Horacio Quiroga: Argumento para una novela

Hay individuos cuya pobre existencia cambia de golpe al contacto de una mujer. Otros cambian al encuentro de un billete de lotería. Y otros, al encuentro de un automóvil.

Son éstos los afortunados de la vida, los que la restablecen definitivamente, y los que la pierden con igual éxito. Pero no sólo ellos gozan del privilegio. Para todos, el gran reloj de la existencia ha tenido o tendrá su cuarto de hora de venturosa detención. Algunos, muy advertidos, se precipitan a detener las manecillas por un cuarto de hora más. Otros, más advertidos aún, comienzan a silbar y cierran los ojos durante todo el cuarto de hora. Y luego prosiguen su vida, como si nada hubiera pasado. Suelen ser éstos los más listos.

Pero, por bajo de estos hombres de fortuna, existe la multitud de soñadores precoces o tardíos, los trabajadores exhaustos y los esforzados sin fuerza, que fían sus últimas esperanzas al cuarto de hora redentor.

Así, el mal abogado, el mal inventor, el mal poeta, el mal cirujano, todos los que consagraron sus pobres fuerzas al servicio de las leyes, de la imaginación, de la poesía y de la mecánica, detiénense un día a mirar radiosos el reloj. Lo han visto detenerse. Contemplan a la humanidad desde inconmensurable altura, pues sienten en sí la llama del genio.

¿Qué causas provocan esta súbita euforia? A veces, viejas enfermedades de mezquino nombre, y otras veces enfermedades de católica difusión, como la parálisis general. En ocasiones, basta la presencia de una bella mujer, sobre todo si no es la esposa. Pero hay casos más nimios y desviados, cuya anotación, precisamente, constituye el argumento que nos sirve de título.

Un ejemplo: Todos conocemos al señor X. Y. Este señor X. Y. goza de profunda simpatía en su barrio, en el barrio de enfrente, entre sus innumerables relaciones, y hasta en su propia casa.

Es un hombre de bien. No tiene sino un defecto, un solo defecto; pero fuerte, en la ruda lucha por la vida, para contrarrestar las nobilísimas cualidades de un hombre de bien. El señor X. Y. se cree poeta.

Este señor escribe desde los catorce años. Ha llenado de versos en su primera juventud: «La lira de Almagro», «El picaflor de Flores», «El búcaro de Balvanera», sin que los respectivos municipios recuerden otra cosa que el nombre del autor. En su edad madura ha colaborado en todas las revistas de Buenos Aires, sin lograr tampoco que en las respectivas administraciones lo reconozcan cada vez que llega hasta ellas.

¿Y los colegas? ¿Y el mundo externo? Pena da decirlo, pues de todos modos, somos sus colegas: de nadie, ni de sus amigos más íntimos, ni de su triste propia esposa, ni del maestro particular de sus chicos, ni siquiera de los directores de periódicos que al fin y al cabo publicaron sus versos, jamás de nadie recibió un pláceme, ni una voz de aliento, ni el más soso y vago cumplido.

Hay destinos así; el de nuestro hombre de bien es uno de ellos.

El divino cuarto de hora, sin embargo, acaba de sonar para él. Y no suena en falso, pues ni le amenaza parálisis general, ni su mujer vive ya.

Hace dos meses, día por día, el señor X. Y. ha venido a visitar esta casa. Con una sonrisa encantadoramente triunfal, hasta un principio de lagrimeo, deja un artículo sin decir una palabra, y se retira.

Artículo, no versos. En dicho artículo se pasa revista a la obra inicuamente olvidada del poeta X. Y. Un gran poeta, cuyo orgullo lo ha mantenido treinta años alejado de las camarillas distribuidoras de gloria, y para quien brilla por fin la justicia. Firma el artículo un desconocido, un joven, probablemente.

He aquí el caso: el señor X. Y. ha hallado un admirador. Y virginalmente desinteresado, pues el poeta no es rico, ni miembro de comité alguno, ni diputado, ni jefe de departamento, ni ministro, ni presidente de república alguna. Es simplemente poeta.

¡Ay! Nuestra pena es mayor, pero archivamos el artículo.

Un mes más tarde nos llega por correo un poema en verso libre, cuyo comienzo dice así:

«… (A X. Y., poeta)
¡Poeta! Aunque la chusma vil
del elogio, y los turiferarios del éxito
sórdido
callen tu nombre…»

De nuevo, firma un desconocido. Y joven también, a ojos vista.

¿Qué pasa? ¿De dónde y por qué esta fogosa insistencia en rehabilitar a un pobre y oscuro poeta sin fortuna?

Hemos encontrado varias veces al poeta. Nada le queda de su aspecto de simple hombre de bien: ante nosotros se yergue el literato triunfal.

Ya se ve: le conocemos tan sólo dos admiradores; pero deben pasar de cien sus devotos. Y así se cumple lo que ya anotamos; tarde o temprano, más temprano o más tarde, el pobre trabajador recibe su paga en gloria.

Uno de nosotros —yo en este caso— lleva su intriga hasta acompañar al señor X. Y. a su casa. Allí adentro —me digo— debe estar el secreto de este absurdo.

No hay tal absurdo. Allí dentro he visto, tomando té, a dos jóvenes con aspecto de souteneurs, que llaman maestro al dueño de casa. Son, a todas luces, los autores de artículo y poema. Pero lo que sobre todo he visto, es la belleza de la hija del poeta.

Es apenas núbil. Hace seis meses, llevaba aún las medias cortas. Hoy, le excita admiradores a su pobre padre.

Hace de esto quince días. Esta mañana encuentro al señor X. Y. en la calle, y mi asombro es grande ante el agobio de su actitud y su mirada.

—¿Y esos versos? —le digo. Después de un largo silencio, responde con voz quebrada:

—No he escrito… Ya no escribo más…

Me acuerdo entonces de su hermosísima hija.

—¿Y su chica? —le pregunto. El señor X. Y. sacude esta vez la cabeza y me da la mano temblando:

—Se fue de casa… —responde, alejándose agobiado.

Claro. Con uno de sus admiradores.

Pero lo que ignoro es qué lloraba más el pobre oscuro poeta: si su tierna hija, o las mucho más tiernas ilusiones que se forjó un día sobre su propio valer.

Y para un escritor psicólogo, recién aquí comienza la novela.

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Ficha bibliográfica

Autor: Horacio Quiroga
Título: Argumento para una novela
Publicado en: Atlántida, 13 de marzo de 1924

[Relato completo]

Horacio Quiroga