En octubre, los hombres y mujeres de Sorrento recogen el primo fiore, es decir «el fruto de la primera floración», los limones más jugosos; en marzo, maduran los amarillos bianchetti, seguidos en junio por los verdes verdelli. En cada estación podréis verme sentado en mi banco, contemplando cómo caen. Sólo uno o dos limones por hora se desprenden de las ramas, pero llevo tanto tiempo aquí sentado que su caída parece continua, tan seguida como la de las gotas de lluvia. Mi mujer no tiene paciencia para esta clase de meditaciones. «Por el amor de Dios, Clyde», me dice, «búscate un hobby».
La gente, por lo general, me toma por un amable ancianito italiano, un nonno. Tengo la tez de un viejo nonno, el tinte nogalino propio de los italianos del sur, un bronceado que no se me aclarará hasta que muera (y no voy a morir). Llevo una pulcra camisa violeta, una gorra de lona y unos tirantes negros que me quedan sueltos a la altura del pecho. Mis mocasines están ya muy estropeados pero siempre lustrosos. Los pocos visitantes del limonar que se fijan en mí sonríen con semblante inexpresivo al ver mi rostro de uva pasa e intuyen una tragedia de algún tipo; entre susurros se preguntan si seré viudo o un viejo que ha sobrevivido a sus hijos. Nunca se les ocurre pensar que soy un vampiro.
El limonar de Santa Francesca, donde transcurren mis días y mis noches, en el siglo XIX formaba parte de un convento jesuita. Hoy día es propiedad privada de la familia Alberti, que vende muy caro, y la gente del lugar prefiere ir a comprar los limones a otra parte. En verano una adolescente llamada Fila los pone a la venta en un tenderete de madera que instala al fondo del limonar. Fila es una jovencita extremadamente delgada y con un espeso flequillo negro. El cuidado que la muchacha pone en reservarme los mejores limones, el modo en que me los lanza arteramente bajo el banco de una patada, me da a entender que me sabe un monstruo. A veces sonríe en mi dirección con expresión ausente, pero nunca me causa problemas. Y esa benévola indiferencia que me dispensa me embarga de afecto por ella.
Fila prepara la limonada y maneja la máquina de los perritos calientes, sobre cuyos cilindros metálicos giran las salchichas. Siento fascinación por esa máquina. Su nombre italiano, traducido, vendría a ser «carrusel de carne». ¿Quién habría imaginado un artilugio así doscientos años atrás? En aquel entonces estábamos todos angustiados con visiones apocalípticas; santa Francesca, la fundadora de este limonar precisamente, se sacó los ojos mientras presagiaba el fuego eterno. Es una lástima, pienso a menudo, que la santa sólo previera el fin de los tiempos y no los perritos calientes.
Justo a la entrada del limonar, hay un letrero escrito en inglés incorrecto en el que se lee lo siguiente:
EMPANADA DE CIGAROS
PERROS CALOR
BEBIDAS GRANÍTICAS
Limonata de Santa Francesca:
¡¡LA BEBIDA MÁS REFRESCANTE DEL PLENETA!!
Cada día, turistas llegados de Gales, de Alemania, de Estados Unidos, son transportados en barca desde sus cruceros hasta el pie de estos acantilados. Suben en teleférico para visitar el limonar, para comer «perros calor» con mostaza salpicada de motitas marrones y beber granizados de limón. Toman fotos de los hermanos Alberti, Benny y Luciano, gemelos adolescentes que se agarran a los rodrigones del tronco de los limoneros y ofrecen el desganado espectáculo de la recogida de los limones, se amenazan el uno al otro con unas desplantadoras y llaman a las mujeres «vaginas» en argot italiano. «Buona sera, vaginas!», gritan desde los árboles. Tengo para mí que los turistas se están volviendo cada vez más tontos. Ya ninguno habla italiano, y estas mujeres de hoy día parecen inmunes a la agresividad. A menudo fantaseo con enseñar los colmillos a los hermanos Alberti, sólo para ponerlos a raya.
