«El Vampiro» (The Vampyre: A Tale), escrito por John Polidori en 1816 y publicado en 1819, es una de las primeras obras que define al vampiro en la literatura moderna. La historia sigue a Aubrey, un joven inglés impresionado por la enigmática figura de Lord Ruthven, un aristócrata cuyo magnetismo oculta oscuros secretos. Cuando ambos viajan juntos por Europa, Aubrey comienza a notar comportamientos inquietantes en su compañero, mientras el misterio crece alrededor de este ser fascinante y peligroso. Este relato, concebido durante la célebre reunión en Villa Diodati donde Mary Shelley ideó Frankenstein, estableció las bases del vampiro aristocrático, un arquetipo cuya influencia perdura en la literatura hasta nuestros días.
El vampiro
John William Polidori
(Cuento completo)
Por aquel tiempo, en medio de la disipación habitual del invierno londinense y entre las numerosas reuniones a que la moda obligaba en la época, apareció un Lord aún más notable por sus particularidades que por su rango. Su mirada se cernía sobre la alegría general que se desataba a su alrededor, con esa indiferencia propia de quienes no participarán de ella en el futuro. Podría decirse que sólo la graciosa sonrisa de la belleza era capaz de llamar su atención, y aun así únicamente para destruirla con una mirada sobre los labios encantadores que la dibujaran, provocando un escalofrío en el corazón allí donde sólo había reinado el afán de placer. Las mujeres que sentían esta terrible sensación no hubieran podido decir de dónde provenía. Algunas, sin embargo, la atribuían a sus ojos, de un gris apagado, que, cuando se detenían sobre los rasgos de una persona, parecían no penetrar hasta e’ último recodo del corazón y antes bien dijérase que se desplomaba sobre la tez como un pesado rayo que se arrastrara sin poderla atravesar. Su originalidad le hizo ser invitado por todos: cada quién deseaba conocerlo, y todos aquellos que tiempo atrás fueron partidarios de las emociones fuertes se felicitaban por haber encontrado al fin algo capaz de avivar su ánimo apelmazado. Su rostro era regularmente bello, a pesar del tinte sepulcral que dominaba sus rasgos, jamás animados por ese amable rubor fruto de la modestia o de las emociones provocadas por la pasión. Las mujeres que, siguiendo la moda, se sentían ávidas de cualquier deshonrosa celebridad, se disputaban su conquista o, al menos, la obtención de alguna muestra de lo que ellas llamaban inclinación. Lady Mercer, que, tras la muerte de su esposo había alcanzado la vergonzosa gloria de eclipsar, en los círculos sociales, la desordenada conducta de sus competidoras, se lanzó a su conquista e hizo cuanto pudo, aunque en vano, por llamar su atención. El impudor de Lady Mercer viose coronado por el fracaso y optó por renunciar a su empresa. Sin embargo, aunque no se dignaba dirigir una mirada siquiera a las mujeres perdidas que diariamente encontraba, la belleza no le era indiferente; aun así, pese a que jamás se dirigía sino a la mujer virtuosa o a la joven inocente, lo hacía con tanto misterio que pocas personas sabían que solía charlar algunas veces con el bello sexo. Sus palabras tenían un encanto irresistible: bien porque lograran hacer olvidar el temor que inspiraba al principio, bien a causa de su repulsa aparente por el vicio, el caso era que lo deseaban tanto las mujeres cuyas virtudes son el ornamento de su sexo como aquéllas que lo deshonran.
Por aquel entonces llegó a Londres un joven caballero llamado Aubrey: era huérfano, tenía una sola hermana y poseía grandes riquezas heredadas por la prematura muerte de sus padres, apenas cuando él era niño. Sus tutores, ocupados excesivamente en el cuidado de su fortuna, lo abandonaron a sí mismo o, cuando menos, remitieron la importante carga de su educación a mercenarios subalternos. El joven Aubrey se preocupó más de cultivar su imaginación que su juicio. Ésta era la causa de que poseyera ese exaltado sentimiento romántico del honor y la pureza, que arruina a tantos jóvenes alocados. Creía que todo el mundo amaba la virtud y que el vicio no había sido concedido por la Providencia más que para obtener un efecto pintoresco: pensaba que la miseria de una choza no era sino puramente ideal y que la vestimenta del campesino no era tan cálida como la del hombre voluptuoso sino para deleitar el ojo del pintor, a causa de sus pliegues irregulares y sus abundantes remiendos de diversos colores, que representan los sufrimientos del pobre tan a la perfección. Pensaba, en definitiva, que los sueños de los poetas constituyen las realidades de la vida. Era buen mozo, sincero y rico: por estos motivos, al incorporarse a los círculos del gran mundo, se vio rodeado por multitud de madres que pugnaban por quién le describiría con menos veracidad las cualidades que mínimamente se exigen para el placer; mientras tanto, las hijas, con el semblante trastocado al advertir su presencia y la mirada chisporroteante cuando se les acercaba, pronto lo indujeron a falsas nociones respecto a sus méritos y talento; y aunque nada en el mundo viniera a confirmar la veracidad del folletín que había creado en su soledad, su vanidad satisfecha fue como una especie de compensación por este desajuste. Estaba a punto de abandonar sus ensueños, cuando el ser extraordinario que hemos descrito más arriba vino a cruzarse en su camino.
Se dedicó a estudiarlo y la misma imposibilidad de formarse una idea del carácter de un hombre totalmente encerrado en sí mismo y que no daba muchas muestras de su observación de los objetos exteriores fuera de un tácito asentimiento ante su existencia, esta misma imposibilidad, repetimos, permitió a Aubrey dar libre curso a su imaginación para forjarse un retrato de todo cuanto halagaba su propensión por las ideas extravagantes, y en poco tiempo convirtió a tan singular personaje en un héroe novelesco, viendo más en él la criatura de su imaginación que la realidad que se mostraba a sus ojos. Se relacionó con el extraño y poco a poco tuvo muchas atenciones para con él, e hizo tantos progresos en sus contactos que su presencia era siempre reconocida. No tardó mucho en saber que los asuntos de Lord Ruthwen estaban en apuros y, a tenor de los preparativos que vio en su hotel, advirtió que se disponía a viajar.
Deseoso de obtener alguna información más precisa sobre este extraño personaje que hasta el presente se había limitado a espolear la curiosidad del joven sin satisfacerla, Aubrey hizo saber a sus tutores que ya era tiempo de comenzar su gira por Europa, costumbre ésta adoptada años atrás por nuestros jóvenes y que no les ofrece más beneficio que el precipitarse rápidamente en la carrera de la depravación, a fin de situarse en condiciones de igualdad con sus mayores, en espera de parecer de vuelta de todo ante las intrigas escandalosas y los eternos temas de burla y alabanza tan frecuentes en los salones. Los tutores dieron su consentimiento e inmediatamente participó a Lord Ruthwen de sus propósitos, sorprendiéndose agradablemente al recibir invitación de viajar con él. Aubrey, halagado por tal muestra de aprecio por parte de un hombre que parecía no tener nada en común con la especie humana, aceptó con alegría la propuesta y a los pocos días nuestros dos viajeros habían cruzado las aguas.
