Sinopsis: La ciudad de los gatos obstinados es un cuento de Italo Calvino, publicado en 1963 dentro de Marcovaldo ovvero Le stagioni in città. La historia sigue a Marcovaldo, un trabajador humilde que, en sus paseos solitarios, comienza a observar el mundo secreto de los gatos urbanos. Siguiendo a un gato atigrado, descubre una ciudad oculta entre muros y azoteas, un territorio felino que sobrevive en los intersticios de la modernidad. Su curiosidad lo lleva hasta un jardín misterioso, último refugio de los animales en una ciudad en constante transformación, donde humanos y gatos parecen librar una batalla silenciosa por el espacio y el tiempo.

La ciudad de los gatos obstinados
Italo Calvino
(Cuento completo)
La ciudad de los gatos y la ciudad de los hombres están una dentro de la otra, pero no son la misma ciudad. Pocos gatos recuerdan el tiempo en que no había diferencia: las calles y las plazas de los hombres eran también las calles y las plazas de los gatos, y el césped, patios, balcones y fuentes: se vivía en un espacio amplio y variado. Pero ahora, desde hace varias generaciones, los felinos domésticos son prisioneros de una ciudad inhabitable: las calles son recorridas ininterrumpidamente por un tráfico mortal de coches matagatos; en cada metro cuadrado de terreno, donde antes había un jardín o un solar baldío o los restos de una olvidada demolición, ahora se elevan bloques, edificios de casas populares, rascacielos flamantes; todas las aceras están atestadas de coches estacionados; uno a uno, los patios son techados y convertidos en garajes o en cines o en almacenes o en talleres. Y donde se extendía una meseta ondulante de tejados bajos, cornisas, azoteas, depósitos de agua, balcones, tragaluces, tejados de chapa, ahora se alza la sobreedificación general de todo lo sobreedificable: desaparecen los desniveles intermedios entre el ínfimo suelo de la calle y el excelso cielo de los sobreáticos; el gato de las nuevas camadas busca en vano el itinerario de sus padres, el punto de apoyo para el salto flexible desde la balaustrada hasta la cornisa, luego hasta el canalón para trepar rápidamente por las tejas.
Pero en esta ciudad vertical, en esta ciudad comprimida donde todos los vacíos tienden a llenarse y cada bloque de cemento a compenetrarse con otros bloques de cemento, se abre una especie de contraciudad, de ciudad negativa, que consiste en tajadas vacías entre muro y muro, con distancias mínimas entre unas y otras y las partes traseras de los edificios exigidas por el reglamento de construcción. Es una ciudad de paredes medianeras, huecos de luz, conductos de ventilación, entradas de coches, patios interiores, accesos a los sótanos, como una red de canales secos sobre un planeta de yeso y alquitrán, y es a través de esta trama entre los muros por donde aún se despliega el antiguo pueblo de los gatos.
Marcovaldo, algunas veces, para pasar el tiempo, seguía a algún gato. Era en la pausa del trabajo, entre las doce y media y las tres, cuando todo el personal, excepto Marcovaldo, iba a casa a comer. Y él, que llevaba su comida en una bolsa, de entre las cajas del almacén se agenciaba una que utilizaba como mesa, se echaba al cuerpo el bocado, fumaba medio puro barato y seguía por allí dando vueltas, solo y ocioso, esperando la hora de volver a trabajar. En aquellos momentos, cualquier gato que se asomara por una ventana era siempre una compañía apreciada y un guía para nuevas exploraciones. Había hecho amistad con un gato atigrado, bien alimentado, con un lazo azul al cuello, y que seguramente pertenecía a alguna familia acomodada. Este atigrado tenía en común con Marcovaldo la costumbre de pasear después de comer: de ahí nació naturalmente una amistad.
