Jhumpa Lahiri: El tercer y último continente

Salí de la India en 1964, con una titulación en comercio y sin más dinero que el equivalente, en aquellos días, a diez dólares. Durante tres semanas navegué a bordo del SS Roma, un mercante italiano, en un camarote de tercera clase situado junto al motor del navío, a través del mar de Arabia, el mar Rojo y el Mediterráneo hasta que por fin llegué a Inglaterra. Viví en Finsbury Park, en el norte de Londres, en una casa íntegramente habitada por solteros bengalíes sin un penique, justo lo que yo era, todos ansiosos de estudiar y labrarnos una posición en el extranjero.

Asistí a los cursos de la Facultad de Economía, sobreviviendo gracias a un empleo en la biblioteca de la universidad. Vivíamos a razón de tres o cuatro estudiantes por habitación, compartíamos un único y gélido retrete, y nos turnábamos a la hora de preparar grandes ollas de curry con huevos que comíamos con la mano en una mesa cubierta con periódicos.

Aparte de nuestros empleos, eran pocas las responsabilidades que nos ataban. Los fines de semana vagábamos descalzos por el salón, enfundados en nuestros pijamas bordados, bebiendo té y fumando cigarrillos Rothman, cuando no salíamos a Lord’s a contemplar algún partido de cricket. Algunos fines de semana, la casa estaba aún más atestada de bengalíes, conocidos en el metro o el colmado, así que preparábamos aún más curry con huevos y poníamos cintas de Mukhesh en nuestro magnetofón Grundig de bobina mientras los platos sucios se apilaban en la bañera. De vez en cuando, un estudiante dejaba la casa para irse a vivir con la mujer que su familia de Calcuta le había dictado como futura esposa. En 1969, cuando tenía treinta y seis años, mi propio matrimonio fue arreglado. Por esa misma época me ofrecieron un empleo a tiempo completo en los Estados Unidos, en el registro de una de las bibliotecas del Instituto Tecnológico de Massachusetts. El sueldo era lo bastante generoso como para mantener a una esposa, y yo estaba encantado de trabajar para una universidad conocida en el mundo entero, así que obtuve el permiso de trabajo y me dispuse a viajar todavía más lejos.

Por entonces ya tenía suficiente dinero para ir en avión. Primero volé a Calcuta, donde me casé, y una semana después volé a Boston, para incorporarme a mi nuevo empleo. Durante el pasaje leí la Guía de Norteamérica para estudiantes, obra que adquirí en rústica antes de abandonar Londres, por siete chelines y seis peniques en Tottennham Court Road; aunque ya no era estudiante, igualmente tendría que vivir con poco dinero. Aprendí que los americanos conducían por el carril derecho, no por el izquierdo, que al ascensor lo llamaban elevador, y que de un teléfono que comunicaba decían que estaba ocupado. «El ritmo de vida norteamericano es distinto al británico, como pronto descubrirá», me informó la guía.

«Todo el mundo tiene prisa por llegar a lo más alto. No espere disfrutar de un británico té de las cinco». Cuando el avión comenzó a descender sobre el puerto de Boston, el piloto anunció la temperatura exterior y hora local, y que el presidente Nixon había decretado una jornada de fiesta: dos astronautas del país habían puesto pie en la Luna. Varios pasajeros prorrumpieron en exclamaciones de júbilo.

—¡Dios bendiga a América! —gritó uno de ellos.

Vi que una mujer rezaba al otro lado del pasillo.

Pasé mi primera noche en el YMCA situado en Central Square, Cambridge, alojamiento poco costoso que aparecía recomendado en mi guía. El YMCA estaba a un corto paseo del Instituto Tecnológico de Massachusetts, muy cerca de la oficina de correos y de un supermercado llamado Pureza Suprema. Mi cuarto contaba con camastro, escritorio y una pequeña cruz de madera en una de sus paredes. Una nota en la puerta informaba de que estaba estrictamente prohibido cocinar en la habitación. Una ventana desnuda daba a Massachusetts Avenue, arteria de importancia con tráfico en ambas direcciones. Los cláxones de automóvil, estridentes y prolongados, se sucedían unos a otros. Las destellantes luces de las sirenas anunciaban emergencias sin fin, mientras una enorme flota de autobuses pasaba de largo, abriendo y cerrando puertas con un silbido poderoso, sin detenerse en toda la noche. El ruido constituía distracción permanente, asfixiante en ocasiones. Yo lo sentía en mis costillas, como había sentido el furioso rugido del motor a bordo del SS Roma. Sin embargo, aquí no había cubierta de barco a la que escapar, ningún océano reluciente en el que bañar mi alma, ninguna brisa que refrescase mi rostro, nadie en absoluto con quien hablar. Mi fatiga era excesiva para pasear por los sombríos pasillos del YMCA enfundado en un pijama bordado. En vez de eso, me sentaba al escritorio y miraba por la ventana el Ayuntamiento de Cambridge y la calle sembrada de pequeños comercios. Por las mañanas iba a trabajar a la Biblioteca Dewey, edificio pintado de beige con estructura de fortín, situado junto a Memorial Drive. También me ocupé de abrir una cuenta bancaria, alquilar un apartado de correos y comprar una cuchara y un cuenco de plástico en un almacén Woolworth’s, cuyo nombre reconocí de mis días en Londres. Después entre en el Pureza Suprema, cuyos pasillos recorrí, transformando onzas en gramos y comparando los precios locales con los de Inglaterra. Al final compré un pequeño cartón de leche y un paquete de copos de avena. Ésa fue mi primera comida en América. La comí en mi escritorio, y me resultó preferible a las hamburguesas y perritos calientes de las cafeterías de Massachusetts Avenue, únicas opciones que me dejaba mi exiguo presupuesto. Además, por entonces, yo seguía sin probar la carne de ternera. Incluso la mera adquisición de un cartón de leche me resultó novedosa; en Londres nos la traían embotellada todas las mañanas.

