«La Sirenita», cuento de Hans Christian Andersen, narra la historia de una joven sirenita, hija del Rey del Mar, quien vive en el fondo del océano. La muchacha se fascina con el mundo de la superficie, que visita habitualmente desde que cumple los quince años. En una de sus exploraciones conoce a un príncipe de quien se enamora. La joven estará dispuesta a hacer cualquier sacrificio para estar con su amado, incluso renunciar al mundo que la vio nacer. Un cuento clásico de Hans Christian Andersen, que fue llevado al cine por Disney con gran éxito, pero que en su adaptación cambió mucho de la historia original.
La sirenita
Hans Christian Andersen
(Cuento completo)
Mar adentro, el agua es tan azul como los pétalos del más bello aciano y claro como el cristal más puro, pero es muy profundo, demasiado profundo, para que ningún ancla pueda llegar al fondo, y serían precisas un gran número de torres de iglesias, puestas las unas sobre las otras, para llegar del fondo a la superficie. Y allí, en aquellas profundidades, es donde viven las sirenas.
Pero no vaya a creerse que, en el fondo, solo existe un suelo desnudo formado de arenas blancas; no, crecen árboles y plantas de las especies más raras, cuyos tallos y hojas son tan flexibles, que se agitan al menor movimiento del agua como si estuvieran vivas. Todos los peces, grandes y pequeños, se deslizan por entre sus ramas como los pájaros en el aire. En uno de los lugares más profundos se alza un castillo propiedad del rey de los mares. Sus muros son de coral y las altas ventanas puntiagudas del ámbar más transparente, y el tejado está hecho de conchas de moluscos que se abren y se cierran según el movimiento del agua. Es de un efecto bellísimo, puesto que cada concha encierra perlas brillantes, una sola de las cuales podía servir de soberbio adorno a la corona de una reina.
El rey del mar estaba viudo desde hacía muchísimos años, y su anciana madre era la que gobernaba la mansión. Era una mujer inteligente, pero muy pagada de su nobleza, razón por la cual llevaba doce ostras en su cola, mientras que las otras personas de alcurnia solo llevaban seis. Aparte de eso, era mujer que merecía grandes elogios porque amaba mucho a sus nietecitas, las princesitas marinas, seis encantadoras criaturas, de las cuales la más joven era la más bella de todas. Su piel era clara y brillante como pétalo de rosa; sus ojos, tan azules como lo más profundo del Océano; pero, al igual que sus hermanas, carecía de pies. Su cuerpo terminaba en cola.
Durante todo el día podían jugar en la parte baja del castillo, las enormes salas, donde flores vivas crecían en los muros. Las grandes ventanas de ámbar estaban abiertas, y los peces entraban por ellas nadando, como en nuestras casas entran las golondrinas, procedentes del exterior, en el instante en que abrimos nuestras ventanas; pero los peces nadaban directos hacia las princesas, comían en sus manos y se dejaban acariciar.
En la parte exterior del castillo se extendía un enorme jardín con árboles color rojo fuego y azul oscuro; los frutos resplandecían como el oro y las flores como las llamas, agitando continuamente sus tallos y sus pétalos. El suelo estaba cubierto de la más fina arena, pero azul, como el azufre quemado. Por encima de ello se extendía una extraña luz azul, y hubiera podido muy bien creerse que todo eso se encontraba en el aire y que no se veía más que cielo por encima y por debajo, y no que todo estaba en el fondo del mar. Cuando las aguas estaban en calma, se podía ver el sol, que parecía una flor purpúrea cuya corola despidiera toda la luz.
Cada una de las princesitas tenía en el jardín su rinconcito donde podía excavar y plantar como quisiera. Una daba a su macizo de flores la forma de una ballena; otra prefería que se pareciese a una sirenita. Sin embargo, la más joven hizo el suyo redondo, como el sol, y no había en él más que flores rojas como el astro rey. Era una niñita muy singular, tranquila y reflexiva, y mientras que sus hermanas adornaban sus pequeñas posesiones con los más extraños objetos cogidos de los barcos hundidos, ella no quería tener, aparte de las flores rojas que recordaban al sol de las alturas, más que una hermosa estatua de mármol: era un delicioso joven tallado en la clara y blanca piedra, que había caído al mar a causa de un naufragio. Plantó al lado de la estatua un sauce llorón rojo, que creció magnífico, haciendo que sus ramas rodearan y dieran frescor a la estatua y llegaran hasta el suelo de arena azul donde la sombra aparecía violeta y se agitaba al compás de las ramas. Se hubiera podido decir que la copa del árbol y sus raíces jugaban a besarse mutuamente.
La sirenita no tenía mayor alegría que la de oír hablar del mundo de los hombres; la anciana abuelita tenía que contarle cuanto sabía de los barcos y las ciudades, los hombres y los animales, y la pequeña encontraba sobre todo maravilloso que las flores, en la tierra, tuviesen perfume, cosa que no poseían en el fondo del mar, y que los bosques fuesen verdes, y que los peces, que se veían por entre las ramas, pudiesen cantar tan alto y tan lindamente que era un placer oírlo: eran los pajarillos que la abuelita llamaba peces, ya que sus nietas no podían comprenderlo de otro modo, pues jamás habían visto los pájaros.
—Cuando tengáis quince años —decía la abuela— se os permitirá salir a la superficie del agua, subir a las rocas para contemplar la luz de la luna y ver los enormes barcos que pasan. También veréis los bosques y las ciudades.
En el transcurso del año. una de las hermanas cumplió los quince años, pero las otras… Cada una tenía un año menos que la precedente, por tanto, la menor cinco años menos que la mayor, y eran esos los años que tenía que esperar antes de elevarse desde el fondo del mar y echar una ojeada a nuestro mundo. Sin embargo, se prometían unas a otras contarse lo que vieran y lo que les había parecido mejor el primer día, ya que la abuelita no les contaba bastante y ellas querían saber más, mucho más.
Ninguna estuvo jamás tan impaciente como la más joven, que era, exactamente, la que tenía que esperar más tiempo, a pesar de ser la más tranquila y reflexiva. Corrientemente, por la noche permanecía asomada al ventanal y miraba a lo alto a través del agua azulada, que los peces removían con sus aletas y sus colas. Podía ver la luna y las estrellas, cuyo resplandor era muy pálido, es cierto, pero que, a través del agua, parecían mucho más grandes que a nuestros ojos. Cuando algo se deslizaba por debajo de ellas como una gran nube, la sirenita sabía que era una ballena que nadaba por encima o bien un barco cargado con muchos hombres, que ni pensaban siquiera que una ondina de verdad estuviera debajo de ellos con sus blancas manos tendidas hacia la quilla.
