Henry Kuttner & C. L. Moore: Lo que necesita

Henry Kuttner - C. L. Moore - Lo que necesita

Sinopsis: «Lo que necesita» (What You Need) es un cuento de ciencia ficción escrito por Henry Kuttner y C. L. Moore, publicado en octubre de 1945 en la revista Astounding Science Fiction. La historia sigue a Tim Carmichael, un periodista cínico y ambicioso que, intrigado por el escaparate de una misteriosa tienda en Park Avenue, se adentra en el enigmático negocio de Peter Talley, un hombre que asegura tener exactamente lo que cada persona necesita. Fascinado por aquel comercio insólito, Carmichael se obsesiona con descubrir su secreto, sin imaginar que está a punto de enfrentarse a un poder inquietante que pondrá a prueba su destino.

Henry Kuttner - C. L. Moore - Lo que necesita

Lo que necesita

Henry Kuttner & C. L. Moore
(Cuento complete)


.ATISECEN EUQ OL SOMENET

Eso decía el cartel.

Tim Carmichael, que trabajaba en un periódico especializado en economía y completaba su escaso salario vendiendo artículos sensacionalistas —y a menudo falsos— a los tabloides, no vio en aquellas letras invertidas ninguna posible “historia”. Le pareció un truco publicitario barato, algo raro en Park Avenue, donde las fachadas de las tiendas se distinguían por su sobria elegancia. Y aquello lo irritó.

Gruñó entre dientes y siguió caminando. Pero, de pronto, se detuvo, dio media vuelta y regresó. No tuvo la fuerza para resistir la tentación de descifrar la frase, aunque su fastidio aumentaba. Se plantó frente al escaparate, alzó la vista y murmuró para sí:

—“Tenemos lo que necesita”. ¿Ah, sí?

La frase, escrita con letras pequeñas y prolijas sobre una banda negra pintada en el vidrio, se extendía a lo largo de un panel angosto. Debajo, el escaparate —de cristal curvo, casi invisible— mostraba un fondo de terciopelo blanco y unos pocos objetos dispuestos con esmero: un clavo oxidado, una raqueta para nieve y una tiara de diamantes. Parecía un decorado de Dalí para Cartier o Tiffany.

—¿Joyeros? —pensó Carmichael—. Pero ¿por qué “lo que necesita”?

Imaginó a ricas herederas desesperadas por no encontrar un collar de perlas que combinara con su vestido, o a damas sollozando porque les faltaban unos cuantos zafiros. El principio del lujo era manipular con sutileza la oferta y la demanda: casi nadie “necesitaba” diamantes; simplemente los deseaba, y podía pagarlos.

—O quizás vendan lámparas de Aladino —concluyó Carmichael—. O varitas mágicas. Pero sigue siendo el mismo truco de feria: atraer incautos. Anuncia cualquier cosa y la gente pagará por entrar. Por dos centavos…

Aquel día estaba irritado y de mal humor. El mundo entero le resultaba antipático. Y encontrar un blanco para su fastidio le pareció tentador. Su credencial de periodista le daba ciertas ventajas. Empujó la puerta y entró.

Era, en efecto, un local típico de Park Avenue. No había mostradores ni vitrinas. Podría haber sido una galería de arte: en las paredes colgaban algunos óleos interesantes. Carmichael sintió un lujo casi excesivo, con la frialdad de un lugar donde nadie vivía.

Entre unos cortinajes del fondo apareció un hombre alto, de cabello blanco cuidadosamente peinado, rostro sonrosado y ojos azules penetrantes. Tendría unos sesenta años. Vestía un traje de tweed caro, aunque usado con cierta despreocupación, lo que contrastaba con el refinamiento del entorno.

—Buenos días —dijo el hombre, lanzando una rápida ojeada a la ropa de Carmichael. Pareció sorprenderse levemente—. ¿Puedo ayudarlo en algo?

—Tal vez. —Carmichael se presentó y mostró su credencial de prensa.

—Oh. Mi nombre es Talley. Peter Talley.

—Vi el cartel —dijo Carmichael.

—¿Ah, sí?

