Conocí a George en un congreso literario celebrado hace muchos años, y me llamó la atención el peculiar aire de inocencia y de candor que mostraba su rostro redondo y de mediana edad. Inmediatamente decidí que era la clase de persona a quien uno le dejaría la cartera para que se la guardase mientras se bañaba.
Él me reconoció por mis fotografías en la contraportada de mis libros y me saludó alegremente, diciéndome lo mucho que le gustaban mis cuentos y mis novelas, lo cual, naturalmente, me dio una excelente opinión de su inteligencia y buen gusto.
Nos estrechamos cordialmente las manos, y él dijo:
—Me llamo George Bitternut.
—Bitternut —repetí, para fijármelo en la mente—. Un apellido poco corriente.
—Danés —respondió—, y muy aristocrático. Desciendo de Cnut, más conocido como Canuto, un rey que conquistó Inglaterra a comienzos del siglo XI. Un antepasado mío era hijo suyo: bastardo, naturalmente.
—Naturalmente —murmuré, aunque no veía por qué había que darlo por sentado.
—Le pusieron de nombre Cnut, como su padre —continuó George—, y cuando fue presentado al rey, el soberano dijo: «Voto a bríos, ¿es éste mi heredero?» «No exactamente —respondió el cortesano que estaba meciendo al pequeño Cnut—, pues es ilegítimo, ya que su madre es la lavandera a la que vos…» «Ah —dijo el rey—, eso está mejor». Y como Bettercnut se le conoció a partir de ese momento. Únicamente con ese nombre. Yo lo he heredado por línea masculina directa, salvo que las vicisitudes del tiempo han acabado por cambiarlo a Bitternut.
Y sus azules ojos me miraron con una especie de hipnótica inocencia, que impedía toda duda.
—¿Quiere almorzar conmigo? —pregunté, moviendo la mano en dirección al restaurante profusamente decorado que, evidentemente, estaba destinado solo a personas poseedoras de carteras bien repletas.
—¿No le parece que ese local es un poco ostentoso y que la cafetería del otro lado podría…? —respondió George.
—Como invitado mío —añadí.
George frunció los labios y dijo:
—Ahora que lo miro bajo una luz más favorable, veo que tiene una atmósfera un tanto hogareña. Sí, almorzaré con usted.
Mientras tomábamos el plato principal, George dijo:
—Mi antepasado Bettercnut tuvo un hijo, al que llamó Sweyn. Un buen nombre danés.
—Sí, ya sé —respondí—. El padre del Rey Cnut se llamaba Sweyn Forbeard. En tiempos modernos el nombre se suele escribir Sven.
George frunció levemente el ceño y dijo:
—No hace falta que alardee de sus conocimientos de estas cosas, amigo mío. Admito que tiene usted los rudimentos de una educación.
Me sentí abochornado.
—Lo siento.
Agitó la mano en ademán de magnánimo perdón, pidió otro vaso de vino y prosiguió:
—Sweyn Bettercnut se sentía fascinado por las mujeres, característica que hemos heredado todos los Bitternut, y tenía mucho éxito con ellas…, como ha sido el caso con todos sus descendientes. Se sabe que muchas mujeres, después de separarse de él, meneaban la cabeza en señal de admiración y decían: «Oh, es todo un Sweyn». Y también era un archimago.
Hizo una pausa y, luego, preguntó con brusquedad:
—¿Sabe usted qué es un archimago?
—No —mentí, no deseando volver a hacer una ofensiva ostentación de mis conocimientos—. ¿Qué es?
—Un archimago es un mago eminente —aclaró George, con lo que pareció un suspiro de alivio—. Sweyn estudiaba las artes arcanas y ocultas. Entonces era posible hacerlo, pues aún no había surgido todo ese desagradable escepticismo moderno. Estaba consagrado a la tarea de encontrar la manera de persuadir a las jovencitas para que observaran con él esa clase de comportamiento dulce y complaciente que es la corona de la femineidad, y rehuyesen todo lo que era huraño y hosco.
—Ah —dije, con tono comprensivo.
