Nadine Gordimer: La vida de la imaginación

De niña no habitaba el mundo de ellos, un lugar donde estos o aquellos armonizaban en una cena, y una de cuyas ocupaciones consistía en llamar al fontanero, ver si había que vender el coche para cambiarlo por otro o repararlo, esas entradas diarias en el libro mayor de la vida. La suma resultante eran casas cómodas y ordenadas, camas abiertas en las que las pesadillas y los sueños nunca rebasaban el umbral de la mañana, los besos nocturnos eran tan rutinarios como limpiarse los dientes, una mujer dejaba claro que «Charles nunca prueba comida recalentada», un hombre se planteaba que «Hay algo que aprendí de joven y es el valor del dinero».

Desde el principio hubo el misterio para ella y no la red cuidadosamente tejida con que lo cubrían, como el funámbulo está protegido contra la caída. En vez de polvo bajo las camas había (para ella) la mano que Malte Laurids Brigge vio alargándose hacia él en la oscuridad, bajo la mesa de su madre. Sólo que ella no tenía miedo, como más tarde leyó que él tenía; la reconoció y la agarró.

Y nunca la soltó.

No cometió la equivocación de pensar que por eso ella sería, inevitablemente, capaz de escribir o pensar; ese era también otro de los axiomas de ellos (Bárbara tiene una imaginación muy vivaz. Es una artista). Sabía que una cosa era tener entrada en ese otro mundo y otra distinta poder traer consigo algo de él. Estudió biología en la universidad durante un tiempo (el tema sajaba en el pelo y la piel para llegar a las complejidades subyacentes que le atraían, y sabía que había buenas oportunidades para las muchachas que se licenciaran en ciencias), pero lo dejó y consiguió un trabajo en una galería de arte municipal. Empezó por ordenar postales de color sepia y prosiguió desempolvando tejas de cerámica china y aprendió a limpiar pinturas. El olor de la trementina, la cola y el café en la sala donde ella y el director trabajaban, fue su primera intimidad. Ellos no comprendían cómo podía ser tan feliz allí, alejada de la compañía de los jóvenes, y una vez su padre comentó, medio en serio, que esperaba que al director no le entraran ciertas ideas.

El director tenía muchas ideas, incluida aquella que se le ocurrió al padre de ella. Era un hombre ya maduro —al menos eso creyó ella entonces—, con ese rostro proboscídeo que con frecuencia acompaña a una mente inquisitiva, y una súbita desnudez de sus ojos de carey cuando se quitaba sus enormes gafas. Su mujer decía: «Es maravilloso para Dan que tú trabajes con él. Siempre ha sido uno de esos hombres que están mejor mentalmente cuando se enamoran un poco». Le contaba a su ayudante la historia de los caracteres de Wu Cheng-éns, el mono, el peregrino Tipitaka, Sandy, Pigsy y los dos caballos a los que ella quitaba el polvo, al igual que le hacía un análisis magistral de la decadencia del feudalismo en relación con el triunfo de la Larga Marcha. Él tenía una colección de fotografías de intrincada maquinaria y microfotografías de células de plantas, y juntos, aprovechando la habilidad de ella para diseccionar ratas, ranas y saltamontes, añadieron ampliaciones de tejido animal. Él la besaba de vez en cuando, pero más bien como si eso formara parte del orden del cosmos; los labios de él eran delgados y lo sabía. Gracias a él conoció al joven arquitecto con el que se casó, con el que se fue a Japón, porque él había conseguido una beca en la Universidad de Tokio. Vagaron por el Oriente y Europa durante un par de años (lo que habían esperado sus padres; ella no tenía una casa propia) y luego volvieron a Sudáfrica, donde él se convirtió en un arquitecto de mucho éxito y consiguió una buena posición.