Como decía, los turistas no suelen prestarme atención; quizá sea por el dominó. Hace unos años le compré a Benny un maltrecho juego con fichas de color rojo, un accesorio de atrezzo gracias al cual me hago invisible, lo bastante banal para mantenerme escondido a plena vista. En verdad no me interesa el juego; más que nada, me entretengo montando casitas y corrales con las fichas.
Cuando cae el sol, los turistas prorrumpen en gritos alrededor. «¡Mirad! ¡Allá arriba!». Es la hora del paso de I pipistrelli impazziti: el descenso de los murciélagos.
De unos acantilados que brillan como pálida cal emergen los murciélagos, expulsados al parecer a millares de millones de las cuevas. Su caída es abrupta y vertical, como un granizo negro. A veces un cambio súbito del tiempo hace que alguno se aleje de estos árboles succionado por el mar turquesa. Hay cien metros hasta el limonar, doscientos hasta la revuelta espuma del Tirreno. En el precipicio, alzan el vuelo y se estrellan entre las verdes copas de los árboles.
—¡Oh! —exclaman embelesados los turistas, agachando la cabeza.
De cerca, las alas desplegadas de los murciélagos son membranas alienígenas; delicadas, como algo interno vuelto del revés. El sol poniente baña sus cuerpos de un rojo crepuscular. Los murciélagos tienen las caritas negras y arrugadas, diminutas, como gárgolas o abuelos cascarrabias. Y colmillos como los míos.
Esta tarde, una de las turistas, una pelirroja de Texas con una gran mata de pelo recogida en lo alto de la cabeza, ha conseguido que se le quedara un murciélago atrapado entre la maraña de pelo, mientras ella lloraba, con lágrimas de verdad, aullando: «¡SACA LA DICHOSA FOTO, SARAH!».
Yo fijo la vista en un punto más allá de los árboles y enciendo un cigarrillo. Mi encorvada columna se tensa. El terror de los mortales siempre dispara en mí algún antiguo resorte que me deja triste e irritable. Ahora tardarán todos largos minutos en dejar de gritar.
La luna tiene un tono naranja apagado. Discos gemelos de luz arden en el cielo y el mar. Busco en la línea del horizonte las muescas más oscuras, los puntos despejados que sé que son cuevas. Consulto el reloj de nuevo. Son las ocho, y toda la bandada de murciélagos se ha adentrado en el ramaje. ¿Dónde se ha metido Magreb? Me palpitan los colmillos, pero no quiero empezar sin ella.
Hubo una época en que veía el tiempo como una lupa negra y mi ser como un insecto microscópico incapaz de volar atrapado en aquel círculo de oscuridad. Pero luego apareció Magreb, y dejé de temer la eternidad. De pronto cada momento seguía al precedente formando una ordenada cadena, momentos que llenábamos el uno con el otro.
Observo a un murciélago que cae en solitario de los acantilados, como una piedra en picado: cabeza abajo, inmóvil, da vértigo verlo.
«Remonta el vuelo».
Cierro los ojos. Aprieto las palmas de las manos contra la mesa de picnic y tenso los músculos del cuello.
«Remonta el vuelo».
Me tenso hasta que las sienes me palpitan, hasta que unas lucecitas rojinegras titilan detrás de mis párpados.
—Ya puedes mirar.
Magreb está sentada en el banco, pestañeando con sus brillantes ojos de calabaza.
Ni siquiera estabas mirando de verdad. Si me hubieras visto bajar, sabrías que no había razón para preocuparse.
Intento sonreírle y descubro que no puedo. Siento los ojos como dos cubitos de hielo.
Es una locura volar a esa velocidad. —No la miro—. Ese viento del este podría estrellarte contra las rocas.
No digas bobadas. Soy una experta volando.
Tiene razón. Magreb es capaz de cambiar de forma en pleno vuelo, y mucho más grácilmente de lo que yo hice nunca. Incluso a mediados del XIX, cuando solía transformarme en murciélago dos o tres veces por noche, mi metamorfosis era un proceso vacilante y temeroso.
