«La ajorca de oro,» relato de Gustavo Adolfo Bécquer, transcurre en la mágica y antigua ciudad de Toledo. Allí, Pedro Alfonso de Orellana se enamora intensamente de María Antúnez, una mujer de belleza hipnótica y caprichosa. Ella, perturbada por un deseo obsesivo, confiesa a Pedro su anhelo imposible: poseer la ajorca de oro que adorna el brazo de la Virgen del Sagrario en la catedral. Consumido por su amor y dispuesto a todo por ella, Pedro se enfrenta a sus miedos y supersticiones para robar la valiosa joya. La misión lo lleva de noche a la majestuosa y aterradora catedral de Toledo, donde las sombras y figuras de piedra parecen cobrar vida.
La ajorca de oro
Gustavo Adolfo Bécquer
(Cuento completo)
(Leyenda toledana)
I
Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo, hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.
Él la amaba; la amaba con ese amor que no conoce freno ni límites; la amaba con ese amor en que se busca un goce y sólo se encuentran martirios, amor que se asemeja a la felicidad y que, no obstante, diríase que lo infunde el cielo para la expiación de una culpa.
Ella era caprichosa, caprichosa y extravagante, como todas las mujeres del mundo; él, supersticioso, supersticioso y valiente, como todos los hombres de su época. Ella se llamaba María Antúnez; él, Pedro Alfonso de Orellana. Los dos eran toledanos, y los dos vivían en la misma ciudad que los vio nacer.
La tradición que refiere esta maravillosa historia, acaecida hace muchos años, no dice nada más acerca de los personajes que fueron sus héroes.
Yo, en mi calidad de cronista verídico, no añadiré ni una sola palabra de mi cosecha para caracterizarlos mejor.
II
Él la encontró un día llorando, y le preguntó:
—¿Por qué lloras?
Ella se enjugó los ojos, lo miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar.
Pedro, entonces, acercándose a María le tomó una mano, apoyó el codo en el pretil árabe desde donde la hermosa miraba pasar la corriente del río y tornó a decirle:
—¿Por qué lloras?
El Tajo se retorcía gimiendo al pie del mirador, entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial. El sol transponía los montes vecinos; la niebla de la tarde flotaba como un velo de gasa azul, y sólo el monótono ruido del agua interrumpía el alto silencio.
María exclamó:
—No me preguntes por qué lloro, no me lo preguntes, pues ni yo sabré contestarte ni tú comprenderme. Hay deseos que se ahogan en nuestra alma de mujer, sin que los revele más que un suspiro; ideas locas que cruzan por nuestra imaginación, sin que ose formularlas el labio; fenómenos incomprensibles de nuestra naturaleza misteriosa, que el hombre no puede ni aun concebir. Te lo ruego, no me preguntes la causa de mi dolor; si te la revelase, acaso te arrancaría una carcajada.
Cuando estas palabras expiraron, ella tornó a inclinar la frente y él a reiterar sus preguntas.