Siguiendo a su amigo felino, Marcovaldo se puso a mirar los sitios como a través de los redondos ojos de un minino y, aunque se trataba del entorno habitual de la empresa, él lo veía con una luz diferente, como escenario de historias gatunas, con conexiones sólo al alcance de garras afelpadas y ligeras. Aunque en el barrio parecía haber pocos gatos, cada día Marcovaldo conocía uno nuevo, y bastaba con un maullido o un bufido o un erizarse de pelo en el lomo arqueado para hacerle intuir relaciones o intrigas o rivalidades entre ellos. En aquellos momentos creía haber entrado en el secreto de la sociedad de los felinos: y de pronto se sentía espiado por pupilas que se volvían fisuras, vigilado por antenas de bigotes estirados, y todos los gatos a su alrededor se sentaban impenetrables como esfinges, el triángulo rosa de la nariz convergente con el triángulo negro de los labios, y sólo se movía el vértice de las orejas, con una vibración como de radar. Llegaban al fondo de un estrecho pasadizo entre escuálidos muros ciegos, y mirando en torno suyo, Marcovaldo veía que todos los gatos que lo habían guiado hasta allí habían desaparecido, todos a la vez, no se entendía por dónde, también su amigo atigrado lo había dejado solo. Su reino tenía territorios, ceremonias y costumbres que no le era permitido descubrir.
En compensación, desde la ciudad de los gatos se abrían portillas insospechadas a la ciudad de los hombres: y un día precisamente el gato atigrado lo condujo al descubrimiento del gran Restaurante Biarritz.
Quien quería ver el Restaurante Biarritz no tenía más que adoptar la estatura de un gato, es decir, andar a gatas. Gato y hombre caminaban de esta manera en torno a una especie de cúpula, al pie de la cual había unas ventanitas bajas y rectangulares. Siguiendo el ejemplo del gato, Marcovaldo miró hacia abajo. Había claraboyas con el cristal subido por donde entraba aire y luz al lujoso salón.
Al sonido de violines gitanos, giraban perdices y otras aves de caza horneadas sobre fuentes de plata sostenidas en equilibrio por manos con guantes blancos de camareros de frac. O, para mayor exactitud, sobre las perdices y los faisanes giraban las fuentes, y sobre las fuentes los guantes blancos, y manteniéndose en vilo sobre los zapatos de charol de los camareros el relumbrante parquet, del que pendían palmeras enanas en macetas y servilletas y cristalería y cubos en forma de campana con una botella de champaña dentro: todo patas arriba porque Marcovaldo, por temor a ser descubierto, no quería asomar la cabeza por la ventanita y se limitaba a mirar la sala reflejada al revés en el vidrio oblicuo.
Pero al gato le interesaban más que las ventanitas que daban al salón las de las cocinas: al mirar desde las del salón se veía a lo lejos y como transfigurado lo que en las cocinas aparecía —ya muy concreto y al alcance de la garra— como un pájaro desplumado y un pescado fresco. Y era precisamente hacia las cocinas donde el gato quería llevar a Marcovaldo, tal vez como un gesto de amistad desinteresada o más bien porque esperaba la ayuda del hombre en una de sus incursiones. Marcovaldo, en cambio, no quería alejarse de su mirador del salón: al principio como fascinado por la gala del ambiente, y luego porque había algo que lo atraía como imán. Tanto que, venciendo el temor de ser visto, se asomaba cabeza abajo frecuentemente.
En medio de la sala, exactamente bajo aquella ventanita, había una pequeña pecera de cristal, una especie de acuario, donde nadaban grandes truchas. Se acercó un cliente distinguido, con el cráneo calvo y brillante, vestido de negro y con barba negra. Lo seguía un viejo camarero de frac que traía en la mano una pequeña red como para cazar mariposas. El señor de negro miró las truchas con aire serio y atento; luego alzó una mano y con un gesto lento y solemne señaló una. El camarero sumergió la red en la pecera, siguió a la trucha elegida, la capturó, se dirigió a la cocina llevando en ristre como una lanza la red donde se debatía el pez. El señor de negro, serio como un magistrado que acaba de dictar una sentencia de muerte, fue a sentarse, esperando el retorno de la trucha, preparada “a la molinera”.
