«Tríptico del gato», relato de José Emilio Pacheco publicado en 1957, es una exploración poética y filosófica sobre la naturaleza y el simbolismo de los gatos a lo largo de la historia. La narración se divide en tres partes: en «Biografía del gato,» Pacheco plantea la idea de que los gatos fueron los primeros animales en la tierra, describiendo sus características y su relación ambivalente con los humanos. «El gato en la noche» retrata las intensas y crudas interacciones nocturnas de los gatos, que simbolizan los aspectos más primitivos y esenciales de la existencia. Finalmente, en «Los tres pies del gato,» un capricho infantil de un niño rico desencadena una serie de eventos trágicos y violentos, destacando la crueldad y la indiferencia humanas hacia los animales.
Tríptico del gato
José Emilio Pacheco
(Cuento completo)
Biografía del gato
El Génesis lo calla pero el gato debe de haber sido el primer animal sobre la tierra, el núcleo a partir del cual se generaron todas las especies. En una de sus andanzas por el planeta humeante el gato inventó a los seres humanos. Su intención fue crearnos a su imagen y semejanza. Un error ignorado lo llevó a formar gatos imperfectos. Si pudiera comprobarse que descendemos del gato sería indispensable una reestructuración de las ciencias. Es demasiado incómoda para los sabios; por ello prefieren no investigar nuestros orígenes.
En el fluir de los siglos, para compensarnos de tantas desventajas, aprendimos a hablar. El gato, en cambio, quedó aprisionado en la cárcel de sus sentidos. No obstante, limó su astucia y su sabiduría. Algunas religiones primitivas lo divinizaron. En la Edad Media se le atribuyeron malignos poderes y pactos sobrenaturales. Fue perseguido bajo el cargo de participar en aquelarres con demonios y hechiceras. Hoy ha proliferado en todo el mundo como animal doméstico. Es parte integrante de la galería familiar. Se le tiene el respeto y el recelo que inspira todo ser superior.
Quienes lo aman y quienes lo detestan coinciden en asignarle atributos fantasmagóricos: ser dueño de siete vidas, anunciar desdichas, si es de color negro, y un sinfín de cosas que no le hacen mella: su personalidad resulta insobornable a la opinión ajena. Sigue tan gato como cuando era adorado por los egipcios o lo acosaban la ignorancia y el salvajismo de épocas tan oscuras como la nuestra. Ahora y entonces resiste la seducción o el desafío de las miradas: no pestañea ante nadie.
Lo calumniamos al suponerlo miembro de una familia coronada por el tigre. El tigre es un gato al que la ferocidad ha embrutecido, una ampliación superflua, inferior a la síntesis y armonía de su modelo. Creemos haberlo subyugado porque está a nuestros pies. Sin embargo, como este mundo es un espejo donde todo lo vemos invertido, en la dimensión de la verdad el gato se encuentra muy por encima de nosotros. Compartimos algunas semejanzas. Por ejemplo, el cortesano plagia los ardides del gato y todos imitamos su ingratitud. Nunca damos las gracias y siempre dejamos de ronronear en cuanto hemos obtenido lo que esperábamos.
Ya cace pájaros en la Alameda de México o pulule en número infinito por las ruinas romanas, el gato es perezoso durante el día e implacable verdugo por la noche. Como para ningún otro animal, ante el gato la vida es sueño. Pasa dormido las dos terceras partes de su existencia y, a juzgar por sus movimientos, sueña como nosotros tramas fantásticas y realistas. Gusta de ser acariciado aunque en pleno idilio suele clavar las uñas en quien lo mima. Vive lamiéndose para adorarse a sí mismo, conservar una apariencia pulcra y protegerse contra los cambios del clima. Detesta su excremento y hace hasta lo imposible por ocultarlo. Venera el sitio en donde nace o llega de pequeño. En cambio las personas que lo rodean no logran inspirarle en el mejor caso sino una tolerancia despectiva.
Señor de horca y cuchillo del mundo que alcanza a percibir con sus ojos fosforescentes y sus sensitivos bigotes, aterra verlo cuando tortura un ratón. Esta voluptuosidad de hacer el mal, este afán de sentirse superior, constituyen la parte oscura y abominable del gato, así como el rasgo más humano que puede hallarse en él.
Solitario, introvertido, por lo común hipocondriaco, nada le importa excepto él mismo. Odia a los demás gatos y a cuantos animales lo rodean, especialmente al perro, su verdugo. (El perro es todo lo contrario del gato y siente hacia él un rencor que nada saciará.) No reprime sus deseos pero tampoco vive atrapado en ellos. Deja para nosotros la esclavitud de la obsesión.