—¡Míralo! —exclama, triunfal, burlona—. ¡Pero si todavía tiembla!
Bajo la mirada hacia las manos, enfadado al comprobar que tiene razón.
Magreb hurga entre los altos y oscuros tallos de hierba.
—Es tarde, Clyde; ¿dónde está mi limón?
Saco de entre la hierba un limón redondo y tierno, una luna de verano, y se lo tiendo. El verdelli que he escogido es perfecto, sin mácula. Magreb lo mira displicente y sacude con mucho melindre la cinta de hormigas que desfila sobre su superficie.
—¡Brindemos! —exclamo.
—Brindemos —dice ella, con el rutinario entusiasmo de un cristiano bendiciendo la mesa.
Empinamos los limones y nos los llevamos a la boca. Hincamos los colmillos, perforando su corteza, y emitimos una larga y silbante exclamación al unísono:
—¡Aaaah!
A lo largo de los años, Magreb y yo hemos probado de todo: hemos hincado los colmillos en manzanas, en pelotas de goma. Hemos vivido por todas partes: Túnez, Laos, Cincinnati, Salamanca. La luna de miel la pasamos saltando de un continente a otro, a la caza de líquidas quimeras: infusión de hierbabuena en Fez, grumosos batidos de coco en Oahu, café negro azabache en Bogotá, leche de chacal en Dakar, helado con Coca-Cola de cereza en los campos de Alabama, millares de bebidas a las que se les suponían mágicas propiedades saciantes. Pasamos sed en todas las regiones del globo antes de encontrar aquí nuestro oasis, en la bota azul de Italia, en este tenderete de limonada de una monja difunta. Sólo en estos limones encontramos algo de consuelo.
Cuando aterrizamos en Sorrento por primera vez, yo tenía mis dudas. La jarra de limonada que pedimos parecía turbia y adulterada. El azúcar se apelotonaba en el fondo. Di un trago, y un limoncito entero se instaló en mi boca; no hay término lo bastante hermoso para describir la primera sensación que aquel limón me produjo en el paladar, en los colmillos. Era de una acidez tonificante, con leve regusto a sal marina. Tras un cosquilleo inicial —una especie de efervescencia química a lo largo de mis encías—, sentí que un vacío balsámico se propagaba desde la punta de cada uno de mis colmillos hasta mi febril cerebro. Estos limones son el analgésico de un vampiro. Cuando has estado sediento durante mucho tiempo, cuando has sufrido, la ausencia de ambas sensaciones —por breve que sea— es pura gloria. Inspiré profundamente por la nariz. El latido en mis colmillos había cesado.
Antes de que rayara el día, la insensibilidad ya había empezado a desvanecerse. Los limones calman nuestra sed pero no la sacian por completo, como un líquido que podemos mantener en la boca sin llegar nunca a tragarlo. Al final, el ansia original acaba volviendo. He intentado ser muy bueno, muy correcto y aplicado para no confundir ese ansia original con lo que siento por Magreb.
No puedo bromear sobre mis primeros años de adicto a la sangre, ni siquiera puedo pensar en ellos sin culpa y acerba vergüenza. A diferencia de Magreb, que nunca ha dado un sorbito del rojo elemento, yo escuchaba a las alcahuetas de los pueblos y me creía todas las habladurías, interiorizaba todo lo que se contaba sobre cuerpos corruptos y sangre que hervía. Los vampiros fueron los muertos vivientes favoritos de la Ilustración, y yo de joven copiaba como un mono la dicción y las maneras que leía sobre ellos en los libros: Vlad el Empalador, el conde Heinrich, saqueador de tumbas, la novia chupasangre de Corinto en los versos de Goethe. Hasta que escuché a hurtadillas los rezos aterrorizados de una anciana en un cementerio, suplicándole a Dios que la protegiera de… mí. Sentí entonces un enajenamiento, una difusa insensibilidad, como si fuera invisible o ya estuviera muerto. A partir de entonces, no hice más que seguir lo que sugerían aquellos relatos, empezando con la sangre de aquella anciana. Dormía en ataúdes, en cajas de cedro negro, y me despertaba todas las noches con un tremendo dolor de cabeza. Estaba famélico, sempiternamente mareado. Tenía sueños atroces sobre el sol.
