Sinopsis: «La máscara de plata» (The Silver Mask) es un cuento del escritor británico Hugh Walpole, publicado por primera vez en marzo de 1932 en Harper’s Bazaar y más tarde incluido en la colección All Souls’ Night (1933). La historia comienza una noche fría en Londres, cuando Miss Sonia Herries, una mujer solitaria de cincuenta años, se topa con un joven mendigo extraordinariamente apuesto que le ruega ayuda para su familia hambrienta. Movida por un impulso compasivo, Sonia lo invita a su casa, sin sospechar que ese gesto la arrastrará a una situación extraña y perturbadora, donde la vulnerabilidad emocional se convierte en su mayor debilidad.

La máscara de plata
Hugh Walpole
(Cuento completo)
Al volver a su casa luego de cenar con los Weston, Miss Sonia Herries escuchó una voz tras sus espaldas.
—Por favor, solo un minuto…
Como el departamento de los Weston estaba apenas a tres calles de su casa, había vuelto a pie y se hallaba, en esos momentos, a algunos pasos de su puerta; mas ya era tarde, no se veía transeúnte alguno y los ruidos de King’s Road llegaban ahogados y lejanos.
—Temo no poder… —comenzó a decir. Hacía frío y el viento le hacía arder las mejillas.
—Si tan solo quisiera… —prosiguió la voz.
Ella se volvió y vio al joven más hermoso que imaginarse pueda. Era el joven hermoso de los cuentos románticos, alto, moreno, pálido, delgado, distinguido —¡Oh! ¡Lo tenía todo!—, vestía un desteñido traje azul y, como correspondía, temblaba de frío.
—Temo no poder… —repitió ella, prosiguiendo su marcha.
—¡Oh, lo sé! —la interrumpió vivamente—. Todos dicen lo mismo; es natural. Yo también lo diría si nuestra situación fuese a la inversa. Pero tengo que insistir. No puedo volver con las manos vacías junto a mi mujer y a mi bebé. No tenemos fuego ni alimento; solo el techo bajo el cual nos cobijamos. Y todo por mi culpa. No reclamo su piedad; me veo obligado a atacar su bienestar.
Temblaba. Se estremecía, como a punto de caer. Involuntariamente ella extendió la mano para sostenerlo. Tocó su brazo y lo sintió tiritar bajo el género liviano.
—No es nada… —murmuró él—. Tengo hambre… nada puedo contra eso.
Ella había comido en abundancia. Había bebido quizá lo suficiente como para arriesgarse… Sea como fuera, sin pensarlo dos veces, le abrió la puerta pintada de azul de ultramar. ¡Pura locura de su parte! No porque fuese demasiado joven para desconfiar, pues tenía bien cumplidos los cincuenta y, aparte de una pequeña inestabilidad cardíaca, era fuerte y resistente como un toro. Pero a pesar de su inteligencia padecía terriblemente de una impulsiva bondad. Así fue toda su vida. Los errores que cometiera, que eran muchos, provenían de la victoria de su corazón sobre su mente. Ella lo sabía— ¡oh, si lo sabía! —y sus amigos no cesaban de repetírselo. El día que cumpliera los cincuenta se dijo para sí: “En fin, ya soy muy vieja para hacer locuras”. ¡Y ahora hacía entrar a su casa a un joven totalmente desconocido y, según todas las probabilidades, de la peor calaña!
Pronto estuvo él sentado en el sofá rosa, comiendo sándwiches y bebiendo un whisky con soda. Parecía totalmente cautivado por la belleza de lo que lo rodeaba. “Si finge, es un excelente actor” se dijo ella. Pero evidentemente tenía buen gusto y conocimientos.
Sabía por ejemplo que el Utrillo era un trabajo de juventud; que los dos hombres platicando bajo una ventana pertenecían al período “italiano intermedio” de Sickert; reconoció la cabeza de Dobson y el maravilloso salto de bronce de Carl Milles.
—Usted es artista —dijo ella—. ¿Pinta?
—No, soy mendigo, ladrón, todo lo que usted quiera de malo —respondió hoscamente.