Macho, es padre ausente por excelencia. Hembra, toma siempre la iniciativa y elige entre los rivales al más digno de fecundarla. Su placer dura segundos y está cercado por la ferocidad y el dolor. Su discreción la lleva a ocultarse para dar a luz. Atiende a su propio parto como si hubiera hecho estudios de medicina. En las semanas que siguen al alumbramiento, se porta como madre ejemplar. Adiestra a los gatitos ciegos y sordos en todas las artes de la supervivencia y luego los enseña a cazar. Cuando pueden valerse por sí mismas no vuelve a ocuparse de sus crías.
El gato inventó el existencialismo: cada momento representa para él una elección. A fuerza de meditar veinticuatro horas al día en el absurdo y la vacuidad de todo, sólo se aferra al instante en que vive. Nunca sabremos lo que piensa el gato acerca de este mundo tan mal hecho y los seres con quienes comparte a pesar suyo el tiempo. Vana tarea estudiar el misterio del gato, enigma irresoluble, máscara por la cual nos contempla y nos juzga algo que ni siquiera sospechamos.
El gato en la noche
La noche se derrama en la azotea: tálamo y campo de batalla. Los gatos se erizan por obra de lo que suponen es su pasión y en realidad es sólo cumplimiento del deber que los trajo aquí: preservarse más allá del individuo efímero, multiplicarse en nuevos seres. La hembra en celo convoca a los machos. Cada uno de ellos orina para definir su territorio. Entre estos señoríos provisionales la gata elige un espacio concreto. Los gatos la rodean y luchan por el privilegio de poseerla.
Cuando los enemigos admiten su derrota y se alejan, el vencedor se aproxima a la reina. Ella gruñe, muestra las zarpas, rueda por los suelos, se levanta, frota la cabeza contra la pared o contra una maceta. Vuelve a echarse, ronronea, alza y baja las patas. Finalmente acepta la consumación. El gato la sujeta, la muerde, penetra en ella. A los pocos segundos la hembra lanza un aullido y expulsa el sexo hiriente que al retirarse le hace daño. Entonces se revuelca en el piso, lame su pelambre y ahuyenta de un zarpazo al gato que pretende repetir la experiencia.
Otro y otro y otro más ocupan su lugar. Por último, la reina se sacia. Los gatos no adornan con hermosas palabras el hecho de que la existencia no tiene sino el sentido de prolongar la especie. Nos humillan al reducirlo todo a las cuestiones básicas: el coito y la guerra. El resto de la vida consiste sólo de intermedios entre estas actividades fundamentales. Nadie quiere aceptarlo. De allí el odio que despiertan los gatos.
Un gato se encrespa, se arquea, mastica la soledad, la pule en su lengua áspera y la escupe. Sus maullidos claman piedad en el desierto de este mundo. Pero la luz apaga el resplandor de tantos ojos nocturnos. La sociedad secreta se deshace. El día se lleva la luna y el amor. Si los encuentra vivos, la próxima noche volverá a contemplar la ceremonia erótica.
Dentro de ellas germinan gatos futuros. De momento a unas y a otros sólo les interesa dormir en lechos de seda, en cajas de cartón o sobre un trapeador; tener caricias, leche, pellejos; ser objetos curiosos, venerados, temidos. Durante unas horas serán gatos y luego volverán a transformarse en bestias como nosotros. Al partir el último gato el lucero del alba se desvanece.
Los tres pies del gato
La infancia de Angelito transcurría sin privaciones. Ser hijo de don Santiago Bonilla le aseguraba el porvenir. Se hallaba a punto de celebrar sus ocho años, entristecido porque al cumplirlos entraría en la escuela e iba a perder sus privilegios de niño mimado. El mundo de Angelito estaba presidido por su madre, una joven rica que no tuvo oportunidades de instruirse. Por conveniencia familiar la casaron con Bonilla, hombre de mucha edad. El nacimiento de Angelito la imposibilitó para tener otros hijos. Su amor maternal se desbordó en exceso y asfixia.
Una tarde, en la acera frente a su casa, Angelito jugaba a las canicas con sus amigos.
—Te cambio dos agüitas por tu cayuco —propuso alguno.
—No puedo: me lo trajo de México mi papá.
—Entonces ¿me dejas ver tu caballito de madera?
—No, porque lo tengo guardado.
Le regalaban toda clase de juguetes. Lo divertían un momento y enseguida eran enviados al desván.
—Angelito: ¿puedo tomar un vaso de agua?
—Mi mamá no quiere que entres en mi casa.
Harto del egoísmo de Angelito, Artemio, que ya tenía doce años le dijo:
—Cómo eres díscolo nomás por ser tan rico. Pero no le andes buscando los tres pies al gato porque ya verás.
Angelito corrió a informar a su madre que Artemio acababa de insultarlo. José, el mozo, fue a castigar al impertinente.
