H. G. Wells: La puerta en el muro

Hace menos de tres meses, durante una velada propicia a las confidencias, Lionel Wallace me contó esta historia de La Puerta en el Muro. Y en aquel momento pensé que, en lo que a él concernía, era verídica.

Me la narró con una simplicidad de convicción tan directa, que no pude menos que creerle. Pero a la mañana siguiente, en mi propio departamento, me hallé al despertar en una atmósfera distinta; y mientras tendido en la cama recordaba las cosas que me había relatado, pero desprovistas ahora del encanto de su voz grave y lenta, desvinculadas de la luz del quinqué que caía sobre la mesa, del ámbito de sombras que nos circundaba y de todos aquellos objetos agradables y relucientes —el postre, las copas, la mantelería de la cena que acabábamos de compartir— que constituían un mundo pequeño y brillante, totalmente aislado de las realidades cotidianas, me parecieron francamente increíbles.

—Son invenciones… —me dije, y añadí—: Pero ¡qué notables!… Jamás lo hubiera imaginado, y menos en él.

Más tarde, mientras sentado en la cama tomaba el té, traté de explicar el sabor a realidad de sus imposibles reminiscencias (era ese sabor a realidad lo que me dejaba perplejo), suponiendo que de algún modo sugerían, mostraban, transmitían (no sé qué palabra utilizar) experiencias que de otra manera era imposible referir.

Pues bien, ya no recurro a esa explicación. Mis dudas se han disipado. Creo ahora, como creí cuando me contó el episodio, que Wallace hizo todo lo posible por develar ante mí la verdad de su secreto. Pero no pretendo adivinar si realmente vio o si creyó ver, si fue el poseedor de un inestimable privilegio o la víctima de un sueño fantástico. Inclusive las circunstancias de su muerte, que aventaron para siempre mis dudas, no aclaran ese dilema.

El lector juzgará por sí mismo.

He olvidado qué comentario, qué crítica formulada por mí al azar, impulsó a un hombre tan reticente a depararme su confianza. Creo que quiso defenderse contra una acusación de tibieza o de irresponsabilidad en relación con un gran movimiento público, en el que su actitud me había defraudado. Lo cierto es que bruscamente intentó justificarse.

—Tengo una preocupación… —dijo.

»Sé —prosiguió después de una pausa—, que he sido negligente. Lo cierto es que… No se trata de un caso de fantasmas o de aparecidos, pero es una cosa difícil de decir, Redmond. Estoy hechizado. Acosado por algo que despoja de interés a las cosas, que me llena de ansias…».

Se interrumpió, refrenado por esa timidez inglesa que tan a menudo nos asalta cuando queremos hablar de cosas conmovedoras, graves o bellas.

—Tú fuiste alumno de Saint Althestan hasta el último año —dijo, y por un instante esto me pareció enteramente desvinculado del tema—. Bueno…

Hizo una nueva pausa. Después, vacilante al principio, con más soltura luego, empezó a hablarme de aquello que había oculto en su vida: el persistente recuerdo de una belleza y una felicidad que llenaban su corazón de insaciables anhelos, y que tornaba opacos, tediosos y vanos todos los intereses y el espectáculo de la vida mundana.

Ahora que poseo la clave, todo parece visiblemente escrito en su rostro. Tengo una fotografía suya en la que ese despego ha sido captado e intensificado. Me recuerda lo que de él dijo una vez una mujer, una mujer que lo había amado mucho: «De pronto pierde todo interés. Se olvida de los demás. No le importa nada de los demás, aunque estén a su lado».

Sin embargo, Wallace no era siempre igualmente apático, y cuando ponía su atención en algo podía ser un hombre muy exitoso. En realidad, su carrera está jalonada de éxitos. Me dejó atrás hace mucho tiempo; se remontó muy por encima de mí y se hizo de un renombre que yo jamás pude lograr. Aún no había cumplido cuarenta años, y ahora dicen que si hubiera vivido habría ocupado un alto puesto en el gobierno y quizá habría integrado el nuevo gabinete.

En la escuela me superaba siempre sin esfuerzo, como la cosa más natural. Cursamos juntos la mayor parte de nuestros estudios en el Colegio de Saint Althestan, en West Kensington. Entramos a la par en el colegio, pero él egresó mucho más adelantado, con un diluvio de becas y brillantes calificaciones, a pesar de que yo hice una carrera bastante buena. Y fue en aquella escuela donde oí hablar de la Puerta en el Muro por primera vez; la segunda, fue un mes antes de su muerte.

Para él, al menos, la Puerta en el Muro era una puerta auténtica, que a través de una pared verdadera conducía a realidades inmortales. De eso estoy ahora convencido.

Y se enteró de su existencia muy temprano, cuando era apenas un chiquillo de cinco o seis años. Recuerdo que al hacerme depositario de su secreto, con pausada gravedad, efectuó los cálculos y razonamientos necesarios para determinar la fecha.

—Había una enredadera de Virginia, de color carmesí, un color carmesí uniforme y brillante, contra la pared blanca, bajo los rayos luminosos y ambarinos del sol. Esto, de algún modo, forma parte de la impresión que retengo, aunque no sé exactamente por qué. Y en el limpio pavimento, frente a la puerta verde, había hojas de castaños de Indias, en parte verdes y en parte amarillas, pero no pardas ni sucias, de modo que eran hojas recién caídas. De ahí deduzco que transcurría el mes de octubre. Nadie mejor que yo puede saberlo, pues todos los años vigilo la caída de las hojas de los castaños.