—Nuestro diario siempre anda en busca de curiosidades. No recuerdo haber visto antes esta tienda…

—Llevo años aquí —respondió Talley con calma.

—¿Es una galería de arte?

—Bueno… no exactamente.

La puerta se abrió. Un hombre de rostro rojizo entró y saludó cordialmente a Talley. Carmichael, al reconocerlo, reconsideró su juicio sobre el lugar: el recién llegado era un nombre importante, alguien influyente.

—Tal vez me adelanté, señor Talley —dijo el hombre—, pero estaba impaciente. ¿Ha conseguido… lo que necesitaba?

—Oh, sí. Lo tengo. Un momento.

Talley cruzó los cortinajes y regresó con un pequeño paquete cuidadosamente envuelto, que entregó al cliente. Este firmó un cheque —Carmichael alcanzó a ver la cifra y tragó saliva— y se marchó. Su coche esperaba en la puerta.

Carmichael se acercó al ventanal para observar. El hombre parecía nervioso; el chofer aguardaba impasible mientras su patrón abría el paquete con dedos apresurados.

—No estoy seguro de desear publicidad, señor Carmichael —dijo Talley—. Tengo una clientela selecta, escogida con mucho cuidado.

—Quizá nuestros boletines económicos semanales le interesen —replicó Carmichael.

Talley reprimió una sonrisa.

—No lo creo. No se ajustan a mi línea de trabajo.

El hombre del coche terminó de abrir el paquete y sacó un huevo. A los ojos de Carmichael parecía un huevo común y corriente. Pero su dueño lo contemplaba casi con reverencia, como si la última gallina del planeta hubiera muerto diez años atrás. En su rostro curtido apareció una expresión de profundo alivio.

El coche se alejó.


—¿Se dedica usted a productos agrícolas? —preguntó Carmichael.

—No.

—¿Y podría decirme cuál es su especialidad?

—Preferiría no hacerlo —dijo Talley, sonriendo.

Carmichael empezó a oler una historia.

—Desde luego, podría averiguarlo a través de la Oficina de Negocios Exclusivos…

—No podría.

—¿Ah, no? Tal vez les interese saber por qué un huevo vale cinco mil dólares para uno de sus clientes.

—Mi clientela es muy reducida —replicó Talley—, de modo que debo cobrar honorarios altos. Sabrá usted que hubo un mandarín chino dispuesto a pagar miles de taeles por huevos de autenticidad comprobada.

—Ese tipo no era un mandarín chino —murmuró Carmichael.

—Puede ser. En cualquier caso, no me interesa la publicidad.

—Yo creo que sí —dijo Carmichael con una sonrisa torcida—. Escribir el cartel al revés es una táctica evidente para despertar curiosidad.

—Entonces es usted mal psicólogo —replicó Talley, impasible—. Simplemente me permito ciertos caprichos. Durante cinco años miré ese escaparate cada día y leía el cartel desde dentro, al revés. Me fastidiaba. ¿Sabe cómo una palabra empieza a parecer rara si se la mira demasiado tiempo? Cualquier palabra. Pierde sentido humano. Pues bien, ese cartel comenzó a volverme neurótico. No tenía sentido, pero yo insistía en buscárselo. Cuando me descubrí repitiendo “atisecen euq ol somenet” y buscando derivaciones filosóficas, llamé a un rotulista. Todavía entra gente, intrigada.

—No mucha —dijo Carmichael, astuto—. Esto es Park Avenue. Y el local es demasiado lujoso. Nadie con ingresos bajos, ni siquiera medios, se atrevería a entrar. Así que es usted un comerciante exclusivo.

—Digamos que sí —admitió Talley.

—¿Y no piensa decirme qué vende?

—Preferiría no hacerlo.

—Entonces lo averiguaré. Podría ser drogas, pornografía… o joyas robadas.

—Muy posible —dijo Talley con una sonrisa tranquila—. Compro joyas robadas, las escondo en huevos y luego las vendo. O quizá ese huevo contenía postales francesas en miniatura. Buenos días, señor Carmichael.

—Buenos días —replicó Carmichael, y salió.

