Guy de Maupassant: La dote

A nadie sorprendió el matrimonio de Simón Lebrumet, notario, con Juanita Cordier. El señor Lebrumet estaba en tratos con el señor Papillon para que le traspasara la notaría. Claro que necesitaba dinero; y la señorita Cordier tenía una dote de trescientos mil francos, disponibles, en billetes de Banco y en títulos al portador.

Lebrumet era bien parecido, agradable, gracioso; todo lo gracioso que puede ser un notario, pero gracioso a su manera, cosa extraña en Boutigny-le-Revours.

La señorita Cordier tenía la frescura y el atractivo de los pocos años; frescura un poco basta, campesina, y atractivo provinciano; pero, en conjunto, era una bonita muchacha, bastante apetecible.

La ceremonia del casamiento puso en conmoción a todo Boutigny.

Fueron muy admirados los novios cuando al salir de la iglesia iban a ocultar su dicha bajo el techo conyugal, decididos a irse luego algunos días a París, después de saborear las dulzuras del matrimonio en el retiro de su casa.

Y los primeros aleteos de su amor fueron verdaderamente seductores, porque Lebrumet supo tratar a su esposa con una delicadeza, una ternura y un acierto incomparables. Era su divisa: «Todo llega para quien sabe aguardar.»

Supo, al mismo tiempo, ser prudente y decidido. Así triunfó en toda la línea, consiguiendo en menos de una semana que su esposa le adorase.

Juana ya no sabía vivir sin él; no se apartaba de su lado un solo instante, agradeciéndole sus caricias. Él se la hubiera comido a besos; le sobaba las manos, la barba, la nariz… Ella, sentada sobre sus rodillas, le cogía por las orejas, diciéndole:

—Abre la boca y cierra los ojos.

Simón abría la boca, satisfecho, entornaba los párpados y recibía un beso dulce, sabroso, largo, que le cosquilleaba en todo el cuerpo.

Les faltaban ojos, manos, boca, tiempo; les faltaba todo para realizar las múltiples caricias que imaginaban.

A los pocos días, el notario dijo a su mujer:

—¿Quieres que vayamos a París mañana? Como dos amantes, recorremos los teatros, los restaurantes, los cafés cantantes, los merenderos con gabinetes reservados al amor clandestino…

Ella estallaba de gozo.

—Sí, sí, sí; vayamos lo más pronto posible.

El prosiguió:

—Como es necesario atender a todas las cosas, le dirás a tu padre que hoy mismo te haga entrega de tu dote. La llevaremos para pagarle al señor Papillon, el traspaso de la notaría.

Ella, convencida, respondió:

—No tengas cuidado; ahora mismo, si quieres.

El beso que los unió estrechamente no acababa nunca.

Y al otro día, el padre y la madre de la novia los despidieron en la estación del ferrocarril.

El viejo razonaba:

—Me parece una imprudencia llevar tanto dinero en el bolsillo. Se os puede perder la cartera, os pueden robar…

Y el joven yerno sonreía.

—Tranquilícese usted. Estoy muy acostumbrado a llevar sobre mí valores de importancia. Ya sabe que los notarios nos vemos obligados a manejar las fortunas de los clientes, y con frecuencia viajamos con un millón en los bolsillos. Vale más hacerlo así; cuesta menos tiempo, menos molestia y se ahorran los giros. Tranquilícese usted.

Un mozo de la estación gritaba:

—¡Señores viajeros, al tren!

El matrimonio subió a un vagón en el cual había dos viejas.

Simón Lebrumet murmuró al oído de Juana:

—¡Qué aburrimiento! No podré fumar.

Ella respondió:

—Tampoco me divierte la compañía; ya comprenderás el motivo…

Silbó la locomotora, y el tren se puso en marcha. El trayecto era corto, y los novios apenas hablaron, aburridos de ver a las dos viejas con los ojos muy abiertos. No podían permitirse ninguna libertad.

Llegados a la estación, el notario dijo a su mujer:

—Si te parece, almorzaremos ahora en el bulevar, y luego volveremos tranquilamente a recoger el equipaje para dejarlo en el hotel.

A ella le pareció magnífico el proyecto.

—Sí, sí; almorzaremos en un restaurante. ¿Está muy lejos?

Él respondió:

—Sí, está un poco lejos. Pero el ómnibus lleva descansadamente a todas partes.

Juana se permitió advertirle:

—¿No sería más cómodo un coche?

Y él gruñía, sonriendo:

—¡Un coche! ¡Lo más caro! Por cinco minutos, ¡un coche! Hay que hacer economías.

—Tienes razón —contestó la mujer, un poco avergonzada.

Avanzaba un ómnibus, al trote de los caballos, Lebrumet, al verlo, gritó:

—¡Conductor! ¡Eh, conductor!

El pesado vehículo se detuvo, y el joven notario, empujando a su mujer, le dijo rápidamente:

—Anda, entra en el interior; yo iré arriba para fumar siquiera un cigarrillo antes que almorcemos.

Juana hubiera querido responderle pero no pudo; el conductor, cogiéndola de un brazo, la embutió en el coche, y ella se vio de pronto sentada, mirando con asombro, por la ventanilla de atrás, los pies de su marido que se encaramaba en la imperial.

Quedose inmóvil, sobrecogida, entre un señor gordo que olía desagradablemente a pipa sucia y una vieja que apestaba también.

Los demás viajeros, alineados y silenciosos, eran: un dependiente de ultramarinos, un sargento de Infantería, un caballero con lentes de oro y sombrero de alas enormes abarquilladas como canales, dos señoras cuya expresión altanera y arisca parecía decir: «Estamos aquí, pero valemos infinitamente más que ustedes»; tres hermanas de la Caridad, una mocita y un enterrador; todos parecían caricaturas de un museo grotesco, de una serie de reproducciones irónicas del rostro humano, semejantes a las filas de muñecos en los «pim-pam-pum» de las ferias.