La hermosa, rompiendo al fin su obstinado silencio, dijo a su amante con voz sorda y entrecortada:
—Tú lo quieres; es una locura que te hará reír, pero no importa; te lo diré, puesto que lo deseas. Ayer estuve en el templo. Se celebraba la fiesta de la Virgen: su imagen, colocada en el altar mayor sobre un escabel de oro, resplandecía como un ascua de fuego; las notas del órgano temblaban, dilatándose de eco en eco por el ámbito de la iglesia, y en el coro los sacerdotes entonaban el Salve Regina. Yo rezaba, rezaba absorta en mis pensamientos religiosos, cuando maquinalmente levanté la cabeza y mi vista se dirigió al altar. No sé por qué mis ojos se fijaron, desde luego, en la imagen; digo mal; en la imagen, no; se fijaron en un objeto que, hasta entonces, no había visto, un objeto que, sin que pudiese explicármelo, llamaba sobre sí toda mi atención… No te rías…; aquel objeto era la ajorca de oro que tiene la madre de Dios en uno de los brazos en que descansa su divino Hijo… Yo aparté la vista y torné a rezar… ¡Imposible! Mis ojos se volvían involuntariamente al mismo punto. Las luces del altar, reflejándose en las mil facetas de sus diamantes, se reproducían de una manera prodigiosa. Millones de chispas de luz rojas y azules, verdes y amarillas, volteaban alrededor de las piedras como un torbellino de átomos de fuego, como una vertiginosa ronda de esos espíritus de las llamas que fascinan con su brillo y su increíble inquietud… Salí del templo, vine a casa, pero vine con aquella idea fija en la imaginación. Me acosté para dormir; no pude… Pasó la noche, eterna, con aquel pensamiento… Al amanecer se cerraron mis párpados, y, ¿lo creerás?, aun en el sueño veía cruzar, perderse y tornar de nuevo una mujer, una mujer morena y hermosa, que llevaba la joya de oro y pedrería; una mujer, sí, porque no era ya la Virgen que yo adoro y ante quien me humillo; era una mujer, otra mujer como yo, que me miraba y se reía mofándose de mí. «¿La ves? —Parecía decirme, mostrándome la joya—. ¡Cómo brilla! Parece un círculo de estrellas arrancadas del cielo de una noche de verano. ¿La ves? Pues no es tuya, no lo será nunca, nunca… Tendrás acaso otras mejores, más ricas, si es posible; pero ésta, ésta, que resplandece de un modo tan fantástico, tan fascinador…, nunca…, nunca…». Desperté; pero con la misma idea fija aquí, entonces como ahora, semejante a un clavo ardiendo, diabólica, incontrastable, inspirada sin duda por el mismo Satanás… ¿Y qué…? Callas, callas y doblas la frente… ¿No te hace reír mi locura?
Pedro, con un movimiento convulsivo, oprimió el puño de su espada, levantó la cabeza que, en efecto, había inclinado, y dijo con voz sorda:
—¿Qué Virgen tiene esa presea?
—La del Sagrario —murmuró María.
—¡La del Sagrario! —repitió el joven con acento de terror—. ¡La del Sagrario de la Catedral…!.
Y en sus facciones se retrató un instante el estado de su alma, espantada de una idea.
—¡Ah! ¿Por qué no la posee otra Virgen? —prosiguió con acento enérgico y apasionado—. ¿Por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo…, yo, que he nacido en Toledo, imposible, imposible.
—¡Nunca! —murmuró María con voz casi imperceptible—. ¡Nunca!
Y siguió llorando.
Pedro fijó una mirada estúpida en la corriente del río; en la corriente, que pasaba y pasaba sin cesar ante sus extraviados ojos, quebrándose al pie del mirador, entre las rocas sobre que se asienta la ciudad imperial.
III
¡La catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantescas palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha prestado el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.
Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas, donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.
Figuraos un mundo de piedra, inmenso como el espíritu de nuestra religión, sombrío como sus tradiciones, enigmático como sus parábolas, y todavía no tendréis una idea remota de ese eterno monumento del entusiasmo y la fe de nuestros mayores, sobre el que los siglos han derramado a porfía el tesoro de sus creencias, de su inspiración y de sus artes.
En su seno viven el silencio, la majestad, la poesía del misticismo y un santo horror que defiende sus umbrales contra los pensamientos mundanos y las mezquinas pasiones de la tierra. La consunción material se alivia respirando el aire puro de las montañas; el ateísmo debe curarse respirando su atmósfera de fe.
Pero si grande, si imponente se presenta la catedral a nuestros ojos a cualquiera hora que se penetra en su recinto misterioso y sagrado, nunca produce una impresión tan profunda como en los días en que despliega todas las galas de su pompa religiosa, en que sus tabernáculos se cubren de oro y pedrería; sus gradas, de alfombras, y sus pilares, de tapices.