Hasta aquí, Aubrey no había tenido ocasión de estudiar a fondo el carácter de Lord Ruthwen y ahora se percataba de que, si bien muchas de sus acciones ocurrían ante sus ojos, los resultados ofrecían conclusiones que diferían de los motivos aparentes de su comportamiento: su compañero de viaje llevaba su liberalidad hasta lo exhaustivo: el ocioso, el vagabundo y el mendigo recibían de sus manos socorros más que suficientes para satisfacer sus necesidades inmediatas; pero Aubrey comprobaba con dolor que no eran las gentes virtuosas reducidas a la indigencia, por la desgracia más que por el vicio, las favorecidas por su misericordia: rechazando a estos desdichados de su puerta, apenas podía él reprimir una leve sonrisa de sarcasmo; y cuando el hombre intemperante venía hasta él, no para recibir alivio de sus necesidades sino para aumentar sus medios de prolongar su molicie y su depravación, se le hacía partir con generosas dádivas. Aubrey, sin embargo, creía su deber atribuir esta discriminación exagerada en las limosnas a la mayor importunidad de los viciosos que, la mayoría de las veces, obtienen preferencia ante la modesta timidez de los virtuosos indigentes. Empero, había una característica en la caridad de Lord Ruthwen que impresionaba todavía más al joven Aubrey: todos los favorecidos por tal generosidad acababan convencidos invariablemente de que semejante ejercicio iba acompañado de una maldición inevitable; todos acababan pronto por ser conducidos al patíbulo o a la más abyecta miseria: en Bruselas y otras ciudades que atravesaron, Aubrey contempló con sorpresa la especie de avidez con que su compañero investigaba los centros de la depravación: en las casas de juego, se lanzaba rápidamente a la mesa de faraón; apostaba y jugaba siempre con éxito, excepto en aquellas ocasiones en que tropezaba con un tahúr conocido, circunstancia que le hacía perder más de lo que había ganado; todo sucedía sin la menor alteración de su rostro y con aquel aire indiferente que adoptaba frente a cualquier vicisitud, salvo cuando se enfrentaba al joven sin experiencia o al infortunado padre de familia numerosa; en tales casos el destino parecía barajarse entre sus manos: dejaba de lado su tradicional impasibilidad y su mirada chispeaba con mayor fuego que la del gato que contempla entre sus patas al agonizante ratón. Al partir de las ciudades, el joven inexperto, rico antes de su llegada, quedaba arrancado del círculo del que fuera ornato, maldiciendo en la soledad de algún calabozo el hado implacable que le había puesto al alcance de tal demonio; en tanto que el padre, desolado, deploraba entre sus hambrientos hijos no haber sabido conservar, de entre toda su inmensa fortuna, el menor óbolo con que aplacar sus imperiosas necesidades. Lord Ruthwen, sin embargo, abandonaba la mesa de juego sin un céntimo, pues se dedicaba inmediatamente a perder, ante el destructor de la fortuna de una mayoría de desdichados, hasta la última moneda que acababa de arrancar a la inexperiencia, pues aunque poseía un cierto grado de habilidad, era incapaz de enfrentarse, casi siempre, a la astucia de los tahúres experimentados. A menudo Aubrey deseó reprochar a su amigo tamaño comportamiento, rogándole que renunciara a la caridad y al ejercicio de un pasatiempo que comportaban la ruina de todos y no redundaba en su beneficio propio; pero día a día retardaba sus reconvenciones, aguardando el momento en que su amigo propiciara una charla franca y sincera; sin embargo, esta ocasión no se presentó jamás. Lord Ruthwen, en su coche o en medio de los exuberantes escenarios de la naturaleza silvestre, era siempre el mismo; sus ojos no manifestaban más palabras que sus labios; y si bien convivía con quien de tal manera excitaba su curiosidad, Aubrey no recibía a cambio sino la constante punzada de su impaciencia, ávida de solucionar el misterio que envolvía a aquel personaje que su imaginación exaltada se representaba de más a mayor como sobrenatural.
Pronto llegaron a Roma y Aubrey perdió de vista a su compañero por algún tiempo; lo dejaba todos los días en la tertulia matutina de una condesa italiana, en tanto que él prefería abandonarse al itinerario escultórico y arquitectónico de la ciudad. Mientras esto ocurría le llegaron algunas cartas de Inglaterra, que procedió a abrir con impaciencia. Una de ellas estaba firmada por su hermana y no contenía sino la expresión de su gran afecto; las otras eran de sus tutores y lo que en ellas se leía no dejó de sorprenderle; si ya antes había penetrado en su imaginación la sospecha de que su compañero de viaje estaba dotado de alguna maléfica influencia, estas cartas vinieron a proporcionarle una garantía de la veracidad de sus presentimientos. Sus tutores insistían en que debía separarse inmediatamente de su amigo y hacían hincapié en la especial depravación de su carácter, unida a ciertos irresistibles poderes de seducción que convertían cualquier trato con él en tanto más peligroso. Sabíase, luego de su partida, que su desprecio por las mujeres perdidas no tenía origen en la execración del vicio; antes bien, para que sus deseos fueran plenamente satisfechos, era necesario que su víctima, partícipe de su crimen, fuera precipitada desde el pináculo de una intacta virtud hasta el fondo del abismo de la infamia y la degradación. Se había observado, asimismo, que todas aquellas mujeres a las que se había dirigido en apariencia a causa de su casta conducta, habían abandonado su máscara después de su partida y expuesto sin escrúpulo a todo el mundo la total deformidad de sus costumbres.
Aubrey se decidió a abandonar a un personaje cuyo carácter no había mostrado hasta el momento el menor punto brillante sobre el que detenerse. Determinó inventarse algún plausible pretexto que le permitiera alejarse de él para siempre, proponiéndose mientras tanto observarlo más de cerca y prestar atención a sus menores detalles. Frecuentó el mismo círculo de amistades que Lord Ruthwen y no pasó mucho tiempo sin que llegara a advertir que su compañero tendía a abusar de la inexperiencia de la hija de la dama cuya casa visitaba con mayor asiduidad. En Italia es raro encontrar en sociedad una muchacha todavía por casar. Lord Ruthwen estaba, pues, obligado a llevar sus planes en secreto; pero la mirada de Aubrey siguió todas sus vueltas y descubrió que había concertado una cita, previendo que la total ruina de la joven imprudente sería el implacable resultado. Sin perder un instante, penetró en el gabinete de su compañero y le preguntó bruscamente sobre sus intenciones a propósito de la joven, previniéndole al mismo tiempo que sabía con certeza la existencia de una cita para aquella misma noche. Lord Ruthwen replicó que sus intenciones eran las naturales que suelen acontecer en casos semejantes; y, viéndose presionado a confesar si sus miradas eran legítimas, su única respuesta fue una maligna sonrisa. Aubrey se retiró y, luego de dirigirle una nota en la que renunciaba desde entonces a ser su compañero de viaje, ordenó a su criado que le proporcionase otro alojamiento, y se presentó sin perder un instante en casa de la madre de la muchacha para comunicarle no solamente lo que había descubierto sobre su hija sino también cuanto sabía desfavorablemente de las costumbres de Lord Ruthwen. El aviso llegó a tiempo para hacer fracasar la proyectada cita. Al día siguiente, Lord Ruthwen escribió a Aubrey notificándole que daba su asentimiento a la separación, pero sin dar a entender que sospechaba su intervención en el fracaso de su intriga.