* * *

En una semana ya me había acostumbrado, más o menos. Mi cena y desayuno consistía en copos de avena con leche, ocasionalmente aderezados con plátano cortado a rodajas con el mango de mi cuchara. También compré bolsitas de té y un termo, como lo definió el vendedor de Woolworth’s (cuando lo describí valiéndome de la palabra inglesa petaca, el vendedor me informó de que las petacas se usaban para el whisky, otra cosa que yo seguía sin probar). Por el precio de una taza de té, en una cafetería me dejaban llenar el termo de agua hirviendo, y así podía prepararme las cuatro tazas que consumía a lo largo de la jornada. Compré un cartón de leche de mayor tamaño, que aprendí a dejar en la parte sombreada del alféizar, como había visto que hacía otro de los huéspedes del YMCA. Para matar el rato, por las noches leía el Boston Globe en una espaciosa sala con ventanas de cristales tintados que había en la primera planta del edificio. Leía cada artículo y anuncio, a fin de familiarizarme con todo; cuando los ojos se me cansaban, me iba a dormir. Aunque la verdad es que no dormía bien. Cada noche tenía que dejar la ventana abierta, única ventilación posible en aquel cuarto sofocante, y el ruido resultaba intolerable. Yo me tumbaba en el camastro tapándome los oídos con las manos, pero cuando apenas lograba conciliar el sueño, mis manos resbalaban y el ruido del tráfico volvía a despertarme. El viento arrastraba plumas de paloma al alféizar de la ventana; una noche, mientras bañaba en leche los copos de avena, descubrí que la leche se había agriado. Con todo, estaba decidido a seguir seis semanas más en el YMCA, hasta que estuvieran listos el pasaporte y el permiso de residencia de mi esposa. Cuando ella llegara, tendría que alquilar un apartamento de verdad, así que de vez en cuando repasaba los anuncios del diario o, a la hora del almuerzo, visitaba la agencia de alojamiento dependiente del Instituto, para ver qué ofertas se ajustaban a mi presupuesto. Así fue como descubrí una habitación para alquilar de inmediato, en una casa situada en una calle tranquila, según rezaba la descripción, por ocho dólares semanales. Al momento anoté el número en una página de mi guía y llamé desde un teléfono de pago, escogiendo bien las monedas, con las que todavía no estaba familiarizado, más pequeñas y livianas que los chelines, más pesadas y relucientes que las paisas.

—¿Quién llama? —preguntó una mujer. Su voz era decidida y resonante.

—Sí, buenas tardes, señora. Llamaba por la habitación que alquilan…

—¿Harvard o Tecno?

—¿Disculpe?

—¿Viene usted de Harvard o del Tecno?

Comprendiendo que «Tecno» hacía referencia al Instituto Tecnológico de Massachusetts, respondí:

—Trabajo en la Biblioteca Dewey. —Y añadí, sin demasiada seguridad—: En el Tecno.

—¡Sólo alquilo habitaciones a chicos de Harvard o del Tecno!

—Muy bien, señora.

La mujer me dio una dirección, citándome a las siete de esa misma tarde. Me puse en camino treinta minutos antes de esa hora, con la guía en el bolsillo y el aliento recién enjuagado con Listerine. Eché a caminar por una calle sombreada de árboles, perpendicular a Massachusetts Avenue. Aquí y allá, retazos de hierba silvestre brotaban en las grietas de la acera. A pesar del calor, vestía abrigo y corbata, pues la ocasión me resultaba tan formal como cualquier cita de negocios; nunca había vivido en el hogar de una persona que no fuera india. Rodeada por una verja de alambre, la casa era de un color blanco desteñido, con molduras marrones. A diferencia del adosado de estuco en que había vivido en Londres, esta casa tenía jardín por todas partes, el tejado de madera y matas de forsitia en sus lados y parte frontal. Cuando llamé al timbre, la mujer con quien hablara al teléfono exclamó desde lo que pareció el otro lado de la puerta:

—¡Un momento, por favor!

Bastantes minutos después, la puerta fue abierta por una mujer pequeña y muy anciana. Una masa de pelo nevoso aparecía dispuesta como un pequeño saco en la parte superior de su cabeza. Mientras yo cruzaba el umbral, la mujer tomó asiento en una banqueta de madera situada al pie de una estrecha escalera alfombrada. Una vez se hubo acomodado en la banqueta, bajo un pequeño círculo de luz, me examinó con atención no disimulada. Vestía una larga falda negra que se abría como una tienda de campaña hasta llegar al suelo, así como una camisa blanca almidonada con volantes en el cuello y los puños. Sus manos se unieron en el regazo, mostrando unos dedos largos y pálidos, de hinchados nudillos y uñas amarillentas e inquietantes. Los años habían ajado sus facciones de forma que casi parecía tener un rostro masculino, de ojos agudos y hundidos, con prominentes arrugas a ambos lados de la nariz. Sus labios, agrietados y desvaídos, habían desaparecido casi por completo, mientras que sus cejas se habían desvanecido para siempre. Sin embargo, su aspecto seguía siendo fiero.

—¡Cierra bien la puerta! —ordenó con un grito, aunque yo sólo estaba a unos pasos de ella—. ¡Echa la cadena y aprieta bien el botón del pomo! ¡Es lo primero que tendrás que hacer cuando entres! ¿Está claro?

Cerré la puerta siguiendo sus instrucciones y eché una mirada a la casa. Junto a la banqueta donde se sentaba la mujer había una mesita redonda cuyas patas estaban enteramente ocultas, de modo similar al de las propias piernas de la mujer, por una tela volantada. Sobre la mesita había una lámpara, un transistor, un monedero de cuero con cierre plateado y un teléfono. Cubierto por una espesa capa de polvo, un grueso bastón de madera yacía inclinado sobre ella. A mi derecha tenía un salón con estanterías llenas de libros y decorado con muebles gastados y toscos. En un rincón del salón había un piano de cola cerrado y cubierto de papeles. La banqueta del piano no se veía por ninguna parte; quizá fuera la misma en que se sentaba la mujer. En alguna parte de la casa, un reloj dio las siete.

—¡Eres puntual! —proclamó la mujer. ¡Espero que también lo seas a la hora de pagar el alquiler!

—Aquí le traigo una carta, señora.

En el bolsillo de mi americana llevaba una carta en la que se confirmaba mi empleo en el Instituto. La había traído para demostrar que yo, efectivamente, pertenecía al Tecno.

La mujer miró la carta, que me devolvió con sumo cuidado, agarrándola con los dedos como si fuera un plato lleno de comida antes que un simple papel. Ella no llevaba gafas, así que me pregunté si de veras habría leído alguna palabra.

—¡El último chico siempre pagaba con retraso! ¡Todavía me debe ocho dólares! ¡Los chicos de Harvard ya no son lo que eran! ¡En esta casa sólo quiero gente de Harvard o el Tecno! ¿Cómo está el Tecno, chico?

—Está muy bien.

—¿Has cerrado bien la puerta?

—Sí, señora.

