepara hasta apoyarse en su brazo y llevó de regreso a la casa la gran burbuja luminosa de su cuerpo.
—Mira, ahí está —dijo, después de haberse quitado las botas con una mano y llevar a Harvey a la sala de estar—. Eso es un árbol de Navidad, Harvey.
Harvey no respondió enseguida. Centelleaba, equilibrado en el ángulo del codo de Allan, con sus largos filamentos extendidos como cabellos de plata sobre la chaqueta del muchacho y alrededor de ella.
—No es un árbol de Navidad verdadero, Harvey —dijo Allan—. Pero eso no importa. Tenemos que arreglarnos con lo que hay, porque lo que hace la Navidad es el cariño y el dar regalos. ¿Lo sabías?
—No lo sabía —dijo Harvey.
—Pues de eso se trata.
—Es hermoso —dijo Harvey—. Un árbol de Navidad hermoso.
—¿Ves? —dijo la madre de Allan, que había estado de pie a un lado, observando—. Te dije que Harvey lo encontraría hermoso, Allan.
—Bueno, sería más hermoso si tuviéramos adornos brillantes de verdad para colgarle, en vez de esos pedacitos de papel metálico y cuentas y cosas. Pero eso no nos importa, ¿verdad, Harvey?
—No nos importa —dijo Harvey.
—Creo, Allan —dijo su madre—, que será mejor que ahora lleves de vuelta a Harvey. No está hecho para estar mucho tiempo fuera del agua, y apenas nos queda tiempo para envolver tus regalos antes de que te vayas a la cama.
—Está bien —dijo Allan. Echó a andar hacia la cocina y luego se detuvo—. Mamá, ¿no quieres desearle buenas noches a Harvey?
—Buenas noches, Harvey —dijo ella.
—Buenas noches —respondió Harvey, con su voz ronca.
Allan se vistió de nuevo y llevó al cidoriano al estero. Cuando regresó, su madre ya tenía los papeles de envolver de todos los colores, y las cintas y las cajas ordenadas sobre la cama de Allan. También estaba la piedra de afilar de bolsillo que él le regalaría a su padre por Navidad, y una pequeña figura de unos cuatro centímetros de altura que había modelado con arcilla local, cocido en horno y pintado para mandarla a la abuela y el abuelo de Allan, los padres de su madre. Enviar una onza de peso a la Tierra costaba cincuenta unidades, y la figurilla estaba justo por debajo de una onza… pero los abuelos pagarían allí el flete. Al ver todo preparado, Allan se dirigió al cajón superior del armario.
—Cierra los ojos —dijo. Su madre los cerró con fuerza.
Él sacó el par de guantes de trabajo que pensaba regalarle y los deslizó a escondidas en una de las cajas.
Envolvieron los regalos juntos. Cuando terminaron y colocaron los paquetes bajo el espino, con su escaso surtido de adornos caseros, Allan se quedó un momento entretenido con los envoltorios. Al cabo, fue a la caja donde guardaba sus juguetes y sacó el estuche con los hombres del espacio. Estaban moldeados con la misma arcilla que el regalo para sus abuelos. Su padre los había hecho y horneado; su madre los había pintado. Todos estaban en perfecto estado, salvo el astronavegante, cuya mano derecha —la que sostenía el lápiz— se había roto. Allan tomó al astronavegante y se lo llevó a su madre.
—Envolvamos éste, por favor —dijo.
—Vaya, ¿para quién es? —preguntó ella, mirándolo hacia abajo.
Él acarició tímidamente el muñón roto del brazo del astronavegante.
—Es un regalo de Navidad… para Harvey.
Ella lo miró fijamente.
—¿Tu astronavegante? —dijo—. ¿Cómo vas a manejar tu nave espacial sin él?
—Oh, ya me las arreglaré —dijo.
—Pero, cariño —dijo ella—, Harvey no es como un niño pequeño. ¿Qué va a hacer con el astronavegante? No puede ponerse a jugar con él, realmente.
—No —dijo Allan—. Pero podría quedárselo. ¿Verdad?
Ella sonrió de repente.
—Sí —dijo—. Podría quedárselo. ¿Quieres envolverlo y ponerlo bajo el árbol para él?
Allan negó con la cabeza, muy serio.
—No —dijo—. No creo que Harvey pueda abrir paquetes muy bien. Me vestiré, bajaré al estero y se lo daré ahora mismo.
—No esta noche, Allan —dijo su madre—. Es demasiado tarde. Ya deberías estar en la cama. Puedes llevárselo mañana.
—¡Entonces no lo tendrá cuando despierte por la mañana!
—Está bien, entonces —dijo ella—. Yo se lo llevaré. Pero tú tienes que meterte en la cama ahora mismo.