—Y ahora debo irme —añadió levantándose del sofá.
Ciertamente parecía remozado. Le costaba creer que fuera el mismo joven que apenas media hora antes tuvo que apoyarse en su brazo para caminar. Y era un gentleman. Eso era indudable. Y sorprendentemente hermoso, al estilo del siglo pasado; un joven Byron, un joven Shelley.
¡Y bien! Era mejor que se marchase, y ella esperaba (por él más que por ella) que no le pidiese dinero ni la amenazase con escenas. Después de todo, con sus canas, su ancha mandíbula, su cuerpo robusto, no parecía ella alguien a quién se pudiese amenazar. Aparentemente él no tenía la menor intención de hacerlo. Avanzó hacia la puerta.
—¡Oh! —murmuró él con un pequeño sobresalto de admiración.
Se había detenido ante uno de los objetos más bellos que poseía, una máscara de plata representando una cabeza de payaso, de payaso sonriente, alegre, dichoso, que no evocaba la perpetua tristeza que tradicionalmente se supone en los payasos. Era una de las más felices creaciones de Sorat, el gran maestro de máscaras vivientes.
—Sí, es encantadora, ¿verdad? —dijo ella—. Es una de las primeras máscaras de Sorat y creo también que una de las mejores.
—La plata es el material que más se adaptaba a este payaso —dijo él.
—Sí, yo pienso lo mismo —aprobó ella.
Se dio cuenta de que no le había preguntado nada acerca de sus problemas, de su pobre mujer y su bebé, de su pasado. Tal vez fuera mejor así.
—Usted me salvó la vida —le dijo él en la puerta.
Ella tenía en la mano un billete de una libra.
—A decir verdad —replicó ella alegremente— fue una locura dejar entrar a un extraño en mi casa, a estas horas de la noche… Pero ¿qué peligro corre una vieja como yo?
—Podría haberle cortado la cabeza —dijo muy seriamente.
—En efecto —admitió, ella—, pero con terribles consecuencias para usted
—¡Oh, no! No en estas épocas. La policía es incapaz de detener a nadie.
—Bien, buenas noches. Tome esto. Le procurará al menos algo de calor.
—Gracias —dijo él como al descuido. Luego, ya en el umbral, declaró:
—Esa máscara… Nunca he visto nada tan bello.
Cuando la puerta se cerró, ella volvió a su saloncito suspirando: “¡Qué hermoso joven!”
Vio entonces que su más valiosa cigarrera, la de jade blanco, había desaparecido. La había colocado sobre la mesita, cerca del diván. La vio antes de ir a la antecocina a preparar los sándwiches. La había robado. Miró por todas partes. No, sin lugar a dudas la había robado.
“¡Qué hermoso joven!”, pensó todavía al subir a acostarse.
Sonia Herries, exteriormente cínica y destructiva e interiormente un ser necesitado de estima y afecto era, en eso, una mujer de su época. Ya que, pese a sus cincuenta años y a sus canas, era aparentemente joven, activa, podía comer y dormir poco, bailar indefinidamente, beber cocktails y jugar al bridge.
Pero interiormente no le importaban ni los cocktails ni el bridge. Era, por sobre todo, maternal, tenía un débil corazón… no solo en el terreno espiritual, sino en el físico. Cuando se sentía atacada tomaba sus gotas, permanecía en su habitación, y no permitía que nadie la visitara. Como las demás mujeres de su época y su medio, tenía un valor digno de mejor causa. Era una heroína sin sentido.
Por lo menos dos veces habría podido casarse de haber amado lo suficiente, pero el hombre del que realmente estuvo enamorada no la amó… eso fue veinticinco años atrás; a causa de ello pretendía detestar el matrimonio. Si hubiese tenido un hijo, su naturaleza se habría sentido totalmente satisfecha; al carecer de esa posibilidad, fue maternal, aparentando una cínica indiferencia, para con mucha gente que se aprovechó y se rio de ella y que nunca la quiso de verdad.
