Bajo la suave llovizna estival, Craven pasó junto a la estatua de Aquiles. Acababan de encender las luces, pero ya los coches se apiñaban en dirección de Marble Arch, y los angulosos y calculadores rostros judíos se asomaban a la calle, dispuestos a pasar un buen rato con cualquier cosa que les saliera al paso. Amargamente, Craven pasaba a su lado, con el cuello del impermeable cerrado hasta la garganta; era uno de sus días malos.
Durante todo el trayecto a través del parque se vio obligado a recordar que el amor existía; pero el amor exigía dinero. Un pobre debía conformarse con el placer físico. El amor exigía un buen traje, un coche, un departamento en alguna parte, o un buen hotel. Exigía que lo envolvieran en celofán. Todo el tiempo tenía conciencia de su raída corbata bajo el impermeable, y de sus mangas gastadas; iba con su cuerpo como con alguien a quien odiara (solía tener momentos de felicidad en el salón de lectura del British Museum, pero el cuerpo lo llamaba a la realidad). Sus únicos sentimientos eran algunos recuerdos de feos actos cometidos en los bancos de las plazas. Para la mayoría de la gente, el cuerpo moría demasiado pronto; pero ése no era el inconveniente para Craven, de ningún modo. El cuerpo seguía viviendo; a través de la brillante y metálica lluvia, de paso hacia alguna tribuna, cruzó un hombrecito de negro con una bandera: «El cuerpo renacerá del polvo». Recordó un sueño; un sueño del cual ya había despertado tres veces temblando: estaba solo en el enorme, oscuro y cavernoso cementerio del mundo; el globo terrestre era un panal de muertos, y en el sueño descubría que el cuerpo no se destruye. No hay gusanos, ni disolución. Debajo de la superficie, el mundo está repleto de masas de carne muerta preparada para volver a levantarse con sus verrugas, sus forúnculos y sus erupciones. Después, permanecía tendido en su lecho, recordando —como «anuncios de gran alegría»— que, después de todo, el cuerpo se corrompe.
Con rápido paso, tomó por la calle Edgware; los soldados de la Guardia se paseaban en parejas, como grandes y alargadas bestias lánguidas; dentro de sus pantalones ajustados, sus cuerpos parecían gusanos. Los odiaba, y odiaba su odio porque sabía lo que era: envidia. Sabía que cada uno de ellos tenía un cuerpo mejor que el suyo; la indigestión le consumía el estómago; estaba seguro de que su aliento era repugnante, pero, ¿a quién podía preguntárselo? A veces se perfumaba secretamente, aquí y allá; era uno de los más feos de sus secretos. ¿Por qué le pedían que creyera en la resurrección del cuerpo que él tanto deseaba olvidar? A veces rezaba, de noche (un dejo de creencia religiosa se alojaba en su pecho como un gusano en una nuez), para que por lo menos su cuerpo no resurgiera.
Conocía demasiado bien las calles laterales que cruzaban la calle Edgware; cuando estaba de mal humor, caminaba simplemente hasta cansarse, mirando de reojo su propia imagen en las vidrieras de Salmon y Gluckstein y del A. B. C. Por eso advirtió de inmediato los carteles frente al teatro abandonado de la calle Culpar. No eran muy inusitados, porque a veces la Sociedad Dramática de Barclays Bank alquilaba por una noche el local; otras veces pasaban alguna oscura película con fines comerciales. El teatro había sido construido en 1920 por un optimista que pensó que la baratura del terreno compensaría de sobra la desventaja de que estuviera situado a una milla de distancia de la zona de los teatros. Pero ninguna obra tuvo éxito en él, y pronto el local quedó abandonado, llenándose poco a poco de nidos de ratas y de telarañas. El forro de los asientos no fue nunca renovado; y la única vida del lugar consistía en la temporaria y falsa agitación de alguna obra de aficionados, o de alguna función de beneficencia.
Craven se detuvo y leyó; parecía que todavía había optimistas en 1939, porque sólo el más ciego optimista podía alimentar la esperanza de ganar dinero en ese lugar convirtiéndolo en «El Hogar del Cine Mudo». Se anunciaba la primera temporada de «primitivos» (una expresión snob); no habría nunca una segunda. Bueno, la entrada era barata, y ya que estaba cansado, quizá valiera un chelín meterse en cualquier parte para salir de la lluvia. Craven compró una entrada, y se sumergió en las tinieblas de la platea.
En la profunda oscuridad un piano tintineaba algo que monótonamente recordaba a Mendelssohn; Craven se sentó en un asiento lateral, e inmediatamente tuvo conciencia del vacío que lo rodeaba. No, no habría una segunda temporada. En la pantalla, una mujer voluminosa con una especie de toga se retorcía las manos, y luego se dirigía hacia un diván, bamboleándose con extraños movimientos y sacudidas. Allí se sentó, y se quedó mirando desesperadamente hacia adelante, como un perro ovejero, a través de su pelo, suelto, oscuro y acordonado. A veces parecía disolverse definitivamente en puntos, lucecitas y líneas onduladas. Un subtítulo decía: «Pompilia, traicionada por su amante Augusto, trata de poner fin a sus desdichas».
