Sinopsis: El Horla (Segunda versión) es un cuento de Guy de Maupassant, publicado en 1887 en la colección Le Horla. Esta reformulación del relato publicado en Gil Blas en 1886 está presentada en forma de diario y narra los inquietantes pensamientos de un hombre que, desde su apacible hogar junto al Sena, comienza a experimentar sensaciones inexplicables. A medida que avanza la narración, su mundo se ve invadido por una presencia invisible que altera su percepción de la realidad. Entre noches de insomnio, alucinaciones y un miedo creciente, el protagonista se enfrenta a la idea de que no está solo y de que una fuerza desconocida ha tomado el control de su existencia.

El Horla
(Segunda versión)
Guy de Maupassant
(Cuento completo)
8 de mayo
¡Qué día tan delicioso! He pasado toda la mañana tendido sobre la hierba delante de mi casa, bajo el enorme plátano que la cubre, abriga y sombrea por completo. Adoro este lugar y me agrada vivir en él, porque tengo aquí mis raíces, las profundas y delicadas raíces que nos unen a la tierra donde nacieron y murieron nuestros abuelos, que nos identifican con lo que se piensa y con lo que se come, lo mismo con las costumbres que con los alimentos, con los modismos locales, con las entonaciones de los campesinos, con los perfumes de la tierra, con el ambiente de los pueblos, con el aire.
Adoro la casa donde me crie. Desde sus ventanas veo correr el Sena lamiendo la tapia de mi jardín, junto a la carretera; el anchuroso río va de Ruán a El Havre, cubierto siempre de barcos.
A la izquierda y a lo lejos, Ruán, la ciudad espaciosa, con sus tejados azules, con sus innumerables campanarios góticos dominados por la veleta de hierro de la catedral, con sus campanas, que resuenan en el aire de los días claros, trayendo a mis oídos un dulce y lejano murmullo, su canto de bronce, ya resonante, ya débil, según que la brisa despierte o se adormezca.
¡Qué mañana tan deliciosa!
A eso de las once cruzaron por delante de mi verja varios buques arrastrados por un remolcador del tamaño de una mosca, y que hipaba de fatiga, vomitando un humo espeso.
A la zaga de dos goletas inglesas, cuya roja bandera ondeaba en el aire, iba un soberbio bergantín brasileño, muy blanco, admirablemente limpio y resplandeciente. Lo saludé, porque su presencia me agradó.
*
12 de mayo
Hace días que me siento febril; estoy enfermo y, sobre todo, estoy triste.
¿De qué provienen esas influencias misteriosas que truecan en desaliento nuestra dicha y nuestra confianza en angustia? Diríase que la invisible atmósfera está llena de ignorados poderes que nos hacen sentir su proximidad misteriosa. Me despierto alegre, con deseos de cantar. ¿Por qué? Bajo hasta la orilla del río y después de un corto paseo, vuelvo desolado, como si temiera encontrar en mi casa una desdicha. ¿Por qué? ¿Acaso un escalofrío, estremeciendo mi piel, ha desquiciado mis nervios y entristecido mi alma? ¿Tal vez la forma de las nubes o los reflejos del sol o el color tan variable de los objetos que se ofrecen a mis ojos ha turbado mi pensamiento? ¡Quién sabe!… Todo lo que nos rodea; todo lo que vemos hasta sin mirarlo; todo lo desconocido que nos roza; todo aquello en que tropezamos sin hacer intención de tocarlo; todo lo que se nos aparece sin que hubiéramos pensado el verlo, todo ejerce sobre nosotros, sobre nuestros sentidos, sobre nuestro pensamiento, sobre nuestro corazón, una influencia rápida, sorprendente, inexplicable.
¡Qué profundo es el misterio de lo invisible! Nuestra pobre naturaleza no puede sondarlo; nuestros ojos no saben percibir ni lo muy pequeño ni lo muy grande, ni lo muy próximo ni lo muy lejano, ni los pobladores de una estrella ni los pobladores de una gota de agua…; nuestros oídos nos mienten, porque nos transmiten las vibraciones del aire, formando sonoras notas. Como hadas, hacen el milagro de convertir en ruido el movimiento, y por esta metamorfosis crean la música, en la cual aparece convertida en cántico la silenciosa elaboración de la naturaleza…; nuestro olfato tiene una percepción mucho menor que el de un perro…; nuestro paladar apenas precisa los años que tiene un vino…
¡Ah! Si poseyésemos otros órganos que realizaran en ventaja nuestra otros milagros, ¡cuántos fenómenos descubriríamos alrededor!
16 de mayo
Estoy enfermo, ¡no hay duda! Y me sentía perfectamente hace un mes. Tengo fiebre, una fiebre devoradora o, más bien, un enervamiento febril que abate mi alma tanto como mi cuerpo. Me abruma sin cesar la sensación espantosa de un peligro imaginario: temo una desdicha que amenaza o la muerte que se acerca, presentimientos que deben ser manifestación de una enfermedad desconocida que invade todo mi organismo.
*
18 de mayo
Acabo de consultar con un médico, porque ya no podía dormir. Encontró mi pulso alterado, mis pupilas dilatadas, mis nervios estremecidos; pero ningún síntoma alarmante. Debo someterme a las duchas y al bromuro.
*
25 de mayo
¡Ningún alivio! Mi situación es muy extraña. A medida que se acerca la noche, una inquietud incomprensible me invade, como si la noche guardara para mí algo terrible. Como de prisa; intento distraerme con un libro; pero ni sé lo que leo, y apenas distingo las letras. Entonces, azorado, en un ir y venir inquieto, recorro mil veces mi sala, porque me impulsa un terror confuso, irresistible; temo dormir, temo acostarme.
A las dos aproximadamente me retiro a mi alcoba. Cierro con llave y cerrojo; tengo miedo. ¿Por qué? Nunca he temido así… Registro los armarios, levanto las ropas de la cama… escucho… ¿qué? ¿Resulta extraño que una insignificante dolencia, tal vez un desequilibrio en la circulación, la irritación de un nervio, algo de congestión, una perturbación minúscula en las funciones —tan imperfectas como delicadas— de nuestro organismo, pueda convertir en melancólico al más alegre de los hombres y en cobarde al más valiente? Al fin me acuesto, esperando al sueño como si esperase al verdugo. Aguardo estremecido que llegue, y mi corazón golpea, mi carne tiembla bajo las ropas, a cuyo suave calor me sumerjo en el descanso, como pudiera sumergirme para morir en un pozo. No lo siento acercarse, como lo sentía en otro tiempo, a ese malvado sueño que se oculta cerca de mí, que me observa, que me agarra cerrándome los ojos, abatiéndome.
Duermo mucho —dos o tres horas— y sueño después. No es una pesadilla lo que me sobrecoge.
Comprendo que me hallo en la cama y dormido. Lo sé…, y comprendo también que alguien se acerca, me mira, me toca, sube sobre mi cama, se arrodilla sobre mi pecho, me agarrota el cuello entre sus manos, y oprime, oprime…, con todas sus fuerzas para estrangularme.