En la práctica, no era ningún melifluo vizconde, simplemente un adolescente embozado en una capa de terciopelo rojo, torpe y voraz. Deseaba rozar los límites de mi vida; el mismo instinto, creo, que inspira a los jóvenes mortales a hacer piruetas con tractores y enrolarse en guerras extranjeras. Una noche me colé en una misa vespertina con la vaga idea de desafiar la eternidad. En la parte trasera de la nave, me sacudí hacia atrás los parduzcos rizos castaños, alcé los ojos al cielo y sumergí el brazo entero en la broncínea pila de agua bendita. Sería una muerte dolorosa, probablemente, pero no me importaba el dolor. Deseaba anular mi condena. Surtió efecto; sentí que la quemazón empezaba a extenderse. De hecho, era más bien un picor, pero yo estaba convencido de que en cualquier momento empezaría a quemarme. Tomé asiento sigilosamente en un banco, arrebujado en mi desgracia, y aguardé a que mi cuerpo se convirtiera en cenizas.
Antes de que saliera el sol, me había brotado una erupción entre las cejas, como una especie de acné tardío, pero aparte de eso me encontraba perfectamente, y comprendí entonces que en verdad era inmortal. En aquel momento renuncié a todo distingo; mordía a todo el que fuera lo bastante lento o amable para dejar que me acercara: hombres, mujeres, incluso de vez en cuando a jovencitos y jovencitas. A los niños pequeños los dejaba en paz, muy orgulloso yo entonces de aquel único escrúpulo mío. Había leído historias sobre vampirs húngaros que bebían la sangre de niñas huérfanas, y se lo mencioné a Magreb al principio de conocerla, confiando en impresionarla con aquella consideración. «¡Incluso niños!», lloró.
Se pasó día y medio llorando.
Nuestra primera cita fue en el Cementerio de Colón, si se puede llamar cita a un encuentro fortuito entre lápidas. Yo llevaba un rato acechándola, siguiendo el frufrú de sus caderas tras verla tomar un atajo entre la hierba del cementerio. Magreb llevaba el pelo recogido en una serpenteante trenza que empezaba a deshacerse. Cuando ya me había acercado lo suficiente para tocarle el lazo que colgaba de la trenza, Magreb se volvió súbitamente:
—¿Me está siguiendo? —preguntó, enfadada, sin miedo. Contempló mi rostro con el desdén de una mujer enfrentándose al borracho del pueblo—. Uy —dijo—, qué dientes…
Y luego sonrió abiertamente. Magreb era el primero y único vampiro que había conocido en mi vida. Nos enseñamos respectivamente los colmillos sobre una lápida y nos reconocimos. Hay una soledad que es propia y exclusiva de los monstruos, creo yo, la sensación de que uno es una criatura única en su especie. Y en ese momento aquella soledad tocó a su fin.
Nuestra primera cita se prolongó toda la noche. La conversación de Magreb parecía precipitarse como un tren sin maquinista; sospecho que ni siquiera ella sabía lo que decía. Yo, desde luego, no prestaba atención, embobado como estaba con sus colmillos, hasta que la oí preguntar:
—¿Y tú cuándo te diste cuenta de que la sangre no hace nada?
En el momento de esa conversación, yo rondaba los ciento treinta años. Desde mi primera infancia no había transcurrido un día sin que me bebiera varios litros de sangre. «¿La sangre no hace nada?». La frente me quemaba sin remisión.
—¿No te parecía sospechoso que te latiera el corazón? —me preguntó—. ¿Que vieras tu reflejo en el agua?
Como yo no contestaba, Magreb prosiguió:
—Cada vez que me veía la cara en el espejo, tenía claro que no era uno de esos ridículos personajes, una chupasangre, una sanguina. ¿Entiendes?