La mujer palmeó el espacio sobrante en la banqueta, diciéndome que me sentara a su lado. Por un momento guardó silencio. Por fin entonó, como si sólo ella estuviera en el secreto:

—¡La bandera americana ondea en la Luna!

—Sí, señora. —Hasta ese momento no había pensado demasiado en el alunizaje. Por supuesto, los periódicos no cesaban de publicar artículo tras artículo sobre el hecho. Los astronautas habían alunizado al borde del mar de la Tranquilidad, según había leído, después de recorrer una distancia mayor que cualquier otro viajero en la historia. Durante unas horas exploraron la superficie lunar. Se llenaron los bolsillos de piedras, describieron el entorno (una magnífica desolación, en palabras de uno de los astronautas), hablaron con el presidente por teléfono e hincaron una bandera en suelo lunar. El viaje estaba siendo celebrado como la hazaña más fabulosa del ser humano. Yo había visto las fotografías a toda plana en el Globe, a los astronautas en sus trajes inflados, había leído lo que algunos bostonianos habían estado haciendo en el momento preciso en que los astronautas alunizaron, un domingo por la tarde. Un hombre dijo que estaba al timón de una embarcación para turistas, con el transistor pegado a la oreja; una mujer había estado horneando pastelillos para sus nietos.

La mujer tronó:

—¡La bandera ondea en la Luna, muchacho! ¡Lo he oído en la radio! ¿No es espléndido?

—Sí, señora.

La mujer no quedó satisfecha con mi respuesta. En vez de eso, ordenó:

—¡Di que es espléndido!

La orden me dejó atónito y me hizo sentirme algo insultado. Me sentí como cuando era niño y aprendía la tabla de multiplicar, repitiendo lo que decía el maestro, sentado con las piernas cruzadas, sin zapatos ni lápices, en la escuela de mi Tollygunge natal, que sólo tenía un aula. También me acordé de mi boda, cuando tuve que repetir el sinfín de versos en sánscrito pronunciados por el sacerdote, unos versos cuyo significado apenas comprendía y que me unían para siempre a mi mujer. No dije nada.

—¡Di que es espléndido! —tronó de nuevo la mujer.

—Espléndido —murmuré. Tuve que repetir la palabra una segunda vez, con todas mis fuerzas, para que pudiera oírme.

Aunque soy de hablar reposado por naturaleza y me costó lo mío levantarle la voz así a una anciana a quien acababa de conocer un momento antes, ella no pareció ofenderse en absoluto. Más bien la respuesta debió complacerla, pues su siguiente orden fue:

—¡Ve a ver la habitación!

Me levanté de la banqueta y ascendí la angosta escalera alfombrada. Había cinco puertas, dos a cada lado de un pasillo igualmente estrecho, y una en su extremo. Sólo había una puerta entreabierta. La habitación encerraba una cama doble bajo un techo abuhardillado, un ovoide felpudo de color marrón, un lavamanos con la cañería al descubierto, así como una cómoda. Las paredes estaban cubiertas de papel pintado a rayas grises y marfil. La ventana estaba abierta; unas cortinas de red ondeaban a la brisa. Las aparté y examiné la vista: un pequeño patio trasero, con unos cuantos árboles frutales y un tendedero sin ropa. Estuve satisfecho. Desde el pie de las escaleras, me llegó la demanda de la mujer:

—¿Te has decidido ya?

Cuando volví al recibidor y se lo dije, la mujer cogió el monedero de cuero que había sobre la mesa, abrió el cierre, rebuscó con los dedos y sacó una llave unida a un delgado aro de alambre. Me informó de que había una cocina en la parte trasera de la casa, a la que se accedía por el salón. Yo tenía derecho a cocina, siempre que la dejara como la había encontrado. Las sábanas y las toallas las pondría ella, si bien la limpieza de éstas sería cosa mía. El alquiler era pagadero cada viernes; el dinero se dejaba en el anaquel que había sobre las teclas del piano.

—¡Y no se admiten visitas femeninas!

—Soy hombre casado, señora. —Era la primera vez que lo revelaba a alguien.

Pero la mujer no me había oído.

—¡No se admiten visitas femeninas! —insistió.

A continuación se presentó como la señora Croft.

* * *

Mi mujer se llamaba Mala. Nuestro matrimonio había sido pactado por mi hermano mayor y su mujer. Cuando recibí la propuesta, ni puse objeción ni mostré entusiasmo. Era un deber que se esperaba de mí, como se esperaba de todo hombre. Mala era hija de un maestro de Beleghata. Según me dijeron, sabía cocinar, coser, bordar, dibujar paisajes y recitar poemas de Tagore, talentos que no conseguían ocultar un físico poco agraciado que le había valido más de un rechazo masculino. Mala tenía veintisiete años, edad a la que sus padres comenzaron a temer que nunca se casaría, por lo que estaban dispuestos a enviar a su única hija al otro extremo del mundo a fin de que no se convirtiera en una solterona.

Durante cinco noches dormimos en la misma cama. Cada una de esas noches, después de aplicarse crema facial y trenzarse el cabello, que anudaba en su extremo con una negra cinta de algodón, Mala me dio la espalda y se puso a llorar; echaba de menos a sus padres. Aunque yo tenía que abandonar el país en unos pocos días, la costumbre dictaba que Mala ahora era una persona que formaba parte de mi hogar, por lo que tenía que pasar las próximas seis semanas en casa de mi hermano y su mujer, cocinando, limpiando y sirviendo té con dulces a los invitados. No hice nada por consolarla. Tumbado en mi propio lado de la cama, leía mi guía de viaje a la luz de una linterna, ansioso de salir de viaje. A veces pensaba en la pequeña habitación que había al otro lado de la pared, cuarto que había pertenecido a mi madre. Ahora la habitación estaba prácticamente vacía; el palé de madera sobre el que ella antes durmiera, estaba cubierto de baúles y vieja ropa de cama. Casi seis años atrás, antes de partir a Londres, la había visto morir en ese mismo lecho; en sus últimos días la sorprendí jugando con su propio excremento. Antes de que la incinerásemos, limpié cada uña de sus dedos con una horquilla. A continuación, dado que mi hermano no tenía fuerzas para eso, asumí el papel de hijo mayor y acerqué la llama a su sien, para que su alma atormentada por fin se liberase en dirección al cielo.