Entonces, cuando arden despidiendo un torrente de luz sus mil lámparas de plata; cuando flota en el aire una nube de incienso, y las voces del coro y la armonía de los órganos y las campanas de la torre estremecen el edificio desde sus cimientos más profundos hasta las más altas agujas que le coronan, entonces es cuando se comprende, al sentirla, la tremenda majestad de Dios, que vive en él, y lo anima con su soplo, y lo llena con el reflejo de su omnipotencia.
El mismo día en que tuvo lugar la escena que acabamos de referir se celebraba en la catedral de Toledo el último de la magnífica octava de la Virgen.
La fiesta religiosa había traído a ella una multitud inmensa de fieles; pero ya ésta se había dispersado en todas direcciones, ya se habían apagado las luces de las capillas y del altar mayor, y las colosales puertas del templo habían rechinado sobre sus goznes para cerrarse detrás del último toledano, cuando de entre las sombras, y pálido, tan pálido como la estatua de la tumba en que se apoyó un instante mientras dominaba su emoción, se adelantó un hombre que vino deslizándose con el mayor sigilo hasta la verja del crucero. Allí, la claridad de una lámpara permitía distinguir sus facciones.
Era Pedro.
¿Qué había pasado entre los dos amantes para que se arrestara, al fin, a poner por obra una idea que sólo al concebirla se habían erizado sus cabellos de horror? Nunca pudo saberse. Pero él estaba allí, y estaba allí para llevar a cabo su criminal propósito. En su mirada inquieta, en el temblor de sus rodillas, en el sudor que corría en anchas gotas por su frente, llevaba escrito su pensamiento.
La catedral estaba sola, completamente sola y sumergida en un silencio profundo. No obstante, de cuando en cuando se percibían como unos rumores confusos: chasquidos de madera tal vez, o murmullos del viento, o, ¿quién sabe?, acaso ilusión de la fantasía, que oye y ve y palpa en su exaltación lo que no existe; pero la verdad era que ya cerca, ya lejos, ora a sus espaldas, ora a su lado mismo, sonaban como sollozos que se comprimen, como roce de telas que se arrastran, como rumor de pasos que van y vienen sin cesar.
Pedro hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y subió la primera grada de la capilla mayor. Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan todos por toda una eternidad. «¡Adelante!», murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían clavado en el pavimento. Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror: el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales.
Por un momento creyó que una mano fría y descarnada lo sujetaba en aquel punto con una fuerza invencible. Las moribundas lámparas, que brillaban en el fondo de las naves como estrellas perdidas entre las sombras, oscilaron a su vista, y oscilaron las estatuas de los sepulcros y las imágenes del altar, y osciló el templo todo, con sus arcadas de granito y sus machones de sillería.
«¡Adelante!», volvió a exclamar Pedro como fuera de sí, y se acercó al ara; y trepando por ella subió hasta el escabel de la imagen. Todo alrededor suyo se revestía de formas quiméricas y horribles; todo era tinieblas o luz dudosa, más imponente aún que la oscuridad. Sólo la reina de los cielos, suavemente iluminada por una lámpara de oro, parecía sonreír tranquila, bondadosa y serena en medio de tanto horror.
Sin embargo, aquella sonrisa muda e inmóvil que le tranquilizara un instante concluyó por infundirle temor, un temor más extraño, más profundo que el que hasta entonces había sentido.
Tornó empero a dominarse, cerró los ojos para no verla, extendió la mano, con un movimiento convulsivo, y le arrancó la ajorca; la ajorca de oro, piadosa ofrenda de un santo arzobispo; la ajorca de oro cuyo valor equivalía a una fortuna.
Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y Pedro tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores temerosos y extraños.
Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios.
La catedral estaba llena de estatuas; estatuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia y le miraban con sus ojos sin pupila.