La primogénita de las princesas cumplió, pues, los quince años y pudo elevarse hasta la superficie del mar.
Cuando regresó, tenía mucho que contar; sin embargo, dijo, lo más delicioso era tenderse al claro de luna sobre un banco de arena, con el mar en calma, y ver cerca de la costa la gran ciudad, donde titilaban las luces como cientos de estrellas; oír la música, el ruido de las carrozas y el griterío de la gente; contemplar las numerosas torres de las iglesias y los campanarios, y escuchar el tañido de las campanas. Y, precisamente porque no podía llegar hasta allí, era por lo que le había parecido lo más deseable.
¡Oh, cuánta atención puso su hermana menor! Cuando se quedó sola por la noche ante su ventana abierta y miró a lo alto a través de la oscura agua azul, pensó en la gran ciudad con todo su ruido y su griterío, y le pareció oír las campanas de la iglesia, cuyo son descendía hasta ella.
Al año siguiente se le permitió a la segunda hermana elevarse a través de las aguas y nadar hasta donde quisiera. Alcanzó la superficie en el preciso momento en que el sol se ocultaba y halló magnífico aquel espectáculo. Todo el cielo parecía de oro—contó—y las nubes… ¡Oh, era imposible describirlas! Habían bogado por encima de su cabeza, rojas y violetas; pero, aún más rápida que ellas, volaban, como un gran velo blanco, una manada de cisnes blancos, sobre las aguas teñidas por el sol naciente. Ella se había puesto a nadar también hacia allí, pero el sol se había hundido en el agua y el resplandor rosáceo había desaparecido de la superficie del agua y de las nubes.
Al año siguiente, la tercera hermana subió a la superficie. Era la más atrevida de todas, por lo que nadó hasta un gran río que desembocada en el mar. Contempló encantadoras colinas verdes cuajadas de viñas; castillos y granjas se alzaban en el centro de bosques soberbios. Oyó cantar a los pájaros, y el sol calentaba tanto que tuvo que meterse varias veces en el agua para refrescar su rostro ardoroso. En una pequeña bahía se encontró con un grupo de niños; estaban desnudos y chapoteaban en el agua. Quiso jugar con ellos, pero huyeron asustados. Acudió una pequeña bestia negra: era un perro, pero ella no había visto jamás un animal parecido. Le ladró tan desaforadamente que tuvo miedo y se refugió en pleno mar, pero jamás podría olvidar los bosques magníficos, las verdes colinas y los lindos niños que sabían nadar, aunque no tuviesen cola de pez.
La cuarta hermana no era tan atrevida. Se quedó en pleno mar, y dijo que allí, precisamente, era donde estaba lo más bello: había una visibilidad que abarcaba muchas millas a la redonda y el cielo, en lo alto, era como una enorme campana de cristal. Había visto barcos, pero desde muy lejos. Tenían el aspecto de alegres gaviotas. A su lado los grandes delfines habían dado volteretas y las ballenas, lanzando agua por sus narices, parecían centenares de fuentes a su alrededor.
Y le llegó el turno a la quinta hermana. Su cumpleaños caía en invierno; por lo que vio lo que las otras no habían visto la primera vez. El mar estaba verde por completo, y aquí y allá se elevaban grandes icebergs, algunos de los cuales tenían aspecto de perlas —contaba—, aunque eran mucho más grandes que las torres de las iglesias construidas por los hombres. Tenían las más extrañas formas y brillaban como diamantes. Se había posado en uno de los más grandes y todos los barcos de vela se alejaban temerosos del lugar donde ella estaba sentada y dejaba que el viento peinase los largos cabellos. Hacia la noche, el cielo se cubrió de nubes; hubo relámpagos y truenos, mientras el negro mar elevaba hasta las alturas los grandes bloques de hielo que brillaban bajo los grandes relámpagos. En todos los barcos se arriaron las velas. Por doquier existía el temor y la inquietud, pero ella estaba muy tranquila, tendida sobre su iceberg flotante, y miraba la línea azul del rayo sumergirse en zigzag en el mar iluminado.
La primera vez que una de las hermanas subía a la superficie del agua, quedaba siempre encantada de lo que había visto de bello y de nuevo; pero como en seguida, en su calidad de hijas mayores, podían subir tantas veces como quisieran, todo se les hacía ya indiferente y sentían deseos de regresar de nuevo a su hogar. Al cabo de un mes acababan diciendo que su castillo era lo más bello y que se estaba muy bien en casa.
Muchas noches, las cinco hermanas se cogían del brazo y se elevaban a la superficie. Poseían voces deliciosas, más bellas que la de ningún ser humano, y cuando amenazaba tempestad y creían que algún barco podía hundirse, nadaban delante de ellos y cantaban armoniosamente la belleza del fondo del mar e invitaban a los marineros a no temer su hundimiento. Pero estos no entendían sus palabras y creían que era la tempestad, y nunca les fue dado conocer el esplendor de su fondo, ya que cuando un barco se hundía, los marineros se ahogaban y llegaban muertos al castillo del rey de los mares.
Cuando las hermanas se elevaban de tal manera por las noches, la hermana menor se quedaba sola y las seguía con los ojos. Sentía deseos de llorar; pero las sirenas no tienen lágrimas y sufren más.
— ¡Ah, qué pena no tener quince años! —decía—. Sé cuánto me gustaría ese mundo de allá arriba y la gente que lo puebla.
Al fin cumplió los quince años.
—Bueno, vas a emanciparte—le dijo su abuela, la anciana reina viuda—. Ven a que te adorne como a tus otras hermanas.
Le puso en la cabeza una corona de lirios blancos, pero cada pétalo de la flor era media perla; luego, la anciana le fijó ocho grandes ostras a la cola para hacer ver su alto rango.
Eso me hace daño—dijo la sirenita.
—Es necesario sufrir para parecer noble—contestó la anciana.
¡Oh, cómo le hubiera gustado a la pequeña desembarazarse de todos sus adornos y quitarse la pesada corona! Las rojas flores de su jardín le parecían mucho mejor, pero no se atrevía a cambiar.