* * *

A la mañana siguiente me trasladé a la habitación de la casa de la señora Croft. Cuando abrí la puerta, la descubrí sentada en el mismo lado de la banqueta del piano que la tarde anterior. La anciana vestía la misma falda negra, la misma blusa blanca y almidonada, y tenía las manos cruzadas del mismo modo sobre el regazo. La estampa que ofrecía era tan idéntica que me pregunté si habría pasado la noche entera sentada en la banqueta. Después de subir mi maleta escaleras arriba, llené el termo de agua caliente en la cocina, y me marché a trabajar. Esa tarde, cuando volví de la universidad, la señora Croft seguía en el mismo sitio.

—¡Siéntate, muchacho! —La anciana palmeó el espacio libre que tenía a su lado.

Me senté en el borde de la banqueta. Traía una bolsa del supermercado conmigo: más leche, más copos de avena y más plátanos, pues la inspección de la cocina efectuada a primera hora del día me había revelado que no había ollas, sartenes ni utensilios para cocinar. Tan sólo había dos pequeños cazos en la nevera, ambos llenos de un caldo anaranjado, y una tetera de cobre en la cocina.

—Buenas tardes, señora.

La señora Croft me preguntó si había cerrado bien la puerta. Le dije que sí.

Durante un momento guardó silencio. De repente exclamó, con idéntica sorpresa y alegría que el día anterior:

—¡La bandera americana ondea en la Luna, muchacho!

—Sí, señora.

—¡La bandera ondea en la Luna! ¿A que es espléndido?

Asentí con la cabeza, temiéndome lo peor.

—Sí, señora.

—¡Di que es espléndido!

Esta vez me tomé mi tiempo, echando una mirada en derredor por si alguien estuviera escuchando, aunque yo sabía perfectamente que la casa estaba vacía. Me sentía como un idiota. Pero, a la vez, era muy poco lo que la señora Croft me pedía.

—¡Es espléndido! —exclamé.

En cuestión de días, la cosa se convirtió en rutina. Por las mañanas, cuando salía para la biblioteca, la señora Croft o bien se encontraba oculta en su dormitorio, al otro lado de la escalera, o bien estaba sentada en la banqueta, ignorante de mi presencia, ocupada en escuchar las noticias o un programa de música clásica en la radio. Sin embargo, cada tarde era lo mismo a mi regreso: la anciana palmeaba sobre la banqueta, me ordenaba tomar asiento, declaraba que la bandera americana ondeaba en la Luna y añadía que se trataba de algo espléndido. Yo convenía que era espléndido y entonces seguíamos sentados en silencio. Por extravagante que fuera y por interminable que se me hiciera, nuestro encuentro vespertino no duraba más allá de los diez minutos; a continuación, de forma inevitable, la señora Croft se veía vencida por el sueño. Cuando su cabeza se doblaba abruptamente sobre el pecho, me sentía libre para volver a mi cuarto. Por entonces, naturalmente, ninguna bandera ondeaba ya en la Luna. Como había leído en el periódico, los astronautas se la habían llevado consigo antes de emprender el retorno a la Tierra. Sin embargo, no tenía valor para decírselo.

* * *

El viernes por la mañana, cuando me tocó pagar la primera semana de alquiler, me acerqué al piano del salón para dejar el dinero en su anaquel. Las teclas del piano aparecían gastadas y descoloridas. Cuando pulsé una de ellas, no se oyó el menor sonido. Yo había metido ocho billetes de dólar en un sobre, donde escribí el nombre de la señora Croft. No tenía por costumbre dejar el dinero en cualquier lugar, sin señalar su destinatario. Desde donde me encontraba podía ver el perfil de su falda en forma de tienda de campaña. Estaba sentada en la banqueta, escuchando la radio. Me parecía innecesario obligarla a levantarse y caminar hasta el piano. Nunca la había visto caminar, y, en vista del bastón que siempre tenía apoyado junto a la banqueta, imaginaba que no le resultaría fácil. Cuando me acerqué a la banqueta, ella alzó la mirada y preguntó:

—¿Qué es lo que quiere?

—El alquiler, señora.

—¡En el anaquel, sobre las teclas del piano!

—Pero si lo tengo aquí.

Le tendí el sobre, sin que sus dedos, entrelazados sobre el regazo, se movieran en absoluto. Me incliné ligeramente y bajé un poco el sobre, de manera que le quedara justo sobre las manos. Al cabo de un momento, la anciana aceptó el sobre y asintió con la cabeza.

Esa noche, cuando volví a casa, la señora Croft no palmeó la banqueta, si bien, por costumbre, me senté a su lado como todas las tardes. La anciana me preguntó si había cerrado bien la puerta, pero no hizo mención alguna de la bandera que ondeaba en la Luna. En vez de eso, dijo:

—¡Muy amable de su parte!

—¿Perdón, señora?

—Muy amable de su parte!

Todavía tenía el sobre en las manos.

* * *

El domingo, alguien llamó a mi puerta. Una mujer mayor se presentó: la hija de la señora Croft, Helen. La mujer entró en la habitación y examinó todas las paredes como si buscara trazas de algún cambio, escudriñando las camisas colgadas en el armario, las corbatas que colgaban del pomo de la puerta, la caja de cereales sobre la cómoda, el cuenco y la cuchara sucios en el lavamanos. Era bajita y de cintura ancha, con el cabello plateado muy corto y los labios pintados en un rosa reluciente. Tocada con un veraniego vestido sin mangas y un collar de cuentas blancas de plástico, llevaba unas gafas con cadenita que se mecían como un columpio sobre su pecho. Una red de venas azul oscuro surcaba la parte posterior de sus piernas, mientras que la parte superior de sus brazos pendía como la carne de una berenjena asada. Helen me explicó que vivía en Arlington, población situada en el extremo de Massachusetts Avenue.

—Vengo una vez por semana, a traerle comida a mamá. ¿No le habrá echado ya alguna de sus broncas?

—No hay ningún problema, señora.

—Hay más de un chico que ha salido corriendo de aquí. Pero creo que usted le gusta. Es el primer huésped al que se ha referido como a un caballero.

—Muy amable de su parte, señora.

Helen fijó su mirada en mí y advirtió mis pies descalzos (por entonces todavía no estaba acostumbrado a calzar zapatos en el interior de una casa; siempre me los quitaba antes de entrar en mi habitación).

—¿Es la primera vez que está en Boston?

—Y en los Estados Unidos, señora.

—Usted viene de… —Helen arqueó las cejas.

—De Calcuta, en la India.

—¿De veras? Hace cosa de un año tuvimos un huésped brasileño. Como descubrirá, Cambridge es una población muy internacional.

Asentí con la cabeza, preguntándome cuánto tiempo iba a durar esa conversación. Sin embargo, en ese momento, la electrizante voz de la señora Croft nos llegó desde la escalera. Saliendo al pasillo, la oímos exclamar:

—¡Bajad aquí ahora mismo!