Santos, monjes, ángeles, demonios, guerreros, damas, pajes, cenobitas y villanos se rodeaban y confundían en las naves y en el altar. A sus pies oficiaban, en presencia de los reyes, de hinojos sobre sus tumbas, los arzobispos de mármol que él había visto otras veces inmóviles sobre sus lechos mortuorios, mientras que, arrastrándose por las losas, trepando por los machones, acurrucados en los doseles, suspendidos en las bóvedas, pululaban, como los gusanos de un inmenso cadáver, todo un mundo de reptiles y alimañas de granito, quiméricos, deformes, horrorosos.
Ya no pudo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.
Cuando al otro día los dependientes de la iglesia lo encontraron al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse exclamó con una estridente carcajada:
—¡Suya, suya!
El infeliz estaba loco.
FIN
Guía de apoyo a la lectura: La ajorca de oro, resumen y análisis
Resumen de La ajorca de oro de Gustavo Adolfo Bécquer
María Antúnez, una mujer de belleza fascinante y misteriosa, y Pedro Alfonso de Orellana, un hombre supersticioso y valiente, son dos toledanos que comparten una intensa historia de amor. Esta relación se caracteriza por una pasión desmedida que supera cualquier límite, llevando a ambos a situaciones extremas.
Un día, Pedro encuentra a María llorando y, aunque ella inicialmente se resiste a contarle la razón de su tristeza, finalmente revela su obsesión: una ajorca de oro, un brazalete adornado con diamantes, colocado en el brazo de la Virgen del Sagrario en la catedral de Toledo. María describe cómo esta joya la ha fascinado desde el momento en que la vio durante una celebración religiosa. Aunque intenta apartar ese pensamiento, la imagen de la ajorca la persigue incluso en sueños, provocándole una mezcla de deseo y frustración.
Pedro, al escuchar la confesión de María, se siente dividido entre su amor por ella y su devoción a la Virgen del Sagrario, la santa patrona de Toledo. Sin embargo, la intensidad de sus sentimientos hacia María lo lleva a considerar un acto sacrílego: robar la ajorca de oro de la catedral.
La noche siguiente, Pedro se aventura en la catedral de Toledo, un majestuoso y oscuro recinto que impone respeto y temor. Con sigilo y dominado por la adrenalina, logra acercarse al altar mayor, donde está la imagen de la Virgen. A pesar de sentir una profunda inquietud y de escuchar rumores y pasos que parecen provenir de las sombras, Pedro consigue arrancar la ajorca del brazo de la Virgen.
Sin embargo, el ambiente se torna cada vez más opresivo y terrorífico. Las estatuas de santos, reyes y demonios que adornan la catedral parecen cobrar vida, observándolo con miradas vacías y ominosas. Pedro, asustado por estas visiones, pierde el control y grita desesperado antes de desmayarse.
Al día siguiente, los sacristanes encuentran a Pedro inconsciente al pie del altar, aún aferrado a la ajorca de oro. Al despertar, Pedro lanza una risa histérica y exclama que la joya es de la Virgen, dejando claro que el impacto de su acto ha quebrado su mente. El joven ha perdido la cordura, mostrando que su amor desmedido y su transgresión le han llevado a un destino trágico.
Personajes de La ajorca de oro de Gustavo Adolfo Bécquer
María Antúnez: María es el epicentro del conflicto en «La ajorca de oro». Descrita como una mujer de belleza sobrenatural y peligrosa, su carácter caprichoso y extravagante contrasta con su aparente fragilidad emocional. Su obsesión por la ajorca de oro revela una profunda insatisfacción y deseo de poseer lo inalcanzable. Esta fijación se convierte en una fuerza que domina su mente, incapaz de deshacerse del pensamiento de la joya, hasta el punto de afectar su salud mental y emocional. María representa la tentación y la capacidad de inducir al pecado a través de sus deseos aparentemente irracionales pero intensamente humanos.
