H. G. Wells: El bacilo robado

«El bacilo robado», cuento de H. G. Wells publicado en 1894, es un relato que combina elementos de suspenso y humor negro. Un bacteriólogo recibe en su laboratorio a un misterioso hombre, que se muestra muy interesado en el trabajo que desarrolla el científico, especialmente en aquellos microorganismos que pudieran ser potencialmente letales. El bacteriólogo le indica que en su laboratorio hay cepas de organismos muy peligrosos, como la bacteria del cólera, que si fuera depositada en los suministros de agua podría generar una gran mortandad entre la población. Con esta información, en un descuido del científico, su visitante, quien se revela como un anarquista, roba el frasco donde está la cepa del cólera con la intención de liberarla en la ciudad de Londres, para causar una epidemia devastadora. Al darse cuenta, el bacteriólogo inicia una precipitada carrera para detenerlo.

H. G. Wells - El bacilo robado

El bacilo robado

H. G. Wells
(Cuento completo)

—Y esto —dijo el bacteriólogo deslizando un portaobjetos en el microscopio—, es una preparación del célebre bacilo del cólera, el germen del cólera.

El hombre de facciones pálidas miró por el microscopio. Evidentemente no estaba acostumbrado a ello, ya que se tapó el otro ojo con una mano fláccida.

—No veo nada —dijo.

—Ajuste este tornillo —dijo el bacteriólogo—. Tal vez el microscopio no esté enfocado para usted. Las vistas varían mucho. Gírelo un poco en uno u otro sentido.

—¡Ah! Ya veo —dijo el visitante—. En realidad no hay mucho que ver. Pequeños trazos y retazos de color rosa. ¡Y no obstante esas partículas, esas insignificancias, pueden multiplicarse y devastar una ciudad! ¡Maravilloso!

Se alzó y, sacando el portaobjetos del microscopio, lo miró al trasluz.

—Casi invisibles —dijo, mirando la preparación. Dudó—: ¿Están… vivos? ¿Son peligrosos ahora?

—Están muertos y coloreados —dijo el bacteriólogo—. En lo que a mí respecta, desearía que pudiésemos matar y colorear a todos los existentes.

—Supongo —dijo el hombre pálido con una débil sonrisa— que usted no debe tenerlos vivos, en estado activo.

—Al contrario, estoy obligado a tenerlos —dijo el bacteriólogo—. Aquí, por ejemplo —atravesó la habitación, y tomó un tubo de ensayo cerrado—, aquí están vivos. Éste es un cultivo de la bacteria de esa enfermedad. Por decirlo así, es cólera embotellado.

—Es algo muy mortífero para tenerlo —dijo su interlocutor, mientras una expresión de satisfacción aparecía por un momento en su rostro y devoraba el tubo con la vista. El bacteriólogo se dio cuenta del morboso placer en la expresión de su visitante, de este hombre que lo había venido a visitar con una carta de recomendación de un viejo amigo. Tal vez fuera natural que ante una persona evidentemente tan impresionable por el aspecto letal del tópico, le hablase en la forma más truculenta.

—Sí, aquí está la pestilencia aprisionada. —Alzó el tubo pensativamente—. Tan sólo tiene uno que romper un pequeño tubo como éste dentro de las reservas de agua de una ciudad, y decirles a esas partículas de vida tan diminutas que uno necesita examinarlas con los microscopios más potentes tan sólo para verlas, y que uno no puede olerlas ni gustarlas: id, creced y multiplicaos y llenad las cisternas; y la muerte, una muerte misteriosa e indescifrable, rápida y terrible, llena de dolor y de indignidad, sería soltada sobre la ciudad para ir de aquí para allá buscando sus víctimas. Aquí arrebatará a la mujer su marido, a la madre su hijo; allí al estadista de sus deberes y al trabajador de sus preocupaciones. Seguirá las cañerías, deslizándose a lo largo de las calles, eligiendo y atacando a una casa aquí y a otra allí, en los lugares en los que no hiervan el agua que beban; filtrándose a los pozos de aguas minerales, depositándose en los alimentos al ser lavados y permaneciendo durmiente en el hielo. Esperará a ser bebido en los abrevaderos, y por los niños incautos en las fuentes públicas. Será absorbido por el suelo para volver a aparecer en las fuentes y manantiales, en un millar de lugares inesperados. Échelos en los depósitos de agua, y antes de que podamos aislarlo y eliminarlo habrá diezmado a la metrópoli.

