Sinopsis: Encender una hoguera es un cuento de Jack London, publicado en mayo de 1902 en The Youth’s Companion. Relata la solitaria travesía de Tom Vincent a través del gélido paisaje del Yukón en pleno invierno. Confiado en su fortaleza y experiencia, el protagonista ignora las advertencias sobre los peligros de viajar sin compañía. Sin embargo, el frío extremo pronto se revela como un enemigo despiadado, y lo que parecía un recorrido rutinario se transforma en una lucha desesperada por la supervivencia. Esta es la primera versión del cuento, que London reescribiría y publicaría con el mismo título en 1908.
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Encender una hoguera
(Primera versión)
Jack London
(Cuento completo)
PARA VIAJAR recorriendo mundo, ya sea por tierra o por mar, siempre es conveniente contar con un compañero. En el Klondike, como descubrió Tom Vincent, ese compañero resulta absolutamente esencial. Aunque él lo supo no por hacer caso de la norma, sino a través de una amarga experiencia.
«Nunca viajes solo» es una de las reglas del Norte. Él la había oído muchas veces y se había reído porque era un joven fornido, de huesos anchos y enormes músculos, con fe en sí mismo y en la fuerza de su cabeza y de sus manos.
Fue un desapacible día de enero cuando vivió la experiencia que le enseñó a respetar el frío y la sabiduría de los hombres que habían luchado contra él.
Había salido del campamento Calumet, en el Yukón, con una ligera carga a la espalda, para ascender por el arroyo Paul hasta la divisoria entre este y el arroyo Cherry, donde su grupo buscaba oro y cazaba alces.
El termómetro marcaba -50 °C y debía recorrer casi cincuenta kilómetros de camino solitario, pero eso le daba igual. En realidad, le apetecía lo de avanzar a buen ritmo en medio del silencio, la sangre latiéndole en las venas y transmitiendo el calor a su cuerpo, con la mente despreocupada y feliz. Porque sus compañeros y él estaban seguros de que habían encontrado un buen filón en la divisoria del arroyo Cherry. Además, regresaba desde Dawson para reunirse con ellos y les llevaba las cartas alegres que les enviaban desde sus hogares en Estados Unidos.
A las siete, cuando dejó atrás Calumet, aún era noche cerrada y a las nueve y media, cuando amaneció, había recorrido el atajo de seis kilómetros y medio que cruza el llano y ascendido diez kilómetros por el arroyo Paul. El camino, poco transitado, seguía el cauce del arroyo, por lo que no existía la posibilidad de perderse. En el viaje de ida a Dawson había seguido el arroyo Cherry y el río Indian, de manera que el arroyo Paul era nuevo y desconocido para él. A las once y media se encontraba en el horcajo, que le habían descrito bien, y supo que había recorrido veinticuatro kilómetros, la mitad del camino. Sabía que lo más probable era que el camino empeorase a partir de allí y pensó que, teniendo en cuenta el buen ritmo al que había avanzado, se merecía almorzar. Tras librarse de la carga y tomar asiento sobre un tronco caído, se quitó el guante de la mano derecha, la introdujo bajo la ropa, junto a la piel, y sacó un par de panecillos con varias lonchas de beicon en el medio, envueltos en un pañuelo: la única forma de transportarlos sin que se congelaran por completo.
Empezaba a masticar el primer bocado cuando el entumecimiento de los dedos le advirtió que debía ponerse de nuevo el guante. Lo hizo, sorprendido por la rapidez glacial con la que atacaba el frío. Pensó que, sin duda, aquella era la ola de frío más intensa que había vivido jamás.
Escupió sobre la nieve —un truco que a los de la región septentrional les encanta— y el nítido crujido de la saliva congelada al instante lo sobresaltó. El termómetro de alcohol de Calumet marcaba -50 °C cuando se marchó, pero estaba seguro de que ahora hacía mucho más frío, aunque no podía imaginar cuánto más.
Aún no había terminado la mitad del primer panecillo, y ya empezaba a sentir que el frío se apoderaba de él, algo que no solía ocurrirle. Decidió que era mejor ponerse en marcha, se echó la carga a la espalda, se puso en pie de un salto y corrió con brío camino arriba.