“Si encuentro la manera de lanzar desde aquí el sedal y hacer que pique una trucha”, pensó Marcovaldo, “no podría ser acusado de hurto, a lo sumo de pesca no autorizada”. Y sin hacer caso de los maullidos que lo llamaban por el lado de las cocinas, fue a buscar su equipo de pesca.
Nadie en el salón atestado del Biarritz vio el largo y fino hilo, armado de anzuelo y cebo, que bajaba y bajaba hasta caer dentro de la pecera. El cebo lo vieron los peces y se le lanzaron encima. En aquella confusión, una trucha logró morder el gusano: de inmediato comenzó a subir, a subir, salió del agua, sacudiéndose, plateada, voló hacia lo alto, sobre las mesas servidas y los carritos de los entremeses, sobre la flama azul de los infiernillos para las crêpes Suzette, y desapareció en el cielo a través de la ventanita.
Marcovaldo tiró de la caña con la presteza y la energía de un pescador avezado, al punto que el pez cayó a sus espaldas. La trucha apenas había tocado tierra cuando el gato se abalanzó sobre ella. Perdió la poca vida que le quedaba entre los colmillos del atigrado.
Marcovaldo, que en ese momento había dejado caer el sedal para recoger el pez, vio cómo se lo arrancaban en sus narices, con anzuelo y todo. Reaccionó de inmediato pisando la caña, pero el tirón había sido tan fuerte que el hombre se quedó sólo con la caña, mientras el atigrado escapaba con el pez llevándose consigo también el hilo del sedal. ¡Gato traidor! Había desaparecido.
Pero esta vez no se le escaparía: quedaba aquel largo hilo que lo seguía e indicaba el camino que había tomado. Aunque hubiera perdido de vista al gato, Marcovaldo seguía el extremo del hilo: que corría hacia arriba por un muro, saltaba un barandal, trepaba por un portón, era engullido por un sótano… Marcovaldo, adentrándose en lugares cada vez más gatunos, trepaba por los tejados, saltaba balaustradas, lograba siempre seguir con la mirada al gato —a veces un segundo antes de que desapareciera—, aquel rastro móvil que le indicaba el camino que tomaba el ladrón.
De pronto el hilo va por la acera de una calle, en medio del tráfico, y Marcovaldo corriendo detrás está casi a punto de atraparlo. Se tira de cabeza, ¡lo atrapa! Había logrado hacerse con el extremo del sedal antes de que el gato se escabullera entre los barrotes de una verja.
Detrás de la verja medio oxidada y de dos fragmentos de muros cubiertos de plantas trepadoras había un pequeño jardín baldío y al fondo un palacete de aspecto abandonado.
Un tapiz de hojas secas cubría la calle, y por doquier yacían hojas secas bajo las ramas de los dos plátanos, formando auténticas montañas diminutas sobre los arriates. Un estrato de hojas amarilleaba en el agua verde de una fuente. Alrededor de la casa se elevaban edificios enormes, rascacielos con miles de ventanas, como si fueran otros tantos ojos que miraran con reprobación aquel cuadrado entre dos árboles, pocas tejas y un montón de hojas amarillas, sobreviviente en pleno corazón de ese barrio de gran tráfico.
Y en este jardín, trepados en los capiteles y las balaustradas, echados en las hojas secas de los arriates, encaramados en los troncos de los árboles o en los canalones, firmes sobre sus cuatro patas y con las colas en forma de signos de interrogación, relamiéndose sentados… había gatos atigrados, negros, blancos, gatos veteados, angoras, persas, gatos domésticos, gatos perfumados y gatos tiñosos. Marcovaldo entendió que finalmente había llegado al corazón del reino felino, su isla secreta. Y de la emoción, casi se había olvidado de su pescado.
