«Tenga para que se entretenga», cuento de José Emilio Pacheco, es un relato que entrelaza el misterio policial con elementos sobrenaturales. Ambientado en 1943 en el Bosque de Chapultepec, la historia sigue a Olga Martínez y su hijo Rafael. Durante un paseo por el bosque, un hombre extraño emerge de un pasadizo secreto y, tras un breve intercambio de palabras, desaparece con el niño. La familia de Rafael tiene vínculos poderosos, por lo que se despliegan amplios recursos para encontrarlo. La desaparición da pie a múltiples teorías, pero ninguna de ellas parece dar explicación suficiente a lo que pasó con el niño. A su madre sólo le quedan como recuerdo del evento: un diario, un prendedor, una flor, y una inmensa congoja.
Tenga para que se entretenga
José Emilio Pacheco
(Cuento completo)
A Ignacio Solares
Estimado señor:
Le envío el informe confidencial que me pidió. Incluyo un recibo por mis honorarios. Le ruego se sirva cubrirlos mediante cheque o giro postal. Confío en que el precio de mis servicios le parezca justo. El informe salió más largo y detallado de lo que en un principio supuse. Tuve que redactarlo varias veces para lograr cierta claridad ante lo difícil y aun lo increíble del caso. Reciba los atentos saludos de
Ernesto Domínguez Puga
Detective Privado
Palma 10, despacho 52
México, Distrito Federal, sábado 5 de mayo de 1972
INFORME CONFIDENCIAL
El 9 de agosto de 1943 la señora Olga Martínez de Andrade y su hijo de seis años, Rafael Andrade Martínez, salieron de su casa (Tabasco 106, colonia Roma). Iban a almorzar con doña Caridad Acevedo viuda de Martínez en su domicilio (Gelati 36 bis, Tacubaya). Ese día descansaba el chofer. El niño no quiso viajar en taxi: le pareció una aventura ir como los pobres en tranvía y autobús. Se adelantaron a la cita y a la señora Olga se le ocurrió pasear a su hijo por el cercano Bosque de Chapultepec.
Rafael se divirtió en los columpios y resbaladillas del Rancho de la Hormiga, atrás de la residencia presidencial (Los Pinos). Más tarde fueron por las calzadas hacia el lago y descansaron en la falda del cerro.
Llamó la atención de Olga un detalle que hoy mismo, tantos años después, pasa inadvertido a los transeúntes: los árboles de ese lugar tienen formas extrañas, se hallan como aplastados por un peso invisible. Esto no puede atribuirse al terreno caprichoso ni a la antigüedad. El administrador del Bosque informó que no son árboles vetustos como los ahuehuetes prehispánicos de las cercanías: datan del siglo XIX. Cuando actuaba como emperador de México, el archiduque Maximiliano ordenó sembrarlos en vista de que la zona resultó muy dañada en 1847, a consecuencia de los combates en Chapultepec y el asalto del Castillo por las tropas norteamericanas.
El niño estaba cansado y se tendió de espaldas en el suelo. Su madre tomó asiento en el tronco de uno de aquellos árboles que, si usted me lo permite, calificaré de sobrenaturales. Pasaron varios minutos. Olga sacó su reloj, se lo acercó a los ojos, vio que ya eran las dos de la tarde y debían irse a casa de la abuela. Rafael le suplicó que lo dejara un rato más. La señora aceptó de mala gana, inquieta porque en el camino se habían cruzado con varios aspirantes a torero quienes, ya desde entonces, practicaban al pie de la colina en un estanque seco, próximo al sitio que se asegura fue el baño de Moctezuma.
A la hora del almuerzo el Bosque había quedado desierto. No se escuchaba rumor de automóviles en las calzadas ni trajín de lanchas en el lago. Rafael se entretenía en obstaculizar con una ramita el paso de un caracol. En ese instante se abrió un rectángulo de madera oculto bajo la hierba rala del cerro y apareció un hombre que dijo a Rafael:
—Déjalo. No lo molestes. Los caracoles no hacen daño y conocen el reino de los muertos.
Salió del subterráneo, fue hacia Olga, le tendió un periódico doblado y una rosa con un alfiler:
—Tenga para que se entretenga. Tenga para que se la prenda.