—Claro —respondí, asintiendo con la cabeza. A mí, los espejos me producían el efecto contrario: yo veía una boca aureolada de sangre oscura. Veía la pálida criatura que el pueblo temía.
Aquellos primeros días con Magreb casi acaban conmigo. En un principio mi euforia fue intensa, cegadora, todos mis pensamientos se aovillaban en un solo hilo azul de alivio: «¡La sangre no hace nada! ¡No tengo que beber sangre!»; pero cuando la exaltación remitió, descubrí que no me quedaba nada. Si no teníamos que beber sangre, ¿para qué demonios servían aquellos colmillos?
A veces pienso que Magreb me prefería entonces: como a un hijo, sin formar, puro asombro. Destrozamos mi ataúd a hachazos y pasamos la noche en un hotel. Me quedé tumbado en la espaciosa cama con los ojos abiertos de par en par, el corazón dando coletazos como un pez en el fondo de un barco.
—¿Estás completamente segura? —le susurré—. ¿No tengo que dormir en un ataúd? ¿No tengo que dormir durante el día?
Magreb se había quedado dormida.
Unos meses después, propuso salir al campo de merienda.
—Pero ¿y el sol?
Magreb sacudió la cabeza.
—Pobrecito, la de tonterías que te has llegado a creer.
Por aquel entonces habíamos encontrado un refugio subterráneo para vivir en el oeste de Australia, donde el sol ardía entre las nubes como si fueran un mantel de encaje. Aquel sol se tragaba lagos, asomaba al alba sobre volcanes inactivos, tres veces más grande que la luna llena de otoño y blanco como una calavera, abrasando la hierba. A ver quién es el guapo que se expone a ese sol cuando le han dicho que tiene yescas por huesos.
Miré fijamente los combados tablones de la trampilla sobre nuestras cabezas, la escalerilla de cobre que conducía peldaño a peldaño hacia el luminoso mundo exterior. El tiempo mudó de piel y volví a ser un niño, un niño con miedo, mucho miedo. Magreb posó la mano en mis riñones. «Venga, que puedes», me dijo, azuzándome con suavidad. Hice una honda inspiración y encorvé la espalda, el cuero cabelludo rozando la trampilla del refugio, el pelo empapado en sudor. Me concentré en intentar calmar los temblores, no fuera que los colmillos me hirieran la boca por dentro, y aparté la cara de Magreb.
—Venga.
Me incorporé y sentí que la madera cedía. La luz estalló en el refugio. Mis pupilas se encogieron hasta transformarse en dos puntitos.
Fuera, el mundo entero ardía. Sordas explosiones sacudían el reseco monte, motas de luz ardían como cohetes silenciosos. El sol incidía a través de los eucaliptos y los pinos australianos en franjas de rojo vivo. Salí al exterior boca abajo, me aovillé en el suelo de tierra e imploré piedad hasta quedar extenuado. Luego abrí un lacrimoso ojo y miré largamente el mundo alrededor. ¡El sol no mataba! Era incómodo simplemente, hacía que los ojos me escocieran y lloraran, me hacía estornudar.
A partir de entonces, y durante los siguientes treinta años que pasamos juntos, contemplaba los colores de la alborada esperando sentir cualquier cosa menos terror. Dedos de luz se extendían por el grisáceo mar en dirección a mí, y no percibía hermosura en ellos. El cielo bajo el que vivía era una mezcla funesta, horrenda, de naranja y rosa, una deformidad física. En la década de 1950 vivíamos en una zona residencial a las afueras de Cincinnati, y cuando la primera luz del alba se reflejaba en las ventanas de la cocina, yo apretaba la cara contra el suelo y barbotaba mi miedo entre las juntas del linóleo.
—Bueeeeeno —decía Magreb—, ya veo que las mañanas no son lo tuyo.
Luego se sentaba en el balancín del porche y se balanceaba conmigo, dándome palmaditas en la mano.
—¿Qué pasa, Clyde?