El sedal se había enredado en la rama de un árbol, y el pescado colgaba, fuera del alcance de los saltos de los gatos; debía de haberse caído de la boca de su raptor en algún movimiento torpe, tal vez defendiéndolo de los otros gatos o quizás lo había subido allí para exhibirlo como un trofeo extraordinario. El hilo estaba enredado y Marcovaldo no lograba destrabarlo por más tirones que daba. Mientras tanto, una lucha furiosa se había desatado entre los gatos para alcanzar ese pescado inalcanzable, o más bien para tener el derecho de intentar alcanzarlo. Cada uno quería impedir que saltaran los demás: se lanzaban unos contra otros, se atacaban en pleno vuelo, rodaban enlazados, con silbidos, lamentos, bufidos, atroces maullidos, y finalmente la batalla campal se desencadenó formando un torbellino de crepitantes hojas secas.
Marcovaldo, después de múltiples esfuerzos inútiles, sintió de pronto que el sedal se había soltado, pero tuvo mucho cuidado de no atraerlo hacia sí: la trucha habría caído justo en medio de aquella trifulca de felinos enfurecidos.
Fue en ese preciso momento cuando empezó a caer desde lo alto de los muros del jardín una extraña lluvia: raspas de pescado, cabezas de pescados, incluso trozos de pulmones y entrañas. Pronto los gatos perdieron interés en la trucha suspendida en el aire y se lanzaron sobre los nuevos bocados. Para Marcovaldo era el momento de tirar del hilo y recuperar su trucha. Pero antes de que pudiera reaccionar con la rapidez necesaria, desde la persiana de una ventana salieron dos manos amarillentas y descarnadas: una blandía tijeras, la otra una sartén. La mano con la tijera se levanta sobre la trucha, la mano con la sartén se coloca debajo. La tijera corta el hilo, la trucha cae en la sartén, manos, tijeras y sartén se retiran, la persiana se cierra: todo sucede en un segundo. Marcovaldo ya no entiende nada.
—¿Usted también es amigo de los gatos? —Una voz a sus espaldas le hizo darse la vuelta. Estaba rodeado de mujeres, unas muy ancianas, con sombreros pasados de moda, otras más jóvenes, con pinta de solteronas, todas llevaban en las manos o en las bolsas envoltorios con pedazos de carne o de pescado o recipientes con leche—. ¿Me ayuda a tirar este paquete al otro lado de la verja, para esos pobres animalitos?
Todas las amigas de los gatos se reunían a esa hora alrededor del jardín de las hojas secas para llevar comida a sus protegidos.
—Pero, díganme, ¿por qué están aquí todos esos gatos? —preguntó Marcovaldo.
—¿Y dónde quiere que vayan? ¡Sólo queda este jardín! Aquí vienen también gatos de otros barrios, de un radio de varios kilómetros…
—Y también pájaros —intervino otra—, en estos pocos árboles se han refugiado cientos, cientos…
—Y las ranas, están todas en aquella fuente, y por la noche croan, croan… Se escuchan hasta en el séptimo piso de los edificios de alrededor…
—Pero ¿de quién es esta casa? —preguntó Marcovaldo. Ahora, delante de la verja no sólo estaban aquellas mujeres, había llegado más gente: el del surtidor de gasolina de enfrente, los empleados de un taller, el cartero, el verdulero, algún que otro transeúnte. Todos, mujeres y hombres, no se hicieron de rogar para darle una respuesta: cada uno quería dar la suya, como siempre cuando se trata de un argumento misterioso y controvertido.