»Si estoy acertado en eso, yo tenía por aquella época cinco años y cuatro meses».

Había sido, según él, un chico más bien precoz; aprendió a hablar a edad anormalmente temprana, y era tan sano y «formal», como dice la gente, que gozaba de un grado de libertad que la mayoría de los niños solo alcanzan a los siete u ocho años. Su madre murió cuando él tenía dos, y quedó al cuidado, menos vigilante y autoritario, de una institutriz.

Su padre era un abogado severo y preocupado, que le prestaba escasa atención, aunque esperaba grandes cosas de él. A pesar de toda su viveza de ingenio, creo que la vida le resultaba gris y opaca. Y un día empezó a vagabundear.

No recordaba en particular la negligencia que le permitió escapar, ni cuál de los caminos de West Kensington eligió. Todo eso se había desvanecido entre los incurables borrones de la memoria. Mas la pared blanca y la puerta verde persistían nítidamente.

Según lo que recordaba de aquella experiencia infantil, ya al ver por primera vez la puerta experimentó una extraña emoción, una atracción, un deseo de encaminarse a ella, abrirla y entrar. Y al mismo tiempo tuvo la absoluta certeza de que ceder a esa atracción era imprudente o perverso; una de las dos cosas: no sabía cuál. Cosa extraña, insistió en afirmar que, a menos que la memoria le jugase una curiosa trampa, supo desde el primer momento que la puerta no tenía cerrojo y que podía entrar fácilmente.

Me parece ver la cara de aquel chico, atraído y rechazado.

Y también se le hizo evidente, aunque nunca me explicó por qué, que su padre se encolerizaría mucho si atravesaba esa puerta.

Wallace me describió con todo detalle esos momentos de vacilación. Pasó de largo ante la puerta y luego, con las menos en los bolsillos y tratando puerilmente de silbar, siguió caminando hasta sobrepasar el extremo del muro. Allí recuerda haber visto varias tiendas sucias, en particular la de un plomero y decorador, donde se amontonaban en polvoriento desorden caños de loza de barro, plomo en láminas, canillas, muestrarios de empapelados y tarros de pintura. Se detuvo, fingiendo examinar esas cosas, y codiciando, deseando apasionadamente la puerta verde.

Entonces, según me dijo, experimentó una ráfaga de emoción. Corrió hasta la puerta verde, temeroso de volver a vacilar. La embistió con el brazo extendido y la oyó cerrarse a sus espaldas. De este modo, casi sin pensarlo, entró en el jardín que ha inquietado el resto de sus días.

Le resultó muy difícil a Wallace describirme la impresión exacta que recibió al encontrarse en aquel jardín.

Había algo en el aire mismo que regocijaba, que infundía una sensación de liviandad, de dicha y bienestar; que daba a todos los colores una nitidez, una luminosidad sutil y perfecta. Al entrar, se experimentaba una exquisita felicidad, esa felicidad que raramente se siente en este mundo y solo cuando se es joven y alegre. Allí todo era hermoso…

Wallace se quedó meditando antes de proseguir. —Pues bien —dijo con el acento irresoluto del hombre que hace una pausa antes de referir algo increíble—, había allí dos grandes panteras… Sí, panteras moteadas. Y no tuve miedo. Había un sendero largo y ancho, con canteros de aristas de mármol a ambos lados, y esas dos bestias enormes y aterciopeladas jugaban allí con una pelota. Una alzó la cabeza y se acercó a mí, con cierta curiosidad al parecer. Llegó a mi lado, frotó muy suavemente su oreja tibia y redonda contra la mano que yo le tendía y comenzó a ronronear.

»Te aseguro que era un jardín encantado. ¿Y su tamaño? ¡Oh! Se extendía, inconmensurable, en todas direcciones. Creo que a la distancia había colinas. Solo Dios sabe qué había sido de West Kensington. Y en cierto modo era como un regreso al hogar.

»¿Cómo explicarte? Apenas estuvo la puerta cerrada a mi espalda, olvidé el camino con las hojas caídas de los castaños, los coches de alquiler y los carros de los mercaderes; olvidé esa especie de atracción gravitatoria que me ceñía a la disciplina y la obediencia en casa de mi padre; olvidé todas las dudas y temores, olvidé la discreción, olvidé todas las íntimas realidades de esta vida. En un instante me convertí en un niño feliz, maravillosamente feliz en otro mundo. Era un mundo diferente, con una luz más tibia, penetrante y suave; con una tenue y clara alegría en el aire; con hebras de nubes acariciadas por el sol en lo azul del cielo. Y ante mí se extendía acogedoramente ese camino largo y ancho, con canteros sin malezas a ambos lados, donde esplendían flores que nadie cuidaba y jugaban aquellas dos grandes panteras. Sin temor puse las manos sobre su pelaje suave, acaricié sus orejas redondas y los sensitivos pliegues debajo de sus orejas, y jugué con ellas, y era como si me diesen la bienvenida a mi hogar. Esta sensación de retorno al hogar era muy aguda. De pronto apareció en el sendero una muchacha alta y rubia, se acercó sonriendo a recibirme, dijo: “¿Y bien?”, y me alzó y me besó, y después me bajó y me llevó de la mano; yo no sentía asombro sino la deliciosa impresión de que todo estaba bien, de que volvían a mi memoria cosas felices que de algún modo extraño olvidara.