Yo me rebelo, abrumado por la impotencia desastrosa que nos paraliza cuando soñamos; quiero gritar y no puedo; quiero incorporarme y no puedo; procuro con esfuerzos terribles, jadeando, cambiar de postura para sustraerme al peso que me ahoga, y no puedo. ¡No puedo!
De pronto me despierto enloquecido, sudoroso. Enciendo una bujía. No veo a nadie.
Pasada la crisis —que se renueva todas las noches— duermo ya tranquilo hasta el amanecer.
*
2 de junio
Mi situación se agrava. ¿Qué tengo? El bromuro no me sirve de nada; las duchas no me hacen efecto. Queriendo fatigar mi cuerpo —tan abatido—, hice algunas caminatas por el bosque Roumare, creyendo al principio que la frescura de aquel ambiente ligero y suave, lleno de perfumes, renovaría la sangre de mis venas dando energías a mi corazón. Seguí un largo camino de cazadores y tomé luego hacia La Bouille por otro muy estrecho, entre dos filas de árboles que interponían una masa de verdura impenetrable, casi negra, entre mis ojos y el cielo.
Sentí un repentino estremecimiento; no un estremecimiento de frío, sino un estremecimiento de angustia.
Me apresuré, inquieto de hallarme solo, en aquel bosque, acobardado sin motivo, estúpidamente, por la profunda soledad. Luego me pareció que me seguían pisándome los talones, muy cerca, tocándome. Volvíme bruscamente. No había nadie. Sólo vi a mi espalda la doble fila de árboles que bordeaba el camino recto y solitario, espantosamente solitario; y delante de mí extendíase de igual modo, recto y cerrado siempre, hasta perderse de vista, solitario y terrible.
Cerré los ojos. ¿Por qué? Comencé a dar vueltas muy de prisa, como un trompo. Vacilé, abrí los ojos; los árboles bailaban en torno mío, la tierra flotaba; tuve que sentarme. Luego no supe ya por dónde había ido. ¡Extraña idea! ¡Extraña! ¡Muy extraña idea! No supe ya por dónde había ido, y tomando hacia la derecha, llegué al camino que me internó en el bosque.
*
3 de junio
La noche ha sido espantosa. He resuelto ausentarme un mes. Un viajecito, sin duda, me repondrá.
*
3 de julio
Vuelvo curado. Hice una excursión encantadora. Fui al monte de San Miguel, donde no había estado nunca.
¡Qué magnífico espectáculo cuando se llega a Avranches, como he llegado yo, al atardecer! La ciudad se asienta sobre una colina; me acompañaron al jardín que sirve de paseo público a un extremo de la población. Allí lancé un grito de sorpresa. Extendíase a mis ojos una bahía inmensa, perdiéndose a lo lejos entre las brumas dos costas divergentes, y en el centro de aquella inmensa bahía dorada, bajo un cielo de oro y de luz, elevábase puntiagudo y sombrío el extraño monte, dibujando su perfil de fantástica roca, en cuya cumbre se levanta un fantástico monumento.
Al amanecer volví a la bahía. La marea baja me permitió avanzar; anduve algunas horas pisando siempre arena, con los ojos fijos en el sorprendente monasterio que se alzaba delante de mí. Al cabo llegué a la roca donde se acoge un corto vecindario al pie de la iglesia majestuosa. Encaramándome por la estrecha calle, pude admirar el más precioso edificio gótico dedicado a Dios en la tierra, extenso como una ciudad, cuyas criptas parecen aplastadas por las resistentes bóvedas y cuyas altas galerías apoyan sus techos en delgadas columnas. Vi por dentro la gigantesca joya de granito, ligera como un encaje de seda, erizada de torres, de esbeltos campanarios, a cuyas elevadas alturas conducen escaleras retorcidas, torres que horadan el cielo azul de los días, el oscuro cielo de las noches con sus cabezas coronadas de fantasías, de diablos, de animales quiméricos, de floraciones monstruosas, unidas entre sí por tenues arcos primorosamente labrados.
Cuando hube subido a lo más alto, dije al fraile que me acompañaba:
—Reverendo padre, ¡qué bien estarán ustedes aquí!
Me contestó:
—Hace mucho viento, caballero.
Y hablamos, tranquilamente, mientras la marea subía cubriendo el arenal con una coraza reluciente como el acero.
El fraile me contaba historias de otros tiempos, leyendas referentes al monte de San Miguel; siempre leyendas.
Una, sobre todo, me impresionó. Los habitantes de aquella roca dicen que por la noche se oye hablar en la playa desierta; además, también dicen percibir los balidos de dos cabras, los de la una potentes, débiles los de la otra. No faltan incrédulos que atribuyan aquellas voces a las aves del mar; pero los pescadores rezagados juran haber visto vagando sobre las dunas, entre las dos mareas, a un viejo pastor que lleva siempre la cabeza metida entre la manta y que conduce a un macho cabrío con apariencias de hombre y a una cabra con hechuras de mujer; el uno y el otro tienen largos cabellos blancos y hablan sin cesar en un idioma desconocido, querellándose; luego interrumpen su diálogo y balan con toda su fuerza.
Le dije al fraile:
—¿Merece crédito esa historia?
Y el fraile contestó:
—Lo ignoro.
Insistí:
—Si existieran en este mundo seres distintos de nosotros, ¿no los conoceríamos hace tiempo? ¿Es posible que no los hubiera visto usted? ¿Qué no los viera yo?
Respondióme:
—¿Acaso vemos ni la cienmilésima parte de lo existente? El viento es una de las mayores energías de la naturaleza; combate al hombre, derriba los edificios, arranca los árboles, levanta montañas de agua en el mar, arroja las embarcaciones contra los escollos, silba, gime, ruge, mata, y, sin embargo, ¿lo ha visto usted alguna vez? ¿Puede usted verlo? Y tampoco puede usted negar su existencia. Existe.
No supe replicar a tan sencillo razonamiento. Aquel hombre que hablaba conmigo era juicioso tal vez, o tal vez necio; no pude precisarlo en aquel momento, y me callé. Lo que me decía ya se me había ocurrido con frecuencia.
*
3 de julio
He dormido mal; seguramente hay aquí una influencia dañosa que produce calentura, porque mi cochero padece la misma enfermedad que yo. Al retirarme ayer lo vi muy pálido, y le pregunté:
—¿Está usted enfermo, Juan?
—No consigo descansar; el sueño no me aprovecha, señor. Desde que se marchó el señor, me fatigo más de noche durmiendo que de día trabajando.
El resto de la servidumbre no se duele de nada, pero yo temo que la fiebre me vuelva.