A los pocos minutos volvió a entrar en calor, redujo el paso a un ritmo más normal y continuó mordisqueando los panecillos mientras avanzaba. La humedad que exhalaba al respirar cubrió de hielo colgante sus labios y su bigote y en su barbilla se formó un glaciar en miniatura. De vez en cuando perdía la sensibilidad en la nariz y las mejillas, entonces se las frotaba hasta que ardían al lograr que la sangre volviera a ellas.
Casi todo el mundo usaba tiras para proteger la nariz, también sus compañeros, pero él se reía de esos «artilugios femeninos» y hasta aquel momento nunca había experimentado la necesidad de utilizarlas. Ahora sí, porque no paraba de frotarse la cara.
A pesar de todo se sentía alegre, eufórico. Lo que hacía era importante, iba a lograr algo, dominaba los elementos. Se rio en voz alta de pura fuerza vital y con el puño bien apretado desafió a la helada. Él era el amo y señor. Todo lo que hacía lo hacía a pesar del frío. El hielo no podía detenerlo. Iba a continuar hasta la divisoria del arroyo Cherry.
Por muy fuertes que fueran los elementos, él lo era más. En ocasiones como aquella los animales se refugiaban en sus madrigueras y en ellas se quedaban, ocultos. Pero él no se escondía. Permanecía a la intemperie, enfrentándose al frío, luchando contra él. Era un hombre, el amo de todas las cosas.
De esa forma continuó avanzando, orgulloso y alegre. Después de media hora tomó una curva, donde el arroyo corría próximo a la ladera de la montaña, y salió a uno de los peligros de aspecto más insignificante, aunque más formidables, del viaje por las tierras del Norte.
El arroyo estaba totalmente congelado hasta el lecho rocoso, pero de la montaña llegaban los restos de varios manantiales. Esos manantiales nunca se congelaban y el único efecto que las olas de frío más intensas ejercían sobre ellos era que hacían disminuir sus emisiones. Protegida de la helada por la capa de nieve, el agua de los manantiales se filtraba hasta el arroyo y formaba charcas poco profundas sobre el hielo que lo cubría.
Sobre la superficie de esas charcas se formaba una capa de hielo que cada vez era más espesa, hasta que el agua corría por encima de ella y formaba una segunda charca recubierta de hielo sobre la primera.
De manera que en el fondo permanecía el hielo sólido del arroyo, luego probablemente entre quince y veinte centímetros de agua, después una fina capa de hielo, otros quince o veinte centímetros de agua y otra capa de hielo. Para completar la trampa, sobre esa última capa descansaban un par de centímetros de nieve virgen y en polvo.
Aquella superficie de nieve sin pisar no advirtió a Tom Vincent del peligro que acechaba bajo ella. Como la capa era más densa en los bordes, se encontraba casi en el centro antes de romperla.
En sí mismo se trataba de un contratiempo insignificante —nadie se ahoga en treinta centímetros de agua—, pero sus consecuencias lo convertían en el peor accidente que podía haber sufrido.
En el mismo instante en que atravesó la capa de hielo sintió que el agua helada cubría sus pies y sus tobillos, y con media docena de embestidas logró llegar a la orilla. Conservó la calma y la serenidad. Lo que debía hacer, lo único que podía hacer, era encender una hoguera. Porque otra de las normas del Norte dice: «Viaja con los calcetines húmedos hasta -30 °C, más allá de eso, enciende una hoguera». El termómetro marcaba más del doble de frío y él lo sabía.
También sabía que debía tener mucho cuidado; que, si fracasaba en el primer intento, aumentaban las probabilidades de que también fallase en el segundo. Es decir: sabía que no podía permitirse ni un solo error. Quien un momento antes era un hombre exultante y fuerte, orgulloso de su dominio sobre los elementos, ahora luchaba contra esos mismos elementos para conservar la vida: esa es la diferencia que provoca la introducción de un litro de agua en los cálculos de quien viaja por la región septentrional.
Las crecidas de la primavera habían depositado una buena cantidad de palitos y ramas pequeñas junto a un grupo de pinos que se alzaban en la orilla del arroyo. Completamente secas por el sol del verano, ahora solo había que acercarles una cerilla.
