ES el cumpleaños de la madre; cumple sesenta y cinco, de modo que no es cualquier cumpleaños. Llegan juntos al departamento: él, su hermana y su mujer, además de los dos nietos y todos los regalos; todos apretados en un auto chico.
Toman el ascensor hasta el último piso, tocan el timbre. Abre la puerta la madre o, al menos, una mujer que se le parece y no se le parece de una manera inquietante.
—Hola, queridos —dice esa mujer extraña o medio extraña—. No os quedéis ahí afuera. ¡Entrad!
Cuando ya están en el interior, él ya ha descubierto qué es lo distinto. La madre se ha teñido el pelo. Esa mujer, madre suya, que ha usado austeramente pelo corto desde que él tiene memoria, esa mujer cuyo cabello comenzó a encanecer cuando andaba por los cuarenta, ahora es rubia y, lo que es más, se ha hecho un corte y un peinado elegantes, con una onda que cae con picardía sobre el ojo derecho. ¡Además, maquillaje! Nunca usó maquillaje o, si lo usaba, era tan discreto que un distraído como él no lo advertía. Ahora, se ha puesto sombra en los párpados y se ha pintado los labios con un color que, por lo que él sabe, llaman coral.
Los nietos, sus hijos, que son niños y no han aprendido aún a ocultar lo que sienten, son los que reaccionan de manera más directa.
—¿Qué te has hecho, abuela? —dice Emily, la mayor—, ¡Tienes un aspecto tan raro!
—¿No le dais un beso a la abuela? —dice la madre. El tono no es patético; no se siente herida. Él está acostumbrado a cierta dureza en su expresión, que no ha desaparecido—. No creo que mi aspecto sea raro. Creo que me queda bien y hay otra gente que piensa lo mismo. Os vais a acostumbrar. De todos modos, hoy celebramos mi cumpleaños, no el vuestro. Ya os llegará el turno. Todos tenemos nuestro turno una vez por año, mientras seguimos vivos. Así son los cumpleaños.
Desde luego, es una descortesía que los chicos se nieguen a besarla, como lo han hecho. Pero es un alivio que la nueva ocurrencia de ella esté a la vista y puedan observarla.
La madre sirve el té y trae una torta con seis velitas y media, que representan seis décadas y media. Le dice al varoncito que las apague, y él lo hace.
—Me encanta tu nuevo look —dice la hermana de él, Helen—. Listo, ya lo dije. Estoy a favor de los cambios. ¿Qué te parece a ti, John?
Como ya no es un chico y ya aprendió a ocultar sus sentimientos, él concuerda:
—Es lo mejor que podías haber hecho para tu cumpleaños. Un cambio. Una página nueva.
—Gracias —dice la madre—. Ya sé que no lo creéis, pero gracias igual por decirlo. Supongo que ahora os interesará saber de qué se trata.
Él no tiene demasiados deseos de saber de qué se trata. Ya es bastante alarmante de por sí el nuevo look, sin necesidad de saber de qué se trata. Pero no dice nada.
—No es algo para siempre —sigue la madre—. Tranquilos, no va a durar mucho. Cuando llegue el momento, volveré a ser la misma, al fin de la temporada. Pero quiero que de nuevo me miren. Que una o dos veces más en la vida alguien me mire como se mira a una mujer. Eso es todo. Que me miren. Nada más. No quiero irme sin tener esa experiencia.
Que la miren. Hay un intercambio fugaz entre él y la hermana; una expresión, una mirada, no la mirada que intercambian un hombre y una mujer, sino la mirada que cruzan un hermano y una hermana con una larga historia de complicidad.
—¿No te parece que podrías decepcionarte? No digo que no te miren, pero quizá no te miren como esperas —dice Helen.
—¿Qué quieres decir? —pregunta la madre—. Creo que lo entiendo, pero de todos modos quiero oírlo.
Helen enmudece.
—¿Te refieres a una mirada de horror? —dice la madre—. ¿Como la de alguien que mira un cadáver acicalado para un baile? ¿Te parece que es algo extravagante? —Y sacude el mechón de cabello rubio hacia el costado.
—Te queda muy bien —dice Helen, acobardada.
Durante todo ese tiempo, la mujer de John no ha dicho una sola palabra, pero de vuelta en el coche, se despacha.
—Va a salir lastimada —dice—. Si alguien no interviene, va a salir lastimada, y la culpa la vamos a tener nosotros porque lo permitimos.
—¿Permitimos qué? —dice Helen.
—Me entendiste perfectamente. No está en sus cabales.
De modo que él tiene que salir a defender a la madre.
—No es cierto. Es una persona totalmente racional. ¿Acaso es irracional desear algo muy intensamente y hacer lo que sea necesario para conseguirlo?
—¿Qué quiere la abuela? —pregunta, Emily, la niña, desde el asiento de atrás.
—Ya has oído lo que dijo —contesta él—. Quiere repetir cierta experiencia que solía tener cuando era más joven. Nada más.
—¿Qué experiencia?
—Lo oíste. Quiere que la miren de cierta manera. Con admiración.
—¿Y entonces por qué va a salir lastimada?
—Tu mamá hablaba metafóricamente. Norma, tendrías que explicar lo que quisiste decir.
—Se va a decepcionar —dice Norma, que es su mujer y madre de la nena—. No la van a mirar como ella quiere. La van a mirar de otra manera.
—¿De qué otra manera?
Norma cierra la boca.
—¿De qué otra manera, mamá?
—La van a mirar como se mira a alguien… que está fuera de lugar. Alguien que lleva ropa fuera de lugar. Como sucede cuando tu edad no condice con el lugar en que te imaginas estar.
—¿Qué quiere decir fuera de lugar?
Silencio.
—Fuera de lugar quiere decir inusual —dice él—. Cuando uno hace algo inusual o inesperado, algunos dicen que está fuera de lugar.
—No es eso lo que quise decir. Para nada —dice Norma—. Fuera de lugar es mucho más que inusual. Fuera de lugar quiere decir estrafalario. Y es lo que pasa cuando uno envejece y empieza a perder el tino.
—A los sesenta años nadie es viejo —objeta él—. Tampoco a los setenta. Ni siquiera a los ochenta, hoy en día.
—Tu madre siempre vivió en un mundo propio, un mundo irreal. Lo sabes perfectamente. Cuando era más joven, no había problema. Pero ahora la irrealidad, la irrealidad real, puede más que ella. Se comporta como una persona salida de un libro.
—¿Y cómo se comporta la gente en los libros?
—Tu madre actúa como un personaje de Chéjov. Gente que intenta recuperar su juventud y sale lastimada. Humillada.
Él ha leído a Chejov, pero no recuerda ningún cuento en que alguna mujer se tiña el pelo gris, salga en busca de una mirada, nada más que eso, un certain regará, y termine lastimada, humillada.
—¿Qué más? —dice él—. Cuéntanos algo más de la mujer de Chéjov. Sale lastimada y ¿qué pasa?
—Vuelve a su casa a través de la nieve y la casa está vacía y el fuego del hogar se ha apagado. Ella se para frente al espejo y se quita la peluca —en Chéjov es una peluca— y se siente muy triste.
—¿Y después?
—Eso es todo. Se siente muy triste y así termina el cuento. Eternamente triste. Aprendió la lección.
[2016]
© J. M. Coetzee: Vanidad. Publicado en Siete cuentos morales, 2018. Traducción de Elena Marengo.