Por fin Craven comenzó a ver un confuso desierto de plateas. No había más de veinte personas en el local; unas cuantas parejas que murmuraban con las cabezas juntas, y unos cuantos hombres solitarios que llevaban como él el mismo uniforme del impermeable barato. Estaban diseminados a intervalos, como cadáveres; y nuevamente volvió la obsesión de Craven, el dolor de muelas del terror. Pensó angustiado: «Estoy enloqueciendo; los demás no sienten estas cosas». Hasta un teatro abandonado le recordaba esas interminables cavernas donde los cadáveres esperan la resurrección.
«Esclavo de la pasión, Augusto pide más vino».
Un obeso y maduro actor teutón yacía sobre un codo en un diván, abrazado a una vasta mujer. La Canción de Primavera tintineaba ineptamente, y la pantalla fluctuaba como una indigestión. Alguien se acercó tanteando en la oscuridad, tropezando con las rodillas de Craven; era un hombre bajo. Craven experimentó la desagradable sensación de una larga barba que le acariciaba la boca. Luego oyó un profundo suspiro, mientras el recién llegado se ubicaba en el asiento contiguo; en la pantalla los acontecimientos habían adelantado con tal rapidez que Pompilia ya se había matado con un puñal —por lo menos, eso supuso Craven— y yacía inmóvil y opulenta entre sus lacrimosas esclavas.
Una voz fatigada y baja suspiró cerca de la oreja de Craven:
—¿Qué pasó? ¿Está durmiendo?
—No. Está muerta.
—¿Asesinada? —preguntó la voz, con intenso interés.
—No creo. Se suicidó.
Nadie chistó; nadie estaba tan interesado como para reprochar una conversación; los espectadores yacían en sus diversos asientos en actitudes de cansada distracción.
La película no terminaba allí; había que considerar todavía ciertas criaturas; ¿continuaría todo en la segunda generación? Pero el hombrecito barbudo sentado junto a Craven sólo parecía interesarse en la muerte de Pompilia. El hecho de haber entrado en ese momento parecía fascinarlo. Craven oyó dos veces la palabra «coincidencia»; el viejo siguió hablando solo, con voz baja y anhelante. «Pensándolo bien, ¡qué absurdo!», y luego: «nada de sangre». Craven no escuchaba; seguía sentado con las manos apretadas entre las rodillas, analizando el hecho que tantas veces había considerado: que corría el riesgo de volverse loco. Tenía que hacer un esfuerzo, tomarse unas vacaciones, ver a un médico (Dios sabía qué infección corría por sus venas). Advirtió que su vecino le hablaba.
—¿Qué? —le preguntó impaciente—. ¿Qué decía?
—Que usted no puede imaginarse la cantidad de sangre que habría.
—¿A qué se refiere?
Cuando el hombre le hablaba, lo rociaba con su aliento húmedo. Había en su voz una pequeña burbuja, algo como un impedimento.
—Cuando uno mata a un hombre… —dijo.
—Ésta era una mujer —dijo Craven con impaciencia.
—Es lo mismo.
—Y esto no tiene nada que ver con un asesinato, por otra parte.
—No importa.
Parecían haberse internado en una absurda e insensata disputa en la oscuridad.
—Yo sé, ¿sabe? —dijo el barbudo con un tono de enorme orgullo.
—¿Sabe qué?
—Cómo son esas cosas —dijo con cautelosa ambigüedad.
Craven se volvió y trató de verlo más claramente. ¿Estaría loco? ¿Sería esto un anuncio de lo que podía ocurrirle a él? ¿Algún día se dedicaría a murmurar palabras incomprensibles a los desconocidos en los cinematógrafos? Mientras trataba de seguir la película, pensó: «No, por Dios, no me volveré loco todavía. No me volveré loco nunca». No podía distinguir nada, excepto la mancha negra del cuerpo de su vecino, como una bolsa. El hombre había empezado nuevamente a hablar consigo mismo. Decía: «Charla, tanta charla. Dirán que fue por las cincuenta libras. Pero es mentira. Hay motivos y motivos. Siempre se conforman con el primer motivo. No buscan nunca más allá. Treinta años de motivos. Son tan simples», agregó finalmente con el mismo tono de anhelante ilimitado orgullo. Así que esto era la locura. Mientras pudiera darse cuenta de ello sería cuerdo… relativamente hablando. No tan cuerdo quizá como los judíos del parque o los guardias de la calle Edgware, pero más cuerdo que esto. Era como un mensaje de estímulo, mientras el piano seguía tintineando.