Todos la consideraban una “muchacha valiente” y “muy franca” que agradaba a sus amigos. Sus relaciones, los Rockage, los Card y los Newmark, la invitaban para no ser trece a la mesa o para que los acompañara a hacer sus compras en Londres; la utilizaban como confidente cuando tenían problemas o sinsabores. Era una mujer solitaria.
Unos quince días después volvió a ver a su joven ladrón. Una noche, cuando se estaba vistiendo para una cena que ofrecía a sus amigos, él vino a golpear a su puerta.
—Hay un joven que desea verla —dijo Rosa, su mucama.
—¿Un joven? ¿Quién? Pero ella sabía bien quién era.
—No lo sé, Miss Sonia. No quiso dar su nombre.
Bajó y lo encontró en el vestíbulo, con la cigarrera en la mano. Llevaba un traje decente, pero aún parecía hambriento, temeroso, desesperado, y siempre tan increíblemente hermoso. Lo condujo al saloncito. Él le tendió la cigarrera.
—La había empeñado —dijo, con los ojos puestos en la máscara de plata.
—¡Qué vergüenza! —dijo ella—. ¿Qué es lo que va a robar ahora?
—Mi mujer ganó algo de dinero la semana pasada —dijo—. Eso nos permitirá vivir un poco.
—Entonces ¿usted no trabaja nunca? —le preguntó ella.
—Yo pinto —respondió—. Pero a nadie le gustan mis cuadros. No son lo bastante modernos.
—Tendrá que mostrármelos —dijo ella dándose cuenta de lo débil que era.
El poder que el joven ejercía sobre ella no provenía de su belleza, sino de su aspecto desvalido y desconfiado a la vez, cual niño vicioso que detesta a su madre mas vuelve siempre a ella en busca de protección.
—Tengo algunos aquí —dijo él mientras iba hacia el vestíbulo y volvía con varias telas. Se las mostró. Eran malas… paisajes sin gracia y afectados personajes.
—Son muy malos —dijo ella.
—Lo sé. Pero usted no puede negar que tengo muy buen gusto estético. En arte solo aprecio las cosas muy bellas, como su cigarrera, esta máscara, el Utrillo. Pero no puedo pintar más que esto. Es realmente exasperante.
Él le sonrió.
—¿No me comprará uno? —preguntó.
—¡Oh! ¡Pero no me gusta ninguno! —respondió ella—. Tendría que ocultarlo.
Se daba cuenta de que sus invitados comenzarían a llegar dentro de diez minutos.
—¡Oh, cómpreme uno!
—No, por supuesto que no…
—Sí, se lo ruego.
Se acercó a ella y miró su ancho y amistoso rostro como lo hubiera hecho un niño pedigüeño.
—Bueno… ¿cuál es el precio?
—Este… veinte libras. Aquel veinticinco.
—¡Pero es absurdo! ¡No valen nada…!
—Tal vez algún día valgan algo. Nunca se sabe, con los cuadros modernos.
—En cuanto a estos, estoy bien segura de lo que digo.
—Por favor, cómpreme uno. Este, con las vacas, no es tan malo.
Ella se sentó y extendió un cheque.
—Soy una idiota. Tome esto, y sepa que no quiero verlo más. ¡Nunca más! No lo dejarán entrar. Será inútil que me dirija la palabra en la calle. Si me molesta se lo diré a la policía.
Él tomó el cheque con tranquila satisfacción y le estrechó suavemente la mano.
—Colóquelo bajo una buena luz y no será tan malo…
—Necesita zapatos nuevos —dijo ella—. Esos están desastrosos.
—Ahora podré comprarlos —dijo él y se marchó.
Durante la velada, mientras escuchaba la chispeante y agria ironía de sus amigos, pensó en el joven. No conocía su nombre. Sabía únicamente que era un pillo, por propia confesión, y que tenía a su cargo a una pobre y joven esposa y a un niño muertos de hambre. La imagen de ese trío la obsesionaba.