—Adiós —dijo, y, ligera como una burbuja, se remontó a través del agua.
El sol acababa de ocultarse cuando sacó la cabeza a la superficie, pero todas las nubes brillaban aún como las rosas y el oro, y en mitad del aire rosa pálido lucía la estrella de la tarde, clara y encantadora. La brisa era suave y fresca, y el mar estaba en calma. Un gran navío de tres palos se hallaba cerca, con solo una vela desplegada, pues no hacía ni un soplo de viento, y aquí y allá, sobre las jarcias y los maderos, estaban sentados los marineros. Se tocaba y se cantaba, y a medida que caía la noche, centenares de luces de diversos colores se encendieron. Podría decirse que las banderas de todas las naciones flotaban al aire.
La sirenita nadó hasta las puertas del salón y. cada vez que el agua la elevaba, podía ver por los cristales transparentes las numerosas y elegantes personas que allí estaban. Pero el más bello de todos era el joven príncipe de grandes ojos negros. Apenas debía de tener dieciséis años. Era el día de su cumpleaños y por eso se celebraba una fiesta. Los marineros bailaban en el puente, y cuando el joven príncipe se presentaba allí, se lanzaban centenares de cohetes y todo brillaba como en pleno día. La sirenita, muy asustada, se hundía en el agua; pero no tardaba en reaparecer, y entonces le parecía que todas las estrellas del cielo caían sobre ella. Nunca había visto fuegos artificiales. Sobre el barco giraban gigantescos soles y soberbios peces de fuego se balanceaban en el aire azul, y todo se reflejaba en el agua tranquila y clara. ¡Oh, qué bello era el príncipe! Y estrechaba la mano a todo el mundo, reía y sonreía, mientras la música sonaba en la noche admirable.
Se hizo tarde, pero la sirenita no podía apartar sus ojos del barco y del príncipe encantador. Las luces de colores se apagaron, los cohetes se acabaron, no se dispararon más cañonazos, pero de lo profundo del Océano llegaba un rumor inquietante. La sirena permaneció sobre el agua, balanceada por las olas, de forma que podía ver el salón, pero el barco empezó a alejarse, se izó una vela tras otra, las olas se hicieren mayores, aparecieron grandes nubes y los relámpagos surgieron a lo lejos. ¡Oh, se anunciaba una espantosa tempestad! Pronto los marineros tuvieron que acortar las velas. El gran barco volaba sobre la mar furiosa. Las olas se elevaban como grandes montañas negras queriendo desmoronarse sobre el palo mayor, pero el barco se zambullía como un cisne entre las gigantescas olas y se dejaba elevar de nuevo por la hinchazón de las aguas.
A la sirenita le parecía aquello una carrera divertida, pero los marineros no eran de la misma opinión. El barco crujía con gran ruido; los pesados maderos se doblaban bajo los potentes golpes; el mar asaltaba el barco; el palo mayor se rompió en el centro como si fuera un junquillo y el buque se tumbó de un costado mientras el agua penetraba por la bodega. La sirenita se dio cuenta entonces de que las gentes estaban en peligro. Ella misma tuvo que prestar atención a las vigas y restos del barco que flotaban en el agua
Hubo un momento en que la oscuridad fue tan grande que la sirena no veía nada; pero si la luz del relámpago surgía, podía distinguir a los tripulantes. Todos trataban de salvarse como fuese posible. Buscaba al príncipe por entre la gente y lo vio cuando el navío se partió en dos y se hundió en las profundidades del mar. De momento, se alegró, pues el príncipe bajaría hasta ella; pero en seguida se acordó de que los hombres no podían vivir en el agua y que solo llegaría muerto al palacio de su padre. No; era preciso que no muriese. Nadó, pues, por entre las vigas y los restos esparcidos sobre el mar; se olvidó de que podían aplastarla; se hundió profundamente y surgió a la superficie entre las olas y llegó, al fin. hasta el joven príncipe, que casi no podía ya nadar entre aquella mar revuelta, pues sus brazos y sus piernas comenzaban a fatigarse, sus ojos se cerraban y hubiera muerto si la sirenita no hubiese estado allí. Sostuvo su cabeza por encima del agua y con él se dejó conducir por las olas hacia donde ellas querían.
Al día siguiente había cesado la tempestad; del barco no se veían ni los restos; el sol se elevó sobre el agua, rojo y brillante, y hubiera podido decirse que, a causa de él, estaban reanimadas las mejillas del príncipe, pero sus ojos permanecían cerrados. La sirena besó su hermosa frente y echó para atrás sus mojados cabellos. Encontraba que se parecía a la estatua de mármol que tenía en lo profundo del mar, en medio de su jardín. Le besó de nuevo y deseó que viviera.
Vio ante ella la tierra firme, de altas montañas, azules en sus cimas, en las que brillaba la nieve, como si posada en ellas hubiese una manada de cisnes; junto a la costa se extendían hermosos y verdes bosques, ante los cuales se alzaba una iglesia o un convento, no lo sabía bien, pero sí que era un edificio. En el jardín crecían limoneros y naranjos, y, ante la puerta, altas palmeras. El mar formaba aquí una pequeña bahía, completamente en calma, aunque muy profunda, y estaba limitada por acantilados, a cuyos pies se extendía la blanca y fina arena. Hacia allí nadó la sirena con el bello príncipe. Lo depositó sobre la arena y tuvo buen cuidado de que su cabeza permaneciera en alto para que recibiese la luz cálida del sol.
En el gran edificio blanco empezaron a tocar las campanas y numerosas jovencitas atravesaron el jardín. Entonces la sirenita se dirigió nadando tras unas altas rocas que emergían del agua, cubrió sus cabellos y su pecho con la espuma del mar, a fin de que nadie pudiese ver su rostro, y se quedó observando a ver quién se acercaba al pobre príncipe.
No tardó en aproximarse una jovencita. Pareció asustarse mucho, pero solo un instante, y fue en busca de otras personas. La sirena vio cómo el príncipe se reanimaba y sonreía a todos los que estaban a su alrededor, pero no a ella. El príncipe ignoraba que la sirena lo había salvado. Esta se sintió tan desolada que, cuando condujeron al príncipe al gran edificio, se hundió en el agua, muy triste, y regresó a su casa, al castillo de su padre.