Llegaba tarde a la oficina y se sentía irritado. Había jugado un rato al detective observando el movimiento en la tienda de Talley; y los resultados, aunque satisfactorios en parte, no le daban lo esencial: el por qué.


Por la tarde, volvió al local.

—Un momento —dijo, al ver que Talley fruncía el ceño—. No se precipite. Podría ser un cliente.

Talley soltó una breve risa.

—¿Por qué no? —insistió Carmichael, apretando los labios—. ¿Acaso conoce el saldo de mi cuenta bancaria? ¿O su clientela es exclusiva por invitación?

—No exactamente. Pero…

—He estado investigando —lo interrumpió Carmichael—. Observé a sus clientes. Incluso los seguí. Y descubrí lo que compran.

El rostro de Talley cambió.

—¿De veras?

—De veras. Todos están ansiosos por abrir sus paquetes. Eso me dio margen para mirar. No a todos, pero a varios. Y vi suficiente como para aplicar un par de reglas lógicas, señor Talley. Primera: sus clientes no saben qué están comprando. Es una especie de caja sorpresa. Algunos parecían francamente desconcertados. El hombre que abrió su paquete y encontró un recorte de periódico viejo, por ejemplo. ¿Y las gafas de sol? ¿Y el revólver? Probablemente ilegal, dicho sea de paso, sin licencia. Y el diamante: demasiado grande para ser auténtico.

—Ajá —murmuró Talley.

—No me creo un genio —prosiguió Carmichael—, pero tengo buen olfato para lo raro. Casi todos sus clientes son personas importantes, cada uno en lo suyo. Y, por cierto, ¿por qué algunos no le pagan, como el primero que vi esta mañana?

—Trabajo principalmente con crédito —respondió Talley—. Es una cuestión de ética. Responsabilidad. Vendo mis mercancías con garantía: solo se pagan si resultan satisfactorias.

—Veamos: un huevo, unas gafas de sol, un par de guantes de amianto, un recorte de diario, un revólver y un diamante. ¿Cómo administra el inventario?

Talley calló. Carmichael sonrió.

—Tiene usted un mensajero —continuó—. Lo envía a la calle y él vuelve con los paquetes. Quizá va a una tienda de comestibles en Madison y compra un huevo. O a una casa de empeños en la Sexta y compra un revólver. En fin, ya le dije que averiguaría en qué consistía su negocio.

—¿Y lo ha averiguado? —preguntó Talley.

—“Tenemos lo que necesita”, ¿no? Pero, ¿cómo sabe lo que necesito?

—Está sacando conclusiones apresuradas.

—Tengo dolor de cabeza —replicó Carmichael—, no traje gafas de sol, y no creo en la magia. Escuche, señor Talley: estoy harto de tiendas misteriosas que venden objetos insólitos. Siempre la misma historia. Un tipo pasa, el dueño es críptico, le vende un talismán ambiguo. ¡Bah!

—Mph —dijo Talley.

—Sí, mph, lo que quiera. Pero no puede escapar a la lógica. O bien tiene un negocio sensato, o esto es una de esas tiendas mágicas para crédulos… y eso no tiene lógica.

—¿Por qué no?

—Por razones económicas —respondió Carmichael—. Supongamos que usted tiene poderes misteriosos. Digamos que fabrica artefactos telepáticos. ¿Para qué demonios abriría una tienda y malgastar talento vendiendo cosas para subsistir? Le bastaría con leer la mente de un corredor de bolsa y comprar las acciones correctas. Esa es la falacia básica: si tiene la capacidad para sostener un negocio así, no necesita hacerlo.

Talley guardó silencio. Carmichael sonrió con suficiencia.

—“A menudo me pregunto qué compran los vinateros que valga la mitad de lo que venden.” Bien, ¿qué compra usted? Sé lo que vende: huevos y gafas de sol.

—Es usted muy inquisitivo, señor Carmichael —dijo Talley, en voz baja—. ¿No se le ha ocurrido que quizá se está metiendo en asuntos ajenos?

—Tal vez —concedió Carmichael—. O tal vez soy un cliente.