Pedro Alfonso de Orellana: Pedro es un hombre de su tiempo, marcado por la superstición y la valentía. Su amor por María es tan intenso que está dispuesto a cometer un acto sacrílego para satisfacer su deseo. La lucha interna de Pedro entre su devoción religiosa y su amor apasionado lo lleva a un punto de quiebre. Su carácter supersticioso lo hace susceptible a las visiones y al ambiente opresivo de la catedral, lo que eventualmente lo lleva a la locura. Pedro simboliza la lucha entre el deber religioso y la pasión humana, y su caída en la locura refleja las consecuencias de ceder a deseos prohibidos.
La Virgen del Sagrario: Aunque no es un personaje con voz propia, la Virgen del Sagrario juega un papel crucial en la trama. La imagen de la Virgen, adornada con la ajorca de oro, es el objeto del deseo de María y el catalizador de la acción de Pedro. Representa la pureza y la santidad, y su violación por parte de Pedro es un acto de sacrilegio que desencadena su caída. La Virgen es el símbolo de lo inalcanzable y lo sagrado, cuya transgresión tiene consecuencias devastadoras.
Análisis de La ajorca de oro de Gustavo Adolfo Bécquer
«La ajorca de oro» de Gustavo Adolfo Bécquer es una narración que se desarrolla en la histórica ciudad de Toledo, un lugar cargado de simbolismo religioso y arquitectónico que contribuye significativamente a la atmósfera de la historia. La catedral de Toledo, con su majestuosidad y su oscura y opresiva atmósfera, actúa no solo como un escenario físico sino también como un reflejo de la tensión interna y el conflicto moral de los personajes. La descripción detallada de la catedral y su ambiente, llena de sombras y luces vacilantes, crea un marco perfecto para la historia de deseo y transgresión que se despliega.
El narrador de «La ajorca de oro» se presenta como un cronista verídico, una figura que pretende ofrecer un relato objetivo y detallado de los acontecimientos. Este enfoque proporciona una capa de autenticidad y realismo a la leyenda, al mismo tiempo que permite a Bécquer explorar los límites entre lo real y lo sobrenatural. La voz del narrador es serena y descriptiva, lo que contrasta eficazmente con la creciente ansiedad y locura de los personajes principales, especialmente Pedro.
Uno de los temas destacados en «La ajorca de oro» es la obsesión y sus consecuencias destructivas. La fijación de María con la joya de la Virgen desencadena una serie de eventos que culminan en la locura de Pedro. Este tema se entrelaza con el conflicto entre el deseo humano y la moral religiosa. La transgresión de Pedro, al robar un objeto sagrado, subraya las tensiones entre la devoción religiosa y los impulsos terrenales. Bécquer utiliza este conflicto para explorar las profundidades de la psicología humana y las fuerzas que pueden llevar a una persona a desafiar las normas sociales y religiosas.
El estilo de Bécquer en esta narración es característicamente romántico, con un lenguaje rico en imágenes y simbolismo. La prosa es fluida y evocadora, llena de descripciones que capturan tanto la belleza como el terror de los escenarios y situaciones. El autor utiliza un tono melancólico y a menudo ominoso, lo que contribuye a la sensación de fatalidad que permea la historia. El ritmo de la narración es pausado al principio, con descripciones detalladas y un desarrollo gradual de la tensión, pero se acelera considerablemente a medida que Pedro se acerca a su acto de transgresión y sus consecuencias.
Bécquer emplea diversas técnicas literarias para contar su historia, entre ellas el uso del simbolismo y la personificación. La catedral y sus estatuas parecen cobrar vida, reflejando el estado mental perturbado de Pedro. El contraste entre la luz y la oscuridad en las descripciones del entorno crea una atmósfera de suspense y anticipación. Además, Bécquer utiliza la técnica de la visión subjetiva para mostrar el deterioro mental de Pedro, permitiendo a los lectores experimentar su creciente desesperación y terror.