Fue así de sencillo y desconcertante. La administración gubernamental, al igual que las grandes compañías mineras e industriales, le contrataban para proyectar un edificio público tras otro. Él y Bárbara tenían una casa serena y modesta en un kopje en las afueras de Pretoria —el jardín mostraba lo bien que los escuetos espinos indígenas del Middle Veld seguían el lenguaje arquitectónico japonés—. Tuvieron hijos. Bárbara seguía siendo, ya cerca de los cuarenta años, una criatura alta y delgada, con un rostro huesudo, oscurecido por las pecas, guapa y que prefería estar a solas. El dinero apenas cambió su manera de vestir y en nada sus gustos; podía seguirlos más. Tenía un pondokkie abajo, en el río Crocodile, donde de vez en cuando pasaba un par de semanas sola en invierno. El matrimonio, por supuesto, no era posible. Ciertamente no se compenetraban, porque si uno se libra de la atracción hipnótica de las apariencias, ha de hacerlo por su propio esfuerzo. Y la diaria intimidad era un intento inevitable de esquivar eso que deja a quien comparte cama, cuarto de baño y mesa, tan solitario como en una multitud. Ella y Arthur, su marido, lo sabían; se llevaban muy bien casi sin hablarse, de vez en cuando instintivamente se volvían el uno hacia el otro, y estaban solos, él con su trabajo y ella con sus libros y su pondokkie. Hicieron felices a sus hijos. El director de su colegio decía que eran los niños más creativos que había tenido nunca (los hijos de Bárbara son tan artísticos, los hijos de Bárbara son tan imaginativos).

Cogieron el sarampión y tenían fiebres repentinas en los momentos más inoportunos, y una tarde, cuando Bárbara y Arthur estaban a punto de salir a cenar, descubrieron que Pete tenía mucha fiebre. La cena se celebraba en honor de un arquitecto danés que estaba de visita, que deseaba especialmente conocer a Arthur, así que él se fue mientras que Bárbara se quedó para ver qué decía el médico. No le gustó mucho enterarse de que el médico de cabecera estaba de vacaciones en Europa y de que vendría en su lugar su suplente. A lo mejor a él le sorprendió que le abriera la puerta una mujer que llevaba un vestido de noche —la propia casa llamaba mucho la atención a las personas que no habían visto nunca nada semejante—. Ella sintió la necesidad de explicarle el porqué de su aspecto, en parte para disimular la hostilidad que sintió hacia él por ser el sustituto de un rostro tranquilizador.

—Estábamos a punto de salir cuando me di cuenta de que mi hijo estaba rojo como un tomate.

Él sonrió.

—Es mejor que los rulos y las batas.

Y se quedaron allí, ella con su vestido largo, él con su abrigo y maletín marrón, como si durante un instante su estar frente a frente no estuviera muy claro; ¿habrían chocado tontamente al intentar evitarse en plena calle? Pasó aquel instante y se dirigieron hacia el dormitorio donde Pete y Bruce se incorporaron en sus camas, a la espera. Pete dijo:

—Este no es nuestro médico.

—Ya lo sé, es el doctor Asher, se ocupa de los enfermos del doctor Dickson cuando está fuera.

—¿No me pondrás una inyección, verdad? —dijo Pete.

—No creo que necesites que te pongan una inyección —dijo el hombre—. De todas formas, las pongo tan rápidas que ni siquiera te das cuenta de que las he puesto. De verdad.

El pequeño Bruce se rio, se repantingó en la cama y se tapó con las sábanas hasta la nariz.

El médico dijo:

—No debes reírte de mí. Puedes preguntárselo a mis hijos. Uno, dos, antes de llegar a tres está hecho.

Bruce le dijo:

—No te tires faroles.

El médico miró por encima de su maletín abierto y pareció encogerse ante esa declaración.

—Lo siento. No lo haré más.

Cuando hubo examinado a Pete, recetó un jarabe que les solía recetar el doctor Dickson; Bárbara fue a buscarlo al botiquín y quedaba una botella casi llena. Pete tenía glándulas hinchadas en la base del cráneo y bajo la mandíbula.

—Vamos a observarlo —dijo el médico mientras Bárbara iba delante de él por el pasillo—. He visto varios casos de fiebre glandular desde que estoy aquí. Llámeme por la mañana si se siente preocupada.

De nuevo se quedaron en la entrada, ella con los brazos a lo largo de su larga falda y él poniéndose el abrigo. No era más alto que ella y probablemente eran de la misma edad, pero tenía ese aspecto agotado de tanto trajín de los médicos de cabecera, siempre cargados con un maletín. Sus cabellos estaban cortados en una versión modificada a lo Julio César, a la moda de los arquitectos, periodistas y publicitarios; los médicos solían llevarlo corto por detrás y por los lados. Le dio las gracias, llamándole por su nombre, y él observó, en la puerta.