Siempre había sido una sirenita muy tranquila y soñadora; pero desde entonces se volvió mucho más. Sus hermanas le preguntaron qué había visto la primera vez que había subido a la superficie, mas ella no contó nada.
Con mucha frecuencia, tanto por la mañana como por la noche, volvía al lugar en donde había depositado al príncipe. Vio cómo maduraban las frutas del jardín, cómo las recogían y cómo se fundía la nieve depositada en las cimas de las montañas, pero no veía al príncipe, y regresaba a su casa cada vez más desolada. Su solo consuelo estaba en sentarse en su pequeño jardín y rodear con sus brazos la bella estatua de mármol que se parecía al príncipe; pero no cuidaba sus llores, que crecían al azar hasta en las avenidas y entrelazaban sus largos tallos y su follaje en las ramas de los árboles, de forma que todo el lugar estaba sombrío.
Al fin, no pudo contenerse más y contó su historia a una de sus hermanas, y en seguida la conocieron las otras, pero nadie más que ellas y dos sirenas amigas que se encargaron de contársela a sus amigas más íntimas. Una de estas sabía quién era el príncipe. También había visto la fiesta del barco. Estaba enterada de dónde venía el príncipe y cuál era su reino.
— ¡Ven, hermanita! —dijeron las otras sirenas.
Y apoyando cada una sus brazos en los hombros de las otras, se elevaron a la superficie y nadaron hasta el lugar donde sabían que se encontraba el castillo del príncipe.
Este castillo estaba construido de piedras amarillas muy claras y brillantes, con grandes escaleras de mármol, una de las cuales descendía hasta el mar. Espléndidas cúpulas doradas se elevaban sobre el tejado, y entre las columnas que rodeaban el monumento se hallaban emplazadas estatuas de mármol que parecían seres vivos.
A través de los transparentes cristales de las altas ventanas se veía el interior de las magníficas salas, donde preciosas alfombras y cortinajes de seda las adornaban, y las paredes estaban decoradas con enormes pinturas que producía un gran placer contemplar. En el centro del salón más grande se alzaba una gran fuente que lanzaba un surtidor bajo la cúpula de cristal del techo, y por ella entraba el sol, que iluminaba el agua y las plantas que crecían en el gran recipiente.
La sirenita sabía al fin dónde vivía el príncipe y acudía con frecuencia, tanto por la mañana como por la noche. Nadaba mucho más cerca de la tierra de lo que se habían atrevido las otras. Llegó hasta meterse en el estrecho canal que se deslizaba bajo la soberbia terraza de mármol, cuya sombra se prolongaba sobre el río. Se situaba allí y miraba al joven príncipe, que creía estar solo a la luz de la luna.
Le vio muchas noches bogar, con la música a bordo de su magnífico yate, donde flameaban las banderas. Le miraba a través de los verdes juncos, y el viento ondulaba su largo velo de blanco plateado. Si alguien la veía, hubiera creído que era un cisne que desplegaba las alas.
Por las noches, oyó con frecuencia a los pescadores, que pescaban a la luz de las antorchas, hablar mucho y bien del joven príncipe, y se alegraba de haberle salvado la vida cuando estaba medio muerto a merced de las olas. Pensaba cómo había reposado la cabeza sobre su pecho y cómo le había dado un beso apasionado. Él ignoraba todo esto y ni siquiera podía soñar con ella.
Poco a poco, la sirena aumentó su cariño hacia los hombres y cada vez deseaba con mayor afán poder estar entre ellos. Su mundo le parecía mucho más grande que el suyo. Podían recorrer los mares sobre barcos; podían escalar las altas montañas cubiertas de nieve, y las tierras poseídas por ellos se extendían, repletas de bosques y de campos, más allá de donde podía alcanzar su vista. Había muchas cosas que a ella le hubiera gustado saber; pero sus hermanas no le contestaban a todo, porque no tenían respuestas para ello. Interrogaba entonces a su anciana abuela, que conocía al dedillo el mundo terrenal, que ella llamaba tierras situadas sobre el mar.
—Cuando los hombres no se ahogan—preguntaba la sirenita—, ¿son inmortales y no mueren, como nosotros?
—Sí mueren —contestó la anciana—. Mueren como nosotros. Su vida es mucho más corta que la nuestra. Nosotros podemos vivir trescientos años, y cuando dejamos de existir aquí, nos convertimos en espuma de mar. No tenemos tumba aquí abajo, en medio de los seres que nos son queridos. Nuestra alma no es inmortal. No volvemos a la vida. Somos como el junco verde; una vez cortado no puede reverdecer. Los hombres, por el contrario, tienen alma, que vive siempre, que vive aun después que su cuerpo se ha convertido en tierra. Se eleva por el aire transparente y claro hasta las estrellas brillantes. De la misma forma que nosotros nos elevamos en el agua y vemos las tierras de los hombres, así ellos se elevan hacia lugares desconocidos y deliciosos que nosotros no veremos jamás.
—¿Por qué no tenemos alma inmortal? —preguntó entristecida la sirenita—. Daría todos los cientos de años que me quedan de vida por ser una persona solo un día y tener mi parte en el mundo celestial.
—Es preciso no pensar en eso —contestó la abuela—. Nuestra vida es mucho mejor y más feliz que la de los hombres de arriba.
—¿Es necesario, entonces, que muera y desaparezca como espuma sobre el mar; que renuncie a oír la música de las olas, a ver las hermosas flores y el rojo sol? ¿No puedo hacer nada para tener alma inmortal?
—No —contestó la vieja—. A menos que un hombre te ame más que a sus padres, que todos sus pensamientos y todo su amor estuviesen ligados a ti y que pusiese su mano derecha sobre la tuya delante de un sacerdote y prometiese serte fiel aquí y en toda la eternidad. Entonces su alma, ¡su alma!, penetraría en tu cuerpo y tomarías parte en la felicidad de los hombres. Te daría un alma y conservaría, sin embargo, la suya. Pero eso es imposible. Lo que es encantador aquí en el mar, tu cola de pez, es justamente lo que se encuentra feo en la tierra. Ellos no entienden de esas cosas. Creen que es preciso tener dos gruesas columnas, que llaman piernas, para ser hermoso.
La sirenita suspiró y miró tristemente su cola de pez.
—Seamos felices —exclamó la anciana—. Podemos saltar y retozar durante trescientos años que tenemos de vida. Es bastante tiempo. Se puede reposar con satisfacción en la tumba, después de eso. Esta noche tendremos baile en la corte.