*
4 de julio
No hay duda; la fiebre me agarrota de nuevo. Se reproducen mis antiguas pesadillas. La noche pasada sentí que alguien, agazapado junto a mí, poniendo su boca sobre mi boca, sorbía mi vida entre mis labios. Sí; la sorbía como una sanguijuela. Después, levantándose harto, desapareció, mientras yo me despertaba tan dolorido, tan quebrantado y aniquilado, que apenas podía moverme. Si esto continúa, me veré obligado a emprender otro viaje.
*
5 de julio
¿Me habré vuelto loco? Lo que me ha pasado anoche me parece tan inverosímil, que pierdo el juicio al recordarlo.
Como tengo por costumbre, había cerrado con llave la puerta de mi alcoba; luego sentí sed y, al tomar medio vaso de agua, pude advertir que la botella estaba llena.
Me acosté y, en cuanto me dormí, comenzó a torturarme una espantosa pesadilla, como todas las noches; a las dos horas despertóme una sacudida violenta.
Mi situación era en aquel momento semejante a la de un hombre dormido al cual asesinan y que despierta con el cuchillo clavado en el pecho, jadeante, sangrando, ahogándose, moribundo, sin comprender la causa. Cuando recobré la serenidad, me sentí otra vez sediento; encendí la bujía y me acerqué al sitio donde había dejado la botella. La cogí, la incliné sobre el vaso y no cayó ni una sola gota de agua. ¡Estaba completamente vacía! De pronto no supe cómo explicármelo, y luego sentí una emoción tan espantosa, que me desplomé sobre una silla; después levánteme de un brinco para mirar en torno; volví a sentarme loco de sorpresa y de miedo contemplando la botella vacía, fijando los ojos en el cristal, queriendo comprender lo incomprensible. Mis manos temblaban.
¿Quién vació la botella? ¿Quién? ¿Yo mismo sin duda? La puerta estaba cerrada y allí no había nadie más que yo. Un fenómeno de sonambulismo; yo era sonámbulo; vivía, sin saberlo, esa doble y misteriosa vida que hace dudar si puede haber dos almas en un mismo cuerpo, si otro ser extraño, desconocido e invisible, se apodera de nosotros cuando nuestro espíritu duerme y nuestro cuerpo le sirve resignado, como a nosotros mismos, acaso más que a nosotros mismos.
¡Quién pudiera comprender mi angustia abominable! ¡Nadie comprende la emoción de un hombre de juicio sano, despierto, razonable, que mira con espanto una botella vacía donde se contuvo un poco de agua que desapareció sin saber cómo! Así estuve hasta el amanecer, no atreviéndome ni a mirar a mi lecho.
*
6 de julio
Me vuelvo loco. Me han vuelto a quitar toda el agua de la botella. Acaso la he bebido yo sin darme cuenta.
¿Pero es posible que sea yo y no me acuerde? ¿No será otro? ¿Quién? ¡Ah, Dios mío! Esto es volverse loco.
*
10 de julio
Acabo de hacer observaciones asombrosas.
No me cabe duda; estoy completamente loco.
El 6 de julio, antes de acostarme, dejé sobre la mesa vino, leche, agua, fresas y pan.
Se bebieron —me bebí— toda el agua y un poco de leche. No tocaron el vino ni las fresas ni el pan.
El 7 de julio repetí la prueba y obtuve igual resultado.
El 8 de julio suprimí el agua y la leche. Hallé intactos el pan, el vino y las fresas.
El 9 de julio sólo dejé sobre la mesa leche y agua, teniendo la precaución de cubrir las botellas con una muselina blanca y de atar los tapones con un bramante; y cuando hube impregnado mis labios, mi barba y mis manos con polvos de lápiz, me acosté.
Como todas las noches, me abrumó un sueño pesado y terrible, seguido luego de un espantoso despertar. No me había movido en absoluto, ni en el embozo de la cama vi rastro alguno de mis dedos. Me levanté acercándome a la mesa; la muselina blanca tampoco se había manchado; desaté los bramantes, y advertí con horror que se habían bebido toda el agua y toda la leche. ¡Ah, Dios mío!
Me trasladaré a París inmediatamente.
*
12 de julio.
En París. No comprendo cómo perdí el juicio días atrás. Habré sido juguete de mi enervada imaginación, a menos que sea realmente sonámbulo, también puedo haber padecido una de las influencias comprobadas, pero inexplicables por ahora, que reciben el nombre de «sugestiones». Lo cierto es que mi extravío rayaba en locura, y que a las veinticuatro horas de hallarme en París recobré mi aplomo.
Después de algunas diligencias y visitas que refrescaron mi alma con alientos de vida nueva y briosa, fui al Teatro Francés. Representaban una comedia de Alejandro Dumas, hijo, y los razonamientos de su ingenio sutil y poderoso acabaron de aliviarme. Seguramente la soledad es peligrosa para las inteligencias que trabajan demasiado. Necesitamos ver en derredor otros hombres que nos comuniquen sus pensamientos. La soledad prolongada puebla de visiones el vacío.
Volví a la fonda recorriendo a pie los bulevares; muy alegre. Codeándome con los transeúntes, recordaba, no sin alguna ironía, mis imaginaciones y espantos de la última semana cuando llegué a pensar —y lo creí de veras— que un ser invisible habitaba conmigo bajo mi techo.
¡Cuán débil es nuestro juicio y cómo se azora y se desvanece al presentársenos cualquier suceso incomprensible!
En vez de razonar sencillamente: «No lo comprendo, porque desconozco la causa», imaginamos en seguida misterios horrorosos y sobrenaturales potencias.
*
14 de julio
Aniversario de la República. He paseado por las calles. Los ruidos y las colgaduras me divierten como a un chicuelo. Y, sin embargo, considero estúpido alegrarse a fecha fija por mandato del gobierno. La muchedumbre de ciudadanos resulta un rebaño imbécil, que tan pronto se resigna estúpidamente, como se insurrecciona con ferocidad. Le dicen: «Diviértete», y se divierte. Le dicen: «Lucha contra tu vecino», y lucha. Le dicen: «Vota por el emperador», y vota por el emperador. Luego le dicen: «Vota por la República», y vota por la República.
Los que lo dirigen son tan estúpidos como él; pero en lugar de obedecer a otros hombres, obedecen a convencionalismos necios y estériles, a principios falsos, por el solo hecho de ser principios, es decir, ideas tenidas por indiscutibles e inmutables en este mundo donde no estamos seguros de nada, puesto que hasta la luz es una ilusión y otra ilusión el sonido.
*
16 de Julio
Ayer hice observaciones que me han perturbado.
Comía en casa de mi prima, la señora de Sablé, cuyo marido, comandante del Regimiento 76 de Cazadores, se halla en Limoges. Estaban también invitadas dos amigas de mi prima, y el marido de una de ellas, médico —el doctor Parent—, especialista en enfermedades nerviosas, cuyas manifestaciones extraordinarias dan lugar a las nuevas experiencias de hipnotismo y sugestión.
Extensamente nos refirió las prodigiosas observaciones hechas por sabios ingleses y médicos de la escuela de Nancy.