—Por cierto, es Usher, con U.

—Ah, lo lamento, entendí mal por teléfono. Usher.

Él echó un vistazo a la casa.

—Estilo japonés, ¿no? Cultivan esos árboles en miniatura, asombroso. El otro día salió un artículo sobre eso, no recuerdo donde. ¿Cómo se llaman?

Ella conservaba desde la niñez un gesto desmañado de mover la mandíbula cuando se sentía incómoda. Al ver la casa la gente se estrujaba los sesos para decir algo a propósito y siempre sacaban lo de esos horribles arbolitos enanos.

—Ah, sí, bonsai. Muchas gracias. Buenas noches.

Cuando él se hubo marchado, ella le dio en seguida a Pete su medicamento y le dijo a la niñera el número de teléfono del hotel donde se celebraba la cena. Más tardé recordó con una claridad despreocupada aquellos pocos minutos antes de que él se fuera de la casa, cuando entraba y salía de la habitación de su hijo: la luz parecía rojiza, con el calor cargado de la niñez coloreándolo, las alfombras manchadas, los borrones en la pared, la voz africana alegremente despectiva de Dora y el arquearse de su gran trasero cuando esta se inclinaba para limpiar, el olor de la fiebre en los labios de Pete al darle un beso, y el encuentro, bajo la mano apoyada, de la confortable porquería de la cama de un niño: trozos de patata cruda utilizados como munición en un canuto, la forma dura de un trozo de rompecabezas, la espátula de madera que el médico utilizó para aplanar la lengua. Y le pareció incluso en ese momento que había tenido una rara visión momentánea de sí misma (no era una mujer dada a la conciencia de efectos creados). Había pensado —al moverse con cuidado entre las camas, debido al vestido largo, perfumada y maquillada— que esa era la imagen de la madre que los hombres han elegido perpetuar, los autobiógrafos, los Proust. Eso es lo que yo algún día puedo ser para esos muchachos, cuando sea una vieja con pelusa en la barbilla, muerta.

Pete estaba mejor al día siguiente. El médico vino alrededor de la una y media, cuando el niño dormía y ella almorzaba al sol en una bandeja. La criada llevó al médico a la terraza. Él no quería molestarla; ella estaba simplemente tomando un tentempié, como podía ver. Él se sentó mientras ella le hablaba del niño. Tenía un vaso de vino blanco junto a su plato de restos de ensalada de pescado —del vino también quedaba sólo un resto ¿pero qué podía importarle a él si ella bebía o no vino a solas en el almuerzo?—. El hombre miró con verdadero placer la terraza tranquila y soleada y a ella le dio pena que considerara magníficos los bonsai.

—Tome una copa de vino, está frío y delicioso —sus huesudos pies estaban descalzos bajo el sol invernal. Dijo que no; por supuesto, un médico no puede hacer lo que quiere. Pero sacó una pipa y se puso a fumar.

—Es tan agradable el sol, hay que reconocer que Pretoria tiene buenas cosas.

Los dos miraban los dedos de los pies de ella, el segundo dedo de cada pie estaba torcido; por supuesto, era porque el niño estaba dormido por lo que él se encontraba allí. Le dijo que era de Ciudad del Cabo, donde llovía durante todo el invierno. Subieron a mirar al niño; respiraba normal y silenciosamente.

—Déjele —dijo el médico. Abajo, añadió—: Que se quede un par de días más en cama. Me gustaría volver a verle las glándulas.

Vino poco antes de las dos al día siguiente. Esta vez sí aceptó una taza de café. Fue igual que el día anterior; podía haber sido el día anterior. Era casi la misma hora. El sol tenía exactamente la misma intensidad. Estaban sentados en el ancho banco de ladrillo, sobre un grueso cojín. El humo de su pipa lanzaba una tenue cortina de humo ante sus ojos. Ella le decía que el niño había mejorado tanto que casi resultaba imposible que guardara cama, cuando él la miró con aire divertido, como si los hubiera descubierto —a él y a ella— y su brazo, con la mano curvada para agarrarla, la acercó. Se besaron y sin que a ella se le pasara por la cabeza si quería o no besarle, descubrió que deseaba hacerlo con habilidad. Parece que lo hizo muy bien, porque el beso duró unos minutos, sus cabezas volviéndose de un lado para otro mientras sus bocas se separaban lentamente y se volvían a encontrar.