Dejó de hablar abruptamente. Le habían advertido que la retórica era el peor de sus defectos.

—Pero aquí está seguro, ¿sabe? Seguro.

El hombre pálido asintió con la cabeza. Sus ojos brillaban. Se aclaró la garganta:

—Esos… viles anarquistas —dijo— son tontos. Tontos y ciegos, al usar bombas cuando se puede conseguir esta cosa. Creo…

Una discreta llamada, un simple toque con las uñas, sonó en la puerta. El bacteriólogo la abrió.

—Un momento tan sólo, querido —le susurró su mujer.

Salió. Cuando volvió a entrar en el laboratorio, el visitante estaba mirando el reloj.

—No tenía idea de que había robado una hora de su tiempo —dijo—. Faltan doce minutos para las cuatro. Tendría que haberme ido a las tres y media, pero estas cosas son realmente tan interesantes. Lo siento, pero no puedo quedarme ni un momento más. Tengo una cita para las cuatro.

Salió de la habitación, renovando su agradecimiento, y el bacteriólogo lo acompañó a la puerta. Regresó pensativamente a su laboratorio. Se estaba preguntando sobre la etnología de su visitante. Ciertamente, el hombre no era de tipo teutónico, ni tampoco un latino.

—Creo, de cualquier forma, que se trata de un tipo morboso —dijo para sí mismo—. ¡Cómo se refocilaba contemplando esos cultivos de gérmenes letales!

Y entonces, un terrible pensamiento le golpeó. Miró por encima de la mesa de trabajo, al lado del baño de vapor, y después, rápidamente, sobre su mesa de escritorio. Luego se palpó con premura los bolsillos y después corrió hacia la puerta. Debo haberlo dejado en la mesa del recibidor, pensó.

—¡Minnie! —gritó con voz ronca en el recibidor.

—¿Sí, querido? —se oyó una voz remota.

—¿Tenía algo en la mano cuando hablaba contigo hace un momento?

—Nada querido, porque me acuerdo…

—¡Condenación! —gritó el bacteriólogo; y salió corriendo hacia la puerta, bajando los escalones hasta la calle.

Minnie, al oír cerrarse la puerta con estrépito, corrió alarmada hasta la ventana. En el extremo de la calle, un hombre delgado estaba subiendo a un carruaje. El bacteriólogo, sin sombrero y en zapatillas, estaba corriendo hacia allá mientras gesticulaba aparatosamente. Se le cayó una zapatilla, pero no se detuvo por ello.

—¡Se ha vuelto loco! —dijo Minnie—. Es por culpa de esa horrible ciencia suya —y abriendo la ventana, trató de llamarlo. El hombre delgado, volviendo repentinamente la cabeza, pareció llegar a la misma conclusión que ella. Señaló al bacteriólogo con el brazo, le dijo algo al cochero, se cerró la puerta del carruaje, silbó el látigo, resonaron los cascos del caballo, y en un momento el carruaje, perseguido desenfrenadamente por el bacteriólogo, desapareció al girar la esquina.

Minnie se quedó contemplando por un momento a través de la ventana. Luego volvió a introducir la cabeza en la habitación. Estaba anonadada.

Naturalmente, es un excéntrico, meditó. Pero correr a través de Londres, en plena temporada social además, ¡y en calcetines! Se le ocurrió un pensamiento feliz. Rápidamente se puso el sombrero, tomó los zapatos de su marido, bajó al recibidor, y allí cogió el sombrero y un abrigo ligero. Salió al umbral y llamó a un carruaje que oportunamente pasaba por el frente.

—Lléveme a lo largo de la calle y luego doble por Havelock Crescent, para ver si podemos encontrar un caballero que va corriendo vestido con una bata de terciopelo y sin sombrero.

—Una bata de terciopelo y sin sombrero. Muy bien, señora. —Y al momento el cochero dio un golpe de fusta hacia el caballo en la forma más natural, como si cada día estuviese recibiendo indicaciones como éstas.