Los fenómenos que afirmaba como ciertos me parecían de tal modo extraños, que me declaré incrédulo en absoluto.
—Hemos llegado —afirmaba el doctor Parent— a descubrir uno de los más importantes secretos de la naturaleza; uno de sus más importantes secretos en este mundo, porque tendrá, sin duda, otros más importantes en el espacio infinito, en las estrellas. Desde que el hombre razona, desde que formula con palabras y por escrito su pensamiento, se siente rodeado por un misterio que no pueden penetrar sus imperfectos y rudimentarios sentidos, cuya impotencia quiere suplir con su esfuerzo intelectual. Mientras la inteligencia del hombre se iba desarrollando, la obsesión de los fenómenos invisibles tomaba formas espantosas. De ahí provienen las creencias antiguas de lo sobrenatural, las leyendas de duendes, de hadas, de gnomos, de aparecidos; pudiéramos decir que hasta la leyenda de Dios, porque la manera de presentarnos al Obrero Creador en todas las religiones no deja de ser una invención de las más necias e inaceptables que ha producido el apocado cerebro de la humanidad. Nada más cierto que la frase de Voltaire: «Dios hizo el hombre a su imagen y el hombre concibe, con la medida de su criterio, a sus dioses».
Pero de medio siglo a esta parte se presiente algo nuevo. Mesmer y algunos otros nos abrieron una senda inesperada, y conseguimos en estos últimos años principalmente, grandes resultados.
Mi prima, también muy incrédula, sonreía. El doctor Parent le dijo:
—¿Quiere usted que la hipnotice, señora?
Y ella respondió:
—No tengo inconveniente.
Mi prima se había sentado en un sillón y el doctor, mirándola fijamente a los ojos, la fascinaba. Yo me sentí de pronto algo turbado, mi corazón latía con violencia y me costaba esfuerzo tragar la saliva. Vi entornarse los ojos de la señora de Sablé; advertí la crispación de sus labios y las ansias de su pecho.
A los diez minutos ya estaba dormida.
—Póngase usted a su espalda —me dijo el médico. Lo hice, y él puso en las manos de mi prima una tarjeta, diciendo:
—Es un espejo. ¿Qué ve usted reflejado en él?
Ella respondió:
—Veo a mi primo.
—¿Qué hace?
—Se retuerce los bigotes.
—¿Y ahora?
—Saca del bolsillo una fotografía.
—¿De quién?
—Su propio retrato.
¡Era verdad! Un retrato que mi prima no había visto nunca. El doctor prosiguió:
—¿Cómo está la figura en ese retrato?
—De pie y con el sombrero en la mano.
Ya no me cabía duda; veía en la tarjeta, como hubiera visto en un espejo.
Las dos amigas de mi prima exclamaron aterradas:
—¡No más! ¡No más! ¡No más!
Pero el doctor insistía en su experimento:
—Mañana se levantará usted a las ocho para visitar a su primo en la fonda; le suplicará que le preste cinco mil francos, porque los necesita su marido, y ha de pedírselos a usted en su próximo viaje.
Inmediatamente la despertó.
Regresando al hotel, discurría yo acerca de tan extraño suceso y me asaltaba la duda, no por suponer a mi prima capaz de un fingimiento, conociendo la sencillez de su carácter, sino sospechando alguna superchería del doctor. ¿No pudo reflejar mi fotografía en cualquier espejillo bien disimulado y ofrecer la imagen a los ojos de la señora de Sablé, desvanecida? Los prestidigitadores hacen experimentos asombrosos.
Me acosté y dormí.
A la mañana siguiente me despertó mi criado con esta noticia:
—La señora de Sablé aguarda y dice que necesita inmediatamente hablar al señor.
Vestíme de prisa para salir a su encuentro.
Me saludó turbada, con los ojos entornados y, sin alzar el velo que cubría su rostro, me dijo:
—Vengo a pedirte un favor inmenso.
—Pídeme todo lo que tú quieras.
—No sé cómo decírtelo, y es necesario que te lo diga. Préstame cinco mil francos.
—¿Para qué los quieres?
—Mi marido me los pedirá en cuanto venga. Le hacen falta.
Me quedé tan asombrado, que balbucía mis respuestas. Ocurrióseme que intentaba burlarse de mí tras haber preparado con el doctor Parent aquella farsa.
Pero mirándola fijamente se desvanecieron todas mis dudas. Angustiándose, mi prima temblaba; era para la infeliz muy bochornoso el paso que acababa de dar y comprendí que hacía esfuerzos para contener su llanto.
Además, yo estaba seguro de que mis primos disfrutaban de una renta cuantiosa, y objeté:
—¿Es posible que tu esposo no disponga de cinco mil francos? Reflexiona. ¿Es posible que te los pida?
Dudó un momento, como si esforzara la memoria para recordar. Luego afirmó:
—Sí…, sí… ¡Estoy segura!
—¿Te lo ha escrito?
Reflexionó de nuevo. Yo comprendía que torturaba su memoria inútilmente, sin hallar la respuesta precisa. Ella sólo sabía una cosa: que debía pedirme cinco mil francos para su marido. Y obstinada en esa idea, se decidió a mentir:
—Sí; me ha escrito.
—¿Cuándo? ¿Cómo no me lo dijiste ayer?
—Recibí la carta hoy, muy temprano.
—¿La traes? Enséñamela.
—No… No… No… No es posible. Hablaba de asuntos íntimos… Tan íntimos que… la he quemado.
—¿De manera que tu esposo gasta más de lo que puede y se arruina?
Dudó antes de contestar:
—Lo ignoro.
Entonces dije:
—Lo peor es que no dispongo de cinco mil francos así, de momento.
Ella lanzó un suspiro de angustia:
—¡Oh! Te lo ruego…, te lo ruego… Búscalos…
Exaltábase, uniendo las manos con expresión de súplica. Su voz se velaba. Lloraba, tartamudeaba, sin poder sustraerse a la orden irresistible que había recibido.
—¡Oh! Te lo ruego. ¡Si tú supieras cuánto sufro! Me hacen falta hoy…
Me compadecí:
—Cálmate, yo te juro que los tendrás.
—¡Oh! ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Eres muy bueno! —exclamó.
—¿Recuerdas lo que sucedió ayer en tu casa? —dije.
Y respondió resueltamente:
—Sí.
—¿Recuerdas que te durmió el doctor Parent?
—Sí.
—Te mandó que vinieras a pedirme cinco mil francos por la mañana, y lo haces obediente a la sugestión.
Después de reflexionar un momento, insistió:
—Mi marido me los pide.
Durante una hora traté de convencerla, sin conseguirlo.
Cuando ella se hubo ido, inmediatamente fui a casa del doctor. Oyóme sonriente, y dijo:
—¿Ya no duda usted?
—Ya no dudo.
—Vayamos a casa de su prima.
La vimos recostada en un sofá, rendida por el cansancio. El médico le tomó el pulso, la miró fijamente. La señora de Sablé cerró los ojos, no pudiendo resistirse al poder magnético de aquella mirada.