Yo sacudía la cabeza. Era aquélla una tristeza nueva, difícil de expresar. Mi ansia de sangre no había disminuido, pero la sangre ya no la saciaba.
—Nunca la sació —me recordó Magreb, y yo deseé que por favor dejara de hablar.
Aquel puñado de años fue un periodo muy confuso. Por lo general, me sentía abierto, agradecido. Estaba enamorado. Para ser un vampiro, llevaba una vida muy normal. En lugar de acechar a prostitutas, hacía largas excursiones en bicicleta con Magreb. Visitábamos jardines botánicos y dábamos paseos en barca. En poco tiempo mi tez había pasado del blanco litio al café con leche. Sin embargo a veces, sobre todo a mediodía, examinaba el rostro de Magreb con un odio irracional, ardiente, como si todos sus poros se abrieran para tragarme. «Me has amargado la vida», pensaba. Para contrarrestar el poder que Magreb ejercía sobre mi mente, intentaba fantasear con mujeres mortales, con sus ojos desencajados y sus desnudos cuellos de cisne; pero me era imposible, ya no podía: una eternidad de tenues sonrisas femeninas había quedado eclipsada por los diminutos y afilados colmillos de Magreb. Dos grises protuberancias contra su labio inferior.
Pero, como decía, en general era feliz. Había hecho ciertos progresos.
Una noche, unos niños con unas ristras de ajo colgando del cuello llamaron entre risitas a nuestra puerta. Era Halloween, y ellos, cazadores de vampiros. El olor a ajo entró como una ráfaga por la ranura del buzón, junto con sus voces: «¿Truco o trato?». En el pasado, me habría acobardado su presencia. Habría corrido al sótano para atrincherarme en mi ataúd. Pero aquella noche me puse una camiseta interior y abrí la puerta. Me planté ante ellos en un cuadrado de luz verde con los calzoncillos puestos y una bolsa de piruletas levantada en la mano, un pequeño triunfo contra el antiguo temor.
—¿Se encuentra usted bien?
Bajé la vista pestañeando hacia un niñito rubio y advertí que las manos me temblaban violenta y silenciosamente, como viejos amigos que no desearan abrumarme con sus problemas. Solté las chucherías en las bolsas de los niños, pensando: «Pequeños mortales, qué poco os dais cuenta del poder de vuestras historias».
Un día, trasegando cócteles con espuma de fresa a orillas del Sena, algo cambió dentro de mí. Treinta años. Once mil amaneceres. Ese era el tiempo que me había llevado creer que el sol no me mataría.
—¿Te apetece ir a un museo o hacer algo? Al fin y al cabo estamos en París.
—Bueno.
Discurríamos por un transitado puente peatonal bajo un torrente de luz, y el corazón me atenazaba la garganta. Sin que mediara deliberación alguna, comprendí que Magreb era mi mujer.
Porque la quiero, las punzadas del ansia se han ido apaciguando poco a poco hasta transformarse en una cómoda desesperación. A veces pienso en nosotros como dos orificios hendidos el uno en el otro, dos ansias gemelas. Nuestras tripas se gruñen como amigables perros. Me encanta su sonido, me confirma que somos iguales en la sed. Entrechocamos nuestros colmillos y sentimos como si topáramos contra la misma y cruda verdad.
Los matrimonios humanos me divierten: la brevedad del соmpromiso y todo el ceremonial que lo envuelve, los lirios, las suegras tocadas con sus velos como arañas de color lila, las lágrimas, los solemnes brindis. ¡Hasta que la muerte nos separe! Qué fácil. Esas parejas mortales sólo necesitan estar cincuenta o sesenta años sin perderse de vista.
A menudo me pregunto si el amor entre mortales no brotará hasta cierto punto del cimiento que supone para ambos la precognición de la muerte, el amor apuntando enroscado como un brote verde por ese vacío de un modo que nunca alcanzaré a entender. Y últimamente me asalta un pensamiento terrible: «Nuestra historia de amor terminará antes que el mundo».