Olga dio las gracias, extrañada por la aparición del hombre y la amabilidad de sus palabras. Lo creyó un vigilante, un guardián del Castillo, y de momento no reparó en su vocabulario ni en el olor a humedad que se desprendía de su cuerpo y su ropa.
Mientras tanto Rafael se había acercado al desconocido y le preguntaba:
—¿Ahí vives?
—No: más abajo, más adentro.
—¿Y no tienes frío?
—La tierra en su interior está caliente.
—Llévame a conocer tu casa. Mamá, ¿me das permiso?
—Niño, no molestes. Dale las gracias al señor y vámonos ya: tu abuelita nos está esperando.
—Señora, permítale asomarse. No lo deje con la curiosidad.
—Pero, Rafaelito, ese túnel debe de estar muy oscuro. ¿No te da miedo?
—No, mamá.
Olga asintió con gesto resignado. El hombre tomó de la mano a Rafael y dijo al empezar el descenso:
—Volveremos. Usted no se preocupe. Sólo voy a enseñarle la boca de la cueva.
—Cuídelo mucho, por favor. Se lo encargo.
Según el testimonio de parientes y amigos, Olga fue siempre muy distraída. Por tanto, juzgó normal la curiosidad de su hijo, aunque no dejaron de sorprenderla el aspecto y la cortesía del vigilante. Guardó la flor y desdobló el periódico. No pudo leerlo. Apenas tenía veintinueve años pero desde los quince necesitaba lentes bifocales y no le gustaba usarlos en público.
Pasó un cuarto de hora. El niño no regresaba. Olga se inquietó y fue hasta la entrada de la caverna subterránea. Sin atreverse a penetrar en ella, gritó con la esperanza de que Rafael y el hombre le contestaran. Al no obtener respuesta bajó aterrorizada hasta el estanque seco. Dos aprendices de torero se adiestraban allí. Olga les informó de lo sucedido y les pidió ayuda.
Volvieron al lugar de los árboles extraños. Los torerillos cruzaron miradas al ver que no había ninguna cueva, ninguna boca de ningún pasadizo. Buscaron a gatas sin hallar el menor indicio. No obstante, en manos de Olga estaban la rosa, el alfiler, el periódico —y en el suelo el caracol y la ramita.
Cuando Olga cayó presa de un auténtico shock, los torerillos entendieron la gravedad de lo que en principio habían juzgado una broma o una posibilidad de aventura. Uno de ellos corrió a avisar por teléfono desde un puesto a orillas del lago. El otro permaneció al lado de Olga e intentó calmarla.
Veinte minutos después se presentó en Chapultepec el ingeniero Andrade, esposo de Olga y padre de Rafael. En seguida aparecieron los vigilantes del Bosque, la policía, la abuela, los parientes, los amigos y desde luego la multitud de curiosos que siempre parece estar invisiblemente al acecho en todas partes y se materializa cuando sucede algo fuera de lo común.
El ingeniero tenía grandes negocios y estrecha amistad con el general Maximino Ávila Camacho. Modesto especialista en resistencia de materiales cuando gobernaba el general Lázaro Cárdenas, Andrade se había vuelto millonario en el nuevo régimen gracias a las concesiones de carreteras y puentes que le otorgó don Maximino. Como usted recordará, el hermano del presidente Manuel Ávila Camacho era el secretario de Comunicaciones, la persona más importante del gobierno y el hombre más temido de México. Bastó una orden suya para movilizar a la mitad de todos los efectivos policiales de la capital, cerrar el Bosque, detener e interrogar a los torerillos. Uno de sus ayudantes irrumpió en Palma 10 y me llevó a Chapultepec en un automóvil oficial. Dejé todo para cumplir con la orden de Ávila Camacho. Yo acababa de hacerle servicios de la índole más reservada y me honra el haber sido digno de su confianza.
Cuando llegué a Chapultepec hacia las cinco de la tarde, la búsqueda proseguía sin que se hubiese encontrado ninguna pista. Era tanto el poder de don Maximino que en el lugar de los hechos se hallaban para dirigir la investigación el general Miguel Z. Martínez, jefe de la policía capitalina, y el coronel José Gómez Anaya, director del Servicio Secreto.
Agentes y uniformados trataron, como siempre, de impedir mi labor. El ayudante dijo a los superiores el nombre de quien me ordenaba hacer una investigación paralela. Entonces me dejaron comprobar que en la tierra había rastros del niño, no así del hombre que se lo llevó.