En cierto sentido había sido honesto de su parte devolverle la cigarrera. Pero él sabía, por supuesto, que si no lo hacía no podría volver a verla… Desde un principio había comprendido que ella era una espléndida fuente de recursos, y ahora que le había comprado uno de sus horribles adefesios…
Sin embargo no podía ser del todo malo. Alguien que amaba con tanta pasión las cosas bellas no era un canalla de verdad. ¡Esa manera de ir directamente hacia la máscara de plata en cuanto entró a la habitación y de contemplarla con el alma en los ojos…!
Y, sentada a la mesa, emitiendo durante la comida las opiniones más cínicas, era toda dulzura cuando fijaba sus ojos en la clara pared donde estaba colgada la máscara de plata. Creía encontrar algo del joven en ese objeto que brillaba alegremente. ¿Pero qué? Las mejillas del payaso eran redondas, su boca ancha, sus labios gruesos, y, sin embargo, sin embargo…
Durante los días siguientes, al caminar por las calles de Londres, miraba involuntariamente a los transeúntes tratando de encontrarlo. Pronto se dio cuenta de una cosa: él era mucho más hermoso que todos los individuos que cruzaba en su camino. Mas no era su hermosura lo que la obsesionaba, sino el hecho de que él buscase su bondad ¡y ella necesitaba tanto ser buena con alguien!
Tenía la impresión de que la máscara de plata se iba transformando, que sus redondeces se afinaban, que un nuevo resplandor surgía de sus ojos vacíos. Era realmente un magnífico objeto.
Luego, tan de improviso como las veces anteriores, él reapareció. Una noche en que al volver del teatro ella fumaba un último cigarrillo antes de subir a acostarse, golpearon a la puerta. Por supuesto todo el mundo utilizaba el timbre… nadie usaba el antiguo llamador en forma de búho que comprara en una tienda de curiosidades un día en que vagabundeaba por la ciudad.
Rosa ya se había acostado, así que abrió ella misma la puerta. Estaba allí, con una joven y un bebé. Entraron a la sala y permanecieron torpemente junto al fuego. Fue entonces, al verlos a los tres ante el hogar, cuando sintió por vez primera un vivo temor.
Lo comprendió en la debilidad que la embargaba —sentía como si se derritiera al mirarlos— ella, Sonia Herries, de cincuenta años de edad, independiente y fuerte, de no ser por su pequeña molestia cardíaca; ¡sí, se derretía literalmente! Tuvo miedo, como si acabaran de susurrarle una advertencia al oído.
La mujer era extraordinaria, con su pelo rojo y su rostro blanco; una criatura delgada y graciosa. El bebé, envuelto en una mantilla, dormía profundamente. Les sirvió de beber y trajo los restos de los sándwiches que le habían preparado para ella. El joven la miró, con sonrisa encantadora.
—Esta vez no hemos venido a sacarle nada —dijo—. Quería presentarle a mi mujer y que ella viera sus objetos de arte.
—Bueno —dijo vivamente ella—. Pero solo podrán quedarse uno o dos minutos. Es tarde. Me iba a acostar. Además, le pedí que no volviese aquí.
—Fue Ada quien me hizo volver —dijo él señalando a su mujer—. ¡Deseaba tanto conocerla!
La mujer no dijo una palabra, contentándose con mirar ante sí con aire huraño.
—Bien, pero se marcharán enseguida. En realidad, usted nunca me dijo su nombre.
—Enrique Abbott. Y esta es Ada. El bebé se llama también Enrique.
—Perfecto. ¿Cómo lo han pasado desde la última vez que nos vimos?
—¡Oh, muy bien! Como príncipes.
Pero pronto se sumió en el mutismo… y la mujer seguía sin decir palabra.
Luego de una pausa intolerable, Sonia Herries les sugirió marcharse. No se movieron.
Media hora más tarde volvió a insistir. Se pusieron de pie. Mas al llegar junto a la puerta, Enrique mostró con la cabeza el escritorio.
—¿Quién le escribe su correspondencia?
—Nadie, la escribo yo misma.
—Le haría falta alguien. Eso le ahorraría muchas molestias. Yo podría hacerlo, si usted quiere.
—¡Oh, no, gracias! ¡No es posible! Bien… ¡Buenas noches! ¡Buenas noches!
—Pero sí, yo escribiré sus cartas. No tendrá que pagarme. Y yo ocuparé mi tiempo.