Tras salir de Roma, Aubrey orientó sus pasos hacia Grecia y, atravesando el golfo, pronto se vio en Atenas. Fijó entonces su residencia en la casa de un griego y no se ocupó más que de buscar los restos de pasadas glorias en monumentos que, al parecer avergonzados ahora de exhibir ante un pueblo yugado los gloriosos testimonios de las hazañas de los hombres libres, parecían querer hundirse en las entrañas de la tierra o esconderse de las miradas bajo un espeso musgo.
Bajo su mismo techo moraba una joven de formas tan bellas y delicadas que habría podido servir de modelo a cualquier pintor ávido de plasmar sobre la tela la hurí prometida por Mahoma en su paraíso; ¡imposible, no obstante!: sus ojos poseían una expresión que jamás pertenecería a esas bellezas que el Profeta representa como carentes de alma. Cuando Ianthe danzaba en la llanura o correteaba por la ladera de las montañas, dijérase que la gacela no era sino la torpe imitación de sus gráciles movimientos. ¿Y quién, sino el discípulo de Epicuro, habría preferido la mirada animada y celeste de la una a los ojos voluptuosos aunque terrestres de la otra? Esta amable ninfa acompañaba siempre a Aubrey en sus recorridos de anticuario. ¡Y cuántas veces, ignorando sus propios encantos, lanzada a la persecución de alguna brillante mariposa, desplegaba toda la belleza de su talle encantador, flotaba de tal manera a los suaves embates del céfiro y a las ávidas miradas del joven extranjero, que éste se olvidaba al instante de las letras casi borradas por el tiempo que con tanto esfuerzo había logrado extraer del mármol, no contemplando sino sus formas hechiceras! ¡Cuántas veces, mientras Ianthe revoloteaba a su alrededor, su larga cabellera articulada en trenzas onduladas de brillante oro flotando sobre la espalda, ofrecía al joven la excusa necesaria para abandonar sus búsquedas científicas y dejar escapar de su mente el texto de una inscripción que acababa de descubrir y que un instante antes su importancia para la interpretación de un pasaje de Pausanias había relampagueado ante sus ojos! Mas, ¿por qué intentar describir unos encantos más fáciles de sentir que de apreciar? Inocencia, juventud, belleza, todo en ella respiraba ese frescor casi perdido de la Naturaleza, tan extraño a la afectación de nuestros salones de moda.
Mientras Aubrey dibujaba las ruinas de las que deseaba conservar un recuerdo para el futuro, la muchacha se mantenía a su lado y contemplaba los mágicos efectos del lápiz que iba perfilando los escenarios de su país natal. Ella entonces le describía, con todo el fuego de una memoria todavía fresca, la ligera danza que había ejecutado con sus compañeras sobre el verde césped de los alrededores o la pompa de las fiestas nupciales que en su infancia presenciara. En otras ocasiones, cuando sus recuerdos regresaban sobre los puntos que más hondamente la habían impresionado, le explicaba las leyendas sobrenaturales que su nodriza cercara en torno a su desvalida infancia. La solemnidad de su tono, la sinceridad de su aspecto, espolearon el corazón del muchacho conduciéndolo hasta una tierna compasión; y, a menudo, cuando le contaba la historia del vampiro viviente que había cernido su maldición sobre sus amigos y parientes más queridos, alimentándose con la vida de una hermosa mujer para prolongar su existencia durante cada año implacablemente, la sangre helábase en sus venas y trataba de apartarla de tan vanas fantasías con sus alegres carcajadas; pero Ianthe respondía, a modo de prueba, citando el nombre de algunos ancianos que lograron descubrir la presencia del vampiro, sin poder evitar a cambio la pérdida de varias de sus hijas, sacrificadas al horrible apetito del monstruo; y, obligada por el aparente escepticismo de Aubrey, le suplicaba encarecidamente que tuviera fe en sus relatos, pues habíase observado que justamente aquellos que osaban poner en duda la existencia de los vampiros no pudieron evitar el derrumbe de su incredulidad en virtud de alguna mortal experiencia. Ianthe comenzó a describirle el aspecto exterior que convencionalmente se atribuía a tales monstruos y la impresión de horror que tanto había marcado el ánimo de Aubrey viose aún más fortalecida por la identificación que, de una manera incontenible, estaba realizando con Lord Ruthwen.
Aubrey sentía aumentar más y más la atracción que experimentaba por Ianthe; su inocencia, tan opuesta a las fingidas virtudes de las mujeres entre las que buscara antes su romántico ideal, seducía incesantemente sus sentidos; y al tiempo que imaginaba lo ridículo que resultaría el matrimonio entre un joven educado a la inglesa y una campesina griega analfabeta, no podía evitar sentirse cada vez más atraído por la encantadora joven con quien pasaba momentos tan deliciosos. A veces conseguía alejarse de ella, y, trazándose un plan para el estudio de las antigüedades, marchábase decidido a no regresar hasta haber alcanzado su objetivo; pero resultábale imposible prestar atención a las ruinas de los alrededores, en tanto la imagen de Ianthe siguiera dueña de sus pensamientos. Ignorando el amor que le había inspirado, ella mantenía siempre con él la misma infantil franqueza que había mostrado desde el primer encuentro. Parecía no querer separarse de él sino con gran desazón, y ello únicamente porque no disponía de ningún otro compañero con el que vagar por sus lugares favoritos, en tanto que Aubrey, no muy lejos de ella, se ocupaba en descubrir algún fragmento escapado a la guadaña destructora del tiempo. Como testimonio de lo que había dicho a Aubrey sobre los vampiros, apeló a su padre y a su madre, quienes, así como algunas otras personas que estaban presentes, palidecieron de horror ante la sola mención del nombre infernal. Poco tiempo después, Aubrey decidió emprender una excursión que debía tenerle ocupado por varias horas: cuando sus huéspedes le oyeron mencionar el lugar, de común acuerdo se lanzaron a suplicarle que regresara a Atenas antes de la caída de la noche; pues en su trayecto, dijéronle, debía cruzar un bosque por el que nadie, en toda Grecia, osaría pasar después del ocaso. Se lo describieron como punto de reunión de los vampiros para sus orgías nocturnas y le afirmaron que cualquiera que acertara a cruzarse en su camino sería víctima de los peores peligros. Aubrey contestó con ligereza a sus admoniciones y aun intentó hacerles notar el absurdo de semejantes creencias; sin embargo, cuando los vio estremecerse de terror ante su audaz desprecio por un poder infernal e irresistible, ante cuyo solo nombre había que temblar, optó por callarse.