Fue algo esplendoroso; algo como jamás se vería en la tierra. Paredes y techos de la gran sala de baile eran de cristal grueso, pero transparente. Muchos centenares de moluscos gigantescos, de color rosa y verde, estaban alineados a cada lado y emanaban una luz azul que alumbraba toda la sala y brillaba a través de los muros, de forma que el mar, por fuera, estaba también iluminado. Se podía ver a los innumerables peces, grandes y pequeños, cómo nadaban hacia la pared de cristal; algunos, con escamas brillantes de color rojo; otros, con escamas de plata y oro. Por el centro de la sala atravesaba una ancha corriente de agua, donde danzaban las sirenas y tritones a compás de sus deliciosos cantos. Los habitantes de la tierra no poseen voces tan bellas. La sirenita era la que cantaba mejor que todos y se la aplaudía con entusiasmo. Por un instante se le llenó de alegría el corazón, puesto que sabía que poseía la voz más bella jamás oída en tierra o mar. Pero no tardó mucho tiempo en volver a pensar en el mundo que existía sobre su cabeza. No podía olvidar al bello príncipe ni el dolor de no poseer, como él, un alma inmortal. Por consiguiente, se deslizó fuera del castillo de su padre y, mientras que todos estaban cantando y alegres, se sentó tristemente en su jardincito. En ese momento oyó el sonido de un cuerno a través del agua, y se dijo:
“Es él, seguramente, que navega por allá arriba; él, a quien amo más que a mis padres, a quien está unido mi pensamiento y en manos de quien pondría la felicidad de toda mi vida. ¡Quiero hacer todo lo posible por ganármelo a él y el alma inmortal! Mientras que mis hermanas danzan en el castillo de mi padre, voy a ir en busca de la bruja marina. Siempre le he tenido miedo, pero tal vez ella puede aconsejarme y ayudarme.”
Y la sirenita salió de su jardín y se dirigió hacia el rugiente remolino tras el cual habitaba la bruja. Jamás había estado allí, donde no crecían las flores ni la hierba marina. Sola y desnuda, la arena gris se extendía hacia la sima, donde el agua, con rugidos de rueda de molino, se precipitaba arrancando todo lo que encontraba a su paso y lo arrojaba en las profundidades. Era necesario a la sirenita atravesar estos terribles remolinos para llegar a la guarida de la bruja, y durante largo recorrido no existía otro camino que el formado por la terma en ebullición que la bruja llamaba su turbera.
Se llegaba así a su mansión, que estaba en el centro de un extraño bosque. Los árboles y matas eran pólipos, mitad plantas, mitad animales, que parecían serpientes de cien cabezas que salían de las arenas del suelo. Las ramas eran largos brazos viscosos provistos de tentáculos que se retorcían como gusanos y se removían sin parar desde la raíz hasta la punta. Todo cuanto podían agarrar lo enlazaban fuertemente y no lo abandonaban jamás. La sirenita se paró toda asustada delante de este bosque; su corazón palpitaba de miedo. Estuvo a punto de volverse, pero pensó en el príncipe y en el alma humana, y recobró su valor. Ató bien sobre su cabeza sus largos y flotantes cabellos, a fin de no dejarlos aprisionar por los pólipos; cruzó las manos sobre su pecho y voló así a través del agua, como el pez sabe volar, en medio de los espantosos pólipos que tendían hacia ella sus brazos y sus ágiles tentáculos. Observó que cada uno de estos brazos y tentáculos tenía algo agarrado, como en un cepo de hierro. Los náufragos que habían descendido a estas profundidades solo conservaban sus esqueletos aprisionados por los brazos de los pólipos. También poseían entre sus tentáculos remos, cofres, cadáveres de animales terrestres y una sirenita que habían cogido y torturado. Esto era lo más espantoso.
Después de este paisaje, se abría en el bosque un gran espacio viscoso donde retozaban grandes culebras de agua que mostraban su feo y amarillento vientre. En el centro de aquel claro se alzaba una casa hecha de blancos huesos humanos. Era allí donde habitaba la bruja marina. Daba de comer, en ese momento, a un sapo con sus labios, de la misma forma que los hombres dan de comer azúcar a un canario. Llamaba a las feas, gordas y grasientas culebras sus gallinitas, y les permitía enroscarse en torno de su horrible pecho.
—Sé lo que deseas —dijo la bruja—. Es una gran tontería por tu parte. Pero se hará tu voluntad, porque ella causará tu desgracia, mi encantadora princesa. Quieres librarte de tu cola de pez y poseer en su lugar dos soportes con que caminar como los hombres a fin de que el joven príncipe pueda enamorarse de ti y puedas casarte con él y tener un alma inmortal.
Y la bruja lanzó tal carcajada que el sapo y las culebras cayeron a tierra y se retorcieron durante unos instantes.
—Llegas en un buen momento —continuó la bruja—. Mañana, al salir el sol, ya no hubiera podido ayudarte hasta pasado un año entero. Voy a prepararte un brebaje. Con él nadarás, antes que salga el sol, hasta tierra. Allí te sentarás y lo beberás. Entonces, tu cola se dividirá y se convertirá en lo que los hombres llaman unas piernas bonitas. Pero te causará dolor, pues es como si una espada afilada te rajase. Cuantos te vean, dirán de ti que eres la más adorable criatura que jamás vieron ojos humanos. Conservarás tu paso armonioso. Ninguna bailarina será tan ágil como tú. Pero cada paso que des será como si anduvieses sobre un cuchillo afilado, que te hará sangrar. Si quieres sufrir todo esto, te ayudaré.
— ¡Sí! —contestó la sirenita, temblándole la voz.
Pensaba en el príncipe y en el alma inmortal que quería poseer.
—Pero recuerda —le dijo—que, una vez hayas tomado forma humana, no volverás jamás a ser sirena. Nunca podrás volver a tus hermanas ni al castillo de tu padre, y si no consigues el amor del príncipe, de suerte que por ti olvide a sus padres, se ligue a ti en pensamiento y haga unir vuestras manos por el sacerdote en señal de que sois marido y mujer, no conseguirás el alma inmortal. Al día siguiente de haberse casado con otra, tu corazón estallará y te convertirás en espuma de mar.
—Acepto —dijo la sirenita.
Estaba pálida como una muerta.