—Absurdo… ¡Buenas noches! ¡Buenas noches! Les cerró la puerta en la cara. Pero no pudo dormir. Pensaba en él. Se sentía conmovida, en parte por una ternura maternal hacia ellos que daba calor a su cuerpo… ¡la joven y el bebé le parecieron tan desvalidos!… y en parte por un estremecimiento de aprensión que helaba la sangre en sus venas.
De todos modos esperaba no volver a verlos jamás. Pero ¿lo esperaba realmente? Al día siguiente, cuando caminara por Sloane Street, ¿no iría examinando a cada transeúnte, con la esperanza de volverlo a ver?
Tres días después, se presentó por la mañana.
Llovía, y ella había decidido dedicar el tiempo a ordenar sus cuentas. Estaba sentada ante su escritorio cuando Rosa lo hizo pasar.
—Vine a hacer su correspondencia —dijo él.
—¡Nada de eso! —dijo ella duramente—. Ahora, Enrique Abbott, retírese usted. Ya me ha cansado, y…
—No, no —rio él tomando asiento ante el escritorio.
Se avergonzaría de ello por el resto de sus días, pero media hora más tarde, ella estaba sentada en la punta del sofá diciéndole lo que había que escribir. Sin querer confesárselo, a ella le agradaba verle allí. Era una compañía y, fuese cual fuere el estado de degradación a que hubiese llegado, era sin lugar a dudas un gentleman. Esa mañana se comportó con toda corrección. Escribía extraordinariamente bien. Parecía adivinar lo que había que decir.
A la semana siguiente le decía, riendo, a Amy Weston:
—¿Me creerás, querida, si te digo que me he visto obligada a tomar un secretario? Un joven muy hermoso… Pero no frunzas el ceño. Sabes bien que los jóvenes bellos no significan nada para mi ¡y me ahorra tanto trabajo fastidioso!
Durante tres semanas se comportó correctamente, llegando con toda puntualidad, sin molestarla en nada, haciendo todo lo que ella sugería.
Un día de la cuarta semana, llegó su mujer a la una menos cuarto. En esta ocasión le pareció asombrosamente joven… tal vez de dieciséis años. Llevaba un abrigo de algodón gris, muy sencillo. Su pelo rojo y ondulado vibraba alrededor de su pálido rostro.
El joven sabía que Miss Herries almorzaba siempre sola. Había visto poner la mesa, sin ceremonia, para una sola persona. Resultaba difícil no decirles que se quedaran. Así lo hizo ella, aunque sin demasiadas ganas.
El almuerzo no fue un éxito. Cuando estaban juntos ambos jóvenes resultaban fastidiosos, ya que él no decía casi nada en presencia de su mujer y esta no hablaba en absoluto. En suma, la pareja que formaban era bastante siniestra.
Los despidió después de la comida. Se marcharon sin protestar. Pero por la tarde, al hacer sus compras, decidió que tenía que desembarazarse de ellos de una vez por todas. Admitía que fue agradable tener al joven en su casa; su sonrisa, sus reflexiones alegres y sarcásticas, la idea de que se trataba de un chicuelo descarriado que atacaba a todo el mundo, menos a ella porque la estimaba… todo eso le atraía; pero lo que realmente la preocupaba era que no le hubiese pedido dinero en esas cuatro semanas. ¿No habría concebido algún terrible plan para amedrentarla algún día con él?
Durante un instante, bajo el brillante sol, entre el bullicio del tránsito y el murmullo del follaje, se vio bajo un aspecto sorprendente. Se estaba comportando con una asombrosa debilidad. Su cuerpo sólido, erguido y desenvuelto, su rostro alegre y sonrosado, su abundante cabello cano… todo desaparecía dando paso a una viejecita timorata, de ojos azorados y rodillas temblorosas, aferrándose por poco a la verja del parque para no caer.
¿Qué era lo que temía? No había hecho nada malo. La policía estaba al alcance de su mano. Nunca fue cobarde. Sin embargo, volvió con un extraño deseo de dejar su confortable casita de Walpole Street para ir a esconderse donde nadie la descubriera.