»Recuerdo una ancha escalinata de peldaños rojos, que apareció a mi vista entre espigas de delfinios, por donde subimos hasta entrar en una gran avenida sombreada por árboles muy viejos, oscuros y frondosos. A todo lo largo de esta avenida, entre los troncos rojos y hendidos, había suntuosos bancos de mármol, y estatuas, y mansísimas palomas blancas.

»Por esta avenida me llevó mi amiga, bajando el rostro para mirarme (aún recuerdo los rasgos agradables, la barbilla exquisitamente modelada de su rostro dulce y bondadoso), haciéndome preguntas con voz suave y placentera, contándome cosas; bellas cosas, estoy seguro, aunque nunca pude recordarlas… De pronto bajó de un árbol un mono capuchino, muy limpio, con un pelaje pardo rojizo y bondadosos ojos castaños; se acercó a nosotros, corrió a mi lado y me miró sonriendo, y luego se encaramó a mi hombro. Y los dos seguimos caminando, muy felices».

Hizo una pausa. —Prosigue —le dije.

—Recuerdo pequeñas cosas. Recuerdo que pasamos junto a un anciano que meditaba entre laureles, junto a un lugar que alegraban las cotorras, y que atravesando una columnata ancha y sombreada entramos en un palacio espacioso y fresco, lleno de agradables fuentes, de bellas cosas, hechas a la medida de las promesas y los deseos del corazón.

»Y había muchas cosas y mucha gente; a algunos aún los recuerdo con claridad, a otros más vagamente; pero todos eran hermosos y buenos. De algún modo, no se cómo, entendí que todos eran bondadosos conmigo, que se alegraban de tenerme allí, y me colmaban de alegría con sus gestos, con el roce de sus manos, con la bienvenida y el amor de sus ojos».

—Sigue.

Estuvo cavilando unos instantes.

—Encontré compañeros de juegos. Eso significaba mucho para mí, porque yo era un niño solitario. Se dedicaban a deliciosos juegos en un prado cubierto de césped, donde había un reloj de sol tratado con flores. Y jugar era amarnos…

»Pero —es extraño— hay una laguna en mis memorias. No recuerdo cuáles eran esos juegos. Nunca pude recordarlo. Más tarde he pasado largas horas esforzándome, incluso con lágrimas, por rememorar la forma de esa felicidad. He tratado de recrearla, solo en mi cuarto. Inútilmente. Lo único que retengo es aquella sensación de dicha y los dos amados amigos que con más frecuencia me acompañaban.

»Luego vino una mujer sombría y morena, de rostro grave y pálido, con ojos soñadores; una mujer sombría, que vestía una suave y larga túnica de pálida púrpura y llevaba un libro; me llamó por señas y llevóme aparte a una galería, aunque mis compañeros no querían que me marchase e interrumpiendo sus juegos se quedaron mirando mientras yo me alejaba.

»—¡Vuelve pronto! —gritaban—. ¡Vuelve pronto con nosotros!

»Miré el rostro de la mujer, pero ella no les prestaba atención. Su expresión era muy dulce y grave.

»Me llevó a un banco de la galería, y yo permanecí de pie a su lado, presto a mirar el libro cuando lo abriera sobre sus rodillas.

»Abriéronse las páginas, señalólas con el dedo y yo miré maravillado, porque en las vivientes páginas de ese libro me vi… era la historia de mi vida y en ella figuraban todas las cosas que me habían acontecido desde que naciera. Maravilloso, porque las paginas de ese libro no eran imágenes, ¿comprendes?, sino realidades».

Wallace hizo una pausa solemne y me miró, vacilando.

—Adelante —le dije—. Comprendo.

—Eran realidades… sí, debían serlo; las personas se movían, y los objetos iban y venían con ellas; mi amada madre, a quien casi olvidara; después mi padre, severo y rígido; los criados, mi cuarto, todas las cosas familiares de mi casa. Luego la puerta de entrada, y las calles ajetreadas donde iban y venían los vehículos. Yo observaba y me maravillaba, y tornaba a mirar casi incrédulo el rostro de la mujer, volcaba las páginas, salteando ésta y aquélla para ver más y más de ese libro, hasta que al fin me descubrí merodeando vacilando ante la puerta verde enclavada en el largo muro blanco, y sentí renovados el miedo y el conflicto interior.

»—¿Y después? —exclamé, y habría vuelto la página siguiente, pero la mano fría de la mujer me detuvo.

»—¿Después? —insistí forcejeando suavemente con la mano de la mujer, tirando de sus dedos con toda la fuerza de mis años infantiles, y cuando ella cedió y pasó la página, se inclinó sobre mí como una sombra y me besó en la frente.

»Pero en aquella página no aparecía el jardín encantado, ni las panteras, ni la muchacha que me había llevado de la mano, ni los amigos que no habían querido dejarme ir.

»Veíase una calle larga y gris de West Kensington, a esa hora fría del atardecer, antes de encenderse los faroles; y yo me encontraba ahí, pequeño y desdichado, llorando a gritos, a pesar de mis esfuerzos por dominarme; y lloraba porque no podía volver junto a los amados compañeros de juegos que me habían gritado: “¡Vuelve con nosotros! ¡Vuelve pronto con nosotros!”. Yo estaba ahí.