—Es preciso también que me pagues—dijo la bruja—, y no es poco lo que te pido. Tienes la voz más maravillosa de todos los que aquí habitan, y, sin duda, crees que encantarás al príncipe con ella. Tienes que dármela. Quiero por mi precioso brebaje lo mejor que tú posees. Te doy con él mi propia sangre, para que así sea tan agudo como espada de doble filo.
—Si te doy mi voz, ¿qué me quedará? —exclamó la sirenita.
—Tu cuerpo encantador—le replicó la bruja—. Tu airoso paso y tus ojos que hablan. Eso es bastante para seducir a un hombre. Vamos, no pierdas el valor. Saca la lengua. La cortaré y tendrás a cambio el precioso brebaje.
— ¡Sea! —dijo la sirenita.
Y la bruja cogió su marmita para preparar el mágico brebaje.
—La limpieza es una buena cualidad—dijo.
Y frotó la marmita con las culebras anudadas. Después se hizo un corte en el pecho y brotó su sangre negra. El vapor que se desprendía de la marmita tomaba extrañas formas capaces de espantar al más valiente. Era algo terrorífico. A cada momento la bruja añadía algún nuevo ingrediente, y cuando todo estuvo bien hervido, se oyó un ruido que parecía el llanto del cocodrilo. Al fin, el brebaje estuvo a punto. Tenía aspecto de agua purísima.
—Aquí lo tienes—dijo la bruja.
Y cortó la lengua de la sirena, que se quedó muda, sin poder cantar ni hablar.
—Si los pólipos te aprisionan cuando atravieses mi bosque, no tienes más que arrojarles unas gotas de este brebaje y sus brazos y sus tentáculos se romperán en mil pedazos.
Pero la sirenita no tuvo necesidad de hacer nada, pues los pólipos se contrajeron a su paso, temerosos, al ver el aspecto del frasco, que brillaba en sus manos como una estrella deslumbrante. De esta forma atravesó con prontitud el bosque, la turbera y los torbellinos.
Vio el palacio de su padre; las luces estaban apagadas en la gran sala de baile. Todo el mundo dormía seguramente, y no se atrevió a presentarse allí, ahora que estaba muda e iba a separarse de ellos para siempre. Le pareció que el corazón se le iba a desgarrar de pena. Entró silenciosamente en el jardín, arrancó una flor del macizo de cada una de sus hermanas, lanzó con los dedos miles de besos hacia el castillo y se elevó a través de las aguas azules.
El sol aún no había salido cuando distinguió el castillo del príncipe. Subió la magnífica escalera de mármol. La luna brillaba, maravillosamente clara. La sirenita bebió aquel líquido ardiente y áspero y fue como si una espada de doble filo se hubiese hundido en su delicado cuerpo. Se desvaneció y permaneció como muerta. Cuando el sol surgió luminoso sobre el mar, se despertó y volvió a sentir un agudísimo dolor; pero ante ella estaba el príncipe encantador que la miraba con sus negros ojos, tan fijamente, que ella bajó los suyos, y entonces se dio cuenta de que su cola había desaparecido y en su lugar tenía las piernas más bonitas que jamás muchacha alguna hubiera podido tener. La sirenita estaba completamente desnuda, por lo que se envolvió en su larga cabellera. El príncipe le preguntó quién era y cómo había llegado hasta allí. La muchachita le miró con inmensa dulzura y la tristeza reflejada en sus ojos azul oscuro, pero no podía hablar. Él la tomó de la mano y la hizo entrar en palacio. A cada paso que daba era —ya se lo había advertido la bruja— como si caminara sobre agujas y cuchillos afilados, pero soportaba el dolor con alegría; cogida de la mano del príncipe, subió tan de prisa como una burbuja, y el príncipe y todo el mundo admiraron su gracioso y ondulante paso.
Tuvo los más preciosos vestidos de seda y de muselina. En el castillo era la más hermosa de todas las mujeres; pero estaba muda y no podía ni cantar ni hablar. Bellas esclavas, vestidas con túnicas de seda y oro, avanzaron por la gran sala y cantaron para el príncipe y sus reales padres. Una de ellas cantaba mejor que todas las otras, y el príncipe aplaudió y le sonrió. La princesita se puso triste. Sabía que ella hubiera cantado mucho mejor aún. Y se decía: “¡Oh, si supiera que por estar a su lado he cedido mi voz para siempre!…”
A continuación, las esclavas bailaron graciosas y ligeras danzas, acompañadas de una música admirable. Entonces, la sirenita alzó sus bellos y blancos brazos, se elevó sobre la punta de los pies, se deslizó dulcemente y bailó como jamás persona humana había bailado antes. A cada movimiento, su encanto se hacía más visible y sus ojos hablaban al corazón con más elocuencia que el canto de las esclavas.
Todos estaban encantados, y más que nadie el príncipe, que la llamó “su niñita recobrada”. La sirenita bailaba sin cesar, y eso que cada vez que sus pies tocaban en tierra era como si se apoyasen sobre cuchillos afilados. El príncipe dijo que se quedaría para siempre a su lado, y le permitió dormir a su puerta sobre un cojín de terciopelo.
Mandó que le hicieran un vestido de hombre, a fin de que pudiese acompañarle en sus paseos a caballo. Corrían a través de los bosques embalsamados de bellos olores, donde las verdes ramas le golpeaban los hombros y los pajarillos cantaban entre el fresco follaje. Escaló con el príncipe las altas montañas, y sus delicados pies sangraban de tal forma que todo el mundo podía verlo; pero ella se reía y seguía al príncipe hasta las cimas, desde donde se veían las nubes bogar por debajo de ellos como si fueran una bandada de pajarillos que marchaban a países extranjeros.
Por la noche, en el castillo del príncipe y cuando los demás dormían, la sirenita descendía la gran escalera de mármol y refrescaba sus ardientes pies en el agua fría del mar, teniéndolos metidos en ella un gran rato, y esto la hacía pensar en los de abajo, en los que vivían en las profundidades del Océano.
Una noche aparecieron sus hermanas con los brazos entrelazados. Cantaban una canción muy triste mientras nadaban por la superficie. La sirenita las llamó. Las hermanas la reconocieron y le dijeron el dolor que a todos les había causado su abandono. Desde entonces, todas las noches subían a verla, y una noche vio, muy lejos, a la abuelita, que no había subido a la superficie desde hacía multitud de años, y al rey de los mares con su corona de oro sobre la cabeza. Tendían los brazos hacia ella, pero no se atrevían a aproximarse a la tierra tanto como sus hermanas.