A la mañana siguiente, Aubrey se puso en camino sin ninguna compañía; al partir, observó con pena y sorpresa el aire melancólico de sus anfitriones y la impresión de terror que sus bromas sobre la existencia de los vampiros había producido en sus facciones. Ya sobre su caballo, pronto a marcharse, Ianthe se llegó hasta él y le rogó angustiada que volviera antes que la caída de la noche permitiera entrar en acción el poder de los monstruos. Aubrey prometió hacerle caso; pero sus búsquedas científicas absorbieron de tal manera su atención que ni advirtió la próxima muerte del día ni la presencia en el horizonte de una de esas nubes que en los climas tórridos se vuelven precipitadamente portentosa masa de nubarrones que derraman su furor sobre los campos desolados. Finalmente, se decidió a montar a caballo, decidido empero a compensar su demora con la urgencia de la velocidad. Pero pronto advirtió que ya era demasiado tarde. El crepúsculo es algo desconocido en los climas meridionales y la noche comienza en el mismo momento de ponerse el sol. Antes de que Aubrey recorriera algún trecho apreciable, la tormenta estalló sobre los árboles del bosque en que se encontraba. Los truenos estallaban repetidas veces y su estampido se rompía en numerosos ecos sin apenas conceder un segundo al silencio. La lluvia caía a torrentes sobre el joven en tanto los relámpagos inundaban el paisaje de cárdenos destellos; el mismo rayo venía a caer a sus pies. El caballo, espantado, lo arrastró hacia lo más espeso del bosque hasta que, agotado, se detuvo, y Aubrey, a la luz de los relámpagos, pudo descubrir una choza en las cercanías, casi cubierta por las hojas secas y la maleza. Desmontó y se acercó, esperando encontrar a alguien que pudiera conducirle hasta el pueblo o, al menos, darle refugio contra la tormenta. Mientras se aproximaba, en un intervalo entre dos truenos, alcanzó a escuchar los desesperados alaridos de una mujer acompañados de una sofocada pero triunfante carcajada, que parecía prolongarse indefinidamente; asustado, Aubrey dudó si debía entrar o no; pero un trueno que descargó su violencia sobre su cabeza logró sacarle de dudas y, armándose de valor, franqueó el umbral de la cabaña. Se encontró en medio de las tinieblas: el ruido, sin embargo, lo orientó. Aparentemente, su presencia había pasado inadvertida y por muchas llamadas que hizo no obtuvo la menor respuesta. Se encontró de pronto con que estaba tocando un cuerpo, lo aferró bruscamente y entonces estalló junto a él una espeluznante carcajada, al tiempo que una voz horrible dejaba escapar estas palabras:
—Nuevamente burlado…
Repentinamente se sintió aferrado por una fuerza que parecía sobrenatural. Decidido a vender cara su vida, luchó aunque en vano: fue alzado en vilo y arrojado con enorme brío contra el suelo. Su enemigo cayó sobre él y, poniéndole una rodilla sobre el pecho, llevaba ya sus manos a la garganta del muchacho cuando un violento resplandor de antorchas vino a interrumpirle; se levantó al instante y, abandonando su presa, lanzóse a través de la puerta: el ruido producido al abrirse paso por entre la espesa maleza cesó de oírse en pocos momentos.
La tormenta habíase apaciguado y los recién llegados alcanzaron a oír desde el exterior los lamentos de Aubrey, incapaz de moverse. Penetraron en la choza: las luces de sus antorchas iluminaron la musgosa techumbre y pronto se vieron todos cubiertos de copos enhollinados. A petición de Aubrey fueron en busca de la mujer cuyos gritos habíanle atraído; y a medida que los hombres se alejaban, las tinieblas regresaron progresivamente a su alrededor: pero, pronto, ¡con qué horror pudo contemplar el cuerpo inanimado de la encantadora Ianthe, transportado a la luz de las antorchas! Inútilmente intentó cerrar los ojos ante semejante pesadilla, creyéndola fruto de su trastornada imaginación; pero cuando volvió a abrirlos, vio de nuevo los restos de su amada, tendida en tierra junto a él: las delicadas mejillas y los inocentes labios que antaño hubieran avergonzado a las rosas hallábanse ahora sepulcralmente pálidos: y sin embargo aún podía verse una admirable calma sobre los rasgos encantadores de Ianthe, casi tan atractiva ahora como lo fuera en otro tiempo. Manchas de sangre aparecían por cuello y pecho y en su garganta podían verse los pérfidos estigmas de los dientes que habían abierto sus venas: los aldeanos que habían traído el cuerpo, señalando las funestas señales, aturdidos repentinamente por un atávico terror, exclamaron:
—¡Un vampiro! ¡Un vampiro!
Construyeron unas parihuelas y en ellas colocaron a Aubrey junto a la que otrora había sabido constituirse para él en objeto de sueños felices y pletóricos de delicias insospechadas, cuya vida acababa ahora de ser truncada en flor.
El espíritu de Aubrey quedó turbado e incapaz de ordenar sus pensamientos, prefiriendo más bien refugiarse contra la desesperación en una total ausencia de sensaciones. En una mano, casi inconscientemente, sostenía una daga desnuda, de curioso diseño, que había encontrado en la choza sin saber cómo; pronto el triste cortejo se encontró con otros aldeanos que una madre alarmada había instado al rastreo de su querida hija; pero los llantos que acompañaban la desolada tropa, en aumento a medida que se acercaba a la aldea, fueron para esta madre y su marido infortunado la avanzadilla de alguna terrible catástrofe. Sería imposible describir su pesar y su angustia; cuando descubrieron el cuerpo de su adorada hija, miraron a Aubrey, le hicieron observar los indicios espantosos de la causa de su muerte y ambos expiraron de desesperación.
Aubrey, tendido sobre su lecho, fue presa de violenta fiebre y a menudo de delirio, en medio del cual llamaba a Lord Ruthwen tanto como a Ianthe. Unas veces suplicaba a su antiguo compañero que se compadeciera de aquella que amaba; otras lo llenaba de imprecaciones y lo acusaba de ser el destructor de su felicidad.