—Es de una marquesa; vive ahí, pero nunca se la ve…
—Las empresas constructoras le han ofrecido millones y más millones por este pedacito de terreno, pero no quiere vender…
—¿Qué quiere que haga con tantos millones una viejita sola en el mundo? Prefiere tener su casa, aunque se esté cayendo a pedazos con tal de que no la obliguen a mudarse…
—Es la única superficie sin construir en el centro de la ciudad… Aumenta de valor cada año… Le han hecho muchos ofrecimientos…
—¿Sólo ofrecimientos? También intimidaciones, amenazas, persecuciones… ¡Ya conocen a los empresarios!
—Y ella se resiste desde hace años…
—Es una santa… Sin ella ¿adónde irían todos estos pobres animalitos?
—¡Hay que ver si le importan un comino estos animales a esa vieja mezquina! ¿La han visto alguna vez darles algo de comer?
—Pero ¿qué quiere que les dé a los gatos si no tiene ni para ella? ¡Es la última descendiente de una familia en decadencia!
—¡Odia a los gatos! ¡La he visto echarlos a golpe de sombrilla!
—¡Porque le pisan las flores del jardín!
—¿De qué flores habla? ¡Siempre he visto este jardín lleno de maleza!
Marcovaldo entendió que las opiniones sobre la vieja estaban profundamente divididas: unos la veían como una criatura angelical, otros como una avara egoísta.
—También odia a los pájaros: ¡nunca les da ni una migaja de pan!
—Les da hospitalidad, ¿le parece poco?
—Igual que a los mosquitos, quiere decir. Todos vienen de allí, de esa fuente. En verano los mosquitos nos comen vivos, y todo por culpa de esta marquesa.
—¿Y las ratas? Es una mina de ratas esta casa. Tienen sus ratoneras bajo las hojas secas, de noche salen…
—Por las ratas no se preocupe, los gatos se encargan…
—¡Oh, sus gatos! Si tuviéramos que confiar en ellos…
—¿Por qué? ¿Qué tiene contra los gatos?
En este momento, la discusión degeneró en una trifulca total.
—¡Debería intervenir la autoridad: expropiar la casa! —gritaba alguien.
—¿Con qué derecho? —protestaba otro.
—En un barrio moderno como el nuestro, una pocilga como ésta… Debería estar prohibido.
—Pero si yo elegí mi departamento precisamente porque tiene vista a esta pizca de verde…
—¡Pero qué verde! ¡Piensen en el hermoso rascacielos que podrían construir aquí!
También Marcovaldo hubiera podido dar su opinión, pero no encontraba el momento adecuado. Finalmente, de un tirón, exclamó:
—¡La marquesa me ha robado mi trucha!
La inesperada noticia proporcionó nuevos argumentos a los enemigos de la vieja, pero los defensores la utilizaron como prueba de la indigencia en la que estaba la infortunada aristócrata. Pero unos y otros estuvieron de acuerdo en que Marcovaldo debía ir a llamar a su puerta y aclarar el asunto.
No se entendía si la verja estaba cerrada con llave o sólo entornada: como quiera que sea, empujando se abría con un espantoso chirrido. Marcovaldo avanzó entre las hojas y los gatos, subió los peldaños del pórtico, tocó a la puerta con energía.
En una ventana (la misma por la que había salido la sartén) se entreabrió un postigo de la persiana y por una esquina apareció un ojo redondo y azul, una mecha de pelo teñido de un color indefinido, una mano seca. Una voz que preguntaba:
—¿Quién es? ¿Quién llama? —Al mismo tiempo llegó una nube de olor a aceite frito.
—Yo, señora marquesa, soy el de la trucha —explicó Marcovaldo—, no quisiera molestarla, sólo decirle por si usted no lo sabe, que aquel gato me robó la trucha a mí, yo la pesqué, tan cierto es que el sedal…
—¡Los gatos, siempre los gatos! —dijo la marquesa, escondida detrás de la persiana, con una voz aguda y un poco nasal—. ¡Todas las maldiciones me vienen de los gatos! ¡Nadie sabe lo que es! ¡Estar encerrada noche y día entre estas fieras! ¡Y con toda la inmundicia que la gente tira aquí desde la calle para fastidiarme!