Pocos minutos después el pequeño grupo de cocheros y vagos que se reúnen alrededor del refugio para cocheros de Haverstock Hill quedó asombrado ante el paso de un carruaje tirado por un famélico caballo de color jengibre, furiosamente fustigado. El grupo se quedó silencioso mientras pasaba, pero luego, al alejarse:

—Ése es Harry Hicks —dijo el fornido caballero conocido por Old Tootles—. ¿Qué le pasa?

—Está usando el látigo, ¡vaya si lo está usando! —dijo el mozo de cuadra.

—¡Vaya! —dijo el pobre viejo Tommy Byles—. Aquí viene otro lunático.

—Es el viejo George —dijo Old Tootles—, y tal como dices, está conduciendo como un loco. Casi se está cayendo del coche. ¿No estará persiguiendo a Harry Hicks?

El grupo del refugio para cocheros se animó. Se oyó un coro de voces que decían:

—¡Ánimo, George! ¡Es una carrera! ¡Lo atraparás! ¡Dale al látigo!

—¡Ya han desaparecido! —dijo el mozo de cuadra.

—¡Que me parta un rayo! —gritó Old Tootles—. ¡Ahí viene otro! ¿Es que todos los cocheros de Hampstead se han vuelto locos esta mañana?

—Éste lleva una pasajera —dijo el mozo de cuadra.

—Ella lo sigue a él —dijo Old Tootles—. Normalmente, es todo lo contrario.

—¿Qué es lo que lleva en la mano?

—Parece un sombrero de copa.

—Esto se pone interesante. Tres a uno por el viejo George —dijo el mozo de cuadra.

Minnie pasó entre un estrépito de aplausos. No le gustó, pero creyó que estaba cumpliendo con su deber. La persecución continuó bajando de Haverstock Hill y Camden Town High Street, mientras ella mantenía los ojos atentos a la móvil espalda del viejo George, que estaba conduciendo a su huidizo esposo que tan incomprensiblemente se alejaba de ella.

El pasajero del primer coche estaba sentado en el rincón, con sus brazos cruzados y apretados contra el cuerpo, manteniendo bien asido en la mano el pequeño tubo que contenía tantas posibilidades de destrucción. Su estado era una rara mezcla de miedo y exultación. Principalmente tenía miedo de ser atrapado antes de que pudiese cumplir con su propósito, pero más profundamente había un miedo más indefinido pero mayor ante la magnitud de su crimen. Aunque su exultación excedía con mucho a su miedo. Ningún anarquista antes que él se había ni siquiera aproximado a esto. Ravachol, Vaillant, todos esos distinguidos personajes cuya fama había envidiado, quedaban insignificantes ante él. Tan sólo tenía que llegar hasta las reservas de agua y romper el tubito en un depósito. ¡Cuán brillantemente lo había planeado, falsificado la carta de recomendación y entrado en el laboratorio, y cuán brillantemente se había aprovechado de la oportunidad! Al fin, el mundo oiría hablar de él. Todas esas gentes qué se habían reído a su costa, que lo habían despreciado, que habían preferido a otras personas antes que a él, que habían considerado indeseable su compañía, al fin todos estos lo tendrían en cuenta. ¡Muerte, muerte, muerte! Siempre le habían tratado como a un hombre sin importancia. Todo el mundo había conspirado para convertirlo en alguien insignificante. Les enseñaría lo que es aislar a un hombre. ¿Qué calle era esta que le resultaba familiar? ¡La Great Saint Andrew’s Street, naturalmente! ¿Qué tal iba la persecución? Estiró la cabeza, mirando hacia atrás. El bacteriólogo estaba escasamente a cincuenta metros. Esto no iba bien. Todavía podían atraparle y detenerle. Buscó el dinero en su bolsillo y encontró medio soberano. Lo introdujo por la trampilla del techo, entregándoselo al cochero.

—¡Le daré más —gritó— si escapamos!