—¿Qué es lo que pasa? —gritó Helen a su vez.

—¡Ahora mismo!

Corrí a ponerme los zapatos. Helen emitió un suspiro.

Bajamos por la escalera. Esta era demasiado estrecha para que ambos bajáramos a la vez, así que seguí a Helen, quien no parecía tener ninguna prisa y, en un momento dado, se quejó de cierta lesión en la rodilla.

—¿Es que has estado andando sin el bastón? —preguntó Helen a voces—. Ya sabes que no debes andar sin el bastón. —Helen se detuvo y, buscando apoyo en el pasamanos, se volvió hacia mí—: Ya ha tenido más de un resbalón.

Por primera vez, la señora Croft me resultó vulnerable. Me la imaginé caída en el suelo frente a la banqueta, boca arriba, con la mirada fija en el techo y los pies apuntando en direcciones opuestas. Sin embargo, cuando llegamos al pie de la escalera, estaba sentada donde siempre, con las manos entrelazadas sobre el regazo. Dos bolsas de supermercado reposaban junto a sus pies. Cuando estuvimos ante ella, no palmeó la banqueta ni nos invitó a tomar asiento. Su mirada echaba destellos.

—¿Qué es lo que pasa, madre?

—¡Qué falta de decoro!

—¿De qué me hablas?

—¡No es decoroso que una señorita y un caballero que no están casados mantengan una conversación privada sin acompañante!

Helen respondió que tenía sesenta y ocho años, los suficientes para ser mi madre, pero la señora Croft insistió en que Helen y yo debíamos hablar en el salón de la casa. También añadió que era impropio de una señorita como Helen revelar sus años y llevar un vestido tan corto.

—Por si no lo sabías, madre, estamos en 1969. ¿Qué es lo que harías si un día salieras de casa y te encontraras con una chica en minifalda?

—¡Haría que la arrestaran! —repuso la señora Croft en tono desdeñoso.

Helen meneó la cabeza y cogió una de las bolsas de la compra. Yo cogí la otra bolsa y la seguí por el salón hasta llegar a la cocina. Las bolsas estaban llenas de latas de sopa, que Helen abrió una a una con unas pocas pasadas con el abrelatas. A continuación vació en el fregadero la sopa que había en los cazos, limpió éstos bajo el grifo, los llenó con sopa de las latas y los devolvió a la nevera.

—Hasta hace unos años, todavía era capaz de abrir las latas por sí sola —explicó Helen—. La verdad es que no le gusta nada que se las abra yo. Pero el piano le dejó las manos inútiles. —Helen se calzó las gafas y echó una mirada al armario, fijándose en mis bolsitas de té—. ¿Le apetece tomar una taza?

Llené la tetera de agua.

—Discúlpeme, señora, pero me decía usted algo del piano…

—Mi madre era profesora de piano. Durante cuarenta años. Así fue como nos crió, después que mi padre muriera —Helen se llevó las manos a las caderas y fijó su mirada en la nevera abierta. Tras rebuscar en su fondo, sacó un paquete de mantequilla que observó con el ceño fruncido antes de tirarlo a la basura—. Con esto ya vale —declaró, poniendo las latas de sopa sin abrir en el armario. Tras sentarme a la mesa, contemplé cómo Helen lavaba los platos sucios, vaciaba el cubo de la basura, regaba una malamadre que había sobre el fregadero y echaba agua hirviendo en dos tazas. Helen me pasó una taza sin leche, con la cola de la bolsita del té pendiendo de un lado, y se sentó conmigo a la mesa.

—Discúlpeme, señora, ¿pero será suficiente?

Helen bebió un sorbo de té. Su lápiz de labios dejó una sonrisa rosada en el reborde interior de la taza.

—¿Qué será suficiente?

—La sopa que ha dejado en los cazos. ¿Será suficiente para la señora Croft?

—Mi madre no come otra cosa. Dejó de comer alimentos sólidos después de cumplir los cien años. Eso fue, déjeme que me acuerde, hará cosa de tres años.

Me sentí avergonzado, y un tanto apenado. Yo creía que la señora Croft tendría ochenta y tantos años, noventa como mucho. En mi vida había conocido a una persona con más de un siglo de edad. Que esta persona fuera una viuda que vivía sola me daba más pena aún. Mi propia madre se había vuelto loca después de enviudar. Mi padre, que era administrativo de correos en Calcuta, murió de encefalitis cuando yo tenía dieciséis años. Mi madre se negó a ajustarse a una vida sin él; en vez de eso, se hundió cada vez más en un mundo oscuro del que ni yo, ni mi hermano, ni demás parientes, ni las clínicas psiquiátricas de la avenida Rashbihari conseguimos sacarla. Lo que más me dolía era verla así de desprotegida, oírla eructar después de comer o expulsar gases delante de otros sin que mostrara el menor embarazo. Tras la muerte de mi padre, mi hermano dejó sus estudios y se puso a trabajar en la fábrica de yute, donde acabaría como gerente, a fin de correr con los gastos de la casa. A mí me tocó preparar mis exámenes sentado a los pies de mi madre, mientras ella contaba y recontaba los brazaletes que tenía en el brazo como si fueran las cuentas de un ábaco. Una vez se escapó medio desnuda y apareció en la cochera de los tranvías antes de que tuviéramos ocasión de llevarla otra vez a casa.

—Si lo desea, puedo calentarle la sopa a la señora Croft por las noches —ofrecí, sacando la bolsita de té y escurriendo la infusión en la taza—. No es ninguna molestia.

Helen miró su reloj, se levantó y vació el resto de su té en el fregadero.

—Yo en su lugar no lo haría. Una cosa así terminaría de matarla.

* * *

Esa noche, después de que Helen se marchara a Arlington y la señora Croft y yo quedáramos a solas, comencé a preocuparme. Ahora que sabía lo muy anciana que era, me preocupaba que algo le sucediera en mitad de la noche, o durante el día, cuando yo estaba fuera. Por muy potente que fuera su voz, por muy imperiosa que se mostrara, era consciente de que incluso un rasguño o un resfriado podían acabar con una persona de su edad; yo sabía que, en su caso, cada nuevo día de vida constituía un pequeño milagro. Aunque Helen se había mostrado bastante amable, una pequeña parte de mí temía que me acusara de negligencia si algo llegara a suceder. Helen no parecía preocupada. Sábado tras sábado, venía y se iba, trayendo la sopa de la señora Croft.