»Y ya no era la página de un libro, sino la cruda realidad; aquel sitio encantado y la mano que intentaba detenerme, la mano de esa madre grave a cuyas rodillas estuve pegado, habían desaparecido. ¿Dónde estaban ahora?».

Wallace calló nuevamente y permaneció un rato con los ojos clavados en el fuego.

—¡Oh! ¡La congoja de ese regreso! —murmuró.

—¿Y bien? —dije al cabo de uno o dos minutos.

—De vuelta en este mundo gris, yo era un pobre desdichado. Al comprender en toda su magnitud lo que me había sucedido, me entregué a una pena irredimible. Y aún llevo en mí la vergüenza, la humillación de ese llanto en público y del oprobioso retorno a mi casa. Veo nuevamente a ese anciano caballero de benévolo aspecto, un anciano con lentes de oro, que se detuvo para hablarme… punzándome antes con la punta de su paraguas. «¡Pobre chico! —dijo—. ¿Estás extraviado?».

»¡Y yo había nacido en Londres, y tenía más de cinco años! Se empeñó en llamar a un policía, joven y bondadoso, y en rodearme de curiosos y llevarme a casa. Sollozando, observado por todo el mundo, temeroso, salí de aquel jardín encantado para volver al umbral de la casa de mi padre.

»Eso es todo cuanto recuerdo de mi visión del jardín… el jardín que aún ahora me obsesiona. Naturalmente, no puedo expresar esa inefable condición de translúcida irrealidad, esa diferencia en relación con los objetos comunes de nuestra experiencia que imperaba allí; pero eso… eso es lo que ocurrió. Si fue un sueño, estoy seguro de que he soñado despierto y que ha sido un sueño extraordinario… ¡Hum! Desde luego, hubo un interrogatorio terrible, por parte de mi tía, mi padre, la nodriza, la institutriz, todos…

»Traté de explicarles, y por primera vez mi padre me dio una paliza por embustero. Más tarde intenté contar el caso a mi tía, y ella volvió a castigarme por reincidir perversamente.

»Más tarde se prohibió a todos escucharme, oír una sola palabra del asunto. Hasta me quitaron por un tiempo los libros de cuentos de hadas… porque yo era demasiado “imaginativo”. ¿Eh? ¡Sí, llegaron a eso! Mi padre era de la vieja escuela… Y mi historia quedó encerrada dentro de mí. Yo la susurraba a mi almohada: mi almohada que a menudo estaba húmeda y salada de llanto bajo mis labios murmurantes. Y a mis oraciones preestablecidas, menos fervientes, agregaba siempre esta súplica de todo corazón: “¡Te ruego, Señor, que me hagas soñar con el jardín! ¡Oh, llévame nuevamente al jardín! ¡Llévame al jardín!”. A menudo, en efecto, soñé con él. Quizá he agregado elementos al sueño, quizá lo he alterado, no sé… Debes comprender que esto no es más que una tentativa de reconstruir una experiencia muy temprana sobre recuerdos fragmentarios. Entre éstos y otras memorias subsiguientes de mi infancia, hay una laguna.

»Llegó un momento en que me pareció imposible que alguna vez tornara a hablar de aquella prodigiosa vislumbre».

Formulé una pregunta obvia.

—No —respondió—. Que yo recuerde, nunca, en aquellos primeros años, intenté reencontrar el camino que conducía al jardín. Ahora esto me parece extraño, pero pienso que después de aquella malaventura acaso se vigilaron con más cuidado mis movimientos, para impedir que me extraviase. No, sólo cuando lo conocí intenté buscar nuevamente el jardín. Y creo que hubo una época, aunque ahora parezca increíble, en que lo olvidé totalmente; puede haber sido alrededor de los ocho o nueve años. ¿Recuerdas cuando yo era un chiquillo en Saint Althestan’s?

—Sí, recuerdo.

—¿Y alguna vez, en ese entonces, di indicios de poseer un sueño secreto?

2

Alzó la mirada con una repentina sonrisa.

—¿Alguna vez jugaste conmigo al «Paso del Noroeste»? No, naturalmente, tú no te acercabas a mí.

»Era de esa clase de juegos —prosiguió— que ocupan el día entero a todo chico imaginativo. La idea era descubrir un “Paso del Noroeste” para llegar a la escuela[1]. El camino habitual no presentaba dificultades; el juego consistía en buscar un camino que no fuera sencillo, saliendo de casa diez minutos antes en alguna dirección imprevista, y abriéndose paso hasta la meta a través de calles desconocidas.

Y un día me encontré extraviado en unas callejas de barrio pobre, más allá de Campden Hill, y comencé a pensar que por primera vez el juego me resultaría adverso y llegaría tarde a la escuela. Casi desesperado, me interné por un camino que parecía un callejón sin salida, y en su extremo descubrí un pasaje. Lo recorrí apresuradamente, con renovada esperanza.

»—¡Todavía he de llegar a tiempo! —exclamé pasando ante una hilera de sucias tiendas que me parecieron inexplicablemente familiares. Y de pronto, ¡oh, prodigio!, ahí estaba el largo muro blanco y la puerta verde que conducía al jardín encantado.

»Fue una revelación instantánea. ¡Eso quería decir que el jardín, el maravilloso jardín no era un sueño!».

Hizo una pausa.