—De acuerdo —dijo el cochero. El dinero fue arrancado de su mano y la trampilla se cerró de golpe, mientras el látigo golpeaba el brillante costado del caballo. El carruaje dio un bandazo, y el anarquista, semiincorporado bajo la trampilla, tuvo que apoyar la mano con que asía el tubo a la puerta para mantener el equilibrio. Se desplomó en el asiento lanzando una maldición, y miró desmoralizado las dos o tres gotitas de líquido desparramadas por el suelo. Se estremeció.

—¡Bien! Supongo que tendré que ser el primero. En fin, de todas maneras seré un mártir. Ya es algo. No obstante es una muerte repugnante. Me pregunto si duele tanto como dicen.

Se le ocurrió una idea. Buscó por el suelo. En el fondo roto del tubo había aún una gotita, y se la bebió para estar seguro. Era mejor estar seguro. De cualquier forma, no fracasaría.

Entonces se dio cuenta de que ya no había necesidad de seguir escapando del bacteriólogo. En Wellington Street le dijo al cochero que se detuviese y salió. Trastabilló al bajar, notando la cabeza rara. Ese veneno del cólera era una cosa rápida. Despidió al cochero para siempre, por así decirlo, y se quedó en la acera con un brazo cruzado sobro el pecho, esperando la llegada del bacteriólogo. Había algo trágico en su postura: el sentimiento de una muerte inminente le daba una cierta dignidad. Saludó a su perseguidor con una carcajada desafiante.

—¡Vive l’Anarchie! Llega usted demasiado tarde, mi querido amigo. Me lo he bebido. ¡El cólera anda suelto!

—¡Lo ha bebido! ¡Un anarquista! Ya veo. —Desde su carruaje, el bacteriólogo lo contempló curiosamente. Iba a decir algo más, pero se contuvo. Una sonrisa se formó en las comisuras de su boca. Abrió la puerta como para descender, ante lo cual el anarquista le hizo un dramático saludo y escapó hacia Waterloo Bridge, rozando deliberadamente su cuerpo infectado contra tanta gente como le era posible. Estaba tan preocupado contemplándole, que el bacteriólogo apenas demostró sorpresa ante la aparición de Minnie con sus zapatos, su sombrero y su abrigo.

—Ha sido muy considerado por tu parte el traerme mis prendas —dijo, y siguió absorto en la contemplación de la figura del anarquista que se alejaba. Luego añadió—: Será mejor que entres en el coche.

Minnie se hallaba ahora absolutamente convencida de que su marido estaba loco, e indicó al cochero el camino de su casa bajo su propia iniciativa.

—¿Que me ponga los zapatos? De acuerdo, querida —dijo él mientras el carruaje comenzaba a girar y ocultaba la altanera figura negra empequeñecida por la distancia. Entonces, súbitamente, se le ocurrió algo grotesco y se echó a reír. Comentó—: Y sin embargo, el asunto es realmente serio. Verás, ese hombre vino a casa a verme, y es un anarquista. No… no te desmayes, o no me será posible contarte el resto. Yo quería asombrarle, sin saber que era un anarquista, y tomé un cultivo de esa nueva especie de bacteria de la que ya te hablé, que infesta y creo que causa manchas azules en algunos monos; y, como un tonto, le dije que era el cólera asiático. Y el muy tonto se escapó con él para envenenar el agua de Londres, y ciertamente habría hecho que las cosas se viesen de distinto color en esta ciudad civilizada. Y ahora se lo ha tragado. Naturalmente, no puedo decir lo que va a ocurrir, pero ya sabes que volvió de color azul al gatito, y a los tres perrillos los llenó de manchas, y al gorrión lo dejó de un azul brillante. Pero lo peor es que tendré que tomarme la molestia de preparar más. ¿Que me ponga el abrigo en este día tan caluroso? ¿Por qué? ¿Porque podemos encontrar a la señora Jabber? Querida, la señora Jabber no es una corriente de aire. ¿Pero por qué tengo que llevar un abrigo en un día caluroso a causa de que la señora…? ¡Oh, muy bien!

H. G. Wells - El bacilo robado
  • Autor: Herbert George Wells
  • Título: El bacilo robado
  • Título Original: The Stolen Bacillus
  • Publicado en: The Pall Mall Budget, 21 de junio de 1894
  • Traducción: S. Velázquez