Cada día que pasaba el príncipe sentía aumentar su cariño hacia la sirena, pero la quería como se puede querer a un niñito. No tenía pensamiento alguno de convertirla en reina, y era preciso que la muchacha se convirtiese en su esposa, porque si no no alcanzaría el alma inmortal, y, a la mañana siguiente de casarse él con otra, se convertiría en espuma de mar.
—¿No es a mí a quien amas por encima de todas? parecían preguntarle los ojos de la sirenita cuando él la cogía en sus brazos y la besaba en su linda frente.
—Sí. Eres para mí la más querida —contestaba el príncipe—, puesto que tú eres quien tiene mejor corazón. Además, me quieres más que nadie. Tú me recuerdas a una jovencita que vi una vez y que jamás volveré a encontrar. Yo estaba en un barco que naufragó. Las olas me arrojaron a la playa, cerca de una iglesia en la que rezaban varias muchachas. La más joven me encontró y me salvó la vida. Solo la he visto dos veces. Es la única persona a quien yo puedo amar en este mundo, pero tú te pareces mucho a ella. En mi alma, su imagen casi desaparece ante tu vista. Aquella muchacha pertenece al templo, y puesto que la buena fortuna te ha traído a mi lado, nunca nos separaremos.
“¡Ay! No sabe que yo le he salvado la vida —se dijo la sirenita—. Yo le llevé a la playa desde el mar, a las cercanías del templo. Yo estaba escondida y observaba si alguien acudía en su auxilio. ¡Y vi a la joven que quiere más que a mí!”
Y la sirena dio un profundo suspiro. No podía llorar.
“Ha dicho que la muchacha pertenece al templo y jamás saldrá al mundo. No volverán a encontrarse. Yo estoy a su lado y le veo todos los días; le cuidaré, le amaré y le dedicaré mi vida entera.”
Pero empezó a circular la noticia de que el príncipe iba a casarse con la hija del rey del país vecino. Por eso quería preparar un magnífico barco. Se decía que el príncipe iba a emprender un viaje para visitar el país vecino; pero era para ver a la hija del rey, y por eso llevaba un gran séquito. Mas la sirenita movía la cabeza y se reía. Conocía bien los pensamientos del príncipe; mucho mejor que todos los demás.
—Es preciso que yo parta —le había dicho—. Es preciso que vaya a ver a la bella princesa. Mis padres lo exigen. Pero no me obligarán a que la traiga como prometida. No puedo amarla. No se parece a la muchacha del templo, a quien tú eres tan semejante. Si debo elegir algún día una esposa, serás tú, mi niñita recobrada, mi muda de los ojos que hablan.
Jugó con sus largos cabellos, apoyó la cabeza sobre su corazón, quien se puso a soñar con la felicidad humana y el alma inmortal.
—Tú, al menos, no tienes miedo al mar, mi niñita le dijo cuando subieron al magnífico navío que debía conducirle al país del rey vecino.
Y le habló de las tempestades y de las bonanzas, de los raros peces de las profundidades y de lo que los buzos habían visto allí. Ella sonreía a su relato, puesto que sabía mejor que nadie lo que había en el fondo del mar.
Durante la noche clara, cuando todo el mundo dormía, excepto el timonel, ella se apoyaba contra la regala, buscaba a través del agua transparente y se imaginaba ver el castillo de su padre, en cuya cima la anciana abuela, la corona de plata sobre su cabeza, tenía los ojos fijos en la altura, en la quilla del barco. Y las hermanas subieron a la superficie del agua y miraron con tristeza a la sirenita, tendiéndole los brazos, y esta las llamó, las sonrió y les quiso decir que todo marchaba bien y feliz para ella, pero el grumete se acercó y las hermanas se sumergieron. El mozo creyó que la blancura que había visto era la espuma del mar.
Al día siguiente por la mañana, el barco entró en el puerto de la espléndida ciudad del rey vecino. Todas las campanas de las iglesias repicaron, y desde las altas torres se oían las trompetas, mientras los soldados, con sus bayonetas relucientes, formaban bajo las banderas flotantes. Todos los días eran de fiesta. Los banquetes de gala y los bailes se sucedían; pero la princesa no estaba aún en la ciudad. Se decía que se hallaba en un templo educándose para recibir todas las virtudes reales. Al fin, llegó a la ciudad.
La sirenita estaba impaciente por contemplar su belleza y tuvo que hacerle justicia. Jamás había visto a una persona tan encantadora. La princesita tenía la piel blanca y delicada, y tras sus largas y hermosas pestañas sonreían unos magníficos ojos azul oscuro, de expresión sincera.
— ¡Eres tú! —dijo el príncipe—. Tú, la que me salvaste cuando estaba tendido en la playa como un cadáver.
Y estrechó entre sus brazos a la ruborizada muchacha.
— ¡Oh, soy inmensamente feliz! —dijo a la sirenita—. Se ha cumplido mi mejor esperanza, la que jamás pensé realizar. Te alegrarás de mi felicidad, tú que, entre todos, eres la que más me quieres.
Y la sirenita le besó la mano, pero le parecía que su corazón iba a estallar de un momento a otro. A la mañana siguiente de la boda debía morir y convertirse en espuma de mar.
Todas las campanas de la iglesia repicaban. Los heraldos recorrían a caballo las calles y anunciaban los esponsales. En todos los altares se quemaban aceites perfumados en preciosas lámparas de plata. Los sacerdotes agitaban los incensarios y los dos prometidos se dieron las manos y fueron bendecidos por el obispo. La sirenita, vestida de seda y oro, sostenía la cola de la novia; pero sus oídos estaban sordos a la música de la fiesta, sus ojos no veían la santa ceremonia. Pensaba en la noche de su muerte y en todo lo que había perdido en este mundo.
Aquella misma tarde los recién casados subieron a bordo del navío, los cañones dispararon, todas las banderas flotaban al aire. En el centro del barco se había construido una tienda real de oro y de púrpura. con los más deliciosos almohadones donde la pareja podría dormir durante la tranquila y agradable noche.
Las velas se hincharon al viento, y el navío empezó a deslizarse ligera y gravemente sobre la mar límpida.