El administrador del Bosque aseguró no tener conocimiento de que hubiera cuevas o pasadizos en Chapultepec. Una cuadrilla excavó el sitio en donde Olga juraba que había desaparecido su hijo. Sólo encontraron cascos de metralla y huesos muy antiguos. Por su parte, el general Martínez declaró a los reporteros que la existencia de túneles en México era sólo una más entre las muchas leyendas que envuelven el secreto de la ciudad. La capital está construida sobre el lecho de un lago; el subsuelo fangoso vuelve imposible esta red subterránea: en caso de existir se hallaría anegada.
La caída de la noche obligó a dejar el trabajo para la mañana siguiente. Mientras se interrogaba a los torerillos en los separos de la Inspección, acompañé al ingeniero Andrade a la clínica psiquiátrica de Mixcoac donde atendían a Olga los médicos enviados por Ávila Camacho. Me permitieron hablar con ella y sólo saqué en claro lo que consta al principio de este informe.
Por los insultos que recibí en los periódicos no guardé recortes y ahora lo lamento. La radio difundió la noticia, los vespertinos ya no la alcanzaron. En cambio los diarios de la mañana desplegaron en primera plana y a ocho columnas lo que a partir de entonces fue llamado «El misterio de Chapultepec».
Un pasquín ya desaparecido se atrevió a afirmar que Olga tenía relaciones con los dos torerillos. Chapultepec era el escenario de sus encuentros. El niño resultaba el inocente encubridor que al conocer la verdad tuvo que ser eliminado.
Otro periódico sostuvo que hipnotizaron a Olga y la hicieron creer que había visto lo que contó. En realidad el niño fue víctima de una banda de «robachicos». (El término, traducido literalmente de kidnappers, se puso de moda en aquellos años por el gran número de secuestros que hubo en México durante la Segunda Guerra Mundial.) Los bandidos no tardarían en pedir rescate o en mutilar a Rafael para obligarlo a la mendicidad.
Aún más irresponsable, cierta hoja inmunda engañó a sus lectores con la hipótesis de que Rafael fue capturado por una secta que adora dioses prehispánicos y practica sacrificios humanos en Chapultepec. (Como usted sabe, Chapultepec fue el bosque sagrado de los aztecas.) Según los miembros de la secta, la cueva oculta en este lugar es uno de los ombligos del planeta y la entrada al inframundo. Semejante idea parece basarse en una película de Cantinflas, El signo de la muerte.
En fin, la gente halló un escape de la miseria, las tensiones de la guerra, la escasez, la carestía, los apagones preventivos contra un bombardeo aéreo que por fortuna no llegó jamás, el descontento, la corrupción, la incertidumbre… Y durante algunas semanas se apasionó por el caso. Después todo quedó olvidado para siempre.
Cada uno piensa distinto, cada cabeza es un mundo y nadie se pone de acuerdo en nada. Era un secreto a voces que para 1946 don Maximino ambicionaba suceder a don Manuel en la presidencia. Sus adversarios aseguraban que no vacilaría en recurrir al golpe militar y al fratricidio. Por tanto, de manera inevitable se le dio un sesgo político a este embrollo: a través de un semanario de oposición, sus enemigos civiles difundieron la calumnia de que don Maximino había ordenado el asesinato de Rafael con objeto de que el niño no informara al ingeniero Andrade de las relaciones que su protector sostenía con Olga.
El que escribió esa infamia amaneció muerto cerca de Topilejo, en la carretera de Cuernavaca. Entre su ropa se halló una nota de suicida en que el periodista manifestaba su remordimiento, hacía el elogio de Ávila Camacho y se disculpaba ante los Andrade. Sin embargo, la difamación encontró un terreno fértil, ya que don Maximino, personaje extraordinario, tuvo un gusto proverbial por las llamadas «aventuras». Además, la discreción, el profesionalismo, el respeto a su dolor y a sus actuales canas me impidieron decirle antes a usted que en 1943 Olga era bellísima, tan hermosa como las estrellas de Hollywood, pero sin la intervención del maquinista ni el cirujano plástico.