Y así empezó. Cuando se separaron el uno del otro, las palabras acudieron a ella: ¿por qué este hombre, por Dios, por qué tú? Y como se sentía avergonzada de ese pensamiento, dijo en voz alta.

—¿Por qué yo?

Él encontró tan conmovedora esa ignorancia de su propia atracción que la besó con fuerza, respondiéndole tanto a la pregunta articulada como a la que no lo fue.

Mientras se besaban ella se percató del breve y rápido movimiento lateral de un ojo de color pizarra, un segundo antes de que oyera el chillido de las playeras de la sirvienta que se acercaba desde la casa. Se apartaron, ella con una brusca prisa, él con una rapidez serena, de manera que la intimidad entre ellos siguió hasta cuando metió la pipa en el bolsillo, sacó su bloc de recetas y comentó, mientras la sirvienta recogía la bandeja del café.

—No sería mala idea tener en casa un antipirético suave, no tan fuerte como el que ha estado tomando, pero…

Así empezó. El hacer el amor, los absurdos del disimulo; hasta la aceptación de saber que ese médico que trabajaba tanto con la hoz de una sonrisa que cortaba cada lado de su boca, y la frente morena y curtida, había pasado por eso antes, quizá muchas veces. Y así empezó, exactamente como iba a ser.

Hicieron el amor la primera vez en el piso donde él vivía temporalmente. Fue una experiencia fascinante para los dos y cuando terminó —por el momento— supieron que tenían que prestar con urgencia su atención a la muy práctica cuestión de cómo, cuándo y dónde iban a verse. Al cabo de un mes la mujer de él vino de Ciudad del Cabo y las cosas se complicaron. Él había alquilado una casa para la familia; el apartamento subarrendado con los libros, las sábanas y los cachivaches de otras personas, en el que él y Bárbara eran los únicos objetos familiares entre sí, se había convertido en un paraíso perdido. Fueron en coche por separado hasta Johannesburgo, para pasar una tarde juntos en un hotel (Pretoria era un lugar demasiado pequeño como para que no los reconocieran). Él estaba atado a sus interminables horas de trabajo; no tenía adonde ir. Su problema era la pasión, pero su única esperanza eran soluciones de lo más realistas y prácticas. No podían eludirlas. Después de que el último paciente se fuera de la consulta por la tarde, el edificio quedó desierto —un bloque de oficinas—. Dio unas chupadas a la pipa hasta que tomó la decisión de que estarían muy seguros allí. Ella, sorda y ciega con el deseo del encuentro, entraba desde una calle lateral donde estacionaba el coche, atravesando el sombrío vestíbulo, pasando junto a las fregonas y cubos del limpiador africano, subiendo en el ascensor con su ojo luminoso que mostraba, mientras subía, los distintos pisos, luego por los pasillos de puertas cerradas y placas comerciales hasta que lo encontró: Dr. J. McDow Dickson, M. B. B. Ch. Edin. Horas de consulta, Mañanas 11-1. Tardes 4-6. En la vieja meridiana de la antesala del doctor Dickson hicieron el amor, entre calendarios de seguros médicos y accesorios de despacho con anuncios de antibióticos. Una vez oyeron al limpiador metiendo su llave maestra en la puerta de la sala de espera; una vez alguien (sin duda un paciente) la golpeó durante un rato y luego se fue. Siempre estuvo segura, sin censurarlos, que asuntos amorosos sórdidos le serían inútiles. Aprendió que la sordidez es lo que piensa el de fuera, el que no participa; no hay asuntos amorosos sórdidos para los amantes.

Se encontraban donde, como y durante el tiempo que podían, pero todavía pasaban separados la mayor parte del tiempo. Las comunicaciones, los movimientos, los lugares de reunión, todo eso tenían que prepararlo como si fueran dos agentes secretos de los que nadie debía sospechar que estaban en contacto. Con el fin de planear una estrategia, cada cual tenía que contar al otro su vida diaria: así fue como llegaron a conocer, poco a poco, aquella zona abismal de la vida de cada uno lejos de los brazos del otro.