Los ojos azules de Talley se iluminaron con un destello de advertencia. Frunció el ceño.

—No lo había considerado —admitió—. Es posible. Dadas las circunstancias… ¿me disculpa un momento?

—Por supuesto.

Talley desapareció entre los cortinajes.

Afuera, el tráfico se deslizaba lentamente por Park Avenue. El sol descendía y la calle quedaba sumida en una penumbra azul, que ascendía por las fachadas. Carmichael miró el cartel —TENEMOS LO QUE NECESITA— y sonrió.

En la trastienda, Talley se inclinó sobre un visor binocular y giró una perilla calibrada varias veces. Luego, mordiéndose el labio —pues era un hombre sensible—, llamó al mensajero y le dio instrucciones. Después regresó a atender a Carmichael.

—En efecto, es usted un cliente —dijo—. Bajo ciertas condiciones.

—¿Condiciones financieras?

—No. Le ofreceré una tarifa reducida. Pero entienda algo: realmente tengo lo que usted necesita. Usted no lo sabe, pero yo sí. Se lo daré por cinco dólares.

Carmichael sacó la billetera, pero Talley alzó la mano.

—Págueme después, si queda satisfecho. La parte monetaria es solo nominal. Hay otra condición: si queda satisfecho, prométame que jamás volverá a esta tienda ni hablará de ella con nadie.

—Entiendo —dijo Carmichael lentamente.

—No tardará… Ah, ahí está.

Un timbre sonó en la trastienda. Talley se excusó y regresó con un paquete pequeño, impecablemente envuelto, que puso en manos de Carmichael.

—Llévelo siempre consigo. Buenas tardes.


Carmichael asintió, guardó el paquete y salió. Se sentía eufórico. Tomó un taxi hacia un bar, pidió un whisky, y en la penumbra del rincón abrió el paquete.

Un soborno, concluyó. Talley le estaba pagando para que guardara silencio. ¿Cuánto habría? ¿Diez mil? ¿Cincuenta mil?

Abrió la caja de cartón. Dentro, envueltas en papel de seda, había unas tijeras, cuyas hojas estaban protegidas con cartón doblado y engomado.

Carmichael masculló algo. Bebió su whisky, pidió otro, pero no lo probó.

—Quizás sean las tijeras de Átropos —murmuró con sarcasmo. Desenvainó las hojas y cortó el aire. Nada. Con las mejillas encendidas, guardó las tijeras. Se sentía tomado por idiota.

Decidió visitar a Talley al día siguiente. Entretanto, recordaba una cita para cenar con una compañera de oficina. Pagó la cuenta y salió. Ya era de noche y el viento del parque soplaba frío. Ajustó la bufanda y alzó la mano para detener un taxi. Estaba de mal humor.

Media hora más tarde, Jerry Worth —un redactor de la oficina— lo encontró en el bar.

—¿Esperas a Betsy? Me pidió que viniera: no puede venir, trabajo urgente. ¿Dónde estabas hoy? Todo fue un caos. Ven, bebe conmigo.

Pidieron whisky. Carmichael estaba rígido, las mejillas carmesí, malhumorado.

—Lo que necesita —murmuró—. Charlatán…

—¿Eh?

—Nada. Bebe. He decidido arruinarle la vida a alguien.

—Tú casi te la arruinas hoy —dijo Worth—. Ese análisis sobre los depósitos mineros…

—Huevos. ¡Gafas! —resopló Carmichael.

—Yo te saqué de un apuro…

—Cállate —gruñó, pidiendo otra ronda. Cada vez que sentía el peso de las tijeras en el bolsillo, mascullaba algo.

Cinco whiskies más tarde, Worth se quejaba:

—No me molesta hacer el bien, pero me gusta decirlo. Y tú no me dejas.

—Muy bien —gruñó Carmichael—. Habla nomás.

Worth sonrió, satisfecho.

—Ese análisis… estabas equivocado con Trans-Acero. Lo corregí antes de que fuera a imprenta.

—¿Qué? —Carmichael lo miró entrecerrando los ojos.

—Las cifras no coincidían.