El contexto histórico y cultural en el que fue escrita «La ajorca de oro» también influye profundamente en su contenido y temática. En la España del siglo XIX, la religión católica tenía una presencia dominante en la vida cotidiana y cultural. La transgresión de Pedro adquiere una mayor resonancia cuando se considera la importancia de la Virgen del Sagrario para los toledanos y la santidad atribuida a los objetos religiosos. Bécquer, escribiendo en el contexto del Romanticismo, utiliza estas referencias culturales para explorar los límites del deseo y el pecado, y las consecuencias del desafío a lo sagrado.
«La ajorca de oro» es una narrativa que se destaca no solo por su trama intrigante, sino también por su profunda exploración de los aspectos más oscuros de la psicología humana. El relato se sumerge en los dilemas morales y las obsesiones que pueden consumir a una persona, mostrando cómo el deseo puede llevar a la destrucción. La fijación de María con la ajorca de oro y la consiguiente locura de Pedro ilustran la capacidad del deseo para corromper y distorsionar la realidad. Este tema, común en la obra de Bécquer, resuena profundamente con la sensibilidad romántica de su tiempo, que a menudo exploraba los extremos de la emoción y la psique humana.
El estilo de Bécquer, con su lenguaje rico y evocador, permite al lector no solo imaginar, sino sentir la opresión y el horror que envuelven a los personajes. Las descripciones detalladas y las imágenes vívidas crean una experiencia de lectura inmersiva, transportando al lector al corazón de la catedral y al centro de la tormenta emocional de Pedro. El uso del simbolismo y la personificación añade capas de significado, haciendo que cada elemento del cuento contribuya al desarrollo de la atmósfera y la narrativa.
En última instancia, «La ajorca de oro» es una meditación sobre los límites entre el sagrado y el profano, entre la devoción y la obsesión. La historia de Pedro y María es una advertencia sobre los peligros de permitir que el deseo y la ambición desborden la razón y la moralidad. Al final del cuento, la locura de Pedro no solo es una consecuencia de su acto sacrílego, sino también una manifestación del poder destructivo del deseo no controlado.
Para que público se recomienda La ajorca de oro de Gustavo Adolfo Bécquer
«La ajorca de oro» es un cuento que, por su complejidad temática y su atmósfera de misterio y tensión, se recomienda principalmente para adolescentes y adultos. La profundidad de los temas abordados, como la obsesión, la transgresión moral y las consecuencias del deseo desenfrenado, requiere una madurez emocional y una capacidad de reflexión que suelen estar más desarrolladas en lectores mayores.
Para los adolescentes, especialmente aquellos interesados en la literatura gótica o romántica, el cuento puede ser una introducción fascinante a estos géneros. La narrativa de Bécquer, con sus descripciones detalladas y su rica atmósfera, puede captar la atención de jóvenes lectores que buscan historias más oscuras y psicológicamente complejas. Además, la exploración de conflictos internos y dilemas morales resonará con muchos adolescentes que están comenzando a navegar por sus propios sentimientos y valores.
Para los adultos, «La ajorca de oro» ofrece una lectura profunda y reflexiva. La complejidad de los personajes y las sutilezas de la narrativa permiten múltiples niveles de interpretación, desde una simple historia de amor y locura hasta una meditación más amplia sobre la naturaleza humana y la lucha entre el bien y el mal. Los adultos pueden apreciar plenamente la maestría de Bécquer en la creación de una atmósfera envolvente y su habilidad para tejer temas universales en una narrativa histórica y culturalmente rica.
Sin embargo, para niños pequeños, el cuento puede ser demasiado oscuro y complejo. La atmósfera opresiva de la catedral, la descripción de la locura de Pedro y los elementos sobrenaturales pueden resultar demasiado intensos para lectores más jóvenes, que podrían no captar completamente los matices de la historia. Además, la prosa detallada y el lenguaje sofisticado de Bécquer pueden ser difíciles de seguir para los niños que aún están desarrollando sus habilidades de lectura.