William Ferraro, de Ferraro & Smith, vivía en una gran casa en Montagu Square. Un ala estaba ocupada por su esposa, quien se creía una inválida y obedecía en forma estricta el precepto de que uno debería vivir cada día como si fuera el último. Por esta razón, esa ala había albergado invariablemente durante los últimos diez años algún sacerdote jesuita o dominico que gustaba del buen vino y del whisky y tenía un timbre de emergencia en su alcoba. El señor Ferraro se ocupaba de su salvación de manera más independiente. Conservaba el firme control sobre asuntos prácticos que habían permitido a su abuelo, quien había sido compañero de exilio de Mazzini, fundar el gran negocio de Ferraro & Smith en tierra extranjera. Dios ha hecho al hombre a su imagen, y al señor Ferraro no le parecía irrazonable pagar el cumplido y considerar a Dios como el director de algún negocio supremo, que aun así dependía de Ferraro & Smith para ciertas operaciones. La fuerza de una cadena está en su eslabón más débil, y el señor Ferraro no olvidaba su responsabilidad.
Antes de salir a su oficina a las 9:30 el señor Ferraro, como cortesía, telefoneaba a su esposa en la otra ala. «Habla el padre Dewes», respondía una voz.
—¿Cómo está mi esposa?
—Pasó bien la noche.
La conversación rara vez variaba. Hubo un tiempo en el que el predecesor del padre Dewes había hecho el intento de que el señor y la señora Ferraro tuvieran una relación más cercana, pero había desistido al darse cuenta de lo desesperanzado de su propósito, y de cómo en las pocas ocasiones en que el señor Ferraro cenó con ellos en la otra ala, se sirvió en la mesa un clarete inferior y no se bebió whisky antes de la cena.
El señor Ferraro, después de telefonear desde su habitación, donde desayunaba, caminaría, casi como Dios caminaba en el Edén, por la biblioteca revestida con los clásicos correctos, y por la sala, en cuyas paredes colgaba una de las más costosas colecciones de arte en manos privadas. Donde un hombre atesoraría un solo Degas, Renoir, Cézanne, el señor Ferraro compraba al por mayor: tenía seis Renoirs, cuatro Degas, cinco Cézannes. Nunca se cansaba de su presencia, pues representaban un ahorro sustancioso en los impuestos de sucesión.
Esta mañana de lunes en particular también era el primero de mayo. La sensación de primavera había llegado con puntualidad a Londres y los gorriones hacían barullo en el polvo. El señor Ferraro también era puntual, pero a diferencia de las estaciones era tan confiable como la hora de Greenwich. Con su secretario de confianza —un hombre llamado Hopkinson— revisó el programa del día. No resultó muy oneroso, pues el señor Ferraro tenía la rara cualidad de saber delegar responsabilidades. Hacía esto con mucha facilidad porque estaba acostumbrado a realizar inspecciones inesperadas, y pobre de aquel empleado que le fallara. Incluso su doctor tenía que someterse a un súbito contrachequeo de un médico rival. «Creo», le dijo a Hopkinson, «que esta tarde me daré una vuelta por Christie’s para ver cómo le va a Maverick». (Maverick estaba empleado como su agente en la compra de cuadros). ¿Qué cosa mejor podría hacerse en una bella tarde de mayo que inspeccionar a Maverick? Agregó: «Llame a la señorita Saunders», y extrajo un archivo personal que ni siquiera Hopkinson estaba autorizado a manejar.
La señorita Saunders se deslizó como un ratón. Daba la impresión de moverse cerca del suelo. Tenía unos treinta años, cabello indeterminado y ojos de un asombroso azul claro, que le daban a su rostro, de otra manera anónimo, parecido a una estatua sagrada. Se la describía en los libros de la firma como «secretaria de confianza adjunta» y sus deberes eran «especiales». Inclusive sus antecedentes eran especiales: había sido cabeza estudiantil en el Convento de Santa Latitudinaria, en Woking, donde había ganado por tres años consecutivos el premio especial de piedad: un pequeño tríptico de Nuestra Señora con fondo de seda azul, forrado de piel florentina y proporcionado por Bums Dates & Washbourne. Tenía también un extenso historial de servicios no remunerados como Hija de María.
—Señorita Saunders —dijo el señor Ferrara—, no encuentro aquí ningún informe de las indulgencias que deben ganarse en junio.
—Aquí lo tengo, señor. Llegué tarde a casa anoche pues había que rezar las Estaciones de la Cruz para la indulgencia plenaria de Santa Etheldreda.