—Idiota —bramó Carmichael—. Ya lo sabía. Iba a añadir una nota para que las cambiaran. Esa información la conseguí yo. ¿Por qué no te ocupas de lo tuyo?

Worth parpadeó, desconcertado.

—Solo quería ayudar…

—¡Me habría valido un aumento! —gritó Carmichael—. Después de todo el trabajo que hice… ¿Ya se envió el material a imprenta?

—No sé. Tal vez no.

—Perfecto.

Carmichael se puso en pie bruscamente. Worth lo siguió. Diez minutos después estaban en la oficina. El material ya había sido enviado.

—¿Y qué importa? —dijo Croft—. ¿Había un error?

—Bailando en el Arcoíris —gruñó Carmichael, y salió.

El frío no bastaba para despejarlo. Tambaleante, tomó otro taxi hacia la imprenta, arrastrando a Worth.

El edificio temblaba con el estruendo de las máquinas. El aire era caliente, saturado de olor a tinta. Tipos corriendo, golpes, ruido metálico. Carmichael avanzó, testarudo, hasta que algo lo tiró hacia atrás y comenzó a estrangularlo.

Worth gritaba, aterrado.

Los extremos de su bufanda se habían enredado en los engranajes de una máquina y lo arrastraban hacia un destino inevitable. Hombres corrían hacia él. Golpes, clamores, estrépito.

Tiró de la bufanda desesperadamente.

—¡Un cuchillo! ¡Córtenla! —vociferaba Worth.

La distorsión mental del alcohol lo salvó. Sobrio, el pánico lo habría paralizado. Así, cada pensamiento, aunque lento, era claro. Recordó las tijeras. Metió la mano en el bolsillo, rompió la funda de cartón y empezó a cortar la tela torpemente.

La seda blanca cedió al filo. Carmichael se tocó el cuello, donde colgaban los bordes deshilachados, y sonrió con rigidez.


El señor Peter Talley había esperado que Carmichael no regresara. Las líneas de probabilidad mostraban dos posibles variantes: en una, todo salía bien; en la otra…

A la mañana siguiente, Carmichael entró en la tienda y extendió un billete de cinco dólares. Talley lo aceptó.

—Gracias. Pero podría haberme enviado un cheque por correo —comentó Talley.

—Podría —respondió Carmichael—. Pero eso no habría respondido lo que quiero saber.

—No —dijo Talley, con un suspiro resignado—. Ya ha decidido, ¿verdad?

—¿Qué esperaba? —replicó Carmichael—. Anoche… ¿sabe lo que me pasó?

—Sí.

—¿Cómo?

—No pierdo nada contándoselo —dijo Talley—. Lo averiguaría tarde o temprano.

Carmichael se sentó, encendió un cigarrillo y asintió con calma.

—Lógica —dijo—. Usted no pudo preparar lo que me ocurrió, de ninguna manera. Betsy Hoag canceló nuestra cita ayer por la mañana, antes de que yo viniera aquí. Ese fue el primer eslabón de la cadena que terminó en el accidente. Ergo, usted sabía lo que iba a pasar.

—Lo sabía.

—¿Precognición?

—Mecánica —respondió Talley—. Vi que la máquina iba a triturarlo.

—Eso implica un futuro modificable —observó Carmichael.

—Exacto —dijo Talley, dejando caer los hombros—. El futuro está lleno de variantes. Diferentes líneas de probabilidad, todas dependiendo de las decisiones en momentos críticos. Soy experto en ciertas ramas de la electrónica. Hace años, casi por accidente, di con el principio para ver el futuro.

—¿Cómo funciona?

—Requiere una focalización personalizada del individuo —explicó Talley—. En cuanto alguien entra en este lugar —hizo un gesto hacia el frente de la tienda— queda dentro del haz de mi escáner. La máquina está en la trastienda. Girando una perilla calibrada, examino los futuros posibles. A veces hay muchos; otras solo unos pocos, como si ciertas estaciones no transmitieran. Miro la pantalla, veo lo que la persona necesitará… y se lo proporciono.

Carmichael exhaló el humo lentamente, observando las volutas azules con los ojos entornados.