—Lo haré —dijo Allan.
Se volvió hacia el armario y empezó a sacar el pijama. Cuando estuvo bien instalado en el campo cálido y envolvente de la cama, ella lo besó y apagó todas las luces salvo la nocturna.
—Duerme bien —le dijo y, tomando al astronavegante manco, salió del dormitorio, dejando la puerta entornada.
Puso en marcha el lavavajillas. Luego, con el astronavegante en la mano, se puso su chaqueta y las botas de fango y bajó hacia la orilla del estero.
—¿Harvey? —llamó.
Pero Harvey no estaba a la vista. Se quedó allí un momento, contemplando el oscuro paisaje nocturno de tierra baja y agua, revelado apenas bajo el rostro velado por las nubes de la luna más cercana de Cidor. Una sensación de soledad se le metió en el cuerpo desde aquel mundo extraño y se descubrió deseando que su marido estuviera en casa. Se estremeció levemente bajo la chaqueta y se inclinó para dejar el astronavegante en la orilla, junto al agua. Se había vuelto ya y estaba a mitad de la pendiente de regreso a la casa cuando oyó la voz de Harvey llamándola.
Se volvió. El cidoriano estaba en el borde del agua, medio subido a tierra, sosteniendo con sus filamentos la pequeña figura del astronavegante. Ella volvió a bajar hacia él, y él se dejó resbalar con alivio de nuevo al agua. Podía moverse en tierra, pero el esfuerzo lo agotaba.
—Ha perdido esto —dijo, levantando el astronavegante.
—No, Harvey —respondió ella—. Es un regalo de Navidad. De Allan. Para ti.
Harvey flotó donde estaba, sin responder, durante un largo momento. Finalmente:
—No comprendo —dijo.
—Lo sé —suspiró ella, y al mismo tiempo sonrió un poco—. La Navidad es simplemente una época en que todos nos damos regalos unos a otros. Es una cosa muy antigua… —De pie allí, en la oscuridad, se encontró intentando explicárselo, y se preguntó, al escuchar su propia voz, cómo podía sentirse tan reconfortada hablando sólo con Harvey.
Cuando terminó la historia de la Navidad y de las razones que habían movido a Allan, guardó silencio. Y el cidoriano se balanceó en igual silencio frente a ella, sobre el agua oscura, sin responder.
—¿Entiendes? —preguntó ella por fin.
—No —dijo Harvey—. Pero es una hermosura.
—Sí —dijo ella—, es algo hermoso, desde luego. —Se estremeció de repente, regresando desde el cálido país de su infancia a aquel mundo frío y húmedo—. Harvey —dijo de pronto—, ¿cómo es allá afuera, en el río… y en el mar? ¿Es peligroso?
—¿Peligroso? —repitió él.
—Me refiero a los bueyes de las aguas y todo eso. ¿De verdad atacarían a un hombre en una barca?
—Uno lo hará. Otro no lo hará —dijo Harvey.
—Ahora soy yo la que no te entiende, Harvey.
—Por la noche —dijo Harvey— suben desde el fondo del agua. Son distintos. Uno se alejará nadando. Otro subirá a la tierra para atraparte. Otro se quedará quieto y esperará.
Ella se estremeció.
—¿Por qué? —preguntó.
—Tienen hambre. Están furiosos —dijo Harvey—. Son bueyes de las aguas. ¿No le gustan?
Ella se estremeció.
—Estoy muerta de miedo —dijo. Dudó—. ¿Nunca te molestan a ti?
—No. Yo soy… —Harvey buscó la palabra— eléctrico.
—Oh. —Ella se cruzó de brazos, abrazándose el cuerpo, reteniendo el calor—. Hace frío —dijo—. Me voy adentro.
En el agua, Harvey se agitó.
—Quisiera dar un regalo —dijo—. Haré un regalo.
Se le cortó un poco la respiración a ella.
—Gracias, Harvey —dijo, dulce y solemnemente—. Nos sentiremos muy felices de recibir un regalo tuyo.
—De nada —dijo Harvey.
Extrañamente reconfortada y animada, ella se volvió y subió la pendiente hacia la casa cálida y apacible. Harvey, flotando inmóvil en el agua, la vio entrar. Cuando por fin la puerta se cerró tras ella y todas las luces se apagaron, él giró y se dirigió hacia la boca del estero.