Resulta imposible preparar una hoguera con las manos envueltas en las pesadas manoplas necesarias en Alaska, así que Vincent se quitó las suyas, reunió un número suficiente de ramitas, les sacudió la nieve que las cubría y se arrodilló para encender el fuego. De un bolsillo interior sacó las cerillas y una tira de corteza de abedul. Las cerillas eran de las que se usaban en el Klondike: de azufre y en manojos de cien.
Se fijó en la rapidez con la que se le helaban los dedos al separar una cerilla de las demás y frotarla sobre sus pantalones. La corteza de abedul, como el más seco de los papeles, ardió con una llama prometedora que él alimentó cuidadosamente con las ramitas más pequeñas y escogidas, siempre pendiente del fuego. Precipitarse no serviría de nada y él lo sabía muy bien, por eso, aunque ya tenía los dedos totalmente entumecidos, no se dio prisa.
Tras la primera sensación de frío, rápida y penetrante, sintió un dolor sordo y pesado en los pies, que ahora se le agarrotaban rápidamente. Pero la hoguera, aunque muy pequeña aún, ya prometía y él sabía que un poco de nieve, frotada con energía, era el remedio más eficaz.
Sin embargo, en el momento en que añadía las primeras ramas gruesas a la hoguera, sucedió algo grave. Las ramas de pino sobre su cabeza sostenían la nieve de cuatro meses y la carga de cada una estaba tan bien ajustada que el mínimo movimiento efectuado al recoger las ramitas había bastado para afectar a su equilibrio.
La primera en caer fue la nieve de la rama más alta, que golpeó y desplazó la nieve de las ramas más bajas. Y toda esa nieve, que se iba acumulando al caer, cubrió la cabeza y hombros de Tom Vincent y tapó por completo su hoguera.
Aun así conservó la calma, porque sabía bien que corría un grave peligro. Enseguida se dispuso a preparar de nuevo la hoguera, pero ahora tenía los dedos tan entumecidos que no podía doblarlos, por lo que se vio obligado a sujetar cada ramita y astilla de madera entre las puntas de los dedos de las dos manos.
Cuando llegó al momento de encender la cerilla, le resultó muy difícil separar una del resto del montón. Sin embargo, tras un esfuerzo enorme, logró sujetarla entre el pulgar y el índice. Pero al rascarla, se le cayó entre la nieve y ya no pudo recogerla.
Se levantó, desesperado. Ni siquiera sentía su peso sobre los pies, aunque los tobillos le dolían terriblemente. Se puso los guantes, se apartó un poco para que la nieve no volviese a caer sobre la nueva hoguera y golpeó las manos con violencia contra el tronco de un árbol.
Eso le permitió separar y encender una segunda cerilla y lograr que ardiese el fragmento restante de corteza de abedul. Pero el cuerpo empezaba ya a enfriarse y a sufrir escalofríos, de manera que cuando intentó añadir las primeras ramitas, le tembló la mano y la llama se apagó.
El frío lo había vencido. No podía utilizar las manos. Sin embargo, fue lo bastante precavido como para dejar caer las cerillas restantes en el bolsillo exterior, que tenía la boca muy ancha, antes de ponerse los guantes, desesperado, y echar a correr camino adelante. A -50 °C no es posible evitar que unos pies mojados se congelen. No tardó en descubrir que la temperatura era incluso inferior.
Alcanzó una curva pronunciada del arroyo, desde la que podía ver una extensión de más de kilómetro y medio. Pero no había ayuda, ni rastro de ella, solo árboles blancos, colinas blancas, el frío callado y el silencio insolente. ¡Si tuviese un compañero al que no se le congelasen los pies!, pensó, ¡un compañero así podría encender la hoguera y salvarlo!
Se fijó por casualidad en otra pila de ramitas depositada por la crecida del río. Si lograba encender una cerilla, tal vez todo iría bien. Con los dedos tan entumecidos que no conseguía doblarlos, sacó un montón de cerillas, pero comprendió que no era capaz de separarlas.
Se sentó y arrastró torpemente el manojo de cerillas sobre sus rodillas hasta que terminó por descansar bajo su palma con los extremos sulfúreos hacia abajo, como sobresaldría la hoja de un cuchillo de caza al sujetarlo con el puño para asestar una puñalada.