Entonces, el doctor dijo:
—A su esposo no le hacen falta esos cinco mil francos. Olvide usted que se los pidió a su primo, y aunque le hable de semejante cosa, usted no lo recordará.
Dicho esto la despertó. Yo saqué mi cartera para contar el dinero.
—Ahí tienes lo que me has pedido esta mañana.
Fue tanta su sorpresa, que de pronto no me atreví a insistir. Luego quise aguzar su memoria, pero mi prima negaba obstinadamente, suponiendo una broma lo que yo le decía, y acabó poniéndose algo seria.
Al volver a mi casa no me ha sido posible almorzar. De tal modo me ha trastornado el experimento.
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19 de julio
Muchas personas a quienes lo he referido se rieron de mi credulidad. Yo tengo aún ciertas dudas.
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21 de julio
He comido en Bougival mientras asistía al baile de los bateleros. La influencia de los lugares, del ambiente que nos rodea, es inevitable. Sería un absurdo preocuparse de lo sobrenatural en la Isla de las Ranas; pero ¿y en el monte de San Miguel?… ¿Y en la India? Lo que nos rodea ejerce acción sobre nosotros. Regresaré a mi casa dentro de ocho días.
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30 de julio
Ayer llegué. No hay novedad
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2 de agosto
Nada nuevo; hace un tiempo magnífico. Paso las horas muertas viendo correr el agua del río.
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4 de agosto
Disputan mis criados porque aparece rota la cristalería y nadie quiere tener la culpa. Mi ayuda de cámara dice que la rompe la cocinera; la cocinera se descarga en la doncella, la cual asegura que son los otros dos. ¿Quién es el culpable? ¡Vaya usted a saberlo!
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6 de agosto
Ahora no es una locura. ¡Lo he visto! ¡Lo he visto! ¡Lo he visto! Ya no es posible dudar… Lo he visto… Aún me tiemblan las carnes y se me crispan las uñas… El espanto se apodera de mí helándome hasta la médula… Sí… Lo he visto.
A las dos paseaba yo por el jardín tomando el sol, recorriendo un camino de rosales de otoño que ya empiezan a florecer.
Mientras contemplaba tres rosas magníficas, vi —lo vi claramente— que se partía el tallo de la más bonita, como si una invisible mano la cogiera. Luego la rosa describió en el aire la curva que pudiera marcar un brazo retirándose, y se quedó fija, como si se hubiera prendido en unos labios, horizontal, suspendida en el aire transparente, sola, inmóvil, a dos metros de mí.
Enloquecido, me arrojé a cogerla. Desapareció. No vi nada. Enfurecíme contra mí mismo, pensando que un hombre razonable y serio no debe tener semejantes alucinaciones.
Pero ¿aquello era realmente alucinación? Miré al rosal; faltaba una rosa de las tres, y se veía el tallo recién cortado.
Volví a mi casa con el alma entristecida, seguro al fin —como lo estoy de que suceden las noches a los días invariablemente— de que junto a mí existe otro ser invisible que se alimenta de leche y de agua, que puede cortar una rosa; de que su naturaleza es material, aun cuando imperceptible a mis sentidos, y de que habita, junto a mí, en mi propia casa.
*
7 de agosto
He dormido con tranquilidad. Se bebió el agua de la botella, pero no ha turbado mi sueño.
Me pregunto si estoy loco. Ahora mismo, paseándome a la orilla del río tomando el sol, me asaltaron dudas acerca de mi estado, pero no dudas vagas como las que tuve otras veces, no; dudas concretas, claras. He visto a varios locos; los conocí que parecían inteligentes discurriendo muy bien acerca de todo y desbarrando sólo en un punto que constituía su locura. Razonaban con mucha claridad, con viveza, con juicio; y de pronto, al tropezar en una idea —siempre la misma obsesión— como la ola que tropieza en un escollo, su pensamiento se desgarraba, se deshacía, confundido y diseminado en el mar borrascoso y oscuro que se llama «locura».
Yo me supondría loco, rematadamente loco, si no tuviese conciencia de mi estado, si no lo analizase y lo sondease con una completa lucidez. Sin duda soy un alucinado reflexivo. Se habrá producido en mi cerebro una perturbación desconocida, una de esas perturbaciones que actualmente preocupan a los fisiólogos afanados en observarlas y precisarlas; y esa perturbación pudo acaso producir en mi criterio, en el orden y en la lógica de mis ideas, un relajamiento profundo. Fenómenos de tal naturaleza nos los ofrecen los ensueños, arrastrándonos a través de las fantasmagorías más inverosímiles, que no logran sorprendernos, porque el aparato verificador, el sentido que debiera comprobar su falsedad, se halla dormido, mientras la imaginación despierta, funciona. ¿No es razonable suponer que una de las imperceptibles teclas del múltiple organismo cerebral se halle paralizada en mí? Algunos hombres, a consecuencia de un accidente, perdieron la memoria de los apellidos o de los verbos o de los números o solamente de las fechas.
La localización de cada una de las funciones cerebrales hállase ya comprobada. No puede sorprenderme que se haya dormido en mi cerebro la facultad de advertir lo inverosímil de ciertas alucinaciones.
Reflexionaba todo esto avanzando por la orilla del río. El sol inundaba con su luz los campos, vivificando la tierra y haciéndome sentir el encanto de la vida; los vencejos, con su agilidad, alegraban mis ojos, y el rumor de las hierbas, al mecerse, proporcionaba un goce a mis oídos.
Sin embargo, poco a poco un malestar inexplicable se apoderaba de mí. Me parecía que una fuerza oculta, incomprensible, me abrumaba, me contenía impidiéndome ir más lejos, obligándome a retroceder. Sentí el ansia dolorosa que nos oprime, que nos corta el camino, cuando hemos dejado en el hogar un enfermo grave y querido; un presentimiento triste nos amarga y sobrecoge de pronto, asegurándonos que la enfermedad se agravó.
Así, regresé, a pesar mío, seguro de hallar en mi casa una funesta noticia. No hallé nada, quedándome aún más angustiado y más inquieto que si hubiera sufrido alguna nueva visión extraordinaria.
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8 de agosto
Pasé una velada terrible. No se manifiesta, pero le siento a todas horas junto a mí, observándome, penetrándome, dominándome y más temible, oculto en esa forma, que si mostrara por fenómenos sobrenaturales su presencia invisible y constante.
Sin embargo, he dormido.
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9 de agosto
Nada, pero tengo miedo.
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10 de agosto
Nada, ¿qué sucederá mañana?
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11 de agosto
Nada, nada; pero no puedo permanecer aquí, oprimido por un temor incesante y continuas preocupaciones abrumadoras. Me voy.
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12 de agosto
(A las diez de la noche.)
Pasé todo el día queriendo irme y no pude lograrlo. No pude realizar mi propósito, cuya resolución depende sólo de mí; una cosa muy sencilla: salir —que me llevara mí coche a Ruán—, y no me ha sido posible. ¿Por qué?