—¿Sigue usted la vida entera de alguien… en tres, cuatro o más variantes?

—No —negó Talley—. Tengo el aparato ajustado para detectar las curvas críticas. Cuando surge una, la sigo hasta ver qué línea de probabilidad conduce a la supervivencia y felicidad del individuo.

—Las gafas, el huevo y los guantes…

—El señor Smith —explicó Talley— es uno de mis clientes habituales. Cuando supera una crisis con mi ayuda, vuelve para un nuevo examen. Identifico su próxima crisis y le entrego lo que necesitará para superarla. Le di los guantes de amianto porque dentro de un mes deberá manipular una barra de metal al rojo vivo. Es artista. Sus manos…

—Entiendo —dijo Carmichael—. Así que no siempre se trata de salvar la vida.

—Por supuesto que no —respondió Talley—. La vida no es el único factor. Una crisis menor puede llevar a un divorcio, una neurosis o una decisión equivocada que termine costando cientos de vidas, indirectamente. Yo aseguro la vida, la salud y la felicidad.

—Es usted un altruista —dijo Carmichael, con una sonrisa ladeada—. Pero dígame: ¿por qué el mundo entero no hace fila ante su puerta? ¿Por qué limitarse a unos pocos clientes?

—No tengo ni el tiempo ni el equipo —respondió Talley.

—Podrían construirse más máquinas.

—Bueno —replicó Talley—, la mayoría de mis clientes son ricos. Tengo que ganarme la vida.

—Podría leer las cotizaciones de la bolsa de mañana si quisiera dinero —dijo Carmichael—. Volvemos a la vieja cuestión: si alguien tiene un poder milagroso, ¿por qué conformarse con una tienda discreta y sin cartel luminoso?

—Razones económicas —dijo Talley, con una débil sonrisa—. No me gusta apostar.

—Eso no sería apostar —replicó Carmichael—. «A menudo me pregunto qué compran los vinateros que valga siquiera la mitad de lo que venden». ¿Qué obtiene usted de todo esto?

—Satisfacción —respondió Talley—. Llámelo así.


Pero Carmichael no estaba satisfecho. Su mente saltaba, inquieta, entre posibilidades. Asegurar la vida, la salud, la felicidad… La escala de ese poder era demasiado grande para quedarse en Park Avenue atendiendo a clientes selectos. Podía reinventar al mundo, si quisiera.

—¿Y qué hay de mí? —preguntó, con una sonrisa tensa—. ¿Habrá otra crisis en mi vida?

—Probablemente —admitió Talley—. Aunque no tiene por qué implicar peligro físico.

—Entonces soy un cliente permanente.

—Yo… no…

—Escuche —lo interrumpió Carmichael—. No quiero aprovecharme de usted. Le pagaré —y bien—. No soy rico, pero sé cuánto valdría para mí un servicio así. Vivir sin temores, sin incertidumbre…

—No podría ser…

—Vamos, hombre. No soy un chantajista ni un villano melodramático. No voy a amenazarlo con contar su historia. Soy un tipo común, no una caricatura. ¿Qué teme?

Talley bajó la mirada.

—De usted —dijo en voz baja—. De un hombre común.

—Entonces no tiene razón para negarse. Mire, no lo molestaré. Gracias a usted, pasé una crisis, ¿no? Habrá otra tarde o temprano. Deme lo que necesite para superarla. Cóbreme lo que quiera; pediré un préstamo si hace falta. Solo le pido que me deje volver después de cada crisis para prepararme para la siguiente. ¿Qué hay de malo en eso?

Talley lo miró largo rato, con una expresión sombría, casi compasiva.

—Nada —dijo finalmente, con voz grave.

—Perfecto. —Carmichael se animó, casi aliviado—. Soy un hombre común. Hay una chica, Betsy Hoag. Quiero casarme con ella, irme al campo, criar hijos, tener una vida tranquila. No hay nada malo en eso, ¿verdad?

Talley lo observó en silencio unos segundos. Luego respondió, muy despacio:

—Ya era demasiado tarde cuando usted cruzó la puerta esta mañana.

Carmichael se quedó rígido.