Luego el hombrecito se volvió hacia él y nuevamente lo roció: «¿Se mató, dice usted? Pero, ¿quién puede saberlo? No basta saber qué mano sostenía el cuchillo». Repentina y confiadamente apoyó su mano sobre la de Craven; una mano húmeda y pegajosa. Al comprender el posible significado de sus palabras, Craven dijo horrorizado:
—¿De qué está usted hablando?
—Yo sé —insistió el hombrecito—. Un hombre en mi posición llega a saber casi todo.
—¿Cuál es su posición? —dijo Craven, sintiendo sobre la suya la mano pegajosa; quizá se estaba portando como un histérico; después de todo, había decenas de explicaciones; podía ser alquitrán.
—Una posición que a usted le parecería bastante desesperada.
A veces, la voz se le ahogaba completamente en la garganta. Algo incomprensible había ocurrido en la pantalla; quita uno un momento la mirada de esas películas antiguas, y el argumento avanza hasta volverse irreconocible. Sólo los actores se movían lentamente y a sacudidas. Una joven en camisón parecía llorar en brazos de un centurión romano: Craven no había visto antes a ninguno de los dos. «No temo a la muerte, Lucio, en tus brazos».
El hombrecito comenzó a reírse burlonamente, con aire de entendido. Otra vez hablaba solo. Hubiera sido fácil no prestarle ninguna atención, si no hubiera sido por esa mano pegajosa que ahora había retirado. Parecía estar tanteando el asiento frente a él. Tenía la costumbre de dejar caer la cabeza repentinamente hacía un costado como un retardado. Dijo clara e insólitamente: «La tragedia de Bayswater».
—¿Qué es eso? —preguntó con sequedad Graven. Había visto esas palabras en un diario, antes de cruzar el parque.
—¿Qué?
—Eso de la tragedia.
—Pensar que a Cullen Mews lo llaman Bayswater.
De pronto, el hombrecito comenzó a toser, volviendo la cara hacia Craven y tosiéndole encima; parecía una venganza. Luego dijo con voz cascada:
—¿Dónde está? Mi paraguas.
Se levantó del asiento.
—Usted no tenía paraguas.
—Mi paraguas —repitió—. Mi… —y pareció perder definitivamente la palabra. Salió tropezando con las rodillas de Craven.
Craven lo dejó salir, pero antes de que tuviera tiempo de llegar hasta las ondulantes y polvorientas cortinas de la salida, la pantalla apareció vacía e iluminada; la película se había cortado, y alguien encendió inmediatamente una araña cubierta de tierra, que pendía en medio de la sala. La luz era suficiente para que Craven pudiera ver las manchas de sus manos. Esto no era histeria; esto era un hecho. No estaba loco; había estado sentado al lado de un loco que en algún lugar… ¿cómo se llamaba, Colon, Collin…? Craven se levantó de un salto y salió; la cortina negra le golpeó la cara. Pero ya era demasiado tarde; el hombre se había ido, y tenía tres esquinas para elegir. Eligió en cambio una casilla telefónica y marcó, con una sensación curiosa de cordura y decisión, el 999.
No tardó más de dos minutos en dar con la sección que buscaba. Se mostraron interesados y muy atentos. Sí había habido un crimen en Cullen Mews. Habían degollado a un hombre de oreja a oreja con un cuchillo de cortar pan; un crimen horrible. Craven empezó a decirles que había estado sentado al lado del asesino en un cinematógrafo; no podía ser otra persona; todavía tenía las manos manchadas de sangre; y mientras hablaba, recordó con repugnancia la barba húmeda. Pero la voz de Scotland Yard lo interrumpió.
—¡Oh, no! —decía—, tenemos al asesino… de eso no cabe duda ninguna. Es el cadáver, lo que ha desaparecido.
Craven colgó el receptor. Se dijo en voz alta: «¿Por qué tenía que sucederme esto a mí? ¿Por qué a mí?». Volvió a penetrar en el horror de su sueño; la escuálida y oscura calle era uno de los innumerables túneles que comunicaban las tumbas donde los cuerpos imperecederos yacían.
«Fue un sueño», se dijo, y al apoyarse en la pared vio en el espejo, arriba del teléfono, su propia cara rociada por diminutas gotitas de sangre, como el rocío de un perfumero. Comenzó a gritar.
—No quiero volverme loco. No quiero volverme loco. Estoy en mis cabales. No quiero volverme loco.
Una pequeña multitud empezó a reunirse, y pronto acudió un policía.
Ficha bibliográfica
Autor: Graham Greene
Título: Una salita cerca de la calle Edgware
Título original: A Little Place off the Edgware Road
Publicado en: 19 Stories (1947)
Traducción: J. R. Wilcock
[Relato completo]