Tan inesperadas derivaciones tenían que encontrar un hasta aquí. Gracias a métodos que no viene al caso describir, los torerillos firmaron una confesión que aclaró las dudas y acalló la maledicencia. Según consta en actas, el 9 de agosto de 1943 los adolescentes aprovechan la soledad del Bosque a las dos de la tarde y la mala vista de Olga para montar la farsa de la cueva y el vigilante misterioso. Enterados de la fortuna del ingeniero (Andrade había hecho esfuerzos por ocultarla), se proponen llevarse al niño y exigir un rescate que les permita comprar su triunfo en las plazas de toros. Luego, atemorizados al saber que pisan terrenos del implacable hermano del presidente, los torerillos enloquecen de miedo, asesinan a Rafael, lo descuartizan y echan sus restos al Canal del Desagüe.
La opinión pública mostró credulidad y no exigió que se puntualizaran algunas contradicciones. Por ejemplo, ¿qué se hizo de la caverna subterránea por la que desapareció Rafael? ¿Quién era y en dónde se ocultaba el cómplice que desempeñó el papel de guardia? ¿Por qué, de acuerdo con el relato de su madre, fue el propio niño quien tuvo la iniciativa de entrar en el pasadizo? Y sobre todo ¿a qué horas pudieron los torerillos destazar a Rafael y arrojar sus despojos a las aguas negras —situadas en su punto más próximo a unos veinte kilómetros de Chapultepec— si, como antes he dicho, uno llamó a la policía y al ingeniero Andrade, el otro permaneció al lado de Olga y ambos estaban en el lugar de los hechos cuando llegaron la familia y las autoridades?
Pero al fin y al cabo todo en este mundo es misterioso. No hay ningún hecho que pueda ser aclarado satisfactoriamente. Como tapabocas se publicaron fotos de la cabeza y el torso de un muchachito, vestigios extraídos del Canal del Desagüe. Pese a la avanzada descomposición, era evidente que el cadáver correspondía a un niño de once o doce años, y no de seis como Rafael. Esto sí no es problema: en México siempre que se busca un cadáver se encuentran muchos otros en el curso de la pesquisa.
Dicen que la mejor manera de ocultar algo es ponerlo a la vista de todos. Por ello y por la excitación del caso y sus inesperadas ramificaciones, se disculpará que yo no empezara por donde procedía: es decir, por interrogar a Olga acerca del individuo que capturó a su hijo. Es imperdonable —lo reconozco— haber considerado normal que el hombre le entregara una flor y un periódico y no haber insistido en examinar estas piezas.
Tal vez un presentimiento de lo que iba a encontrar me hizo posponer hasta lo último el verdadero interrogatorio. Cuando me presenté en la casa de Tabasco 106 los torerillos, convictos y confesos tras un juicio sumario, ya habían caído bajo los disparos de la ley fuga: en Mazatlán intentaron escapar de la cuerda en que iban a las Islas Marías para cumplir una condena de treinta años por secuestro y asesinato. Y ya todos, menos los padres, aceptaban que los restos hallados en las aguas negras eran los del niño Rafael Andrade Martínez.
Encontré a Olga muy desmejorada, como si hubiera envejecido varios años en unas cuantas semanas. Aún con la esperanza de recobrar a su hijo, se dio fuerzas para contestarme. Según mis apuntes taquigráficos, la conversación fue como sigue:
—Señora Andrade, en la clínica de Mixcoac no me pareció oportuno preguntarle ciertos detalles que ahora considero indispensables. En primer lugar ¿cómo vestía el hombre que salió de la tierra para llevarse a Rafael?
—De uniforme.
—¿Uniforme militar, de policía, de guardabosques?
—No, es que, sabe usted, no veo bien sin mis lentes. Pero no me gusta ponérmelos en público. Por eso pasó todo, por eso…
—Cálmate —intervino el ingeniero Andrade cuando su esposa comenzó a llorar.
—Perdone, no me contestó usted: ¿cómo era el uniforme?
—Azul, con adornos rojos y dorados. Parecía muy desteñido.
—¿Azul marino?
—Más bien azul claro, azul pálido.
—Continuemos. Apunté en mi libreta las palabras que le dijo el hombre al darle el periódico y la flor: «Tenga para que se entretenga. Tenga para que se la prenda». ¿No le parecen muy extrañas?
—Sí, rarísimas. Pero no me di cuenta. Qué estúpida. No me lo perdonaré jamás.
—¿Advirtió usted en el hombre algún otro rasgo fuera de lo común?