—Los jueves por la noche siempre estoy sola porque Arthur tiene un seminario en la universidad.

—Puedes llamarme siempre los domingos por la mañana, entre las ocho y las nueve, porque Yvonne está en misa.

Así que su mujer era católica. Pues sí, pero él no. Por supuesto eso significaba que sus hijos eran educados como católicos. Una tarde, cuando él y Bárbara se vestían en la sala de consulta, ella vio la foto de tres niñas pequeñas bajo un plástico transparente, en su cartera. Cabellos rubios platino, tan cortos y lisos como un cepillo de dientes de nailon, bandas, enaguas de red, calcetines blancos con elástico: las hijas de una de esas mujeres primorosas y bonitas que las cuidan igual que cuidaban a sus muñecas. Bárbara nunca llegó a conocerla. Él dijo que las mujeres de los médicos locales se portaban muy bien: ella jugaba al tenis habitualmente en casa de una, otra tenía niñas de la misma edad que las suyas y se habían vuelto inseparables de estas. Si él y Bárbara se encontraban en la consulta los viernes por la tarde, él tenía que estar pendiente de la hora.

—La noche del bridge —decía, obstinada y resignadamente. A veces decía—: Maldita sea la noche del bridge.

Entre abrazos, confesiones, las preguntas surgieron fácilmente hasta un punto.

—Llevas una vida diferente —dijo él. Quería decir «de la mía». O quizá de la de su mujer.

Allí tumbada, Bárbara tenía una expresión de distanciamiento.

—Ah, sí —él no quería quedar exento, consentido, fuera del amor; tenía su propia idea de la verdad—. ¿Qué pasó con los árboles japoneses aquella vez, la primera que estuve en tu casa, qué dije yo? Pusiste una cara tan seria.

—Ah, eso. Lo de los bonsai.

El reproche era para sí misma; él no entendió el estremecimiento de repugnancia por el «buen gusto»; bueno, ¿no era el estremecimiento tan quisquilloso a su manera, como lo era el «buen gusto»? Te prostituyes yendo de un concepto a otro, según tu sensibilidad.

—En absoluto diferente —ella volvió a su comentario original; él se daba cuenta que tenía la cualidad de almacenar una serie de comentarios tuyos y luego, sin vacilar, tomar uno u otro—. Es como echar una red al mar. Sacas peces pequeños o grandes, algas, fango, trocitos de cosas brillantes. Pero el agua, el elemento en que viven, eso se escapa.

—Así que esta noche es bridge —añadió ella, extendiendo la mano para acariciar el pecho de él.

Él se sacó la pipa de la boca.

—Cuando estás en el Crocodile —dijo (llamaban así a supondokkie porque estaba en el río Crocodile)—, ¿qué haces cuando estás sola?

Ella estaba tendida bajo su mirada; sintió cómo él la valoraba, resultaba incómodo, como si le hubiera puesto una joya en la frente. No respondió.

—Lees, ¿eh? Lees y piensas en tus cosas.

Desde hacía años apenas había tenido tiempo de leer sus revistas médicas.

Ella veía la extensión inmóvil y árida hasta el horizonte, todos los espinos iguales, los estrechos senderos del ganado que llevaban dando vueltas por la hierba limpia y reseca, el silencio en el que uno parecía caer al mediodía, como dentro de una bolsa de aire; el silencio que existiría cuando el corazón se parase, mientras lo demás seguiría, como siempre, en el silencio del veld, los árboles duros esperando que subiera la savia, la hierba muerta que esperaba ser sustituida por la nueva bajo la lluvia, los pedruscos que se resquebrajaban en nuevas formas bajo la escarcha y el sol.

Pero vivo bajo la mano de ella estaba el vello del pecho de él, aún mojado y suave por el contacto de su cuerpo, y le dijo, con los dientes apretados:

—Ojalá pudiéramos ir allí. Ojalá que estuviéramos allí en la cama.