—Para eso necesitaba demonios, y perfeccionó medios para invocarlos, quemando ciertas hierbas aromáticas y pronunciando determinados conjuros semiolvidados.
—¿Y daba resultado, señor Bitternut?
—Llámeme George. Claro que daba resultado. Tenía legiones de demonios que trabajaban para él, pues, como con frecuencia se lamentaba, las mujeres de la época eran seres tercos y obstinados, que oponían a su pretensión de ser nieto de un rey, ásperas observaciones sobre la naturaleza de la descendencia. Sin embargo, una vez que un demonio ejecutaba su obra, comprendían que un hijo natural era, simplemente, natural.
—¿Está seguro de todo eso, George?
—Naturalmente, pues el verano pasado encontré su libro de recetas para invocar demonios. Lo hallé en un viejo castillo inglés que actualmente está en ruinas, pero que en otro tiempo perteneció a mi familia. Se especificaban las hierbas exactas, la forma de quemarlas, el ritmo, los conjuros, las entonaciones. Todo. Estaba escrito en inglés antiguo, anglosajón, ya sabe, pero yo tengo un poco de lingüista y…
Se me hizo patente un ligero escepticismo.
—Usted bromea —dije.
Me miró con altivez.
—¿Por qué cree semejante cosa? ¿Acaso me estoy riendo? Se trata de un libro auténtico. Yo mismo experimenté las recetas.
—Y obtuvo un demonio.
—Sí, en efecto —respondió, señalándose de manera significativa el bolsillo superior de la chaqueta.
—¿Lo tiene ahí?
George se tocó el bolsillo, y parecía a punto de asentir cuando sus dedos palparon algo importante, o tal vez fuese precisamente que no palparon nada. Miró en el interior.
—Se ha ido —dijo con disgusto—. Desmaterializado… Pero quizá no se le pueda censurar por ello. Anoche estuvo conmigo porque sentía curiosidad por este congreso, ¿sabe? Le di un poco de whisky con un cuentagotas, y le gustó. Tal vez le gustó demasiado, pues quería pegarse con la cacatúa enjaulada que hay en el bar y empezó a insultarla. Afortunadamente, se quedó dormido antes de que el pájaro ofendido pudiera replicar. Esta mañana no parecía encontrarse muy bien, y supongo que se ha ido a su casa, dondequiera que esté, para recuperarse.
Sentí un acceso de rebeldía. ¿Esperaba que me creyera aquello?
—¿Me está diciendo que tenía un demonio en el bolsillo de la chaqueta?
—Es agradable ver lo rápidamente que se hace usted cargo de la situación —dijo George.
—¿Qué tamaño tenía?
—Dos centímetros.
—Pero eso no llega a una pulgada.
—Totalmente correcto. Una pulgada son 2,54 centímetros.
—Quiero decir, qué clase de demonio es para tener sólo dos centímetros de estatura.
—Uno pequeño —respondió George—, pero, como dice el refrán, más vale tener un demonio pequeño que no tener ninguno.
—Depende de cómo sea.
—Oh, Azazel…, se llama así. Es un demonio amistoso. Sospecho que no está muy bien considerado en sus antros nativos, pues se le nota extraordinariamente ansioso por impresionarme con sus poderes, salvo que no quiere utilizarlos para enriquecerme, como debería hacer, tratándose de una honorable amistad. Dice que sus poderes deben ser utilizados tan sólo para hacer el bien a otros.
—Vamos, vamos, George. Seguramente que no es ésa la filosofía del infierno.
George se llevó un dedo a los labios.
—No diga esa clase de cosas, amigo. Azazel se sentiría enormemente ofendido. Dice que su país es amable, decente y muy civilizado, y habla con gran respeto de su gobernante, cuyo nombre jamás pronuncia, y al que llama simplemente el Todo Total.
—¿Y en realidad hace favores?
—Siempre que puede. Ése es el caso, por ejemplo, de mi ahijada, Juniper Pen…
—¿Juniper Pen?