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13 de agosto
Cuando estamos poseídos por ciertas enfermedades, todo el organismo se resiente, perdemos las energías, se relajan los músculos, ablándanse los huesos, toda nuestra carne se desploma. He sentido semejante abatimiento en mi ser moral de una manera extraña y desoladora. No tengo fuerza ni energía ni el menor dominio sobre mí. No tengo ni voluntad para moverme. No soy dueño de mi voluntad. Alguien me impulsa, me contiene, me domina, y me veo precisado a obedecer.
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14 de agosto
¡Estoy perdido! Alguien se apoderó de mi alma y la gobierna. Sí; alguien me posee y rige mis actos, mis movimientos y mis juicios. Ya no soy nada en mí, nada más que un espectador, un esclavo, y todas mis acciones me horrorizan. Quisiera salir y no puedo. No me permite salir y no puedo. No me permite salir, y continúo desolado, tembloroso, en el sillón donde me sentó. Quisiera levantarme, removerme, hacer algo que me convenciera de que no he perdido la voluntad. ¡Y no puedo! Me sujeta en el sillón y el sillón se adhiere al suelo de tal modo que ninguna fuerza podría levantarlo.
Después, de pronto, es preciso, es inevitable que baje al jardín para coger fresas y comerlas. Y voy fatalmente, inevitablemente; cojo fresas y me las como. ¡Ah! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Líbrame! ¡Sálvame! ¡Socórreme! ¡Apiádate de mí! ¡Oh! ¡Apiádate de mí! ¡Sálvame! ¡Qué sufrimiento! ¡Qué tortura! ¡Qué horror!
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15 de agosto
Ahora comprendo cómo se hallaba poseída y dominada mi pobre prima cuando fue a pedirme los cinco mil francos. Era esclava de un mandato que se infiltró en ella como un alma parásita y dominadora. ¿Indicarán esos fenómenos el fin del mundo?
¿Quién es el invisible ser que me gobierna, el desconocido, el vagabundo de una raza sobrenatural?
Pero, si existen los invisibles, ¿por qué desde los orígenes del mundo no se han manifestado nunca de una manera precisa, como se manifiestan ahora para mí? No tuve noticia de nada semejante a lo que me ocurre dentro de mi casa. ¡Oh! Si pudiera irme y no volver jamás; si pudiera huir, estaría salvado. Pero no puedo.
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16 de agosto
Hoy he podido escaparme durante dos horas, como un preso que ve abierta por casualidad la puerta de su calabozo. De pronto me sentí libre, me di cuenta de que mi dominador estaba lejos. Haciendo enganchar el coche de prisa, he ido a Ruán. ¡Oh, qué alegría poder decirle a un hombre que obedece: «¡Vamos a Ruán!»
Mandé parar frente a la biblioteca, donde pedí la magnífica obra del doctor Hermann Herestauss, que trata de los habitantes ignorados en el mundo antiguo y moderno.
Después, al subir de nuevo al coche, quise decir: «A la estación», y grité —di tales voces, que los transeúntes volviéronse a mirarme—, grité: «¡A casa!» Lleno de angustia, me desplomé sobre los almohadones del coche. ¡Me había perseguido! ¡Me había recobrado!
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17 de agosto
¡Ah! ¡Qué noche! ¡Qué noche! Y, sin embargo, me parece que debiera mostrarme satisfecho. Hasta la una de la madrugada ¡he leído! Hermann Herestauss, doctor en filosofía y en teología, escribió en su libro la historia y las manifestaciones de todos los seres invisibles que vagan en torno del hombre o aparecen en sus ensueños. Describe su origen, su poderío, su fuerza. Pero ninguno de ellos tiene semejanzas con el que me produce esta obsesión. Diríase que desde que el hombre razona, ha presentido y ha temido a un ser nuevo, más vigoroso, que ha de sucederle; lo adivina, y, sin comprender la naturaleza del dominador futuro, su miedo ha creado una muchedumbre fantástica de seres ocultos, vagas imaginaciones hijas del terror.
Habiendo leído hasta la una, me senté a esa hora junto a la ventana, para refrescar mi frente y mi pensamiento en la tranquila oscuridad nocturna.
¡Con qué gusto hubiera respirado, en otras ocasiones, aquel aire suave y tibio!
No había luna. Las estrellas titilaban, estremecidas, brillando sobre un fondo azul negro. ¿Quién habita esos mundos? ¿Qué formas, qué vidas, qué animales, qué plantas hay allí? ¿La inteligencia, en esos universos lejanos, alcanzará más perfección que la de nuestro mundo? ¿Serán ellos más cuerdos que nosotros? ¿Comprenderán lo que nosotros desconocemos? ¿Alguno, un día, cruzará el espacio y aparecerá sobre la tierra para conquistarla, como en otro tiempo los normandos atravesaban el mar para esclavizar a los pueblos más débiles?
¡Vivimos tan achacosos, tan desarmados, tan ignorantes!… ¡Y somos tan pequeños!… Nuestro mundo es un grano de polvo diluido en una gota de agua.
Con estos pensamientos me adormecí, acariciado por el ambiente apacible de la noche.
Pero a la media hora, sin cambiar de postura, sin hacer un movimiento, abrí los ojos, desvelado por una emoción confusa y extraña. De pronto, nada vi; luego me pareció que una hoja de mi libro, el cual había quedado abierto sobre la mesa, giraba como si alguien la empujase. No pudo ser el aire, que ni se movía. Sorprendido y atento, aguardé. A los cuatro minutos, aproximadamente vi… que otra hoja también se volvía de igual modo. Mi sillón estaba vacío, al parecer vacío; pero comprendí que alguien, sentado en él, ocupando mi lugar, leía en mi libro. Arrojándome furioso, como se arroja una fiera exaltada para descuartizar a su domador, crucé la estancia para cogerlo, para oprimirlo, para matarlo… Pero antes de que yo llegara, mi sillón giró, mi mesa osciló, el quinqué se volcó, apagándose, y se cerró la ventana, como si un malhechor sorprendido se levantara, huyese de pronto y desapareciera, empujando los postigos al pasar.
¡Había escapado! ¡Tenía miedo, miedo de mí!
Ahora comprendo… que mañana…, luego…, cualquier día…, podré sujetarlo, oprimirlo, aplastarlo contra el suelo. ¿Acaso no hay perros que al fin se rebelan, mordiendo, matando a sus dueños?