Lord Ruthwen se encontraba por aquel tiempo justamente en Atenas; y, habiendo tenido conocimiento de la triste situación de Aubrey, por algún motivo ignorado vino a albergarse bajo su mismo techo, deviniendo su asiduo compañero. Cuando el joven salió de su delirio, estremeciose de horror ante la presencia de aquel cuya imagen permanecía ahora confundida, en el fondo de su ser, con la del vampiro; pero Lord Ruthwen, mediante su tono persuasivo y en virtud de su semilamentación sobre el incidente que había provocado su ruptura, y, más aún, por las atenciones prodigadas a Aubrey, consiguió restablecer de alguna manera su prestigio. Lord Ruthwen parecía totalmente cambiado; ya no daba la impresión de ser el individuo apático que conociera Aubrey; pero tan pronto la convalecencia de éste comenzó a tomar visos de desaparición, advirtió que su compañero regresaba a sus antiguos hábitos y volvió a encontrarse con el hombre de su relación primera, tanto que Aubrey advirtió con sorpresa que Lord Ruthwen parecía lanzar sobre él una mirada penetrante mezclada con una cruel sonrisa que jugueteaba entre sus labios. No sabía la causa, pero aquella sonrisa lo obsesionaba. Se perdía en razones sobre la intención de tan espantosa mueca, tan a menudo reiterada. Cuando Aubrey alcanzó el último estadio de su recuperación, Lord Ruthwen, separado poco a poco de él, se entregaba aparentemente a la tarea de observar las olas levantadas por la refrescante brisa, o bien en seguir el progreso de esas órbitas que, al igual que nuestro mundo, giran alrededor de un sol inmóvil; pero, a decir verdad, más bien daba la impresión de querer alejarse de los ojos ajenos.
La conmoción había debilitado sobremanera la cabeza de Aubrey; aquella agilidad de espíritu, que tanto había brillado en él en otro tiempo, parecía ahora haberse desvanecido para siempre. Habíase convertido en un ser tan amante del silencio y la soledad como el mismo Lord Ruthwen. Pero en vano perseguía esa soledad: ¿podía acaso existir para él en el paisaje ateniense? La buscaba entre las ruinas que antes había frecuentado y la imagen de Ianthe lo acompañaba como tantas veces; la buscaba en lo más profundo de los bosques e imaginaba ver todavía el leve paso de la ligera Ianthe, perdida entre flores, en busca de la modesta violeta; y repentinamente su ensombrecida memoria se la devolvía con el rostro pálido, la garganta ensangrentada y los labios descoloridos, aunque una sonrisa siempre amable venía a socorrerla a pesar de todo.
Por fin determinose a huir de los parajes a cuyo contacto fluía un torrente de dolorosos recuerdos. Propuso a Lord Ruthwen, con quien sentíase en deuda por la tierna atención que le dispensara durante su enfermedad, el proyecto de seguir recorriendo juntos aquellos lugares de Grecia que aún no conocían. Partieron, pues, y marcharon en busca de aquellos parajes capaces de suscitar un recuerdo antiguo; pero, aunque corrían incansablemente de un lugar a otro, parecía que ninguno de los dos se sentía con ánimo de prestar verdadera atención a los variados objetos que caían bajo sus ojos. Oyeron hablar con frecuencia de los salteadores que infestaban el país; pero, poco a poco, acabaron por desoír semejantes informes, atribuyéndolos a la imaginación de las gentes interesadas en excitar la generosidad de aquellos a quienes pretendían defender de los supuestos peligros. En una ocasión, como consecuencia de haber pasado por alto las advertencias de los aldeanos, se atrevieron a viajar con una escolta bien poco numerosa, inhábil para cualquier defensa. En el momento de penetrar por un estrecho desfiladero, en cuyo fondo corría un torrente confundido entre las masas de rocas, se arrepintieron de su imprudente confianza; apenas había entrado toda la partida por tan angosto paso, una granizada de proyectiles comenzó a silbarles los oídos, en tanto miles de ecos devolvían el tronar de los disparos. Pronto una bala fue a incrustarse en la espalda de Lord Ruthwen, que cayó abatido. Aubrey corrió a socorrerlo; y ya sin prestar la menor atención al altercado o a su propia temeridad, se encontró de repente rodeado por los asaltantes. La escolta, tan pronto vio caer a Lord Ruthwen, había depuesto las armas y pedido cuartel. Con la promesa de una fuerte recompensa, Aubrey convenció a los bandoleros para que ayudaran al traslado del cuerpo de su amigo a una cabaña vecina; y, en tanto convino con ellos el precio del rescate, dejó de ser importunado por su presencia; los bandidos se turnaron en la vigilancia de la choza hasta que regresara uno de ellos, mensajero enviado a una ciudad próxima con una nota firmada por Aubrey para su banquero.
Las fuerzas de Lord Ruthwen se agotaron rápidamente; al cabo de dos días apareció la gangrena y el momento de su extinción parecía avanzar a pasos agigantados. Su manera de ser y sus rasgos eran, sin embargo, siempre los mismos. Podría decirse que era tan indiferente al dolor como antes lo había sido a cuanto pasaba en su entorno; sin embargo, hacia el final del segundo crepúsculo pareció preocupado por alguna idea dolorosa; sus ojos dirigíanse con frecuencia hacia Aubrey, quien comenzó a cuidarlo con asiduidad aún mayor que la habitual.
—¡Vos queréis ayudarme! —dijo a su amigo—. ¡Vos podéis salvarme! Y aún podríais hacer mucho más. No estoy hablando de mi vida: contemplo su fin con tanta indiferencia como el final de cualquier día cotidiano. ¡Pero aún podéis salvar mi honor, el honor de vuestro amigo!
—¿Y cómo, decidme, cómo puedo hacerlo? —respondió Aubrey—. ¡Haría cualquier cosa por seros útil!
—Es bien poco lo que tengo que pediros —replicó Lord Ruthwen—. Mi vida declina rápidamente y ya no me queda tiempo para exponeros mi pensamiento; pero si quisierais ocultar todo cuanto sabéis de mí, mi honor quedaría al abrigo de cualquier sospecha mundana; y si mi muerte fuera ignorada durante algún tiempo en Inglaterra…
—¡La ocultaré! —dijo Aubrey.
—¿También mi vida? —exclamó Lord Ruthwen.
—Nada se sabrá de ella —añadió Aubrey.
—¡Juradlo, pues! —exclamó su amigo agonizante, irguiéndose con un último esfuerzo ávido de alegría—. Juradlo por todo aquello que vuestra alma es capaz de reverenciar o temer, jurad que durante un año y un día vos guardaréis un silencio inviolable sobre todo cuanto sabéis de mis crímenes y sobre mi muerte, delante de cualquier persona, sea quien fuere, y ante cualquier acontecimiento por maravilloso o sorprendente que pudiera aparecer a vuestros ojos. —Y pronunciando estas palabras sus ojos parecían salirse de sus órbitas.
—Lo juro —dijo Aubrey… Y Lord Ruthwen, dejándose caer sobre el lecho y convulsionado por una seca risa, exhaló su último suspiro.