Aquel invierno no fue ni una vez a la cabaña. Se había convertido en un refugio donde podrían haber hecho el amor durante noches y días enteros. Eran tantas las horas en que no podían verse. Ni siquiera podían telefonearse; él estaba en casa con su familia, ella con la suya. Aquellos lentos ratos de la mañana, que se derretían al sol; aquellas largas tardes cuando la irrupción de sus hijos era una monstruosa ruptura, ¿de qué? No había nada. Le veía como le había mirado una vez sin que él se diera cuenta, cruzando la calle y caminando a lo largo de la manzana hasta su lugar de encuentro: un hombre menudo con una pipa sostenida entre los dientes de un modo un tanto brutal, la curva sonriente de la boca desmentida por las arrugas curvadas hacia abajo y hacia adentro de la frente y de los párpados, mientras cabeceaba. En su mano, un elegante maletín de piel de cerdo que ella le regaló porque era fácil de explicar como regalo de un paciente agradecido. No ve a nadie, sólo adonde va. Sentada en la cena o leyendo por la noche, le veía así, a plena luz del día, cruzando la calle con el maletín en la mano. Parecía que pudiera seguirle por toda la pequeña ciudad llena de cuestas, vislumbrando su espalda entre las de otros al cruzar la plaza, pasando por delante del doctor Doolitle con su sombrero de copa (eso era lo que creían sus hijos que era la estatua del presidente Kruger), visitando las zonas residenciales, el automóvil lleno del humo de pipa y las ampollas vacías con el cuello roto, la sonrisa como una costumbre severa, que no saludaba a nadie.

A veces se materializaba en su puerta: había tenido una llamada en la vecindad o al menos eso era lo que le decía a la enfermera. Sería por la mañana, cuando los chicos estaban en el colegio y Arthur en su estudio.

Siempre iba directo al teléfono y llamaba a la consulta, por si alguien veía su coche:

—Ah, Birdie, estoy en Muchleneuk, ¿hay alguien que tenga que visitar por aquí? Mi próxima será al niño de los Wilson, de Waterkloof Road, así que…

Se sentaban de nuevo en la terraza y tomaban café.

Y echaba un vistazo de experto a las puertas y las ventanas antes de besarla; olía a la sala de cirugía del hospital, donde había estado, o al jabón con que se había lavado las manos en las casas de otros. Vestía un jersey que le había enviado su madre y guantes de piel de cerdo. Yvonne se los había comprado —sonreía al contarlo— porque pensaba que el nuevo maletín elegante hacía parecer deslucidos a los antiguos. Para Bárbara tenía el aura de las horas en que no estaba con ella.

Ella no había estado nunca en su casa, por supuesto, y no conocía la distribución de las habitaciones, ni el sonido de las voces que sonaban en ella a primera hora de la mañana dando prisa para ir al colegio o al hospital (sabía que se levantaba muy temprano, incluso mucho antes de que ella se despertara), o la clase de conversación que se produce tomando allí copas con los amigos, o el ambiente tan intensamente personal de todas las casas, o la última hora de la noche, cuando se han ido los de fuera y se cierran las puertas y se apagan las luces, una por una.

Nunca había estado con él en compañía de otras personas (con la excepción de Pete y Bruce), y no sabía con qué ojos le mirarían los demás, ni cómo sería su estilo. Escuchaba con cuidadoso despego cuando llamaba a la enfermera; su comportamiento con ella era cansado y humorístico, pero eso era tan sólo camaradería profesional, con un toque de ese flirteo que encanta a las mujeres mayores. Un par de veces tuvo que llamar a su mujer en presencia de Bárbara: era la telecomunicación anónima de un matrimonio de muchos años:

—¿Yvonnne? Ya voy para ahí. Tardaré unos veinte minutos más o menos. Bueno, si vuelve a llamar di que estaré después de las nueve. Sí. No lo haré. Hasta pronto.