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18 de agosto
He meditado todo el día. Sí; lo mejor será obedecerlo, dejarse arrastrar por sus impulsos, humillarse a su voluntad, servirlo con sumisión y cobardía. Es más fuerte que yo, pero llegará un momento…
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19 de agosto
Ya lo sé, ya lo sé, ¡ya lo sé todo!… Acabo de leer en la Revista del Mundo Científico lo siguiente:
«Recibimos de Río de Janeiro esta curiosa noticia: una locura, una epidemia de locura, comparable a las exaltaciones contagiosas que se hicieron sentir en la Edad Media, se ha declarado en la provincia de San Pablo. Los habitantes, aturdidos, abandonan sus hogares, huyen de los pueblos, no cultivan los campos, diciéndose perseguidos, poseídos, acosados como un rebaño, por seres invisibles aunque tangibles, por una especie de vampiros que, aprovechándose de su descanso, se nutren a expensas de su vida, que toman agua y leche, sin usar al parecer de ningún otro alimento.
«El profesor don Pedro Henríquez, presidiendo una comisión de ilustres médicos, irá inmediatamente a San Pablo para estudiar sobre el terreno el origen y las manifestaciones de tan sorprendente locura, con objeto de proponer al emperador los medios que juzgue más convenientes para devolver la razón a esas muchedumbres delirantes.»
¡Ah! Recuerdo. ¡Ya recuerdo el hermoso bergantín brasileño que pasó bajo mi ventana, subiendo por el Sena, el día 8 de mayo último!… ¡Me pareció tan agradable, tan blanco, tan alegre! ¡El dominador venía en él; venía desde lejos, del país asolado por su raza! ¡Me vio! Sí; viendo mi casa blanca, limpia y alegre también, saltó desde el buque a la orilla. ¡Oh! ¡Dios mío!
Ahora ya lo sé, ya lo comprendo. La preponderancia del hombre ha terminado.
Ha venido al mundo Aquel de quien temían los pueblos primitivos; Aquel a quien exorcizaban los sacerdotes inquietos, el evocado por las brujas en las noches lúgubres, el que sin haber aparecido aún, fue concebido por los presentimientos del hombre —dueño transitorio del mundo—, quien le imaginaba de muchas maneras horribles o graciosas, inventando los gnomos, las almas en pena, los genios, las hadas y los duendes. Después de las groseras concepciones del espanto primitivo, los hombres más perspicaces lo presintieron más claramente. Mesmer lo adivinó, y hace algunos años que los médicos descubren de una manera precisa la naturaleza de su poder antes de que lo ejerza. Han ensayado, con las armas del Señor nuevo, la dominación de una misteriosa influencia, esclavizando la voluntad humana. Llamaron a eso magnetismo, hipnotismo, sugestión… Los he visto entretenerse, como niños traviesos, con ese horrible poder. ¡Infelices de nosotros!… ¡Desdichada humanidad! Ha llegado, ha invadido la tierra el…, el…, ¿Cómo se llama? El… Me parece que me grita su nombre y no lo entiendo… El… ¡Sí!… Le oigo gritar…; le oigo y no puedo… Lo repite…, sí… ¡El Horla!… Ya lo he oído… ¡El Horla!… Es él…; es El Horla… ¡Vino, al fin!
¡Ah! El buitre hizo presa en la paloma; el lobo ha devorado a la oveja; el león ha vencido al búfalo; el hombre ha matado al león con su cuchillo y con su carabina; pero El Horla puede hacer del hombre lo que hicimos del caballo y del buey: su esclavo y su alimento, imponiéndole su voluntad. ¡Infelices de nosotros!
Los animales rebélanse a veces y matan a quien los domestica… Yo también pretendo… Acaso podré… Pero es preciso que lo conozca, es preciso que lo palpe y lo vea. Los naturalistas dicen que los ojos de los animales difieren de los nuestros, que no ven como nosotros… Y mi vista no me descubre al dominador que me oprime.
¿Por qué? ¡Oh! Ahora recuerdo lo que me dijo el fraile del monte de San Miguel: «¿Acaso conocemos la cienmillonésima parte de lo que existe? Vea usted el viento, la fuerza más poderosa de la naturaleza, que vence al hombre, derriba los edificios, desarraiga los árboles, encrespa el mar en montañas de espuma, estrella contra las rocas los buques, mata, silba, gime, ruge y ni le vimos nunca ni podemos verle. Sin embargo, ¡existe!»
Y reflexiono: mi vista es tan débil, tan imperfecta, que no consigue distinguir los cuerpos más duros cuando son transparentes. De igual modo que un pájaro se lanza contra los cristales de un balcón, lanzaríase un hombre contra un cristal inmenso que se cruzara en su camino. ¿No hay mil apariencias engañosas? Nada tiene, pues, de sorprendente que no percibamos un cuerpo nuevo translúcido y sutil.
¡Un ser nuevo! ¿Por qué no? Su venida era inevitable. ¿Qué motivo hay para que seamos nosotros los últimos? No pudimos comprobar su existencia, como la de los que nos han precedido. ¿Por qué? Sin duda, su complexión es más poderosa, y su cuerpo más acabado y sutil que nuestro pobre cuerpo, desastrosamente modelado, víctima de las complicaciones de los órganos múltiples que nos angustian, haciéndonos vivir como las plantas y como las bestias, nutriéndose con dificultad —y en un continuo y fatigoso funcionamiento— de aire, de agua, de hierbas y de carne; mecanismo animal, sujeto a dolencias, a deformaciones, a podredumbres; embarazoso y mal organizado, sencillo y extraño; obra ingeniosamente imperfecta, burda y delicada; esbozo de un ser que pudiera transformarse al fin en otro, inteligente y soberano.
Hay especies muy diversas en el mundo. Antes de aparecer el hombre hubo muchas que han desaparecido y otras que subsisten aún. ¿Por qué no ha de presentarse otra nueva?
¿Por qué no? ¿Por qué no ha de ser posible que se produzcan otros árboles distintos de los ya clasificados, cuyas flores ofrezcan perfumes penetrantes y desconocidos? ¿Por qué no ha de haber otros elementos que la tierra, el agua, el aire y el fuego? ¿Por qué? ¡Son cuatro sólo cuatro, esos engendradores de vidas! ¡Qué miseria! ¿Por qué no son cuarenta, cuatrocientos, cuatro mil? ¡Es muy pobre todo; todo mezquino, miserable! ¡Todo hecho con avaricia, torpemente, sin gusto! ¡Ah! El elefante, el hipopótamo, ¡qué esbeltez! El camello, ¡qué elegancia!
En cambio, no faltará quien arguya: «La mariposa es una flor que vuela». Yo imagino una mariposa del tamaño de cien universos, y no acierto a concebir la forma, el encanto, el color de sus alas. Pero la veo…va de unas estrellas a otras, refrescándolas, aromatizándolas en sus correrías armoniosas y ligeras… Las muchedumbres que habitan otros astros, la ven pasar extasiándose.
* * *
¿Qué me ocurre? ¡Ah! Es él… es la obsesión de El Horla lo que me hace imaginar esas locuras. Ha penetrado en mí, domina en mi alma. ¡Lo mataré!