Así transcurrieron las seis semanas de aquel verano. Yo volvía a casa cada tarde, cumplido mi horario en la biblioteca, y pasaba unos cuantos minutos sentado en la banqueta del piano junto a la señora Croft. Le hacía un poco de compañía, tras asegurarle que había cerrado bien la puerta y que era esplendido que la bandera americana ondease en la Luna. Algunas tardes me quedaba sentado a su lado bastantes horas más tarde de que cayese dormida, todavía asombrado de los muchos años que había vivido en este mundo. A veces intentaba imaginar el mundo en que había nacido, en 1866, un mundo, suponía, repleto de mujeres de larga falda negra y castos convencionalismos en el salón. En esos momentos, al observar sus manos de nudillos hinchados cruzadas sobre el regazo, las imaginaba suaves y delgadas, acariciando las teclas del piano. A veces bajaba antes de acostarme, para cerciorarme de que seguía sentada en la banqueta o acomodada en su dormitorio, sin novedad. Los viernes me aseguraba de entregarle el alquiler en mano. Aparte de estos simples gestos, no había otra cosa que pudiera hacer por ella. Yo no era hijo suyo; haciendo abstracción de esos ocho dólares, no le debía nada.

* * *

A final de agosto, el pasaporte y el permiso de residencia de Mala por fin estuvieron listos. Un telegrama me detalló los horarios de su vuelo; la casa de mi hermano en Calcuta no contaba con teléfono. Más o menos al mismo tiempo, me llegó carta de ella, escrita tan sólo unos pocos días después de nuestra despedida. La misiva no incluía ningún saludo; el dirigirse a mí por mi nombre hubiera supuesto una intimidad que aún no habíamos descubierto. La carta sólo incluía unas pocas líneas: «Te escribo en inglés para ir preparándome para el viaje. Me encuentro muy sola aquí. Hace mucho frío. Hay nieve. Tuya, Mala».

Sus palabras no me produjeron demasiada emoción. Tan sólo habíamos pasado un puñado de días en mutua compañía.

Sin embargo, nuestros destinos estaban unidos; Mala llevaba seis semanas luciendo un brazalete de hierro en la muñeca y aplicándose bermellón en la raya de los cabellos para informar al mundo de su condición de mujer casada. Durante esas seis semanas yo me había preparado para su llegada como quien se prepara para la llegada del próximo mes o estación, cosa inevitable pero a la vez carente de significación específica. Era tan poco lo que conocía de Mala que, si bien los detalles de su rostro en ocasiones asomaban a mi memoria, me era imposible recordar el conjunto completo.

Pocos días después de recibir su carta, una mañana que andaba hacia mi trabajo, vi a una mujer india en la otra acera de Massachusetts Avenue, vestida con un sari cuyo extremo libre casi tocaba el suelo, ocupada en llevar a un niño en su carrito. Una mujer americana caminaba a su lado, paseando un perrito negro sujeto con correa. De repente, el perro comenzó a ladrar. Desde el otro lado de la calle, vi cómo la mujer india se detenía, atónita, momento que el perro aprovechó para saltar y cerrar sus colmillos contra el extremo del sari. La mujer americana riñó al perro, pareció disculparse y se alejó a toda prisa, dejando a la mujer india ocupada en arreglarse el sari en mitad de la acera, a la vez que intentaba tranquilizar a su lloroso bebé. Sin advertir mi presencia, la mujer india terminó por reemprender su paseo. Me di cuenta de que ese tipo de percances muy pronto serían de mi incumbencia. Era mi deber cuidar de Mala, recibirla adecuadamente y ofrecerle protección. Tendría que comprarle su primer par de botas para la nieve, su primer abrigo de invierno. Tendría que informarla de las calles que convenía evitar, del lado por el que circulaba el tráfico, avisarla de que llevara su sari de modo que el extremo suelto no se arrastrara por la acera. No sin cierta irritación, recordó que la separación de ocho kilómetros de sus padres había bastado para hacerla llorar.

A diferencia de Mala, yo ya me había acostumbrado a todo eso: a los copos de avena con leche, a las visitas de Helen, a sentarme en la banqueta junto a la señora Croft. Lo único a lo que no estaba acostumbrado era a la propia Mala. Sin embargo, hice lo que tenía que hacer. Fui a la agencia de alojamiento del Instituto y encontré un apartamento amueblado situado a pocas calles de allí, con cama de matrimonio, cocina y baño, por cuarenta dólares a la semana. Un último viernes entregué a la señora Croft ocho billetes de dólar en un sobre, bajé la maleta por la escalera y la informé de mi marcha. La anciana devolvió mi llave a su monedero. Lo último que me pidió fue que le pasara el bastón apoyado sobre la mesita, a fin de que pudiera caminar hasta la puerta para cerrarla.

—Adiós, entonces —se despidió, volviendo al interior de la casa.

Aunque no había esperado grandes muestras de emoción, aquello no dejó de decepcionarme. Yo sólo era un huésped de alquiler, un hombre que le había pagado un poco de dinero por instalarse en su casa durante seis semanas. Apenas nada, en comparación con un siglo entero.

* * *

En el aeropuerto reconocí a Mala de inmediato. El extremo suelto de su sari no se arrastraba por el suelo, sino que estaba recogido sobre su cabeza en signo de modestia matrimonial, como mi madre había llevado el suyo hasta el día en que mi padre murió. Sus delgados brazos morenos estaban cubiertos de brazaletes dorados, un pequeño círculo rojo decoraba su frente; sus pies exhibían una tintura roja en los contornos. No la abracé, como tampoco la besé, ni la tomé de la mano. En vez de ello, le pregunté, hablando en bengalí por primera vez en América, si tenía hambre.

Mala vaciló un momento antes de asentir con la cabeza.

Le dije que había preparado un curry con huevos en casa.

—¿Qué te han dado de comer en el avión?

—No he comido nada.

—¿Desde que saliste de Calcuta?

—Según el menú, teníamos sopa de rabo de buey.

—Pero seguro que habría otras cosas.

—Sólo pensar en comer rabo de buey me dejó sin apetito.

Cuando llegamos a casa, Mala abrió una de sus maletas y me entregó dos jerseys de lana, ambos de un azul reluciente, tejidos por ella durante nuestra separación; uno tenía cuello de pico y el otro exhibía cenefas en relieve sobre la pechera. Me probé los dos; ambos me apretaban un poco en las axilas. Mala también me trajo dos pares de pijamas bordados, una carta de mi hermano y un paquete de fino té de Darjeeling. Yo no tenía más regalo para ella que el curry con huevos. Nos sentamos a la mesa desnuda, cada uno con la vista fija en su plato. Comimos con las manos, otra cosa que yo todavía no había hecho en América.