Cuando estaban juntos después de hacer el amor, hablaban de sus vidas pasadas y del futuro de él. Él tenía la intención de ir a América al año siguiente, para hacer lo que siempre había querido: investigación biológica. Hablaron detenidamente acerca de la planificación de sus finanzas: él había traspasado su consulta en Ciudad del Cabo para poder mantener a su familia mientras estudiaba con la beca que le había prometido. La sustitución por seis meses era un paréntesis entre el traspaso de su consulta y la beca de Boston. Sufría momentos de profunda incertidumbre: debía haberse marchado hacía diez años, joven y resuelto; pero era inútil, ya entonces había una chica, matrimonio, bebés. Desde lo profundo de su incertidumbre, él y Bárbara se miraban como los presos que se despiertan y se encuentran en el suelo de la misma celda. Le decía, aunque no sirviera para nada, «Te quiero». Se dedicaron de nuevo otra vez a la cuestión de cómo él podría aprovechar sus oportunidades en América y con quién debía de intentar trabajar. Y luego era la hora de vestirse, la hora de irse, la hora de estar en casa para cambiarse para su velada debridge, la hora de estar en casa para recibir a los amigos de Arthur. Juntos en el ascensor permanecían callados, cansados, a la vez. Abandonaban el edificio de la consulta cada cual por su lado; mientras ella caminaba él se convertía de nuevo en esa figura que cruzaba las calles, que entraba y salía de las casas y el coche, con el maletín de piel de cerdo en la mano, sin mirar a nadie, sólo adonde iba.

Ella construía mentalmente trozos de diálogo, como fragmentos recordados de una obra teatral. Le seguía a casa hasta la mesa debridge (nunca había jugado a las cartas) o hasta la mesa de la cena —había un asado, sería eso, una pata de cerdo asado con puré de manzana, y él trinchaba, sabiendo qué parte le gustaba más a cada miembro de la pequeña familia—. Las muchachitas de cabello platino y calcetines blancos se habían lavado las manos. Los jugadores debridge hablaban con la familiaridad de los colegas, las mujeres decían: «John no querría saber nada», «Tengo que decir que lo único que recuerda es cuando debe pagar el seguro», «No encuentro a nadie que haga bien los cuellos de sus camisas». Sospechaba que la mujer de él le compraba la ropa; pero el corte de pelo lo escogía él mismo. Como la había escogido a ella, Bárbara, y a otras mujeres. Los domingos se tumbaba en la terraza con un libro sin leer, o se reía o hablaba sin escuchar a los amigos de Arthur (ya todos parecían amigos de Arthur), y él corría por alguna cancha de tenis limpia y dura, con el rostro enrojecido, ágil, tal vez feliz, con la felicidad despreocupada del ejercicio físico. No estaba celosa, sólo un poco excitada por la idea de que él no pensara en ella. O quizá ese domingo habían ido de excursión con los niños. Una vez, cuando le había imaginado toda la tarde en la cancha de tenis, él le dijo que la tarde de ese domingo se la tragó una excursión familiar: las niñas habían oído hablar de la reserva de Krugesdorp. La chica sencilla, de cabellos platino, había trepado sobre él para ver mejor: ¿estaba irritado? ¿O alisaba los cabellos tras las orejas de la niña con ese gesto de amante que le era propio, que quizá fuera, al tiempo, un gesto de padre? Volvió a leer un párrafo del libro, posado entre sus codos en el césped: «… la palabra lolosignificaba a la vez “alma” y “mariposa”… el doble significado se debe al hecho de que la crisálida se parece a un cadáver amortajado y que la mariposa sale de ella como el alma del cuerpo de un hombre durmiente». Pero la idea no tenía ningún significado para ella. Las palabras flotaban en su mente; no, una polilla, una polilla de aspecto ordinario, con color de camuflaje, inadvertida por las calles, que cruzaba rápidamente la plaza al atardecer, llegando silenciosamente por el pasillo, rozando suavemente. Ardientemente, despertando al cuerpo dormido.

Una noche en que tuvo la suerte de estar sola durante unos días (Arthur estaba en El Cabo), él pudo escabullirse y visitarla en su casa. Esa rara oportunidad exigía una cuidadosa planificación, al igual que los demás encuentros entre ellos. Dijo que iba a la reunión de una asociación médica; ella cenó temprano, para que los criados no estorbaran. Se aseguró que todas las ventanas de la casa, salvo las de su dormitorio, estaban a oscuras, para que cualquier visitante inesperado pensara que se había ido a la cama y no la molestara. En realidad, se tumbó en la cama, completamente vestida, esperándole. Aquella tarde le había dado la llave de la puerta lateral, la de la terraza. Atravesó con una incertidumbre silenciosa y decidida la casa del otro hombre. Nunca había estado en el dormitorio, pero sabía donde estaban los cuartos de los niños. Cuando ella le escuchó llegar al pasillo donde un recodo dividía las habitaciones de los padres de las de los niños, se levantó y fue en silencio a su encuentro. Los chicos llevaban muchas horas dormidos. Ella tomó sus manos limpias, resecas y frías en la noche invernal, y luego caminaron juntos. En el dormitorio, cuando ella cerró la puerta, sintió frío y temblaba, como si acabara de encontrar un refugio.