Colocó una lista mecanografiada sobre el escritorio del señor Ferraro: en la primera columna la fecha, en la segunda la iglesia o lugar de peregrinación donde se ganaría la indulgencia, y en la tercera columna, con tinta roja, el número de días ahorrados de los castigos temporales del Purgatorio. El señor Ferrara la leyó cuidadosamente.
—Me da la impresión, señorita Saunders —le dijo—, que está dedicando demasiado tiempo a las categorías menores. Sesenta días aquí, cincuenta días allá. ¿Está segura de no estar perdiendo su tiempo en estas? Una indulgencia de 300 días compensará por muchas de ellas. Me acabo de dar cuenta de que su cálculo para mayo es inferior a sus cifras de abril, y su cálculo para junio es casi tan bajo como el nivel de marzo. Cinco indulgencias plenarias y 1565 días: muy buen trabajo para abril. No quiero que afloje el paso.
—Abril es un mes muy bueno para indulgencias, señor. Tenemos la Semana Santa. En mayo solo podemos depender del hecho de que es el mes de Nuestra Señora. Junio no es muy fructífero, excepto en Corpus Christi. Notará una iglesita polaca en Cambridgeshire…
—Mientras no se le olvide, señorita Saunders, que ninguno de nosotros se está haciendo más joven. Tengo una gran confianza en usted, señorita Saunders. Si estuviera menos ocupado aquí, yo mismo podría hacerme cargo de algunas de estas indulgencias. Espero que le esté prestando mucha atención a las condiciones.
—Por supuesto que lo hago, señor Ferrero.
—¿Cuida siempre de estar en estado de gracia?
La señorita Saunders bajó los ojos: «Eso no es muy difícil en mi caso, señor Ferrero».
—¿Cuál es su programa para hoy?
—Allí lo tiene, señor Ferrero.
—Por supuesto. La iglesia de San Praxted, en Canon Wood. Queda bastante retirada. ¿Tiene que pasarse toda la tarde en una simple indulgencia de sesenta días?
—Fue todo lo que pude encontrar para hoy. Claro que siempre están las indulgencias plenarias en la Catedral. Pero sé qué opina de no repetirlas durante el mismo mes.
—Mi única superstición —dijo el señor Ferrero—. No tiene ninguna base, por supuesto, en las enseñanzas de la Iglesia.
—¿No le gustaría una repetición ocasional para un miembro de su familia, señor Ferrero, quizá su esposa…?
—Se nos enseña, señorita Saunders, a ver primero por nuestras propias almas. Mi esposa debería estar cuidando de sus propias indulgencias —tiene a un excelente consejero jesuita—. Yo la empleo a usted para cuidar de las mías.
—¿No tiene ninguna objeción a Canon Wood?
—Si en realidad es lo mejor que puede hacer. Con tal de que no implique tiempo extra.
—Oh no, señor Ferraro. Una decena del Rosario, eso es todo.
Después de un almuerzo temprano —uno sencillo en un restaurante de carnes en la City y que cerró con un poco de queso Stilton y una copa de excelente oporto—, el señor Ferraro visitó Christie’s. Maverick estaba satisfactoriamente en su puesto, y el señor Ferraro no se molestó en esperar por el Bonnard y el Monet que su agente le había aconsejado comprar. El día seguía cálido y soleado, pero había sonidos confusos que venían de Trafalgar Square y que le recordaron al señor Ferraro que era el Día del Trabajo. Había algo de inapropiado para el sol y las tempranas flores bajo los árboles del parque en estas procesiones de hombres sin corbata portando pancartas deprimentes cubiertas con inscripciones mal hechas. Al señor Ferraro le vino el deseo de tomarse un verdadero día festivo y estuvo a punto de decirle a su chofer que lo llevara a Richmond Park. Pero siempre prefería, de ser posible, combinar los negocios con el placer, y se le ocurrió que si se dirigía ahora a Canon Wood, la señorita Saunders debería estar llegando casi al mismo tiempo para empezar el trabajo vespertino, después de su descanso para almorzar.
Canon Wood era uno de esos suburbios nuevos construidos alrededor de una antigua propiedad. La propiedad era un parque público; la casa, en otro tiempo famosa como el hogar de un ministro menor que sirvió bajo Lord North en tiempos de la rebelión estadounidense, era ahora un museo local, y se había construido una calle sobre la pequeña y airosa cima de colina que fue una vez un campo de cien acres: una agencia de carbón Charrington, la ventana decorada con una gran pepita en una cesta de metal, una de las tiendas Home & Colonial, un cine Odeón, una enorme iglesia anglicana. El señor Ferraro le dijo a su chofer que preguntara el camino a la iglesia católica.
—No hay ninguna aquí —dijo el policía.
—¿La de San Praxted?
—No hay tal lugar.