—La casa es bonita —dijo ella—. Y el curry está bueno.

Con la mano izquierda, se apretaba el extremo del sari contra el pecho, para que no le resbalara de la cabeza.

—La verdad es que no sé muchas recetas.

Mala asintió con la cabeza, pelando la piel de cada patata que se llevaba a la boca. En un momento dado, el sari resbaló hasta sus hombros. Mala se lo volvió a ajustar al instante.

—No hace falta que te cubras la cabeza —observé. A mí no me importa. Y aquí nadie se fija.

Con todo, Mala siguió con la cabeza cubierta.

Aguardé a acostumbrarme a ella, a su presencia a mi lado, a mi mesa y en mi cama, pero una semana más tarde seguíamos siendo extraños. Yo todavía no me hacía a la idea de volver a un apartamento que olía a arroz hervido y cuyo lavamanos en el baño estaba siempre recién limpio, con los dos cepillos de dientes dispuestos el uno al lado del otro y una pastilla de jabón indio marca Pears descansando en su jabonera. No estaba acostumbrado a la fragancia del aceite de coco con que Mala se frotaba el cuero cabelludo los días alternos, ni al delicado sonido que hacían sus brazaletes cuando se movía por el apartamento. Por las mañanas, siempre se despertaba antes que yo. La primera mañana que entré en la cocina, había recalentado las sobras, dejándome un plato con una cucharada de sal sobre la mesa, en la creencia de que me gustaría desayunarme con arroz, como a la mayoría de los maridos bengalíes. Le dije que prefería los cereales, y a la mañana siguiente, al entrar en la cocina, ya me tenía preparado un cuenco con copos de avena. Una mañana me acompañó al Instituto; después de caminar por Massachusetts Avenue, le ofrecí un breve recorrido por el campus. Por el camino, paramos en una ferretería para hacer copia de la llave, que le entregué para que pudiera entrar y salir del apartamento. A la mañana siguiente, antes de mi marcha al trabajo, Mala me pidió unos cuantos dólares. Se los di sin demasiado entusiasmo, aunque sabía que eso, también, sería lo acostumbrado a partir de ahora. Cuando volví a casa del trabajo, había un pelapatatas en el cajón de la cocina y un mantel sobre la mesa, así como un curry de pollo con ajo y jengibre fresco en el fogón. Por entonces no teníamos televisión. Después de la cena, yo leía el periódico mientras Mala se sentaba a la mesa de la cocina, a tejer un cárdigan de la misma lana azul reluciente, o a escribir cartas a la India.

Al final de nuestra primera semana, el viernes, le sugerí salir de casa. Mala dejó de hacer punto y desapareció en el baño. Cuando emergió de allí, me arrepentí de mi sugerencia: vestida con un limpio sari de seda y luciendo varios brazaletes más, mi mujer se había recogido el pelo con raya sobre la cabeza. Mala se había vestido para ir a una fiesta, al cine cuando menos, pero ésos no eran los destinos que yo tenía en mente. El viento de la noche era templado y agradable. Paseamos largo rato por Massachusetts Avenue, contemplando escaparates y restaurantes. De pronto, sin pensar, la conduje por la misma calle tranquila que tantas noches yo había recorrido a solas.

—Aquí vivía antes de tu llegada —la informé, deteniéndome frente a la verja metálica de la señora Croft.

—¿En una casa tan grande?

—Yo vivía en una pequeña habitación del primer piso. En la parte de atrás.

—¿Quién más vive ahí?

—Una mujer muy vieja.

—¿Con su familia?

—Sola.

—¿Pero quién cuida de ella?

Abrí la puerta del jardín.

—Ella misma se cuida sola, para casi todo.

Me pregunté si la señora Croft todavía se acordaría de mí; me pregunté si contaría con un nuevo huésped a quien sentar a su lado cada tarde. Cuando llamé al timbre, imaginé que la espera sería tan larga como el día de nuestro primer encuentro, cuando yo aún no tenía la llave. Sin embargo, esta vez la puerta se abrió casi al momento, gracias a Helen.

—¿Qué tal? —dijo Helen, sonriendo a Mala con sus labios de un rosa reluciente—. Mi madre está en el salón. ¿Vienen de visita?

—Si no es problema, señora.

—En ese caso, creo que me acercaré un momento a la tienda, si no les importa. Mi madre ha tenido un pequeño accidente. Estos días no podemos dejarla sola, ni por un minuto.

Cerré la puerta tras Helen y entré en la sala. La señora Croft estaba tumbada de espaldas, con la cabeza sobre un cojín color melocotón y una delgada colcha blanca sobre su cuerpo. Tenía las manos entrelazadas sobre el pecho. Cuando me vio, al momento señaló el sofá, indicándome que tomara asiento. Hice lo que me decía, si bien Mala se acercó al piano y se sentó en la banqueta, por una vez emplazada allí donde debía.

—¡Me he roto la cadera! —anunció la señora Croft, como si el tiempo no hubiera pasado entre nosotros.

—Cuánto lo siento, señora.

—¡Me caí de la banqueta!

—Lo siento mucho, señora.

—¡En mitad de la noche! ¿Sabes lo que hice, muchacho?

Meneé la cabeza en señal de negativa.

—¡Llamé a la policía!

La anciana clavó la mirada en el techo y sonrió con calma, exhibiendo una hilera de dientes largos y grisáceos. No le faltaba ni uno.

—¿Qué tienes que decir a eso, muchacho?

A pesar de mi sorpresa, supe lo que tenía que decir. Sin la menor vacilación, exclamé:

—¡Es espléndido!

Mala se echó a reír. Su voz estaba llena de amabilidad, sus ojos relucían divertidos. Nunca la había oído reír con anterioridad. Su risa sonó lo bastante fuerte para ser oída por la propia señora Croft. Con un destello en la mirada, la anciana se volvió hacia Mala.

—¿Quién es ella, muchacho?

—Es mi mujer, señora.

La señora Croft ladeó su cabeza sobre el cojín a fin de obtener una mejor visión.

—¿Sabes tocar el piano?

—No, señora —respondió Mala.

—¡Entonces, levántate de ahí!