—Supongo que mi segunda experiencia de la puerta verde pone de manifiesto el mundo de distancia que hay entre la vida laboriosa de un escolar y la infinita holganza de una criatura. Sea como fuere, esta vez no se me ocurrió ni por un momento entrar directamente. No sé si comprendes… En primer término, dominaba en mi espíritu la idea de llegar a tiempo a la escuela; estaba decidido a no quebrar toda una trayectoria de puntualidad.

»Indudablemente, debí experimentar algún deseo de abrir la puerta… sí. Debí sentirlo. Pero me parece recordar que consideré la atracción de la puerta simplemente como un nuevo obstáculo para mi suprema decisión de llegar a la escuela. Ese descubrimiento, desde luego, me interesó inmensamente: me fui con el pensamiento puesto en él, pero me fui. La puerta no pudo refrenarme. Pasé de largo, corriendo; saqué el reloj y comprobé que aún me quedaban diez minutos; poco más tarde me encontraba bajando un declive, ya en sitios familiares.

»Llegué a la escuela jadeante, es cierto, y empapado en sudor, pero a tiempo. Recuerdo que colgué el abrigo y la gorra… Había pasado junto a la puerta y había seguido de largo. ¿Extraño, verdad?».

Me miró pensativamente.

—Naturalmente, yo no sabía en aquel momento que la puerta no siempre estaría ahí. La imaginación de un niño es limitada.

»Supongo que me pareció maravilloso que estuviera allí y que yo conociera el camino para volver a ella. Pero ya la escuela me imponía sus exigencias. Imagino que estuve muy distraído y desatento esa mañana, recordando cuanto podía de los extraños y hermosos seres a quienes pronto vería nuevamente. Aunque parezca raro, no abrigaba la menor duda de que se alegrarían de verme… Sí, aquella mañana debí considerar ese jardín como un hermoso lugar al que uno podía volver en los intervalos de una ardua carrera escolástica.

»Y en efecto, aquel día no fui. El día siguiente era semiferiado; quizá eso influyó. Quizá también, la distracción elaboró en mi estado de ánimo ciertas imposiciones, reduciendo el margen de tiempo que en realidad necesitaba para mi excursión. No lo sé. Lo que sé es que ahora el jardín encantado dominaba a tal punto mis pensamientos, que ya no pude guardar el secreto.

»Lo confié a un chico con aspecto de hurón, cuyo nombre no recuerdo. Lo apodábamos Squiff».

—Se llamaba Hopkins —dije.

—Eso es, Hopkins. No me fue agradable decírselo. Tenía la impresión de que en cierto modo revelar el secreto era contrariar determinadas reglas, pero se lo dije. Él solía acompañarme en parte del trayecto a mi casa; era muy locuaz, y si no hubiéramos hablado del jardín encantado habríamos hablado de otra cosa, y a mí me resultaba intolerable pensar en otra cosa. Por eso se lo dije.

»Bueno, él divulgó mi secreto. Al día siguiente, en el recreo, me vi rodeado de media docena de chicos mayores que yo, que me fastidiaban y parecían muy curiosos por saber algo más del jardín encantado. Estaba ese grandote de Fawcett, ¿lo recuerdas?, y también Carnaby y Morley Reynolds. ¿Tú también, por casualidad? No, creo que lo recordaría…

»Un niño es un ser de extraños sentimientos. Realmente creo que, a pesar de mi secreto disgusto conmigo mismo, en el fondo me sentía un poco halagado por llamar la atención de aquellos compañeros más grandes que yo.

»Recuerdo en particular el placer que me causó el elogio de Crashaw (¿recuerdas a Crashaw, que llegó a alcalde y que era hijo de un compositor?); dijo que era el mejor embuste que había oído. Pero al mismo tiempo yo experimentaba un oscuro sentimiento de vergüenza, realmente doloroso, por haber dejado escapar lo que a mi juicio era un secreto sagrado.

»Y esa bestia de Fawcett se permitió una broma acerca de la muchacha vestida de verde…».

La voz de Wallace se hizo más sorda al recuerdo de la humillación.

—Fingí no oír —continuó—. Bueno, después Carnaby me llamó mentiroso y riñó conmigo cuando le dije que el episodio era verídico. Afirmé que sabía dónde estaba la puerta y que en diez minutos podía conducirlos a ella. Carnaby se mostró ofensivamente virtuoso, y respondió que tendría que hacerlo y probar mis palabras o sufrir las consecuencias. ¿Carnaby nunca te retorció el brazo? Entonces quizá comprenderás mi situación. Juré que mi historia era cierta.

»Por aquel entonces no había nadie en la escuela capaz de salvarlo a uno de las iras de Carnaby, aunque Crashaw quiso calmarlo. Pero Carnaby gozaba del juego. Yo me excité, sentí que mis orejas se ponían rojas, empecé a sentir miedo.

»Me comporté como un chico estúpido, y el resultado fue que en lugar de dirigirme solo a mi jardín encantado, abrí la marcha —con las mejillas encendidas, las orejas encarnadas, los ojos febriles y el alma convertida en un ardor de angustia y miseria— seguido por un grupo de seis camaradas burlones, curiosos y amenazantes.

»Y no encontramos el muro blanco ni la puerta verde…».

—¿Quieres decir que…?

—Quiero decir simplemente que no pude encontrarla. A pesar mío.