Esa noche aparecieron nuevamente: marido, mujer y bebé.
Se había acomodado para pasar una apacible velada con un libro, antes de ir a acostarse temprano. Fue entonces cuando golpearon a la puerta de calle.
En esa oportunidad hizo gala de singular firmeza ante ellos. Cuando los tuvo frente a sí, se incorporó y les dijo:
—Aquí tienen cinco libras. Terminemos de una vez. Si alguno de ustedes se presenta nuevamente ante mi puerta, llamaré a la policía, Ahora, ¡márchense!
La joven lanzó un suspiro convulsivo y cayó desvanecida a sus pies. Era un desmayo absolutamente auténtico. Llamaron a Rosa. Se hizo todo lo que debía hacerse.
—Lo que pasa es que no ha comido bastante; esto es todo —dijo Enrique Abbott.
Finalmente, como el desmayo se prolongaba, se puso a Ada Abbott en la cama del cuarto de huéspedes y se llamó a un médico. Luego de examinarla este declaró que necesitaba descanso y buena alimentación.
Tal vez ese fue el momento crítico de toda la historia. Si en ese instante de crisis Sonia Herries se hubiese decidido a arrojar a la familia Abbott —con desmayo o sin él— a la calle fría e inhóspita, quizás ahora sería una robusta dama que habría continuado jugando al bridge con sus amigas. Pero nuevamente su temperamento maternal pudo más que su razón.
La pobre criatura, con sus ojos cerrados estaba agotada, sus mejillas eran casi tan blancas como las sábanas. El bebé, el bebé más tranquilo del mundo, reposaba en una cuna, cerca del lecho. En la planta baja, Enrique Abbott escribía cartas dictadas por ella. Una vez, al mirar la máscara de plata, Sonia Herries creyó ver en el payaso una sonrisa fina y amarga, casi burlona… que le heló la sangre.
Tres días después del desmayo de Ada Abbott, llegaron su tío y su tía, el señor y la señora Edwards. Mr. Edwards era un hombre alto y rubicundo, de alegres modales y chaleco multicolor. Mrs. Edwards era una mujer delgada, de nariz puntiaguda y voz de contralto. Era muy, muy delgada y ostentaba, sobre su pecho chato pero sensible, un enorme broche pasado de moda.
Sentados uno junto al otro en el diván, explicaron que habían venido a interesarse por la salud de Ada, su sobrina predilecta. Mrs. Edwards lloró; Mr. Edwards se mostró amistoso y confianzudo.
Por desgracia, Mrs. Weston y una amiga llegaron en ese preciso momento. No estuvieron mucho. Decididamente quedaron estupefactos ante el matrimonio Edwards y profundamente disgustadas por la familiaridad que se permitía Enrique Abbott. Sonia Herries pudo darse cuenta de que sacaban las peores conclusiones del enojoso asunto.
Después de una semana, Ada Abbott continuaba en cama en la pieza de arriba. Era imposible sacarla de allí. Los Edwards la visitaban constantemente.
Un día trajeron con ellos a otra pareja: el señor y la señora Harper con su hija Inés. Pidieron mil disculpas, pero Miss Herries debía comprender que dado el interés que sentían por Ada les era imposible permanecer indiferentes. Se amontonaron todos en la pieza de huéspedes, contemplando con piedad el pequeño rostro pálido, de ojos cerrados.
Luego ocurrieron dos acontecimientos simultáneos: Rose se marchó y Mrs. Weston vino a hablar francamente con su amiga. Comenzó con este preámbulo siniestro:
—Creo que es necesario que sepas, querida, lo que todo el mundo comenta…
Lo que todo el mundo comentaba era que Sonia Herries vivía con un muchacho descarriado de los bajos fondos, lo suficientemente joven como para ser su hijo.
—Tienes que desembarazarte inmediatamente de ellos —dijo Mrs. Weston—, de lo contrario, querida, no te quedará un solo amigo en todo Londres.