*
20 de agosto
¡Lo mataré! Ya pude verlo. Ayer, sentándome junto a la mesa, me puse a escribir como si me hallara muy embebido en lo que hacía… Estaba seguro de sentirlo vagar en torno mío, cerca, muy cerca; seguro de tocarlo, de cogerlo. ¡Ah! ¡Si lo cogiera! ¡Si lograse poner en él mis manos, mis rodillas, mi pecho, mi cabeza, mis dientes, para estrangularlo, aplastarlo, morderlo, desgarrarlo!
Y lo aguardaba, con todo mi organismo en tensión. Había encendido los dos quinqués y las ocho bujías de los candelabros que hay sobre la chimenea, como si aquella claridad me ayudase a descubrirlo.
Delante de mí veía mi cama, una cama de columnas, antigua; a mi derecha, la chimenea; a la izquierda, la puerta, cerrada cuidadosamente después de haberla tenido bastante rato abierta, invitándolo a entrar; detrás de mí, un armario de espejo que me sirve para vestirme, para afeitarme y donde tenía costumbre de mirarme de los pies a la cabeza cada vez que pasaba frente a él.
Mostrábame absorto en mi trabajo para mejor engañarlo, porque seguramente me observaba, y de pronto lo sentí cerca; estuve seguro de que por encima de mi hombro, rozando mi oreja, leía lo que yo iba escribiendo.
Erguíme, con las manos crispadas, y volviéndome con tanta rapidez que a poco pierdo el equilibrio… ¿Qué pasó? Tanta luz, tanta claridad, ¡y no me veía reflejado en el espejo! El espejo se mostraba claro, profundo y vacío. Lo miré con ojos aterrados. No me atreví a moverme siquiera, sintiendo que se hallaba El Horla cerca de mí, pero que no podría vencerlo, que se libraría una vez más, cuando su cuerpo imperceptible había devorado la imagen del espejo.
¡Qué miedo tuve! De pronto comencé a verme reflejado entre una bruma densa que se desvanecía poco a poco. Era como el fin de un eclipse. La sombra que me ocultaba no parecía tener contornos definidos; era una especie de transparencia opaca.
Luego pude verme ya, claramente reflejado. La imagen aparecía como de costumbre cuando me aproximaba al espejo para mirarme.
Pero aquella visión confusa y tenue aún me hace temblar.
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21 de agosto
¿Matarlo? ¿Cómo? ¿Cómo lo mataré si no lo alcanzo? ¿Un veneno?… Me verá echarlo en el agua. Y, además, ¿Cómo saber si los venenos obran en su cuerpo imperceptible? No…, no lo dañarían sin duda. ¿Qué recurso adoptar?
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22 de agosto
Hice venir a un cerrajero de Ruán que ha de construirme unas persianas de hierro, como las que tienen algunos hoteles de París en las aberturas del piso bajo, para evitar las visitas nocturnas de los ladrones. También construirá una puerta por el estilo. Habrá supuesto que soy un miedoso.
¿Qué me importa?
* * *
*
10 de septiembre
Ruán, hotel Continental. Ya está… Ya está…
¿Pero habrá muerto? Aún me desconcierta lo que vi.
Ayer colocó el cerrajero las persianas y la puerta nueva, y a pesar de que hace ya bastante frío, lo dejé todo abierto hasta medianoche.
De pronto sentí que había llegado; un placer, un placer infinito me invadió. Levantéme tranquilamente y anduve de un lado para otro, procurando que no adivinara mis pensamientos; luego me quité las botas y me puse las zapatillas; al fin cerré las persianas de hierro dirigiéndome despacio hacia la puerta, y al llegar la cerré de golpe y con llave. Volviendo luego a la persiana la sujeté con un candado y me guardé la llave en el bolsillo.
Al punto comprendí que se agitaba en torno mío; que a su vez tenía miedo, que me ordenaba que abriese. A punto estuve de ceder, pero no cedí. Arrimándome a la puerta entornada entreabrila nada más lo preciso para pasar yo de perfil, y, como soy muy alto, mi cabeza tocaba en el dintel. Así pude convencerme de que no había salido el otro, y cerré por fuera, dejándolo allí. ¡Qué alegría! Ya estaba cogido. Bajé la escalera corriendo; entrando en la sala, que está debajo de mi alcoba, derramé sobre los muebles el petróleo de los dos quinqués; prendí fuego y salí al jardín, después de haber cerrado la puerta con llave.
Ocultándome entre unos laureles, aguardé. ¡Tardaba mucho, mucho! Todo estaba oscuro, silencioso, inmóvil; ni un soplo de aire, ni una estrella. Invadían el espacio montañas de nubes, que no se veían, pero que pesaban sobre mi corazón; pesaban atrozmente.
Mirando mi casa, esperé con impaciencia. Ya lo suponía yo que se habría extinguido el fuego, que acaso lo apagó Él, cuando una de las ventanas del piso bajo cayó, empujada por el incendio, y una llama, una tremenda llama roja y amarilla, larga, flexible, acariciadora, subió por el muro blanco, lamiéndolo hasta el alero del tejado. Una claridad se filtró entre los árboles, impregnando sus ramas y sus hojas; y también un temblor de miedo. Los pájaros, que dormían, revolotearon aturdidos; un perro comenzó a ladrar. Me pareció que amanecía. Se abrieron estrepitosamente otras dos ventanas del piso bajo, el cual ardía como un horno. Un clamor, un clamor horrible, agudísimo, desgarrador; un grito de mujer resonó en la noche, y las buhardillas se abrieron. ¡Había olvidado a mi servidumbre! Vi sus rostros lívidos y sus brazos que se agitaban.
Horrorizado corrí hacia el pueblo, dando voces:
«¡Fuego, socorro, socorro, fuego!» Algunos iban ya en dirección a mi casa, y volví con ellos para ver lo que ocurría.
Era una inmensa hoguera, una hoguera horrible y magnífica, una hoguera monstruosa que todo lo iluminaba; una hoguera donde perecían mis criados y donde moría también, abrasado, Él, Él, mi prisionero, el ser desconocido, el dominador, ¡El Horla!
De pronto el tejado se desplomó entre los muros, y un volcán de llamas encaramóse hasta el cielo.
Por todas las ventanas abiertas veíase la rojiza lumbre del interior, y Él estaba en aquel horno, muerto…
¿Muerto? ¿Es posible?… Su figura impalpable, que los rayos de la luz atraviesan, ¿se destruiría por los medios que nos destruyen?
¿Y si no hubiera muerto?… Acaso la edad, sólo él tiempo, vence al Ser Desconocido y Terrible. ¿De qué le serviría su figura transparente, vaga, espiritual, si hubiera de temer, como nosotros, las desgracias, las heridas, las enfermedades, la destrucción prematura?
¡La destrucción prematura! Es el origen de nuestro espanto. El Horla debe reemplazar al hombre. Después del que puede morir todos los días, a cualquier hora, en cualquier momento, por cualquier accidente, ha venido el que sólo debe morir en su día, cuando llegue al fin de su existencia.
No…, no… Sin duda no ha muerto…, no habrá muerto… Y en ese caso…, lo más conveniente será que muera yo…
FIN