El niño se levantó y se acercó al lecho de su madre:
—Mamá…
—¿Qué quieres, hijito? ¿Por qué estás despierto? Si no duermes te vas a enfermar.
—Mamá, quiero tener un gato de tres pies.
—Pero, mi vida, eso no puede ser: todos los gatos tienen cuatro patas.
—Yo quiero uno que sólo tenga tres.
—Bueno, sólo que le cortáramos una pata a Cleo —contestó la madre sin pensarlo.
Angelito volvió a su cama y no tardó en quedarse dormido. Al día siguiente el capricho pareció olvidado hasta que, cerca de las once de la mañana, cuando el niño jugaba en la sala, irrumpió con paso tímido la gata blanca que era un regalo de su abuela. Angelito salió corriendo al ver a Cleopatra:
—Allí está. Córtale la pata.
—Mi amor, ¿no ves que si se la cortamos no podrá caminar?
—No importa. Quiero tener un gato de tres pies. Si no me das gusto me voy a morir.
Angelito subió las escaleras a toda prisa y se arrojó sobre su cama. La madre fue tras él angustiada:
—¿Qué te pasa, corazón? Pronto, Susana: tráeme el agua de Florida que el niño se ha puesto mal.
Alzó la cara deformada por el llanto:
—No me quieres ¿verdad?
—Mi hijito lindo, ¿cómo puedes decir eso?
—Porque no haces lo que te pido.
—Está bien, pero deja que llegue tu papacito para que le pidamos permiso y no se vaya a enojar.
Cuando el reloj de la sala daba las tres entró en casa el señor Bonilla. Durante unos minutos comieron en silencio. Al fin el padre preguntó:
—¿Qué le pasa al niño? ¿Por qué está enfurruñado?
—No lo vas a creer: sucede que… No, mejor no te digo.
—Dime de qué se trata y lo remediaré si está en mis manos.
—Angelito ha llorado todo el día porque quiere tener un gato de tres patas. ¿Tú crees que podemos complacerlo?
El señor Bonilla golpeó la mesa:
—¿Estás loca? ¿Eso inculcas a tu hijo? Eres un monstruo de crueldad. ¿No te basta el daño que le hiciste al pobre animal ahogándole a sus gatitos? ¿Acaso por ser gata no siente las cosas? Y tú vete de aquí. De ahora en adelante ya sabrás lo que es tener un padre.
Angelito subió llorando al primer piso. Su madre, oculta en la cocina, vio que el señor Bonilla se levantaba y salía. Media hora transcurrió en calma. De pronto se escucharon los alaridos de Angelito. La madre, la sirvienta y el mozo corrieron a ver qué sucedía. Encontraron al niño ahogado en llanto y con la cara sangrante:
—Me… me… rasguñó la ga… ta…
—Ahora sí va a ver este infeliz animal —dijo encolerizada la madre. Fue hacia el costurero en que dormitaba Cleopatra. La gata intuyó el peligro: arqueó el cuerpo y sus pelos se erizaron. Angelito sonrió al ver cómo su madre tomaba a Cleopatra por el vientre. Pero enseguida le horrorizó mirar el zarpazo defensivo con que la gata alcanzó a la madre en un párpado antes de saltar y perderse en el corredor.
—Ya me sacó un ojo este bicho maldito.
—No es nada, señora. Sólo un arañazo —dijo Susana.
—Tráeme yodo y un trapo limpio. José, encárgate de esa fiera. Angelito, ahora sí vas a tener tu gato de tres patas.
—Señora, por la Virgencita del Carmen, usted sabe que la sirvo en lo que guste y mande, pero no me ordene que mate un gato porque eso trae siete años de mala suerte. Mi comadre ahorcó uno y al poco tiempo se le murieron todos sus hijitos.
—No se trata de matarla: sólo agárramela y te recompensaré.
Cleopatra se había refugiado en la cornisa que daba al patio. El mozo se armó de una escoba y subió a la azotea dispuesto a capturar a la gata. Cuando se acercaba en silencio hacia ella Cleopatra dio algunos pasos más en la cornisa. José pretendió seguirla. Las viejas piedras se desmoronaron y el hombre fue a estrellarse contra el piso de cemento.
—Señora —gritó Susana—, se cayó, se está desangrando.
La madre y Angelito se asomaron al patio y un instante después volvieron a entrar en la casa. Bajo la impresión de contemplar por vez primera la muerte Angelito gritaba aún más. Su madre se angustiaba al pensar que la herida podía infectarse. Mientras José agonizaba sólo atendido por Susana, Cleopatra se ponía a salvo y en sus ojos brillaban el triunfo y la satisfacción de ver impresas en el polvo las cuatro huellas de sus patas.