Cuando oscureció, fueron encendidas lámparas de múltiples colores, y los marinos bailaron sobre el puente alegres danzas. La sirenita debió de pensar en la primera vez que emergió de las aguas y vio el mismo fasto y la misma alegría. Se lanzó en el torbellino de la danza, bailó, agitándose como lo hace una golondrina perseguida, y todo el mundo la admiró y la aclamó. Jamás había bailado tan admirablemente. Sus delicados pies parecían heridos por afilados cuchillos, pero no lo sentía. Más herido se hallaba su corazón. Sabía que era la última noche que veía a aquel por quien había abandonado su familia y su hogar, dado su exquisita voz y sufrido todos los días infinitos tormentos sin que él se diese cuenta. Era la última noche que respiraba el mismo aire que él, que veía el mar profundo y el azul cielo estrellado. Una noche eterna, sin pensamiento y sin sueño, la esperaba a ella, que no tenía alma, que no podíaganar una.
Y en el barco, todo era alegría y jolgorio. La fiesta duró hasta después de la medianoche. La sirenita bailó y rio con el pensamiento puesto en la muerte, la muerte que ya era dueña de su corazón. El príncipe abrazaba a su encantadora esposa, que jugaba con sus negros cabellos, y cogidos del brazo fueron a descansar a la magnífica tienda.
Se restablecieron el silencio y la calma en el navío. Solo permanecía en pie el timonel. La sirenita apoyó sus blancos brazos sobre la regala y miró hacia el Oriente, espiando la aurora. Sabía que el primer rayo de sol la mataría. Vio entonces emerger del mar a sus hermanas. Estaban pálidas como ella. Sus bellos y largos cabellos no flotaban al viento. Estaban cortados.
—Se los hemos dado a la bruja para que procure que no mueras esta noche. Nos ha entregado un puñal. Mira lo afilado que es. Antes que salga el sol es preciso que lo hundas hasta el puño en el corazón del príncipe y, cuando su sangre caliente moje tus pies, se unirán en una cola y volverás a ser sirena. Entonces podrás descender con nosotros y vivir tus trescientos años antes de convertirte en espuma de mar salada. ¡Date prisa! O él o tú ha de morir antes que salga el sol. Nuestra anciana abuela tiene tanta pena, que sus blancos cabellos se le han caído, como los nuestros han caído bajo las tijeras de la bruja. ¡Mata al príncipe y vuelve! Date prisa. ¿No ves ya el resplandor en el cielo? Dentro de breves minutos el sol saldrá, y entonces morirás.
Lanzaron un hondo suspiro y desaparecieron en las olas.
La sirenita separó la cortina de púrpura de la tienda y vio cómo dormía la encantadora desposada con la cabeza apoyada en el pecho del príncipe. Se arrodilló, besó la hermosa frente del joven, miró al cielo, donde la aurora se hacía cada vez más visible, y contempló el puntiagudo puñal. Después fijó los ojos de nuevo sobre el príncipe, que pronunció en sueño el nombre de su esposa. Entonces se dio cuenta de que su pensamiento no le pertenecía. El puñal tembló en la mano de la sirena…, pero lo arrojó lejos, entre las olas, que se tiñeron de rojo en el lugar donde cayó, como si gotas de sangre hubieran subido a la superficie del agua. Una vez más volvió a mirar al príncipe con ojos entornados, se alejó del navío, se sumergió en el mar y sintió cómo su cuerpo se disolvía en espuma.
Y el sol se elevó sobre el mar, sus rayos cayeron dulces y cálidos sobre la fría espuma marina y la sirenita no sintió la muerte. Vio al luminoso sol, y cómo volaban por encima de ella encantadores seres etéreos. Podía ver a través de ellos las blancas velas del barco y las nubes rojas del cielo. Las voces de aquellos seres eran melodiosas, pero tan inmateriales, que ningún ojo terrestre podía verlas. Sin alas, flotaban en el aire gracias a su ligereza. La sirenita se dio cuenta de que tenía un cuerpo parecido al de ellos y que se elevaba cada vez más por encima de la espuma del mar.
—¿Hacia dónde voy? —preguntó, y su voz resonó como la de los otros seres, tan inmaterial que ninguna música del aire hubiera podido igualarla.
— ¡Hacia las hijas del aire! —respondieron las otras—. La sirena no tiene alma inmortal, no puede tenerla jamás, a menos que se gane el amor de un hombre. Su existencia eterna depende de un poder desconocido. Las hijas del aire tampoco tienen alma inmortal, pero se la pueden crear ellas mismas por sus buenas acciones. Volamos hacia los países cálidos, donde el aire pestilente mata a los hombres, y nosotras otorgamos el frescor. Esparcimos por el aire el perfume de las flores y llevamos consigo el alivio y la curación. Cuando, por espacio de trescientos años, nos hemos esforzado por hacer todo el bien posible, adquirimos un alma inmortal y tomamos parte en la felicidad eterna de la Humanidad. Tú, al igual que nosotras, te has esforzado en hacer el bien con todo tu corazón, sirenita. Has sufrido y aceptado el dolor, y te has elevado al mundo de los espíritus del aire. Ahora puedes, por buenas acciones, crearte, en estos trescientos años, un alma inmortal.
Y la sirenita elevó sus blancos brazos hacia el sol de Dios, y, por primera vez, sintió que las lágrimas acudían a sus ojos.
En el barco no se oía ningún ruido ni se sentía ningún movimiento. Vio al príncipe con su bella esposa que la buscaban con los ojos; observaban con tristeza la espuma de las olas, como si supiesen que ella se había convertido en espuma de mar. Invisible, la sirenita besó la frente de la joven esposa y le sonrió a él, y, con los otros seres del aire, se montó en la nube rosácea que bogaba por las alturas.
—Dentro de trescientos años entraremos en el reino de Dios.
—Tal vez podremos llegar antes—murmuró una de ellas—. Penetremos invisibles en la casa de los hombres, donde hay niños, y por cada día que encontremos un buen hijo que dé alegría a sus padres y merezca su amor, Dios abrevia nuestro tiempo de prueba. El niño no sabe cuándo volamos por la sala; cuando sonreímos de alegría ante su vista, nos descuenta uno de nuestros años; pero cuando vemos un niño feo y malvado, que nos hace llorar de tristeza, cada lágrima derramada es un día más en nuestro tiempo de prueba.
[1835]