Aubrey se retiró para descansar pero no pudo dormir. Las extraordinarias circunstancias que habían acompañado toda su relación con Lord Ruthwen se presentaban involuntariamente a su impresionada memoria; y, cuando recordó su juramento, un escalofrío lo recorrió de arriba abajo, como si presintiera que algo horroroso le aguardaba. Levantose temprano a la mañana siguiente y ya iba a entrar en busca del cadáver cuando se encontró con uno de los bandidos que le informó sobre la retirada del cuerpo: según promesa hecha a Lord Ruthwen antes de morir, y mientras Aubrey descansaba, lo habían transportado a la cima de un monte próximo a fin de recibir el primer rayo de luna que surgiese después de su muerte. Aubrey quedó estupefacto, pero se sobrepuso y, reuniendo varios hombres, se decidió a subir hasta el lugar indicado para enterrar el cuerpo; pero, no bien hubo alcanzado la cima de la montaña, advirtió con sorpresa que el cadáver había desaparecido, así como sus ropas, a pesar de los juramentos de los bandidos que aseguraban que era aquél el lugar donde lo habían depositado. Durante un rato se perdió en conjeturas acerca de tan extraño suceso; pero, finalmente, se convenció a sí mismo de que los ladrones habían enterrado el cuerpo por su cuenta para apoderarse de sus ropas.
Hastiado de un país donde había encontrado tan terribles catástrofes y donde todo parecía conspirar para incrementar aquella supersticiosa melancolía que había aturdido su espíritu, tomó la decisión de abandonar Grecia y pronto llegó a Esmirna. Allí, mientras esperaba el navío que debía llevarlo a Otranto o a Nápoles, se ocupó de la inspección de los diversos efectos que pertenecieran a Lord Ruthwen, ahora en su poder. Entre otras cosas vio un estuche que contenía varias armas ofensivas, todas ellas apropiadas para dar un rápido golpe de gracia sobre el pecho de las víctimas. Pudo observar algunas dagas; y, mientras las revolvía examinándolas, admirando sus curiosas formas, cuál no sería su sorpresa al encontrar una vaina adornada evidentemente con el mismo estilo que la daga que descubriera en la fatídica choza. Estremeciose ante este espectáculo y apresurándose a obtener nuevas pruebas que ratificaran la sospecha que ya nacía en su alma, buscó el arma y júzguese su horror cuando pudo comprobar que la daga, pese a su estrambótica forma, encajaba perfectamente en la vaina que sostenía entre las manos. Sus ojos no necesitaban más pruebas para confirmarle la terrible sospecha y parecían no poder separarse de aquel instrumento de muerte: sin embargo aún aspiraba a no creer en lo que tan evidente se ofrecía; pero aquella forma tan peculiar, aquella idéntica variedad de colores que ornaban mango y vaina de la daga y, más aún, algunas gotas de sangre adheridas a la hoja, no dejaban lugar a dudas. Aubrey partió de Esmirna y, al pasar por Roma, su primer acto fue obtener algún informe sobre la suerte de la muchacha que había estado a punto de caer bajo la seducción de Lord Ruthwen. Sus padres, dueños de una inmensa fortuna, habían caído ahora en extrema indigencia, y no sabían nada sobre el paradero de la hija después de la desaparición del amante. Su espíritu viose asaltado por el temor de que la joven romana hubiera sucumbido a manos del destructor de Ianthe.
Bajo los embates de tantos horrores el corazón de Aubrey se tambaleó. Se volvió hipocondríaco y silencioso: su único cuidado era acelerar la velocidad de los postillones, como si tratara de salvar la vida de algún ser querido. Pronto llegó a Calais; una rápida brisa, que parecía obedecer sus deseos, lo condujo rápidamente a la costa inglesa; se apresuró entonces a regresar a la antigua mansión de sus padres y allí pareció olvidar por algún tiempo, gracias a los amorosos cuidados de su hermana, el recuerdo del pasado: si antaño habíase ganado ella su afecto por sus gentiles caricias infantiles, ahora, cuando había cumplido los dieciocho años, sus maneras habían adquirido con la edad un matiz más dulce y atractivo.
Miss Aubrey no poseía esa gracia brillante que capta la admiración y el aplauso de un numeroso círculo. No tenía tampoco en su aspecto ese animado tinte que sólo existe en la atmósfera caldeada de los aposentos donde se apiña la gente. Sus grandes ojos azules no eran jamás visitados por esa despreocupada alegría que pertenece a la ligereza de espíritu; en cambio, había en su mirada un melancólico encanto que no parecía emanar del infortunio menos que de la esperanza en una vida futura, propia de un alma consciente de la existencia de comarcas más brillantes. No estaba dotada de ese paso ingrávido y etéreo propio de la mariposa o la flor en su suave palpitar. En definitiva, era sensata y reflexiva. En la soledad, sus rasgos jamás perdían esa seriedad que le era tan natural; pero cuando estaba junto a su hermano, mientras éste le expresaba su tierno afecto y se esforzaba por olvidar en su presencia esos pesares que ella sabía minaban su descanso, ¿quién desearía cambiar la sonrisa de agradecimiento de Miss Aubrey por la sonrisa de la voluptuosidad? Sus ojos, sus rasgos, respiraban entonces una celeste armonía con las dulces virtudes de su alma. Todavía no había realizado su entrada en el mundo, sus tutores habían preferido retardar ese acontecimiento hasta la vuelta del hermano, a fin de que éste pudiera servirle de protector. De modo que su introducción fue decidida para la próxima recepción quetendría lugar próximamente. Aubrey hubiera preferido no abandonar la mansión de sus antepasados para alimentar allí la melancolía que lo consumía sin cesar. No podía sentir interés alguno por las frivolidades de las elegantes desconocidas cuando su espíritu había sido tan duramente castigado por los acontecimientos de que fuera testigo y protagonista; pero decidió sacrificar su comodidad y sus gustos en beneficio de la protección debida a su hermana. Marcharon a Londres y se prepararon para la reunión que iba a tener lugar el día siguiente de su llegada. El gentío era prodigiosamente inmenso. Hacía tiempo que no se había celebrado ninguna reunión en la corte y allí estaban presentes todos cuantos se afanaban por obtener el favor de una sonrisa real. Mientras Aubrey se mantenía apartado, insensible a cuanto ocurría a su alrededor, y justamente cuando acaba de recordar que se trataba del mismo lugar en que conociera a Lord Ruthwen, se sintió repentinamente cogido del brazo, en tanto que una voz demasiado familiar deslizaba estas palabras en su oído:
—¡Recordad vuestro juramento!