—Sí. Por su expresión de intensa curiosidad, me doy cuenta de que desea conocer la historia. Con mucho gusto se la contaré.
Juniper Pen —dijo George— era una cándida estudiante de segundo curso en la Universidad cuando comienza mi relato…, una dulce e inocente muchacha fascinada por el equipo de baloncesto, todos y cada uno de cuyos miembros eran jóvenes altos y muy guapos.
El jugador que más parecía estimular su imaginación femenina era Leander Thomson, un muchacho alto y delgado, de grandes manos que se enroscaban en torno a un balón o a cualquier otra cosa que tuviera forma y el tamaño de un balón, lo que de alguna manera trae a la memoria a Juniper. Obviamente, él era el objeto de sus gritos, cuando contemplaba desde la grada uno de sus partidos.
Solía hablarme de sus dulces sueños, pues, como todas las jovencitas, aunque no sean mis nietas, se sentía impulsada a confiar en mí. Mi porte cariñoso pero digno invitaba a las confidencias.
—Oh, tío George —decía—, seguro que no es nada malo que yo sueñe en un futuro con Leander. Me lo imagino como el mejor jugador de baloncesto del mundo, como la flor y nata de los grandes profesionales, como el titular de un sustancioso contrato de larga duración. Y no es que yo pida mucho. Todo lo que quiero de la vida es una pequeña mansión cubierta de enredaderas, un pequeño jardín que se extienda todo cuanto la vista pueda abarcar, una sencilla servidumbre organizada en equipos, todos mis vestidos ordenados alfabéticamente para cada día de la semana y cada mes del año y…
Me vi obligado a interrumpir su encantador parloteo.
—Hay un ligero fallo en tu plan, pequeña —dije—. Leander no es un jugador de baloncesto muy bueno, y es poco probable que algún equipo le contrate por grandes sumas.
—Eso es injusto —dijo, enfurruñando el gesto—. ¿Por qué no es un jugador de baloncesto muy bueno?
—Porque así es como funciona el Universo. ¿Por qué no concentras tus juveniles afectos en alguien que sea un buen jugador de baloncesto? ¿O, si vamos a eso, en algún joven y honrado corredor bursátil de Wall Street que tenga acceso a informaciones reservadas?
—La verdad es que ya he pensado en ello, tío George, pero me gusta Leander exclusivamente por lo que es. Hay veces en que pienso en él y me digo: «En realidad, ¿es tan importante el dinero?».
—Chist, jovencita —exclamo horrorizado. Hoy en día, las mujeres son increíblemente francas.
—Pero ¿por qué no puedo tener también el dinero? ¿Es mucho pedir?
¿Lo era realmente? Después de todo, yo tenía un demonio para mí solo. Se trataba de un demonio pequeño, desde luego, pero su corazón era grande. Seguramente que querría favorecer el curso del verdadero amor, a fin de aportar luz y dulzura a dos seres cuyos corazones latían al unísono al pensar en besos y fondos mutuos.
Azazel me escuchó cuando le invoqué con el conjuro apropiado… No, no puedo decirle cuál es. ¿No tiene usted un elemental sentido de la ética? Como digo, me escuchó, pero con lo que me pareció una absoluta carencia de esa comprensión que cabría esperar. Confieso que le había arrastrado a nuestro mundo sacándole de su entrega a algo parecido a un baño turco, pues se hallaba envuelto en una diminuta toalla y estaba tiritando. Su voz parecía más aguda y estridente que nunca. (En realidad, no creo que fuese verdaderamente su voz. Me da la impresión de que se comunicaba mediante alguna especie de telepatía, pero el resultado era que yo oía, o imaginaba oír, una aguda vocecilla).
—¿Qué es baloncesto? —preguntó—. ¿Un balón con forma de cesto? Porque, en ese caso, ¿qué es un cesto?
Traté de explicárselo, pero, para ser un demonio, puede resultar realmente obtuso. Se me quedó mirando, como si no le estuviese explicando con luminosa claridad cada detalle del juego.
Finalmente, dijo:
—¿Podría ver un partido de baloncesto?