—¿Qué quiere decir? —preguntó, alzando la voz.

En ese momento sonó una campanilla en la trastienda. Talley cruzó el cortinaje y regresó enseguida con un paquete cuidadosamente envuelto. Lo tendió hacia Carmichael.

Carmichael sonrió, animado otra vez, interpretando aquello como una especie de aceptación tácita.

—Gracias —dijo—. Muchísimas gracias. ¿Sabe cuándo llegará mi próxima crisis?

—En una semana.

—¿Le importa si…? —Carmichael ya estaba rompiendo el envoltorio. Sacó un par de zapatos con suelas de plástico y lo miró perplejo—. ¿Así que necesitaré… zapatos?

—Sí.

—Supongo que no me dirá para qué.

—No —respondió Talley con serenidad—. Pero asegúrese de usarlos cada vez que salga.

—No se preocupe —dijo Carmichael—. Y le enviaré un cheque. Tal vez tarde un poco en reunir el dinero, pero lo haré. ¿Cuánto le debo?

—Quinientos dólares.

—Le mandaré el cheque hoy mismo.

—Prefiero no cobrar hasta que el cliente quede satisfecho —dijo Talley. Ahora tenía el gesto distante, y sus ojos azules, fríos.

—Como prefiera. —Carmichael se puso de pie—. Voy a celebrarlo. ¿Bebe usted?

—No puedo dejar la tienda.

—Bien, entonces adiós. Y gracias otra vez. No seré un problema para usted, se lo prometo.

Casi con entusiasmo, Carmichael giró y salió. Talley lo siguió con la mirada, sin responder a su despedida. La sonrisa que se dibujó en su rostro era amarga y triste.

Cuando la puerta se cerró tras Carmichael, Talley se dirigió a la trastienda y entró en la habitación donde se encontraba la máquina.


Diez años pueden abarcar muchos cambios. Un hombre con un poder inmenso al alcance de la mano puede transformarse, en ese tiempo, de alguien que no se atreve a usarlo a alguien para quien los valores morales dejan de importar.

La transformación de Carmichael no fue rápida. Habla bien de su integridad inicial el hecho de que tardara una década en quebrar lo que había aprendido. El día en que entró por primera vez en la tienda de Talley, apenas había malicia en él. Pero la tentación creció, semana tras semana, visita tras visita.

Talley, por sus propias razones, se había conformado con esperar a su clientela, ocultando bajo un velo de trivialidades las posibilidades inconcebibles de su máquina. Pero Carmichael no era un hombre que se conformara.

El día tardó diez años en llegar, pero llegó al fin.

Talley estaba sentado en la trastienda, de espaldas a la puerta. Se hallaba hundido en una vieja mecedora, frente a la máquina. En el transcurso de una década, había cambiado poco: seguía cubriendo casi dos paredes, y el ocular del escáner brillaba bajo la luz ámbar de los tubos fluorescentes.

Carmichael contempló el ocular con codicia. Era la puerta abierta hacia un poder inimaginable: una fortuna incalculable, el dominio sobre la vida y la muerte de cualquier hombre. Y nada lo separaba de ese futuro salvo el hombre que tenía delante.

Talley no pareció oír los pasos cautelosos ni el chirrido de la puerta. No se movió cuando Carmichael levantó el arma lentamente. Podría pensarse que no sospechaba lo que iba a ocurrir —ni por qué, ni de quién— cuando Carmichael apretó el gatillo y le disparó a la cabeza.


Talley suspiró, estremeciéndose, y giró la perilla del escáner. No era la primera vez que aquel ocular le mostraba su propio cuerpo sin vida, vislumbrado a través de un corredor de probabilidades. Pero nunca podía ver el derrumbe de esa figura familiar sin sentir un soplo frío e indescriptible que parecía llegar desde el futuro.

Se enderezó lentamente en la mecedora y se quedó quieto, con la mirada fija en un par de zapatos de suela áspera que reposaban sobre la mesa cercana. Los observó un momento, pensativo, mientras su mente seguía a Carmichael al salir, avanzar por la calle, internarse en la noche, hacia el día siguiente… y hacia la crisis que se aproximaba y que dependería de su equilibrio sobre el andén húmedo del metro cuando un tren pasara rugiendo a su lado.