La trepidación del coche sacudía sus cabezas haciendo retemblar sus lacias mejillas, y el ruido de las ruedas, aturdiéndolos, hacíalos parecer idiotizados o adormecidos.

Juana, inmóvil, decía para sí: «¿Por qué no ha entrado conmigo? ¿Tanto le apremiaba el deseo de fumar?»

Y una tristeza vaga la invadía.

Las hermanas de la Caridad hicieron al conductor una seña para que mandase parar el ómnibus.

«Es más lejos de lo que yo supuse», pensaba la señora Lebrumet.

Bajó el enterrador y ocupó su asiento un mozo de cuadra, que olía —y no a rosas—. Al irse la mozuela, entró un mozo de cordel apestando a sudor agrio.

Juana sentía cansancio, inquietud, disgusto, ganas de llorar, sin saber por qué.

Se apearon más viajeros y subieron otros; el ómnibus recorría calles y calles, deteniéndose de cuando en cuando en una estación.

«¡Qué lejos vamos! —pensaba la novia—. ¿Se habrá distraído Simón? ¿Se habrá dormido? ¡Estaba hoy tan fatigado!»

Poco a poco fuése quedando sola. El conductor dijo:

—¡Vaugirard!

Y como la viajera no se movía, repitió:

—¡Vaugirard!

Entonces Juana comprendió que a ella se dirigía el empleado, quien, al verla inmóvil, dijo por tercera vez:

— ¡Vaugirard!

La novia no pudo contener esta pregunta:

—¿En dónde estamos?

Y el conductor, malhumorado, contestó:

—Estamos en Vaugirard; lo he dicho veinte veces.

—¿Falta mucho para el bulevar?

—¿Qué bulevar?

—Él de los Italianos.

—¡Apenas hace tiempo que pasamos por él!

—¡Oh! ¿Tiene usted la bondad de avisar a mi marido?

—¿Su marido? ¿Cómo?

—Está en la imperial.

—En la imperial no hay nadie.

Juana tembló, espantada.

—¿Es posible? Yo lo vi subir. Mire usted, por favor. Está, sin duda.

El empleado contestó groseramente:

—Basta de músicas; por cada hombre que pierdas encontrarás diez. Al avío. Se acabó; en la calle hay muchos hombres; no te será difícil agarrarte a otro.

Con lágrimas en los ojos, la novia insistía:

—Le aseguro a usted que se equivoca; no puede haberse ido; es mi esposo; llevaba una cartera debajo del brazo.

El conductor se puso a reír.

—Un caballero con una cartera, sí; en la Magdalena se apeó. Bien te ha plantado. Ja…, ja…, ja…

Juana bajó del coche, y no pudiendo convencerse de lo sucedido, dirigió los ojos instintivamente a la imperial. No había nadie.

Rompió a llorar, y sin tener presente que la miraban, que la oían, dijo en voz alta:

—¿Qué será de mí ahora?

El inspector del despacho se acercó preguntando:

—¿Qué sucede?

Y el conductor le dijo con mucha guasa:

Que se le ha escapado a esta señora… su marido en el trayecto.

—Está bien. Andando.

Y volvió la espalda.

Entonces la novia se alejó de allí, demasiado despavorida y demasiado desesperada para comprender lo que le ocurría. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer? ¿Cómo fue posible aquel error, aquel olvido, aquel desprecio, aquella inverosímil distracción?

Sólo llevaba dos francos en el bolsillo. ¿A quién dirigirse? De pronto recordó a su primo Barral, jefe de sección en el Ministerio de Marina.

Tenía lo suficiente para una carrera de coche; tomó el primero que pasaba desalquilado, y se hizo conducir a casa de su primo. Cuando ella entraba, él salía, encaminándose al Ministerio. Llevaba, como Lebrumet, una cartera debajo del brazo.

Juana se apeó, gritando:

—¡Enrique!

Él se detuvo, asombrado.

—¡Juana! ¿Tú aquí? ¿Sola? ¿Qué haces? ¿Qué ocurre? ¿Cómo vienes?

Ella balbució, llorando:

—Acabo de perder a mi marido.

—¿Perderlo? ¿En dónde?

—En la imperial de un ómnibus.

—¿En un ómnibus? ¡Oh!

Entre sollozos, Juana refirió su aventura.

El primo escuchaba, reflexivo, y preguntó:

—¿Estaba sereno esta mañana?

—Sí.

—¿Llevaba mucho dinero en el bolsillo?

—En una cartera, mi dote.

—¡Ah! ¿Tu dote?

—Sí; veníamos a pagar el traspaso de la notaría.

—Pues bien: tu marido, a estas horas, ya está camino de Bélgica.

Ella no comprendía por qué, y sollozó:

—¿Mi marido?… ¿Camino de Bélgica?

—Te ha estafado la dote. Ha huido con todo tu dinero. La cosa es clara.

Ella quedó en silencio, sofocada y aturdida; luego murmuró:

—¡Es…, es…, es un miserable!

Desfallecida, cayó en los brazos de su primo.

Como llamaban la atención de los transeúntes, que ya se detenían para observarlos, él, suavemente, la condujo hacia su casa, y la hizo subir la escalera.

La criada que les abrió la puerta, muy sorprendida, recibió este recado:

—Corre al restaurante y di que traigan pronto dos cubiertos. Hoy no iré a la oficina.

Ficha bibliográfica

Autor: Guy de Maupassant
Título: La dote
Título original: La dot
Publicado en: Gil Blas, 9 septiembre de 1884
Traducción: Luis Ruiz Contreras

[Relato completo]

Guy de Maupassant

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