—Me parece estar oyéndolo: hablaba muy despacio y con acento.
—¿Acento regional o como si el español no fuera su lengua?
—Exacto: como si el español no fuera su lengua.
—Entonces ¿cuál era su acento?
—Déjeme ver… quizá… como alemán.
El ingeniero y yo nos miramos. Había muy pocos alemanes en México. Eran tiempos de guerra, no se olvide, y los que no estaban concentrados en el Castillo de Perote vivían bajo sospecha. Ninguno se hubiera atrevido a meterse en un lío semejante.
—¿Y él? ¿Cómo era él?
—Alto… sin pelo… Olía muy fuerte… como a humedad.
—Señora Olga, disculpe el atrevimiento, pero si el hombre era tan estrafalario ¿por qué dejó usted que Rafaelito bajara con él a la cueva?
—No sé, no sé. Por tonta, porque él me lo pidió, porque siempre lo he consentido mucho. Nunca pensé que pudiera ocurrirle nada malo… Espere, hay algo más: cuando el hombre se acercó vi que estaba muy pálido… ¿Cómo decirle…? Blancuzco… Eso es: como un caracol… un caracol fuera de su concha.
—Válgame Dios. Qué cosas se te ocurren —exclamó el ingeniero Andrade. Me estremecí. Para fingirme sereno enumeré:
—Bien, conque decía frases poco usuales, hablaba con acento alemán, llevaba uniforme azul pálido, olía mal y era fofo, viscoso. ¿Gordo, de baja estatura?
—No, señor, todo lo contrario: muy alto, muy delgado… Ah, además tenía barba.
—¿Barba? Pero si ya nadie usa barba —intervino el ingeniero Andrade.
—Pues él tenía —afirmó Olga.
Me atreví a preguntarle:
—¿Una barba como la de Maximiliano de Habsburgo, partida en dos sobre el mentón?
—No, no. Recuerdo muy bien la barba de Maximiliano. En casa de mi madre hay un cuadro del emperador y la emperatriz Carlota… No, señor, él no se parecía a Maximiliano. Lo suyo eran más bien mostachos o patillas… como grises o blancas… no sé.
La cara del ingeniero reflejó mi propio gesto de espanto. De nuevo quise aparentar serenidad y dije como si no tuviera importancia:
—¿Me permite examinar la revista que le dio el hombre?
—Era un periódico, creo yo. También guardé la flor y el alfiler en mi bolsa. Rafael ¿no te acuerdas de qué bolsa llevaba?
—La recogí en Mixcoac y luego la guardé en tu ropero. Estaba tan alterado que no se me ocurrió abrirla.
Señor, en mi trabajo he visto cosas que horrorizarían a cualquiera. Sin embargo nunca había sentido ni he vuelto a sentir un miedo tan terrible como el que me dio cuando el ingeniero Andrade abrió la bolsa y nos mostró una rosa negra marchita (no hay en este mundo rosas negras), un alfiler de oro puro muy desgastado y un periódico amarillento que casi se deshizo cuando lo abrimos. Era La Gaceta del Imperio, con fecha del 2 de octubre de 1866. Más tarde nos enteramos de que sólo existe otro ejemplar en la Hemeroteca.
El ingeniero Andrade, que en paz descanse, me hizo jurar que guardaría el secreto. El general Maximino Ávila Camacho me recompensó sin medida y me exigió olvidarme del asunto. Ahora, pasados tantos años, confío en usted y me atrevo a revelar —a nadie más he dicho una palabra de todo esto— el auténtico desenlace de lo que llamaron los periodistas «El misterio de Chapultepec». (Poco después la inesperada muerte de don Maximino iba a significar un nuevo enigma, abrir el camino al gobierno civil de Miguel Alemán y terminar con la época de los militares en el poder.)
Desde entonces hasta hoy, sin fallar nunca, la señora Olga Martínez viuda de Andrade camina todas las mañanas por el Bosque de Chapultepec hablando a solas. A las dos en punto de la tarde se sienta en el tronco vencido del mismo árbol, con la esperanza de que algún día la tierra se abrirá para devolverle a su hijo o para llevarla, como los caracoles, al reino de los muertos. Pase usted por allí y la encontrará con el mismo vestido que llevaba el 9 de agosto de 1943: sentada en el tronco, inmóvil, esperando, esperando.