Un día, sin previo aviso, Magreb echó a volar hacia las cuevas. Me dijo a voces por encima de su musculado y afelpado hombro que sólo quería dormir durante un tiempo.
—¿Cómo? ¡Espera! ¿Qué te pasa?
La había pillado en plena transformación, mitad esposa, mitad murciélago.
—¡No seas tan susceptible, Clyde! Es sólo que estoy cansada de este siglo, cansadísima, quizá sea por el calor. Creo que necesito descansar un poco…
Supuse que se trataba de un experimento, al igual que mi capa, un viejo hábito que Magreb retomaba, y por la torpeza y la ambivalencia de sus bandazos en el aire entendí que se suponía que debía seguirla. Pero qué se le va a hacer. A Magreb le gusta decir que me liberó, que gracias a ella me desengañé de las viejas patrañas, pero renuncié a mucho más de lo que pretendía: ahora no consigo sacudirme de encima el cuerpo de este anciano. Ya no puedo volar.
Fila y yo estamos solos. Aprieto los labios resecos y muevo con desgana las fichas del dominó sobre la mesa; encajan como las vagonetas de un minúsculo tren.
—¿Más limonada, nonno? —Fila sonríe. Se inclina por la cintura y me toca osadamente el colmillo derecho, el hilillo colgante de baba—. Parece que tiene sed.
—Sí, por favor. —Señalo el banco—. Siéntate.
Fila tiene diecisiete años ya y hace tiempo que sabe lo mío. Contempla la idea de contárselo a su patrón, sopesa la frase que lleva en sus adentros como una bala en una pistola: «Tenemos un vampiro en el limonar».
«¿No me cree, signore Alberti?», le dirá, antes de arrastrarlo agarrado por la muñeca hasta este banco, momento en que yo me levantaré y morderé ese cuello atocinado que tiene. «¡Hasta la ridícula corbata le perforará!», dice Fila con una sonrisa abierta.
Pero no son más que fantasías, me asegura Fila. Ella no tiene inconveniente en que siga a mi aire en el limonar. «Me recuerda usted a mi nonno», dice con aprobación, «parece muy italiano».
De hecho, quiere ayudarme a que me quede aquí escondido. Se siente a gusto haciéndolo, como cuando ayuda a su furioso nonno a atarse los botoncitos de los pantalones, maniobra ya demasiado complicada para el pulso del anciano. Además, la tengo preocupada. Y con razón: últimamente me he vuelto dejado, incontinente con mis secretos. Ya no me lustro los zapatos; dejo que el colmillo me asome por el rosado labio.
—Tiene que poner más cuidado —me reprende—. Hay turistas por todas partes.
Observo su cuello mientras me lo dice, meneando la cabeza con la natural expresividad de las chicas de su edad. Fila mira a ver si tengo la vista puesta en su clavícula, y yo le dejo ver que sí. Vuelvo a sentir una especie de amenaza.
Anoche arrasé con desenfreno. Al séptimo limón descubrí con una especie de aletargada desesperación que no podía detenerme. Escarbé a cuatro patas entre la hierba cubierta de rocío en busca de los últimos bianchetti: reblandecidos por la podredumbre, enmohecidos, resecos, ennegrecidos. La cítrica corteza abultada por el empuje de diminutos gusanos verde celofán. Aromas a tierra, a lluvia, arremolinados todos entre el acre y penetrante hedor a putrefacción.
Por la mañana, Magreb sortea de puntillas los destrozos y no dice ni una palabra.
—Se me ha ocurrido otro nombre —le digo, confiando en distraerla—. Brandolino. ¿Qué te parece?
Desde hace unos años vengo buscando un nombre italiano que ponerme, y cada día que sigo siendo Clyde se me antoja una derrota. Nuestros nombres son reliquias de los lugares donde hemos estado. «Clyde» es un recuerdo de la Fiebre del Oro en California. En aquel tiempo yo era un imberbe sediento de sangre, y me veía reflejado en los pecosos muchachos que lavaban oro a lo largo del río Sacramento. Usé ese nombre como cebo. «Clyde» sonaba inofensivo, como de alguien con quien un jovencito pudiera tomarse una cerveza de malta o internarse en el bosque.