Él tenía que marcharse no mucho más de la hora en que terminaría la reunión; ahora, como era su propia cama, en su propia casa, ella se quedó tumbada allí, desnuda, estirada bajo el revoltijo de las sábanas y le miraba vestirse. Él cogió el cepillo de ella y se lo pasó por los cabellos ante el espejo, lanzándose una mirada fugaz y conocedora. Se sentó en la cama como un médico, para abrazarla por última vez. Le miró soltar suavemente el picaporte de la puerta, casi sin hacer ruido al cerrarla, le oyó bajar con paso regular y tranquilo por el pasillo, escuchó el leve crujido que produjo al pasar por el salón grande y luego, tras una pausa, escuchó sus pisadas desvanecerse por la terraza. El motor de un coche se puso en marcha: las sombras que produjeron las luces de los faros barrieron las ventanas del dormitorio.

Alargó la mano para apagar la lámpara de la mesilla, pero no movió ni la cabeza ni el cuerpo. Se quedó tumbada en la oscuridad durante un rato largo, tal como él la había dejado; tal vez durmiera. Parecía como si un oscuro viento soplara por su mente vacía; estaba despierta, y se levantó un viento nocturno, el vendaval frío del veld invernal, presionando contra paredes y ventanas, como presiona sobre los oídos. La rama de un espino rascó el muro de la terraza. Oyó las hojas secas arremolinarse y correr sobre las losas. E irregularmente, a largos intervalos, una puerta golpeaba sin engancharse. Intentó dormir o volver a dormir, pero una parte de su mente esperaba el impacto de la puerta en el viento. Y llegaba una y otra vez. Lentamente, un pensamiento racional se fue pegando al ruido: identificó la dirección de donde venía, su mente viajó por la casa en la misma dirección que él tomara y llegó hasta la puerta de la terraza. La puerta golpeó con un oscilante estremecimiento, de nuevo.

Había dejado la puerta abierta. La vio; vio la puerta abierta, y el viento que hinchaba las largas cortinas y enviaba papeles que volaban por la habitación, las hojas entrando y deslizándose por los suelos. La casa entera se hinchaba con el viento. Desde hacía poco había robos en el barrio. Esa era una de las pocas casas que no tenía un sistema de alarma; ella y Arthur se habían negado a encerrarse en el miedo del hombre blanco de ser atacado él o sus propiedades. Sin embargo, ahora, la puerta estaba abierta como la de cualquier casa abandonada y se encontró con que, como cualquier matrona de un barrio residencial, estaba segura de que iban a entrar. Entrarían sin hacer ruido, con aquel viento, y se acercarían por la casa, negros con cuchillos en las manos. Ella, que nunca se había sometido a esa clase de miedo en su vida, les oía acercarse, les escuchaba respirar bajo sus sucias máscaras de trapos y sus gorros tsotsi. Habían matado a un viejo en una granja de las afueras de Pretoria hacía una semana; alguien, que los periódicos describían como madre de dos niños, les había mantenido a raya junto a su cama con un palo de golf. El viejo recibió múltiples heridas, múltiples heridas.

Estaba vacía, incapaz de evocar cualquier cosa que no fuera esa rancia fantasía, compartida con toda la ciudad, con toda la población blanca. Yacía poseída por ella, y pensó, lo anheló intensamente: «Entrarán en la habitación y me clavarán un cuchillo. Sin darme tiempo a gritar. Rápido. Profundo. Fuera».

Pero en lugar de eso llegó la luz. Sus hijos comenzaron con sus ruidosos juegos susurrantes, por la casa, muy temprano.

* * *

© Nadine Gordimer: The Life of the Imagination (La vida de la imaginación). Publicado en The New Yorker, noviembre de 1968. Traducción de Bárbara McShane y Javier Alfaya.