Parecía que flotara, pero en realidad nadaba a gran velocidad. Sus cientos de filamentos como cabellos lo impulsaban a través del agua oscura a una velocidad asombrosa, sin producir un solo rizo en la superficie. Casi daba la impresión de que el agua no fuera para él una sustancia pesada, sino algo tan ligero como un gas, a través del cual viajaba por el impulso más leve de un pensamiento. Salió de la boca del estero y tomó el curso del río, avanzando con la misma facilidad y rapidez junto a los bancos y las pequeñas islas. Siguió río arriba hasta llegar a un lugar, entre dos islas, donde el agua era negra y profunda y los espinos proyectaban sus agudas sombras a través de la plateada senda de la luz de la luna.
Allí se detuvo. Y allí, rompiendo la lisa superficie del agua, se alzó lentamente ante él una enorme cabeza de aspecto de rana, coronada por dos cortas protuberancias cartilaginosas sobre los diminutos ojos. La cabeza era tan grande como un bidón de aceite, pero había emergido en completo silencio. Le habló mediante vibraciones a través del agua que Harvey comprendía.
—¿Hay una enfermedad entre la gente eléctrica que les saca el juicio, para hacer que vengas aquí?
—He venido por la hermosa Navidad —dijo Harvey—, para hacer de ti un regalo.
Una hora después del amanecer, la mañana siguiente, Chester Dumay, el padre de Allan, descendía por el río. Con él viajaba el experto en suelos de la Colonia. Sus botes iban atados, impulsados por un solo motor. Al tomar la curva entre dos islas, hablaban de las malas condiciones del suelo de las tierras de Chester, allí donde limitaban con el río. Pero el experto en suelos —se llamaba Pere Hama, un hombrecillo delgado y moreno— se interrumpió de pronto a mitad de frase.
—Espera un momento… —dijo, mirando por encima del hombro de Chester—. Mira eso.
Chester miró y vio algo grande y oscuro flotando a cierta distancia, atrapado contra las ramas de un árbol medio sumergido que se alzaba desde el fondo fangoso del río, a unos diez metros de la orilla lejana. Giró el timón y dirigió el bote hacia allí.
—¿Qué demonios…?
Se acercaron y Chester apagó el motor para dejar que las embarcaciones derivaran hacia el objeto. La corriente los arrastró y el casco más cercano rozó una gran extensión de piel hinchada y negra, recorrida de frágiles hilos plateados y surcada de cicatrices grises por todo el cuerpo, como infligidas por un látigo ardiente. La masa rodaba perezosamente en el agua.
—¡Un buey de las aguas! —dijo Hama.
—¿Eso es? —preguntó Chester, fascinado—. Nunca había visto uno.
—Yo sí —dijo Hama—, en el Tercer Aterrizaje. Éste es un monstruo. Y está muerto. —Había una nota de desconcierto en la voz del experto en suelos.
Chester pinchó con cautela el enorme cadáver y éste giró un poco. Algo parecido a una burbuja gris asomó un segundo a través de varios pies de agua turbia y luego rodó hacia el fondo, fuera de la vista.
—Un cidoriano —dijo Chester. Silbó—. Todo aplastado. Pero ¿quién habría pensado que uno de ellos podría enfrentarse a una de estas criaturas? —Clavó la mirada en el cuerpo del buey de las aguas.
Hama se estremeció un poco, a pesar de que el sol brillaba con fuerza.
—Y ganar. Eso es lo sorprendente —dijo el experto—. Nadie lo habría sospechado… —Se interrumpió de golpe—. ¿Qué te pasa?
—Ah… Tenemos uno en nuestro estero con el que mi hijo juega mucho —dijo Chester—. Lo llamamos Harvey. Me estaba preguntando…
—Yo no dejaría que mi hijo se acercara a algo capaz de matar a un buey de las aguas —dijo Hama.
—Harvey está bien —dijo Chester—. Aun así… —frunciendo el ceño, tomó la pértiga con gancho y empujó el cadáver para separarse de él, girando el bote para poner de nuevo el motor en marcha. El zumbido del aparato volvió a llenarles los oídos mientras retomaban el rumbo río abajo—. De todos modos, creo que no tiene sentido mencionar esto a mi mujer y al chico. No hay por qué arruinarles la Navidad. Y más adelante, cuando tenga ocasión de deshacerme de Harvey discretamente…
—Claro —dijo Hama—. No diré una palabra. No tiene objeto.
Se alejaron río abajo.
Detrás de ellos, el cadáver del buey de las aguas, perturbado, se soltó del árbol anegado y empezó a derivar río abajo. La corriente lo giró y lo hizo rodar lentamente, una y otra vez, hasta que el cuerpo central, aplastado, del cidoriano muerto salió al aire limpio. Y los rayos amarillos de la luz diáfana del sol se reflejaron en el rostro vidriado de cerámica de un pequeño astronavegante de juguete, todo envuelto en hilos plateados, y lo doraron.
FIN