Cuando quedó sola, Sonia Herries hizo algo que no hacía desde mucho tiempo atrás: se echó a llorar. ¿Qué le pasaba? No solo su voluntad y su decisión habían desaparecido, sino que se sentía realmente mal. Su corazón le molestaba nuevamente; no podía dormir; y la casa también se resentía. Había polvo en todas partes. ¿Cómo podría reemplazar a Rose?
Vivía en una especie de espantosa pesadilla. Ese terrible y hermoso joven parecía dominarla. Sin embargo, no la amenazaba: se contentaba con sonreír. Tampoco era cuestión de pensar que estuviese enamorada de él. Había que terminar con esto, de lo contrario estaba perdida.
Dos días después, a la hora del té, se presentó la ocasión. El señor y la señora Edwards habían venido para ver a Ada; esta había bajado al fin, pálida y muy débil. También estaban presentes Enrique Abbott y el bebé. Aunque se sentía muy mal, Sonia Herries les habló con energía. Se dirigió especialmente a la señora Edwards, la de la larga nariz.
—Tienen que comprenderme —dijo—. No quisiera ser desagradable, pero tengo que pensar en mi vida privada. Soy una mujer muy ocupada y esta situación me ha sido totalmente impuesta. No quiero parecerles brusca. Me siento feliz de haber podido serles útil, pero pienso que Mrs. Abbott se encuentra ya suficientemente restablecida como para volver a su casa. Por lo tanto les deseo a todos muy buenas noches.
—Estoy convencida —respondió Mrs. Edwards, sentada en el sofá— que usted ha sido la amabilidad en persona, Miss Herries. Ada sí lo reconoce de seguro. Pero trasladarla ahora sería matarla; ese es el punto. El menor movimiento, y caería a sus pies.
—No sabemos adónde ir —dijo Enrique Abbott.
—Pero Mrs. Edwards… —dijo Miss Herries que comenzaba a enfadarse.
—Solo tenemos dos cuartos —respondió tranquilamente Mrs. Edwards—. Lo lamento, pero con mi marido que tose toda la noche…
—¡Oh! ¡Pero es monstruoso! —exclamó Miss Herries—. Ya basta. He sido generosa hasta cierto punto.
—¿Y mi sueldo de las semanas pasadas? —dijo Enrique.
—¡Sueldo! Pero, por supuesto… —comenzó Miss Herries. Luego calló.
Se dio cuenta de varias cosas: de que estaba sola en la casa, ya que la cocinera se había marchado al mediodía; de que ninguno de ellos se había movido; de que sus objetos de valor —el Sickert, el Utrillo, el sofá— casi adquirían vida con el miedo.
Se sintió espantada ante su silencio, ante su inmovilidad. Dio un paso hacia su escritorio, su corazón dejó de latir, quedó vacío; una terrible agonía recorrió su cuerpo.
—Por favor —dijo hipando—. En el cajón… el frasquito verde ¡Oh, rápido! ¡Por favor!
Lo último que vio fue el hermoso rostro de Enrique Abbott inclinado sobre ella.
Cuando Mrs. Weston se presentó a la semana siguiente, fue la joven Ada Abbott quien le abrió la puerta.
—Vengo a ver qué pasa con Miss Herries —dijo—. Hace mucho que no la veo. He llamado varias veces por teléfono sin obtener respuesta.
—Miss Herries está muy enferma.
—¡Oh, ¡cuánto lo siento! ¿Puedo verla?
El tono calmo y suave de Ada Abbott la tranquilizó.
—El doctor desea que nadie la vea, por el momento. ¿Puede darme su dirección? Le avisaré en cuanto esté suficientemente restablecida como para recibirla.
Mrs. Weston se marchó. Contó a sus amistades lo ocurrido.
—¡Pobre Sonia! Está bastante mal. Pero parece que la cuidan bien. En cuanto mejore iremos a verla.
El ritmo de la vida de Londres es muy agitado, y Sonia Herries nunca fue importante para nadie. Sus relaciones se interesaron por ella y recibieron una esquela muy cortés asegurándole que en cuanto Miss Herries estuviese mejor…
Sonia Herries estaba en cama, pero no en su propia habitación. Ocupaba la pequeña bohardilla, la que antes fuera de Rosa, la criada. Al principio permaneció en una extraña apatía. Estaba muy enferma. Dormía, se despertaba, luego volvía a dormirse.