Temblando ante la posibilidad de verse ante un espectro pronto a fulminarlo, apenas tuvo el valor suficiente para volverse y contemplar aquel mismo rostro que llamara su atención en otro tiempo, cuando tomara contacto por vez primera con esta sociedad. Lo contempló aterrorizado hasta que sus piernas se negaron a seguir sosteniéndole, obligándolo a buscar apoyo en el brazo de un cercano compañero, y, abriéndose paso por entre la multitud, se dejó caer en el interior de su coche. Ya en su casa, recorrió la habitación de un extremo a otro a grandes zancadas y se llevó las manos a la cabeza repetidas veces como si de esa manera la despojara de su capacidad de pensar. Lord Ruthwen aparecía de continuo ante sus ojos: las circunstancias se organizaban en su cerebro en un orden desesperante; la daga, el juramento… Avergonzado de sí mismo y de su credulidad intentó reanimar su abatido espíritu y persuadirse de la imposibilidad de lo que sus ojos habían visto: ¡salir un muerto de su tumba! Sólo su imaginación, indudablemente, era la responsable de haber evocado del sepulcro la imagen de un hombre que con pertinaz insistencia había ocupado su atención y su ánimo: al cabo, había terminado por convencerse de que el vano fantasma era realidad. Fuera como fuese, reanimado por estas reflexiones, decidió volver nuevamente a la vida de sociedad; pero, cuantas veces intentaba preguntar por Lord Ruthwen, tantas otras quedábase ese nombre congelado en sus labios, no pudiendo obtener así la menor información al respecto. Unas cuantas noches después asistió junto con su hermana a una brillante reunión que tenía lugar en casa de unos parientes próximos. La dejó bajo la protección de una dama de respetable edad, se retiró a un lugar apartado y allí se abandonó por entero al curso de sus pensamientos. Transcurrió un buen rato antes de advertir el gran número de gente que había abandonado el salón; abandonó su rincón con reticencia y al entrar en la pieza vecina contempló a su hermana rodeada de algunas personas, con las que parecía sostener una animada conversación; esforzábase por abrirse camino hasta ella cuando un hombre, al que pidió permiso para pasar, se volvió hacia el joven y le reveló sus temidas facciones. Enloquecido por esta fatal visión se precipitó hacia su hermana, la tomó de la mano y, a pasos precipitados, la llevó hasta la calle. En el umbral de la mansión viose detenido algunos instantes por la multitud de criados que esperaban a sus amos; y, mientras atravesaba sus filas, resonó en sus oídos la voz excesivamente conocida que derramaba las terribles palabras:
—¡Recordad vuestro juramento!
Aterrorizado, no se atrevió a volver la cabeza; acelerando la marcha, alcanzaron su coche y pronto llegaron a casa.
La desesperación de Aubrey alcanzaba ahora los límites de la locura. Si ya con anterioridad su espíritu habíase mantenido absorto en la contemplación de un tema sin variantes, la certeza de que el monstruo seguía vivo lo golpeaba ahora sin descanso. Dejó de atender a las solícitas caricias de su hermana, que en vano le preguntaba por la causa del cambio que tan súbitamente habíase operado en él. No le respondía más que con algunas razones secundarias, suficientes sin embargo para llenar de inquietud el corazón de la muchacha. Cuanto más reflexionaba Aubrey sobre tan oscuro misterio, más preso se sentía entre los recodos de un intrincado laberinto. El pensamiento de su promesa le provocaba escalofríos. ¿Qué debía hacer? ¿Iba a permitir a este monstruo que rondara, trayendo la ruina con su aliento, a cuantas personas le eran queridas, sin impedir con sus palabras el proceso tal vez iniciado ya? ¡Su misma hermana podía ser tocada por él! Y si, rompiendo su juramento, descubriera las verdaderas razones de su temor, ¿quién le creería? A menudo pensaba en usar su propio brazo para librar al mundo de sujeto tan malvado: pero el hecho de que se tratara de un ser que había triunfado sobre la muerte acababa deteniéndolo. Durante muchos días permaneció en el mismo lamentable estado: encerrado en su habitación, no quería ver a nadie ni tomar alimento alguno hasta que su hermana, los ojos llenos de lágrimas, venía a rogarle que cuidara de su vida al menos por amor de ella. Por último, incapaz de soportar la soledad por más tiempo, abandonó la casa y se dedicó a recorrer las calles como si huyera de la imagen que lo perseguía obstinadamente. Con las ropas descuidadas, erraba de esta manera lo mismo bajo el fuego ardiente del sol del mediodía que a merced del helado rocío de la noche. Se volvió irreconocible; al principio regresaba a casa para dormir un rato; pero pronto dejó de hacerlo, echándose en cualquier sitio que encontrara cuando el abatimiento lo forzaba al descanso. La hermana, inquieta por los peligros que pudiera correr, quiso hacer que lo siguieran; pero Aubrey lograba siempre despistar a los encargados de su persecución y escapaba de ellos con la velocidad de una esperanza que desaparece. Sin embargo, su conducta experimentó un súbito cambio. Detenido por la insoportable idea de que su ausencia dejaba a sus seres queridos a merced de un monstruo cuya existencia ignoraban, decidió volver a la vida mundana para observarlo y advertir, pese a su juramento, a cualquier persona sobre la que Lord Ruthwen pudiera dirigir sus poderes. Pero cuando Aubrey entraba en un salón, su mirada de recelo era tan evidente, tan obvios sus involuntarios estremecimientos, que su hermana, a fin de evitarle la contemplación de un mundo que tanto lo afectaba, le rogó se abstuviera de sus visitas, aunque sólo fuera por condescendencia hacia ella. Cuando sus tutores advirtieron que los ruegos de la hermana caían en saco roto, juzgaron oportuno hacer intervenir su autoridad; temerosos de que Aubrey se encontrara al borde de alguna dolencia mental, decidieron que había llegado la ocasión de aceptar la responsabilidad delegada en ellos por sus padres.
Deseosos de librarle de los padecimientos que había encontrado diariamente en sus vagabundeos y para ocultar a los ojos del mundo lo que ellos consideraban síntomas de locura, contrataron a un médico para que residiera en la casa y se cuidara de él constantemente. Aubrey casi ni se enteró de todas estas medidas tomadas a sus espaldas: de tal manera se encontraba encerrado en sus propias reflexiones. Enclaustrado en su habitación, pasaba días enteros en un estado de mudo estupor del que nada lograba sacarlo. Había adquirido un aspecto pálido y demacrado; sus ojos ya sólo tenían una vidriosa y fija mirada: el único signo de afecto y recuerdo de que era capaz surgía ante la presencia de Miss Aubrey; entonces se estremecía de espanto y, tomando las manos de su hermana con una expresión que llenaba de dolor su corazón, le dirigía estas palabras sin dilación:
—¡Oh, no lo toquéis! ¡Si alguna piedad, si alguna amistad sentís por mí, no os acerquéis a él!
Y, sin embargo, cuando ella le suplicaba que le aclarase al menos de qué estaba hablando, la única respuesta era:
—¡Es demasiado cierto! ¡Es demasiado cierto! —Y regresaba al hermetismo del que nadie era capaz de sacarlo.
Este estado tan penoso había durado varios meses; no obstante, mientras el ciclo del año fatal llegaba a su término, la incoherencia de su comportamiento volvíase menos alarmante; su espíritu parecía volver a una disposición menos sombría y sus tutores observaron que varias veces al día hacía cálculos con los dedos, en tanto una sonrisa de satisfacción se extendía por sus labios.