»Y más tarde, cuando pude volver solo, tampoco la encontré. Jamás la encontré. Ahora me parece que la estuve buscando siempre, en aquellos días del colegio, pero sin hallarla nunca… nunca».

—¿Y los compañeros… se mostraron desagradables?

—Bestialmente… Carnaby celebró una especie de consejo de guerra, me hizo juzgar acusándome de embustero y malvado. Recuerdo que volví a casa y subí furtivamente a mi cuarto, para ocultar las huellas de las lágrimas.

»Y seguí llorando hasta quedarme dormido, mas no por Carnaby, sino por el jardín, por la hermosa tarde que había anhelado, por las dulces y amigables mujeres, por los compañeritos que me aguardaban, por el juego que había ansiado aprender nuevamente, ese hermoso juego olvidado…

»Llegué a creer firmemente que si no hubiera revelado el secreto… En fin, lo cierto es que después atravesé malos momentos: lloraba de noche y fantaseaba de día. Durante dos bimestres dejé de estudiar y tuve malas notas. ¿Recuerdas? Sí, debes recordarlo.

»Fuiste tú, al superarme en matemáticas, quien me lanzó nuevamente a la brecha».

3

Durante un rato mi amigo contempló silenciosamente el rojo corazón del fuego.

Después dijo:

—No volví a verla hasta los diecisiete años.

»Apareció ante mí por tercera vez cuando me dirigía a Paddington, en camino a Oxford, donde debía disputar una beca. Fue apenas una momentánea vislumbre. Iba arrellanado en el coche, fumando un cigarrillo y creyéndome sin duda un cabal hombre de mundo, cuando de súbito divisé la puerta y la pared y experimenté la certidumbre de cosas inolvidables y todavía asequibles.

»El carruaje siguió de largo, traqueteando; tomado de sorpresa, no atiné a detenerlo antes de que se alejara bastante y doblara la esquina. Entonces viví una extraña experiencia, un doble y divergente movimiento de mi voluntad: golpeé con los nudillos la portezuela del techo del carruaje y bajé el brazo para sacar mi reloj.

»—¡Sí, señor! —repuso vivamente el conductor.

»—Este… perdone… no es nada —repliqué—. Un error. No nos queda mucho tiempo. ¡Siga!

»Y seguimos…

»Gané la beca. Y la noche en que supe la noticia me senté junto al fuego en mi pequeña habitación del piso alto, mi estudio, en casa de mi padre, cuando aún sonaban en mis oídos sus elogios (que nunca prodigaba) y sus sanos consejos; y mientras fumaba mi pipa favorita (esa formidable bulldog de la adolescencia) pensé en la puerta del largo muro blanco.

»Si me hubiera detenido —pensé—, habría perdido la beca, no hubiese entrado en Oxford, habría echado a perder la brillante carrera que me aguarda. Ahora empiezo a ver mejor las cosas.

»Así estuve cavilando hondamente, pero sin dudar de que mi carrera era algo que merecía un sacrificio.

»Aquellos amados amigos, aquella atmósfera límpida, éranme muy caros, muy entrañables, pero remotos. Mis ambiciones se centraban ahora en el mundo. Miraba abrirse otra puerta: la puerta de mi carrera».

Una vez más contempló fijamente el fuego. Por un instante fugaz, el cárdeno resplandor destacó en su rostro un gesto de porfiada energía, que enseguida se desvaneció.

—Pues bien —continuó con un suspiro—, he realzado mi carrera. He trabajado mucho, he trabajado duramente. Pero mil veces he soñado con el hechizado jardín y en cuatro ocasiones, a partir de aquel día… he visto o columbrado su puerta. Sí, cuatro veces.

»Durante algún tiempo este mundo me pareció tan espléndido e interesante, tan lleno de significado y oportunidades, que el semidesvaído encanto del jardín resultaba, en comparación, muy tenue y remoto. ¿Acaso hay alguien que desee acariciar una pantera cuando va a cenar con hermosas mujeres y hombres ilustres? Cuando de Oxford regresé a Londres, yo era un hombre pujante, lleno de promesas que en parte se han cumplido. En parte. Y sin embargo, he tenido mis desengaños…

»Dos veces estuve enamorado. No me extenderé sobre esto, pero en una ocasión, cuando iba a ver a alguien que, yo bien sabía, dudaba de si me atrevería a ir, tomé al azar un atajo, una calle poco frecuentada cerca de Earl’s Court, y así me hallé ante el muro blanco y la familiar puerta verde.

»—¡Qué extraño! —me dije—. Yo pensaba que este sitio estaba en Campden Hill. Es el lugar que nunca he podido encontrar, cuya búsqueda es empresa más ardua que contar los Stonehenge, el escenario de mis extrañas fantasías.

»Y seguí de largo, firme en mi propósito anterior. Aquella tarde la puerta verde no tenía poder sobre mí.

»Experimenté apenas el momentáneo impulso de probar el picaporte (sólo necesitaba para ello dar tres pasos a un costado), aunque en el fondo de mi corazón estaba seguro de que se abriría para mí; pero después pensé que al hacerlo quizá llegaría tarde a la cita en que estaba comprometido mi honor.