Ada Abbott, a veces Mrs. Edwards o una señora que ella no conocía, la atendía. Todas eran muy amables. ¿Necesitaba a un doctor? No, por supuesto, no necesitaba a un doctor —le aseguraba—. Ellas estaban allí.
Poco a poco fue volviendo a la vida. ¿Por qué se hallaba en ese cuarto? ¿Dónde estaban sus amigos? ¿Qué era esa comida infecta que le daban? ¿Qué hacían allí esas mujeres?
Tuvo una escena terrible con Ada Abbott. Intentó salir de la cama. La joven se lo impidió… sin mayor dificultad, ya que todas sus fuerzas parecían haberla abandonado. Protestó; se mostró tan furiosa como su debilidad lo permitía, luego lloró. Lloró muy amargamente.
Al día siguiente, al encontrarse sola, se arrastró fuera de su cama; la puerta estaba cerrada con llave; comenzó a golpearla con el puño. No se oyó más ruido que sus golpes. Su corazón latió nuevamente con esa espantosa irregularidad…
Volvió arrastrándose al lecho. Allí permaneció inerte, llorando quedamente. Cuando llegó Ada con la sopa, el pan y el agua, le exigió que quitara el cerrojo de la puerta, que la dejara levantarse, tomar su baño y bajar a su habitación del piso inferior.
—Usted no está del todo bien —dijo suavemente Ada.
—¡Oh, sí, estoy perfectamente! Cuando salga la haré arrestar por este…
—No se altere, se lo ruego. Eso es malo para su corazón.
Mrs. Edwards y Ada la higienizaban. No comía suficientemente. Siempre tenía hambre.
Llegó el verano. Mrs. Weston se marchó a Etretat.
Todo el mundo se fue de la ciudad.
“¿Qué es de la vida de Sonia Herries? —escribía Mabel Newmark a Agatha Benson—. Hace siglos que no la veo…”
Pero nadie tenía tiempo para informarle. ¡Había tanto que hacer! Sonia era una excelente muchacha, pero nadie la quería de verdad…
Un día vino a verla Enrique Abbott.
—Siento en el alma que no esté mejor —dijo sonriendo—. Hacemos todo lo que podemos por usted. Es una suerte que hayamos estado aquí cuando usted se descompuso. Firme, pues, estos papeles. Alguien tiene que ocuparse de sus cosas hasta que se restablezca. Estará en condiciones de bajar dentro de una o dos semanas.
Mirándolo con ojos aterrorizados, Sonia Herries firmó los papeles.
Las primeras lluvias de otoño azotaron las calles. En el salón, el tocadiscos giraba. Ada bailaba con el joven Mr. Jackson, Maggie Trent con el alto Harry Bennett. Los muebles estaban alineados contra las paredes. Mr. Edwards bebía su cerveza; Mrs. Edwards calentaba al fuego los dedos gordos de sus pies.
Enrique Abbott entró. Acababa de vender el Utrillo.
Su llegada fue recibida con aplausos.
Descolgó la máscara de plata de la pared y se dirigió a la escalera. Subió a lo más alto de la casa, entró, encendió la desnuda lamparilla.
—¡Oh! ¿Quién… qué…? —dijo una voz aterrorizada, desde la cama.
—Todo marcha bien —dijo con tono tranquilizador. —Ada va a traerle el té dentro de un rato.
Tenía un clavo y un martillo, y suspendió la máscara de plata sobre el papel manchado del muro, en un lugar donde Miss Harries pudiera verla.
—Sé que usted le tiene cariño —dijo—. Pensé que le agradaría mirarla.
Ella no pudo hacer más que clavar en él sus ojos.
—Necesita algo que mirar —continuó él—. Está demasiado enferma, según temo, como para dejar alguna vez el cuarto. Por lo tanto, esto le causará placer. Algo que mirar.
Salió cerrando suavemente la puerta tras de sí.
FIN