Pero sus dedos permanecían tiesos. No podían agarrar nada. Superó el problema presionando los dedos de una mano con la muñeca de la otra para obligarlos a cerrarse sobre el manojo. Sujetándolo de ese modo, una y otra vez lo frotó contra su pierna y al fin logró encenderlo. Pero la llama le quemó la mano y, sin quererlo, relajó la fuerza con la que apretaba. El manojo de cerillas cayó al suelo y, mientras intentaba en vano recogerlo, crepitó y se apagó.
Volvió a correr, ya muy asustado. No tenía sensación alguna en los pies. Sabía qué la nariz y las mejillas estaban congeladas, pero le daba igual. Serían las manos y los pies los que podrían salvarlo, si es que se salvaba.
Recordó que le habían hablado de un campamento de cazadores de alces situado en algún lugar por encima del horcajo del arroyo Paul. Debía de estar cerca —pensó— y si lo encontraba aún podría salvarse. Llegó a él cinco minutos más tarde y lo halló solo y abandonado. Incluso había nieve en el interior del refugio de ramas de pino donde habían dormido los cazadores. Se dejó caer, sollozando. Todo había terminado y, a aquella temperatura, como mucho en cuestión de una hora no sería más que un cadáver congelado.
Pero la fuerza del amor que sentía por la vida lo hizo ponerse en pie de un salto. Se concentró en pensar. ¿Y qué importaba que las cerillas le quemasen las manos? Mejor era tener las manos quemadas que muertas. Incluso era mejor quedarse sin manos a rendirse a la muerte. A trancas y barrancas avanzó por el camino y llegó hasta otra pila de restos abandonados por el agua. Había ramitas, ramas más grandes, hojas y hierba, todo ello seco, a la espera de que alguien le acercase una cerilla.
Se sentó de nuevo y arrastró otro manojo de cerillas sobre las rodillas hasta que quedó bajo su palma, con la muñeca de la otra mano obligó a los dedos a rodear el manojo y, también con la muñeca, apretó con fuerza para que no lo soltaran. Al segundo intento el manojo se encendió y supo que se salvaría si lograba soportar el dolor. Se ahogó con el humo del azufre y la llama azul lamió la carne de sus manos.
Al principio no sintió nada, pero el fuego enseguida derritió la superficie congelada. El olor a carne quemada, su propia carne, le llegaba con fuerza. Se retorcía de dolor, pero aguantó. Apretó los dientes y se meció adelante y atrás hasta que surgió la llama blanca que indicaba la buena combustión de las cerillas y hasta que acercó dicha llama al montón de hojas y hierba.
Luego esperó durante cinco minutos interminables, pero la hoguera fue creciendo a buen ritmo. Después empezó a trabajar para salvarse. Tal era su debilidad que necesitaba tomar medidas heroicas, y las tomó.
Frotándose las manos con nieve y luego metiéndolas en la hoguera, por turnos, y de vez en cuando golpeándolas contra los troncos de los árboles, recuperó la circulación lo bastante como para poder utilizarlas. Con el cuchillo de caza cortó las correas con las que sujetaba la carga, desenrolló la manta y cogió calcetines secos y calzado de repuesto.
Luego seccionó los mocasines y desnudó los pies. Pero, aunque con las manos se había tomado muchas libertades, mantuvo los pies alejados de la hoguera y se los frotó con nieve. Frotaba hasta que las manos se le entumecían, entonces se tapaba los pies con la manta, se calentaba las manos en la hoguera y volvía a frotar.
Trabajó durante tres horas hasta que logró contrarrestar los peores efectos de la congelación. Permaneció toda la noche junto a la hoguera y al día siguiente, ya tarde, llegó cojeando al campamento situado en la divisoria del arroyo Cherry.
Al cabo de un mes pudo volver a andar, aunque a partir de entonces los dedos de los pies fueron excesivamente sensibles al frío. Pero sabe bien que las cicatrices de las manos se las llevará con él a la tumba. Y ahora es el primero en repetir la norma «¡Nunca viajes solo!», que rige en el Norte.
FIN
[1901]
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