»Más tarde lamenté mucho mi puntualidad; pensé que por lo menos podía haberme asomado para hacer una seña amistosa a las panteras. Mas la experiencia me había enseñado ya que no debía buscar tardíamente lo que buscando no se puede encontrar. Sí, esta vez lo lamenté mucho…

»Después pasaron años de duro trabajo y no volví a hallar la puerta hasta hace muy poco. Simultáneamente con este reencuentro, he tenido la sensación de que algo así como una delgada película opaca empezaba a oscurecer mi mundo. La perspectiva de no volver jamás a ver esa puerta comenzó a parecerme triste y amarga.

»Quizá estaba sufriendo las primeras consecuencias del exceso de trabajo, quizá se apoderaba de mí el sentimiento de frisar ya en los cuarenta años. No sé. Pero es indudable que las cosas no tienen para mí ese vivo resplandor que facilita el esfuerzo; y esto me ocurre cuando debería estar trabajando, participando en los nuevos acontecimientos políticos. Extraño, ¿verdad? La vida se me hace fatigosa, y sus frutos, cuando estoy a punto de obtenerlos, carentes de valor. Hace poco comencé a desear intensamente el jardín. Sí… y tres veces he visto…».

—¿El jardín?

—No. La puerta. Y no he entrado. Se inclinó hacia mí sobre la mesa y su voz reflejaba una pena inmensa.

—Tres veces se me presentó la oportunidad… ¡tres veces! Había jurado que si esa puerta volvía a ofrecérseme, entraría por ella, saldría de este polvo, de este calor, de este superfluo oropel de vanidades, de estas laboriosas futilezas.

»Entraría para no volver nunca. Esta vez me quedaría… Lo había jurado, mas cuando llegó el momento, no entré.

»Tres veces en un año pasé ante esa puerta sin entrar. Tres veces en el ultimo año.

»La primera fue la noche en que hubo aquel reñido debate sobre la Ley de Arrendamientos, en cuya votación el gobierno se salvó apenas por tres sufragios. ¿Recuerdas? Ninguno de nuestros partidarios, y quizá muy pocos de nuestros rivales, pensaba que la sesión pudiera levantarse durante la noche.

»Pero de pronto el debate se vino abajo como un castillo de naipes. Hotchkiss y yo estábamos cenando con su primo en Brentford; ambos habíamos abandonado el recinto. Nos llamaron por teléfono e inmediatamente nos pusimos en camino en el automóvil del primo. Llegamos apenas a tiempo, y en el trayecto pasamos ante el muro y la puerta, pálidos a la luz de la luna, manchados de un cálido amarillo al iluminarlos nuestros faros, pero inconfundibles.

»—¡Dios mío! —exclamé.

»—¿Qué? —preguntó Hotchkiss.

»—Nada —repuse.

»Y así pasó el momento.

»—He realizado un gran sacrificio —dije, al entrar, al presidente del bloque.

»—Todos se han sacrificado —me respondió y pasó de prisa a mi lado.

»No veo cómo podía haber obrado de otro modo. Y mi próximo encuentro con la puerta ocurrió cuando corría a la cabecera de mi padre, para dar a ese severo anciano el último adiós. También en esta oportunidad las exigencias de las circunstancias fueron imperativas. Pero la tercera vez la situación fue distinta. Sucedió hace una semana, y al recordarlo aún me inunda un ardiente remordimiento. Estaba con Gurker y Ralphs… Ya no es un secreto, tú lo sabes, que he hablado con Gurker.

»Habíamos estado cenando en Frobisher’s y la conversación tomó un sesgo íntimo. El problema del lugar que yo ocuparía en el nuevo ministerio escapaba a la órbita de nuestra discusión. Sí, si… Ahora todo eso está arreglado.

»No conviene comentar el asunto todavía, pero no tengo por qué ocultarte un secreto… Sí… Gracias, gracias. Pero deja que te cuente el resto de la historia.

»Aquella noche las cosas estaban un poco en el aire. Mi posición era muy delicada. Yo tenía vivos deseos de conseguir una respuesta definida de Gurker, pero me estorbaba la presencia de Ralphs. Utilizaba toda mi capacidad mental para que esa conversación ligera y despreocupada no apuntase con demasiada evidencia al tema que me interesaba. Esto era indispensable. La actitud de Ralphs a partir de aquel momento ha justificado de sobra mi desconfianza… Yo sabía que Ralphs iba a dejarnos más allá de Kensington High Street, y entonces podría sorprender a Gurker abordando francamente el asunto. A veces uno tiene que recurrir a esas pequeñas estratagemas… Y fue entonces cuando allí adelante, en el límite de mi campo visual, percibí una vez más la pared Blanca y la puerta verde.

»Pasamos ante ella conversando. Yo pasé ante ella. Todavía puedo ver la sombra del aguzado perfil de Gurker, de su sombrero de copa inclinado sobre su prominente nariz, de los numerosos pliegues de su bufanda; y después mi propia sombra y la de Ralphs.

»Pasé a veinte pulgadas de esa puerta.

»¿Qué ocurriría —pensé— si les diera las buenas noches y entrara?

»Y estaba ansioso por hablar a solas con Gurker.

»Asediado por un cúmulo de problemas, me era imposible responder a esa pregunta.

»Pensarán que estoy loco —me dije—. Y si llegara a desaparecer… Misteriosa desaparición de tan importante personaje político.

»Esto influyó en mí. Un millar de consideraciones mundanas inconcebiblemente mezquinas obraron sobre mí en esa crisis».

Me miró con sonrisa apenada.