—Naturalmente —respondí—. Esta noche se juega uno. Leander me dio una entrada, y tú puedes ir en mi bolsillo.
—Estupendo —dijo Azazel—. Llámame cuando te dispongas a salir para el partido. Ahora tengo que terminar mi zymig —con lo que supongo se refería a su baño turco, y desapareció.
Debo confesar que me irrita sobremanera que alguien anteponga sus insignificantes asuntos domésticos a las trascendentales cuestiones de que yo me ocupo…, lo cual me recuerda, amigo mío, que el camarero parece estar intentando atraer su atención. Creo que le tiene preparada la cuenta. Recójala, por favor, para que yo pueda continuar mi relato.
Esa noche fui al partido de baloncesto, y Azazel venía conmigo en mi bolsillo. Mantenía la cabeza asomada por el borde del bolsillo y habría constituido un sospechoso espectáculo si alguien hubiera estado mirando. Su piel es de un color rojo brillante y en su frente se destacan las protuberancias de dos pequeños cuernos. Por fortuna, se mantenía dentro del bolsillo, pues su musculosa cola de un centímetro de longitud es su rasgo más prominente y nauseabundo.
Yo no soy un gran aficionado al baloncesto, y preferí dejar que Azazel extrajera por su propia cuenta el significado de lo que estaba viendo. Su inteligencia, aunque más demoniaca que humana, es notable.
Una vez finalizado el partido, me dijo:
—Por lo que he podido deducir de la esforzada acción de los corpulentos, desgarbados y en absoluto interesantes individuos que corrían por la pista, parece ser que se producía una cierta conmoción cada vez que esa curiosa pelota pasaba a través del aro.
—En efecto —dije—. Eso es encestar.
—Entonces, ¿ese protegido tuyo se convertiría en un héroe de ese estúpido juego si pudiera pasar la pelota por el aro todas las veces que lo intentase?
—Exactamente.
Azazel pensativo, agitó la cola.
—No tiene que ser difícil. Sólo necesito ajustar sus reflejos para hacerle calcular el ángulo, la altura, la fuerza…
Permaneció unos instantes en reflexivo silencio, a continuación dijo:
—Veamos, he tomado nota de su complejo coordinado personal durante el partido… Sí, se puede hacer. En realidad, ya está hecho. Tu Leander no tendrá ninguna dificultad en hacer pasar la pelota por el aro.
Yo experimentaba una cierta excitación mientras aguardaba a que se celebrase el siguiente partido. No le dije nada a la pequeña Juniper, porque nunca había hecho uso de los poderes demoniacos de Azazel y no estaba del todo seguro de que sus hechos hicieran honor a sus palabras. Además, quería que se llevara una sorpresa. (Y se la llevó, muy grande, lo mismo que yo).
Por fin llegó el día del partido, y aquél fue el partido. Nuestro colegio local, Nerdsville Tech, de cuyo equipo de baloncesto Leander era tan pálida luminaria, jugaba contra los larguiruchos fajadores de Reformatorio Al Capone, y se esperaba que fuese un combate épico.
Cómo de épico, nadie lo esperaba. El equipo de Al Capone en seguida se puso por delante en el marcador, y yo observaba atentamente a Leander. Parecía tener dificultades para decidir lo que debía hacer, y al comienzo sus manos parecían fallar el balón cuando trataba de avanzar. Supuse que sus reflejos habían resultado tan alterados, que en un principio no podía controlar en absoluto sus músculos.
Sin embargo, luego, fue como si se acostumbrara a su nuevo cuerpo. Cogió el balón y pareció que se le escapaba de las manos…, ¡pero qué forma de escaparse! Describió un arco en el aire y atravesó el centro del aro.
Las gradas estallaron en frenético aplauso, mientras que Leander contemplaba pensativamente el aro, como preguntándose qué había ocurrido.