Mala se puso en pie, ajustándose el extremo del sari sobre la cabeza y contra el pecho; por primera vez desde su llegada, me sentí unido a ella. Me acordé de mis primeros días en Londres, cuando tuve que aprender a coger el metro hasta Russell Square, a subir una escalera mecánica por primera vez, incapaz de entender el acento londinense, incapaz de descifrar, durante un año entero, el aviso del revisor cada vez que el convoy se ponía en marcha en una estación. Al igual que yo, Mala había abandonado su hogar para marchar muy lejos, sin saber dónde iba ni lo que encontraría allí, por la sola razón de ser mi mujer. Aunque me pareció extraño, supe que algún día su muerte me afectaría y, más extraño aún, que mi propia muerte la afectaría a ella. De algún modo, quise explicárselo a la señora Croft, todavía ocupada en escrutar a Mala de arriba abajo con lo que parecía un plácido desdén. Me pregunté si la señora Croft en su vida habría visto a una mujer vestida con sari, con un punto pintado en la frente y las muñecas cubiertas de brazaletes. Me pregunté cuáles eran sus objeciones. Me pregunté si se daba cuenta del tinte rojo aún visible en los pies de Mala, bajo el reborde del sari. Por fin, la señora Croft declaró en el mismo tono mezcla de incredulidad y alegría que yo conocía bien:

—¡Una dama perfecta!

Esta vez fui yo quien se echó a reír. Lo hice en tono apagado, de forma que la señora Croft no me oyó. Pero Mala sí me oyó; por primera vez, nos miramos el uno al otro y sonreímos.

* * *

Me gusta pensar en aquel momento en el salón de la señora Croft como el momento en el que el abismo existente entre Mala y yo comenzó a achicarse. Aunque todavía no estábamos verdaderamente enamorados, me gusta pensar en los meses que siguieron como en una especie de luna de miel. Juntos exploramos la ciudad y conocimos a otros bengalíes, algunos de los cuales siguen siendo nuestros amigos. Descubrimos que un hombre llamado Bill vendía pescado fresco en Prospect Street, y que había una tienda en Harvard Street llamada Cardullo’s en la que se podían adquirir clavos y hojas de laurel. Por las tardes paseábamos hasta el río Charles para contemplar los barcos de vela en procesión sobre el agua o disfrutar de unos helados en Harvard Yard. Compramos una cámara Instamatic a fin de registrar nuestra común existencia, y fotografié a Mala frente al edificio Prudential para que tuviera imágenes que enviar a sus padres. Por la noche nos besábamos, al principio con timidez, luego con descaro, y descubríamos placer y solaz en los brazos del otro. Yo le hablaba de mi viaje en el SS Roma, de Finsbury Park y de las tardes pasadas sentado en la banqueta de la señora Croft. Cuando le contaba alguna historia referente a mi madre, Mala se echaba a llorar. Fue Mala quien me consoló el día que, repasando las páginas del Globe, me tropecé con la necrológica de la señora Croft. Llevaba varios meses sin pensar en ella —por entonces, aquellas seis semanas de verano se habían convertido en un remoto entreacto de mi pasado—, pero cuando supe de su muerte, me sentí muy afectado, tanto que cuando Mala levantó la cabeza del jersey que estaba tejiendo, me encontró con la mirada clavada en la pared, el periódico descuidado sobre el regazo, incapaz por completo de hablar. La de la señora Croft fue la primera muerte que me afectó en América, pues suya había sido la primera existencia que yo admirara aquí; por fin se había marchado de este mundo, vieja y solitaria, para no volver jamás.

En cuanto a mí, no he marchado demasiado lejos. Mala y yo vivimos en una ciudad situada a unos treinta kilómetros de Boston, en una calle arbolada muy parecida a la de la señora Croft, en una casa en propiedad, con un jardín que nos libera de comprar tomates en verano y una habitación para huéspedes. Ahora somos ciudadanos estadounidenses, de forma que tenemos derecho a pensión. Aunque de vez en cuando volvemos de visita a Calcuta, donde compramos más pijamas bordados y té de Darjeeling, hemos decidido envejecer aquí. Yo trabajo en la biblioteca de una pequeña universidad. Tenemos un hijo que estudia en Harvard. Mala ya no se ajusta el extremo del sari sobre la cabeza ni se echa a llorar cuando piensa en sus padres, pero sí llora a veces cuando echa de menos a su hijo. Entonces vamos en coche a Cambridge a visitarle, o le invitamos a casa un fin de semana, para que coma arroz con nosotros, a mano desnuda y sin cubiertos, y no se olvide de hablar bengalí, cosas que a veces nos preocupa que deje de hacer después de nuestra muerte.

Siempre que hacemos ese viaje, tengo por principio ir por Massachusetts Avenue, por muy mal que esté el tráfico. Aunque apenas reconozco ya los edificios, cada vez que estoy allí vuelvo a las seis semanas de aquel verano, como si hubieran tenido lugar ayer mismo, reduzco la marcha y señalo a mi hijo la calle de la señora Croft, explicándole que ahí tuve mi primer hogar en América, cuando viví con una mujer de 103 años de edad.

—¿Te acuerdas? —dice Mala con una sonrisa, tan sorprendida como yo de que una vez fuéramos extraños aquí.

Mi hijo siempre se muestra asombrado, no tanto en relación con los años de la señora Croft, sino por lo barato que me salía el alquiler, cosa que le resulta casi tan inconcebible como le resultara la bandera hincada en la Luna a una mujer nacida en 1866. En los ojos de mi hijo veo reflejada la ambición que una vez me llevase a cruzar medio mundo. Dentro de pocos años terminará sus estudios y se abrirá su propio camino en la vida, a solas y sin protección. Sin embargo, trato de no olvidar que todavía tiene un padre con vida, una madre que es fuerte y feliz. Cuando le veo desilusionado, le recuerdo que si yo logré sobrevivir en tres continentes distintos, no habrá obstáculo que él no pueda superar. Si bien los astronautas, héroes para siempre, apenas estuvieron unas horas en la Luna, yo llevo casi treinta años viviendo en este nuevo mundo. Sé que mis logros son bastante corrientes. No soy el único hombre que ha buscado la fortuna lejos de su hogar; ciertamente, no soy el primero. Con todo, en ocasiones me asombro de cada kilómetro que he recorrido, cada comida de la que he disfrutado, cada persona a quien he conocido, cada habitación en la que he dormido. Por corriente que resulte, a veces me parece que todo eso está más allá de mi imaginación.

* * *

© Jhumpa Lahiri: The Third and Final Continent (El tercer y último continente). Publicado en Interpreter of Maladies, 1999. Traducción de Antonio Padilla.

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