—Y aquí estoy —dijo lentamente—. Aquí estoy —repitió— y he perdido mi última oportunidad. Tres veces en un año se me brindó esa puerta… esa puerta que conduce a la paz, a la felicidad, a una belleza no soñada, a una bondad que ningún hombre puede imaginar.

»Y yo la he rechazado, Redmond, y no volverá a aparecer…».

—¿Cómo lo sabes?

—Lo sé. Lo sé. Y ahora he quedado solo con mi trabajo, con los compromisos que tan fuertemente me retuvieron cuando llegó el momento de la decisión. Tú dices que he tenido éxito, que he conseguido esa cosa vulgar, chillona, tediosa y envidiada que llaman éxito. ¡Y es cierto! —Tenía en la mano, en su mano poderosa, una nuez—. Si esto fuese mi éxito… —Y la aplastó entre los dedos y me mostró los fragmentos desmenuzados.

»Te diré una cosa, Redmond. Esa pérdida me está destruyendo. Hace dos meses, hace casi diez semanas, que no hago trabajo alguno, salvo las tareas más necesarias y urgentes. Mi alma está llena de inextinguibles remordimientos.

»De noche, cuando creo que podré pasar inadvertido, salgo y ambulo por las calles. Sí. Me pregunto qué diría la gente si lo supiera. ¡Un ministro del gabinete, la cabeza responsable de la más importante de las reparticiones, errando solo… pensando… lamentándose a veces casi en voz alta… en busca de una puerta, de un jardín!».

4

Aún me parece ver su rostro más bien pálido y el fuego extraño y sombrío que inundaba sus ojos. Esta noche lo recuerdo vívidamente. Rememoro sus palabras, su acento, mientras aún yace en mi sofá la Westminster Gazette de anoche con la noticia de su muerte. Hoy, a la hora del almuerzo, todos los socios del club comentaban el asunto. No hemos hablado de otra cosa.

Encontraron su cadáver ayer por la mañana, muy temprano, en una profunda excavación próxima a la estación de East Kensington. Es uno de los dos túneles construidos recientemente en las obras de prolongación del ferrocarril hacia el Sur.

Para impedir el acceso del público, está protegido por una empalizada, sobre el camino real; y en esa empalizada había una puerta pequeña, para dar paso a los obreros que viven en esa dirección. La puerta quedó abierta, por culpa de un malentendido entre dos trabajadores, y Wallace entró por ella.

Una legión de preguntas, de enigmas, oscurecen mi espíritu.

Al parecer, recorrió todo el camino a pie, desde el Parlamento (a menudo ha regresado caminando a su casa durante el último período de sesiones), y es así como imagino su oscura silueta, absorta y decidida, avanzando por las calles desiertas y nocturnas. ¿Acaso los pálidos focos eléctricos dieron a los toscos tablones una semblanza de blancura? ¿Quizá esa puerta fatal y abierta despertó en él algún recuerdo?

Y al fin y al cabo, ¿existió alguna vez la puerta verde en el muro?

No lo sé. He referido su historia tal como él me la contó. A veces creo que Wallace fue simple víctima de la conjunción de ciertas alucinaciones raras, mas no sin precedentes, y de una trampa tendida por descuido; pero ésta no es la más profunda de mis convicciones. Pensad, si queréis, que soy supersticioso y tonto; pero en el fondo estoy casi plenamente convencido de que Wallace poseía en verdad una facultad anormal, cierto sentido, algo (no sé cómo llamarlo) que bajo la apariencia de un muro y una pared le ofrecía una salida, un secreto y singular camino de evasión que conducía a otro mundo mucho más hermoso. Si es así, diréis, esa facultad lo traicionó a último momento. Pero ¿realmente lo traicionó? En ese punto rozáis el más íntimo misterio de estos soñadores, estos hombres imaginativos y visionarios. Nosotros vemos el mundo corriente y vulgar, vemos la empalizada y el foso. Para el juicio común, Wallace salió de un mundo de seguridades para internarse en la oscuridad, en el peligro, en la muerte. Pero ¿acaso él participaba de ese juicio?

* * *


[1] La búsqueda de una comunicación entre el Atlántico y el Pacífico, en el hemisferio norte, ocupó a varias generaciones de exploradores. El «Paso del Noroeste» se encontró finalmente en las zonas árticas, pero resultó tan intrincado que no se empleó como vía usual de comunicación entre ambos océanos. De ahí el juego que menciona el autor (N. del T.).

© Herbert George Wells: The Door in the Wall (La puerta en el muro). Publicado en The Daily Chronicle, 14 de julio de 1906. Traducción de Rodolfo Walsh.

Compartir:

Nuevo en Lecturia

Gabriel García Márquez - Un día de estos

Gabriel García Márquez: Un día de estos

«Un día de estos», cuento de Gabriel García Márquez, narra una jornada singular en la vida de Don Aurelio Escovar, un dentista sin título confrontado con un dilema ético y
Mario Vargas Llosa - Día domingo

Mario Vargas Llosa: Día domingo

«Día domingo» es un relato de Mario Vargas Llosa que explora los temas de la adolescencia, el amor, la rivalidad y el coraje. En este cuento, Miguel, un joven lleno
José Saramago - Embargo

José Saramago: Embargo

«Embargo», es un cuento de José Saramago que narra la angustiosa experiencia de un hombre atrapado al interior de su automóvil. La historia comienza con la cotidianidad de la vida

Deja un comentario