Fuera lo que fuese, volvió a ocurrir otra vez…, y otra. Tan pronto como Leander tocaba el balón, éste se elevaba describiendo un arco. Tan pronto como se elevaba, se curvaba hacia la canasta. Sucedía tan de repente, que nadie veía jamás a Leander apuntar ni hacer absolutamente ningún esfuerzo. Interpretando esto como una prueba de maestría, la multitud se puso histérica.
Sin embargo, luego, como era de esperar, sucedió lo inevitable, y el partido se hundió en un caos total. Brotaban silbidos de las tribunas; los alumnos de rostros llenos de cicatrices que animaban al reformatorio Al Capone, proferían violentas observaciones de carácter insultante, y por todas partes se producían peleas a puñetazos entre el público.
Lo que yo no había dicho a Azazel, creyendo que se trataba de algo evidente, y lo que él no había advertido, era que las dos canastas de la pista no eran iguales: una correspondía al equipo local y la otra al equipo visitante, y que cada jugador lanzaba el balón hacia la canasta apropiada. Y el balón, con toda la lamentable ignorancia de un objeto inanimado, en cuanto Leander lo tocaba, se elevaba hacia la canasta más próxima. El resultado era que, una y otra vez, Leander se las arreglaba para introducir el balón en la canasta en que no debía.
Persistió en hacerlo, pese a los amables reproches del entrenador del Nerdsville, Claws «Pop» McFang, que se desgañitaba a gritos por entre la espuma que le cubría los labios. «Pop» McFang enseñó los dientes con un suspiro de tristeza por tener que expulsar a Leander del partido y lloró abiertamente cuando le quitaron los dedos de la garganta de Leander para que pudiera llevarse a efecto la expulsión.
Amigo mío, Leander nunca volvió a ser el mismo. Naturalmente, yo había pensado que buscaría refugio en la bebida y se convertiría en un torvo y pensativo alcohólico. Eso lo habría comprendido. No obstante, cayó aún más bajo. Se volvió hacia sus estudios.
Bajo la despreciativa, y a veces incluso compasiva, mirada de sus condiscípulos, iba de clase en clase, sepultaba la cabeza entre los libros y descendía hacia las cenagosas profundidades de la ciencia.
Durante todo ese tiempo, sin embargo, Juniper se aferró a él. Me necesita, decía, con los ojos empañados por las lágrimas. Sacrificándolo todo, se casó con él una vez que ambos se graduaron. Y continuó manteniéndose unida a él, incluso mientras caía al más profundo de los abismos, al ser estigmatizado con un doctorado en Física. Él y Juniper viven ahora en un pequeño apartamento situado en alguna parte del lado oeste. Él enseña física y ella realiza investigaciones sobre Cosmogonía, según tengo entendido. Él gana 60.000 dólares al año, y entre quienes le conocieron cuando era un deportista respetable, se dice, en horrorizados susurros, que es un posible candidato al premio Nobel.
Juniper nunca se queja, y se mantiene fiel a su ídolo caído. Ni con palabras ni con hechos expresa jamás ningún sentimiento de pérdida, pero no puede engañar a su viejo padrino. Sé muy bien que, a veces, piensa melancólicamente en la mansión cubierta de enredaderas que nunca tendrá y en las ondulantes colinas y distantes horizontes de la pequeña finca de sus sueños.
—Ésa es la historia —dijo George, mientras recogía el cambio que había traído el camarero y anotaba el total del recibo de la tarjeta de crédito, supongo que para poder deducirlo de sus impuestos—. Yo, en su lugar —añadió—, dejaría una generosa propina.
Así lo hice, un tanto aturdido, mientras George sonreía y se alejaba. En realidad, no me importaba que George se hubiera quedado con el cambio. Se me ocurrió que él únicamente tenía una comida, mientras que yo disponía de una historia que podía contar como propia y que me reportaría una cantidad de dinero equivalente a muchas veces el coste de la comida.
De hecho, decidí continuar almorzando con él de vez en cuando.
Ficha bibliográfica
Autor: Isaac Asimov
Título: El demonio de dos centímetros
Título original: The Two-Centimeter Demon
Publicado en: Azazel, 1988
Traducción: Adolfo Martín
[Relato completo]