El año había casi transcurrido cuando, el último día, uno de sus tutores, entrando en su habitación, conversó con el médico sobre el triste estado de la salud de Aubrey, observando lo deplorable del caso precisamente porque la hermana iba a contraer matrimonio al día siguiente. Estas palabras bastaron para despertar la atención de Aubrey, que preguntó con presteza:
—¿Con quién?
Su tutor, maravillado por esta muestra de retorno a la lucidez, que ya creía desaparecida para siempre, le respondió:
—Con el conde Marsden.
Pensando que se trataba de algún joven noble que conociera en los salones, al que su distraído espíritu hubiera borrado de la memoria, Aubrey mostrose satisfecho y sorprendió nuevamente a su tutor manifestando que deseaba asistir a la boda de su hermana y que quería verla antes de que tuviera lugar. Por toda respuesta, la hermana apareció frente a él algunos minutos más tarde; parecía que otra vez era sensible a su amable sonrisa; la estrechó contra su corazón y oprimió sus labios contra sus mejillas húmedas por el llanto de felicidad que le causaba la idea de que su hermano hubiera recuperado todo su afecto por ella. Le habló con calor y la felicitó efusivamente por su unión con un personaje de cuna tan distinguida; esto le decía cuando, repentinamente, descubrió un medallón sobre el pecho de su hermana: al abrirlo, ¡cuál no sería su horrible sorpresa al descubrir los rasgos del monstruo que después de tanto tiempo había conseguido tal influencia sobre su existencia! Arrancó el retrato en un acceso de rabia y lo pisoteó; y, cuando su hermana le preguntó por qué quería destruir la imagen del hombre con el que iba a casarse, él la miró de un modo espantoso como si no entendiera la pregunta; luego, cogiéndole las manos y lanzándole una mirada desesperada y frenética, le suplicó que le prometiera, bajo juramento, que jamás se desposaría con semejante monstruo; pues él… Pero, en aquel momento, algo vino a interrumpirlo: pareciole que la voz fatal le recordaba de nuevo su juramento. Volviose bruscamente, creyendo que Lord Ruthwen se encontraba allí; pero no vio a nadie. Sin embargo, los tutores y el médico, que habían escuchado todo lo ocurrido, imaginando que su espíritu había caído en los desórdenes habituales, entraron de repente y, apartándolo de su hermana, rogaron a ésta que abandonara la estancia. Aubrey cayó de rodillas e imploró que demorasen la ceremonia, aunque sólo fuese un día. Pero ellos, suponiendo que no se trataba sino de un acceso de locura, se esforzaron por tranquilizarlo y acabaron por retirarse.
Lord Ruthwen, al día siguiente de la reunión en la corte, habíase presentado en casa de Aubrey; pero sus puertas, como todas las demás, estaban cerradas para él. Al conocer las noticias sobre la enfermedad del joven, supo que él era el causante; pero cuando, concretando, se enteró de que la enfermedad pasaba por locura, a duras penas logró contener su alegría ante las personas que le proporcionaron la información. Mediante su asiduidad y fingiendo gran afecto por el muchacho, logró introducirse en la intimidad de Miss Aubrey; y la cortejó de tal manera, y con tales términos deploraba el estado de su hermano, que no tardó en rendirle su corazón. ¿Quién, realmente, habría podido resistirse a sus poderes de seducción? Su lengua lisonjera tenía tantas aventuras y peligros que contar, era tan capaz de hablar de sí mismo, con innumerables ardides y razones, como de un ser totalmente diferente del resto de los mortales, incapaz de sentir simpatía alguna que no fuera la que a ella dedicaba, tenía tantos motivos plausibles para garantizar que no la sentía más que después de haber saboreado los placeres de su voz encantadora, única razón de hacerle perder la insensibilidad que acompañara su existencia hasta entonces, en una palabra, sabía tan a la perfección usar las arteras formas del elogio que acabó conquistando toda su dulzura. Por ese tiempo, la extinción de una rama de su árbol genealógico le transmitió el título de conde de Marsden; y desde que su unión con Miss Aubrey había sido convenida, comenzó a pretextar multitud de asuntos que reclamaban su presencia en el continente con objeto de acelerar la ceremonia, a pesar del estado afligido del hermano, concertándose finalmente que la partida tendría lugar el mismo día de la boda. Aubrey, abandonado a sí mismo por médico y tutores, intentó corromper a los criados con sobornos, aunque en vano; no obteniendo el menor favor que facilitara su fuga, pidió papel y pluma y escribió a su hermana, conjurándola, en consideración a su propia felicidad, su honor y la memoria de los padres que descansaban en la tumba, a diferir solamente por unas horas un enlace que acarrearía inevitablemente numerosas desgracias, a cual más lamentable. Los criados le prometieron entregar la carta a su hermana; pero la llevaron al médico, quien no juzgó conveniente seguir apenándola con lo que consideraba simples actos de demencia.
La noche transcurrió con los preparativos de la ceremonia que iba a celebrarse al día siguiente. Aubrey lo oía todo con un horror más fácil de imaginar que de relatar. Demasiado pronto llegó la mañana fatal y ya los ruidos de los numerosos equipajes atormentaban los oídos de Aubrey. Deliraba de rabia. Felizmente, la curiosidad de los criados encargados de su custodia venció sobre el celo en el cumplimiento del deber y, uno tras otro, fueron retirándose dejándole solamente con la sola compañía de una mujer anciana y sin fuerzas. Aprovechó la ocasión con presteza y de un salto abandonó la habitación; en un momento estuvo en el salón donde todo el mundo se encontraba reunido. Lord Ruthwen fue el primero en darse cuenta de su aparición. Inmediatamente se lanzó contra él y, cogiéndole fuertemente el brazo, lo sacó de la habitación sin que, lleno de rabia, pudiera proferir una palabra. En la escalera, Lord Ruthwen le murmuró al oído:
—Recordad vuestro juramento y considerad que, si vuestra hermana no se desposa hoy conmigo, quedará deshonrada; la virtud de las mujeres es frágil…
Luego, lo arrojó violentamente a los brazos de los criados encargados de su vigilancia que, advertidos de su desaparición, habíanse lanzado en su seguimiento.
Aubrey no se hallaba en estado de sostenerse sobre sus propias piernas y, en un esfuerzo sobrehumano por expresar su desesperación, estalló un vaso sanguíneo de su garganta; bañado en sangre fue conducido al lecho.
No hicieron saber lo ocurrido a su hermana que, desgraciadamente, se encontraba fuera del salón. La ceremonia se llevó a cabo y los esposos partieron en seguida de Londres.
El estado de debilidad de Aubrey fue en aumento; la gran cantidad de sangre perdida sólo arrojaba indicios de una muerte segura. Hizo llamar a sus tutores y cuando pudo articular la voz ahogada por la rabia, contó con la mayor calma que pudo reunir todo cuanto el lector acaba de leer, expirando a continuación.
Los tutores salieron en pos de Miss Aubrey, pero ya era demasiado tarde: Lord Ruthwen había desaparecido y la sangre de su infortunada compañera había aplacado la sed de un vampiro.
FIN