El señor Ferraro, cual personaje bíblico, sintió que se le aflojaban los intestinos.
—La iglesia de San Praxted, en Canon Wood.
—No existe, señor —dijo el policía. El señor Ferraro se dirigió con lentitud hacia la City. Era la primera vez que supervisaba a la señorita Saunders: tres premios a la piedad habían ganado su confianza. Ahora rumbo a su casa recordó que Hitler había sido educado por los jesuitas, y aun así desesperadamente abrigaba esperanzas.
En su oficina quitó el seguro de la gaveta y sacó el archivo especial. ¿Podría haber confundido Canonbury por Canon Wood? Pero no se había equivocado, y de pronto lo asaltó la terrible duda de qué tan seguido en los últimos tres años la señorita Saunders había traicionado su confianza. (Fue después de un severo ataque de pulmonía hacía tres años cuando la contrató: la idea se le había ocurrido durante los largos insomnios de la convalecencia). ¿Sería posible que no se hubiera ganado ninguna de estas indulgencias? No lo podía creer. Seguramente unos cuantos de ese inmenso total de 36,892 días deberían de ser aún válidos. Pero solo la señorita Saunders podría decirle cuántos. ¿Y qué había estado haciendo en su horario de oficina: en aquellas largas horas de peregrinación? Una vez se había tomado todo un fin de semana en Walsingham.
Llamó al señor Hopkinson, quien no pudo evitar hacer un comentario sobre la palidez del rostro de su patrón. «¿En verdad se siente bien, señor Ferraro?».
—He tenido una tremenda impresión. ¿Puede decirme dónde vive la señorita Saunders?
—Vive con una madre inválida cerca de Westbourne Grave.
—La dirección exacta, por favor.
El señor Ferraro se introdujo en los deprimentes páramos de Bayswater: casonas familiares habían sido convertidas en hoteles privados o por fortuna dinamitadas y transformadas en estacionamientos. En las terrazas de atrás, jóvenes sospechosas se recargaban en los barandales, y una banda callejera tocaba desagradablemente a la vuelta de una esquina. El señor Ferraro encontró la casa, pero no pudo decidirse a tocar el timbre. Se sentó encogido en su Daimler esperando que algo sucediera. ¿Fue acaso la intensidad de su mirada lo que trajo a la señorita Saunders a una ventana superior, una coincidencia o su merecido? Al principio el señor Ferraro pensó que era la calidez del día lo que la hacía estar vestida con tanto descuido cuando deslizó la ventana para abrirla un poco más. Pero entonces un brazo ciñó su cintura, el rostro de un hombre joven miró hacia la calle, una mano corrió una cortina con la familiaridad del hábito. Fue obvio para el señor Ferraro que ni siquiera se habían llenado propiamente las condiciones para una indulgencia.
Si un amigo hubiera podido ver al señor Ferraro esa noche subiendo los escalones de Montagu Square, se habría sorprendido de cómo había envejecido. Era casi como si durante la larga tarde hubiera absorbido aquellos 36,892 días que pensó haberse ahorrado del Purgatorio en los últimos tres años. Las cortinas estaban corridas, las luces encendidas, y sin duda el padre Dewes se servía el primero de sus whiskies vespertinos en la otra sala. El señor Ferraro no tocó el timbre, sino que entró silenciosamente. La tupida alfombra se tragó sus pasos cual arena movediza. No prendió ninguna luz: solo estaba encendida, dispuesta para su uso, una lámpara de pantalla roja en cada habitación y ahora guiaba sus pasos. Los cuadros de la sala le recordaron sus derechos de sucesión: el gran trasero de un Degas surgía por encima de una bañera cual hongo de explosión atómica; el señor Ferraro pasó a la biblioteca: los clásicos encuadernados en piel le recordaron autores muertos. Se sentó en una silla y un leve dolor en el pecho le recordó su pulmonía doble. Estaba tres años más cerca de la muerte que cuando contrató en un principio a la señorita Saunders. Después de un largo rato el señor Ferraro entrelazó los dedos como algunas personas hacen para rezar. En el señor Ferraro era signo de una decisión tomada. Lo peor había pasado: el tiempo se extendió de nuevo frente a él. Pensó: «Mañana me pondré a buscar una secretaria realmente confiable».
[1954]
© Graham Greene: Special Duties (Deberes especiales). Twenty-One Stories, 1954. Traducción de: Emma Julieta Barreiro, Eréndira García Cuadra, Araceli González Santoyo, María de Jesús López Loera, María Elena Monroy Bravo y Marta Verónica Servín Benítez. Asesoría: Nair Ma. Anaya Ferreira. Revisión: Federico Patán