—Pero mi trucha…
—¡Su trucha! ¿Qué voy a saber yo de su trucha? —Y la voz de la marquesa se convertía en un grito, como si quisiera ocultar el ruido que salía por la ventana, el aceite friéndose en la sartén junto al olor a pescado frito.
—¿Cómo quiere que distinga algo con todo lo que me llueve en casa?
—De acuerdo, pero usted ¿tiene mi trucha o no?
—¡Con todo el daño que sufro a causa de los gatos! ¡Ah, no faltaría más! ¡Yo no respondo por nada! ¡Yo podría decirle todo lo que he perdido! ¡Con los gatos que me invadieron desde hace años la casa y el jardín! ¡Mi vida a merced de esas fieras! ¡Vaya a buscar a los dueños para que me reparen los daños! ¿Daños? Una vida destruida: ¡prisionera aquí sin poder dar un paso!
—Pero, perdone, ¿quién le obliga a quedarse?
Por la abertura de la persiana aparecía un ojo redondo y turquesa o bien una boca con dos dientes salidos; por un momento se vio el rostro entero y a Marcovaldo le pareció confusamente un hocico de gato.
—¡Ellos, ellos me tienen encerrada! ¡Los gatos! ¡Si pudiera irme! ¡Cuánto daría por un departamentito todo para mí! ¡Una casa moderna, limpia! Pero no puedo salir… ¡Me siguen, se me cruzan, me hacen tropezar! —La voz se volvió como un susurro, como si le confiase un secreto—. Temen que venda el terreno… No me dejan, no me lo permiten… Cuando vienen los empresarios a proponerme algún trato, debería verlos…, se meten entre nosotros, sacan las garras, hicieron correr a un escribano… Una vez tenía el contrato aquí, listo para firmarlo, saltaron por la ventana y volcaron el tintero, desgarraron los papeles…
Marcovaldo de pronto se acordó de la hora, del almacén, del jefe de sección. Se alejó en puntas de pie pasando sobre las hojas secas, mientras la voz seguía saliendo entre las persianas envuelta en aquella nube como de aceite en sartén:
—Me arañaron con sus garras… Tengo todavía la cicatriz… Aquí, abandonada a merced de esta banda de demonios…
Llegó el invierno. Una floración de copos blancos cubría las ramas, los capiteles y las colas de los gatos. Bajo la nieve, las hojas secas se deshacían volviéndose fango. Unos cuantos gatos andaban por allí, sus amigas ya aparecían muy poco; los paquetes con desperdicios de pescado eran para los gatos que se presentaban a domicilio. Nadie, desde hacía tiempo, había vuelto a ver a la marquesa. Ya no salía humo de la chimenea de la casa.
Un día de nevada volvieron al jardín muchos gatos, tantos como en primavera, maullaban como si fuera noche de luna. Los vecinos entendieron que algo había sucedido: fueron a llamar a la puerta de la marquesa. No respondió: estaba muerta.
En primavera, el jardín se había convertido en un escenario donde se montaba una gran construcción. Las excavadoras habían profundizado para hacer los cimientos, el hormigón se vertía en los armazones de hierro, una grúa altísima elevaba grandes barrotes para que los obreros levantaran los andamios. Pero ¿cómo podían trabajar? Los gatos se paseaban por toda la estructura, hacían caer ladrillos y sacos de cal, se revolcaban en los montones de arena. Cuando los hombres estaban a punto de levantar un andamio encontraban un gato encaramado en lo más alto bufando furioso. Mininos más atrevidos trepaban a los hombros de los albañiles: ronroneaban y no había manera de sacárselos de encima. Y los pájaros seguían haciendo sus nidos en todas partes, la caseta de la grúa parecía una pajarera… Y no se podía tomar un balde de agua que no estuviera lleno de ranas que croaban y saltaban…
FIN