Aquella vez, Talley había enviado al mensajero por dos pares de zapatos. Había dudado largo rato, una hora antes, entre el par de suela gruesa y el de suela lisa. Porque Talley era un hombre humano, y a menudo su labor le resultaba desagradable. Pero, al final, había dado a Carmichael el par de suela lisa.

Suspiró y volvió a inclinarse sobre el ocular, girando la perilla para enfocar una escena que ya había visto antes.

Carmichael, de pie en un andén de metro abarrotado, brillante de humedad por alguna filtración. Carmichael, con los zapatos de suela lisa que Talley había elegido para él. Una conmoción en la multitud, un empujón hacia el borde. Los pies de Carmichael resbalando desesperadamente mientras el tren rugía a su lado.

—Adiós, señor Carmichael —murmuró Talley.

Era la despedida que no había dicho cuando Carmichael salió de la tienda. La pronunció con tristeza, porque lamentaba al Carmichael de ese momento: aquél que aún no merecía ese final. No era todavía un villano de melodrama cuya muerte pudiera contemplarse sin emoción. Pero el Carmichael de hoy debía pagar la deuda del Carmichael de diez años después, y la cuenta debía saldarse.


No es bueno tener poder sobre la vida y la muerte de otros hombres. Peter Talley lo sabía bien; sabía que no era bueno. Pero ese poder había caído en sus manos. No lo buscó. La máquina había ido tomando forma casi por accidente, moldeada por sus manos expertas y su mente precisa.

Al principio lo confundió. ¿Cómo debía usarse un artefacto así? ¿Qué peligros, qué posibilidades terribles se ocultaban en ese Ojo capaz de ver a través del velo del mañana? La responsabilidad era suya, y durante un tiempo lo atormentó, hasta que halló la respuesta. Y después de hallarla, la carga fue aún más pesada. Porque Talley era un hombre recto.

No podía decirle a nadie la verdadera razón de su oficio. «Satisfacción», le había dicho a Carmichael. Y a veces, en efecto, la había. Pero otras —como ésta—, a menudo solo sentía consternación y humildad.

Tenemos lo que necesita.

Solo Talley sabía que ese mensaje no estaba dirigido a los individuos que entraban en su tienda. El pronombre era plural. Era un mensaje para el mundo: un mundo cuyo futuro estaba siendo cuidadosamente, amorosamente moldeado bajo la guía de Peter Talley.

La línea principal del futuro no era fácil de alterar. El futuro es una pirámide que se levanta lentamente, ladrillo a ladrillo; y ladrillo a ladrillo Talley debía modificarla. Había hombres necesarios: hombres llamados a crear y construir, hombres que debían ser salvados.

A ellos, Talley les daba lo que necesitaban.

Pero, inevitablemente, había otros cuyas metas eran oscuras. A esos, Talley también les daba lo que el mundo necesitaba: la muerte.

Peter Talley no había pedido ese terrible poder. Pero la llave le había sido entregada, y no se atrevía a delegar semejante autoridad en ningún otro ser humano. A veces cometía errores.

Se sentía algo más tranquilo desde que había pensado en la metáfora de la llave. La llave del futuro. Una llave que había sido puesta en sus manos.

Recordando eso, se recostó en la mecedora y tomó un libro viejo y gastado, que se abrió fácilmente por un pasaje ya conocido.

Una vez más, los labios de Peter Talley se movieron al recitar aquellas palabras en la penumbra del fondo de la tienda en Park Avenue:

Y yo también te digo que tú eres Pedro,
y sobre esta roca edificaré mi iglesia,
y te daré las llaves del Reino de los Cielos…

FIN

Henry Kuttner - C. L. Moore - Lo que necesita
  • Autor: Henry Kuttner & C. L. Moore
  • Título: Lo que necesita
  • Título Original: What You Need
  • Publicado en: Astounding Science Fiction, octubre de 1945
  • Traducción: Juan Pablo Guevara para Lecturia

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