Magreb escogió su nombre en el Macizo del Atlas por su etimología: la raíz ghuroob significa lugar donde «se pone» o «se esconde» el sol.
—Eso es lo que andamos buscando —me dice—. El lugar donde ponerse. Alguna respuesta definitiva.
Magreb no piensa cambiar de nombre hasta que lo encontremos.
Agarra el limón que tiene en la boca, lo desliza por sus colmillos y deposita su consumida pulpa sobre la mesa de picnic. Cuando por fin habla, lo hace con voz tan baja que las palabras son casi ininteligibles.
—Los limones no están funcionando, Clyde.
Pero los limones nunca han funcionado. Como mucho, nos procuran ocho horas de paz. No es de limones de lo que estamos hablando.
—¿Desde cuándo?
—Hace ya bastante, pero no quería decirte nada. Lo siento.
—Bueno, puede que sea esta cosecha. Los Alberti no han abonado la tierra en condiciones, puede que la del primo fiore sea mejor.
Magreb clava en mí un ojo brillante como el de un pez.
—Clyde, creo que ha llegado la hora de marcharse —me dice entonces.
El soplo del viento abre las hojas. Los limones titilan como un firmamento de estrellas amarillas, madurando lentamente, y tras ellos vislumbro la otra noche, la verdadera.
—¿Marcharse? ¿Adónde? —Nuestro matrimonio, tal como yo lo concibo, nos compromete a morir de hambre juntos.
—Llevamos décadas aquí descansando. Creo que ya es hora de… ¿Qué es eso de ahí?
He estado preparando un regalo para Magreb, por nuestro aniversario, una «cueva» levantada con materiales de desecho —periódicos, cascos de botellas, vigas hechas con los rodrigones que sujetan los limoneros— para que pueda dormir aquí abajo conmigo. He partido montones de botellas de cerveza afrutada para hacer estalactitas con su cristal. Aunque, mirándola ahora, veo que la cueva es muy pequeña. Parece un paraguas mordisqueado por un perro.
—¿Eso de ahí? —respondo—. Ah, nada. Parte de la máquina de perritos calientes, creo.
—Dios santo… ¿Se ha quemado?
—Sí. La chica la tiró ayer.
—Clyde. —Magreb sacude la cabeza—. Nunca tuvimos intención de quedarnos aquí para siempre, ¿verdad? Ése no era el plan.
—No sabía que tuviéramos un plan —salto—. ¿Y si hemos vivido tanto que nuestras reservas de alimento se han agotado? ¿Y si ya no nos queda nada más que encontrar?
—Eso no te lo crees ni tú.
—¿Por qué no te conformas con lo que tienes y punto? ¿Por qué no puedes ser feliz y admitir la derrota? ¡Mira lo que hemos encontrado aquí! —Agarro un limón y lo agito delante de su cara.
—Buenas noches, Clyde.
Contemplo a mi mujer remontando el vuelo hacia el deslavazado amanecer y siento de nuevo la atroz tensión. En las plantas de los pies, en mi columna nudosa. El amor me ha contagiado la superstición muscular de que un cuerpo puede hacer el trabajo de otro.
Contemplo la posibilidad de tomar el teleférico, la degradación máxima: peor que el dominó, peor que una eternidad succionando rajas de limón. Me paso el día observando el ascenso de las cabinas, y me hacen pensar en esos norteamericanos bobalicones que van con sus mujeres a la playa pero se niegan a ponerse bañador. Los he visto junto al puerto, enfurruñados con sus pantalones, jadeando entre cigarrillos mentolados y deambulando arriba y abajo del malecón mientras las mujeres toman el sol. Fingen que no les importa cuando el sudor les oscurece las axilas de los trajes. Cuando sus mujeres echan a nadar mar adentro y los dejan. Cuando sus mujeres no son más que agua que salpica en la distancia.
Los billetes del teleférico cuestan veinte liras. Me siento en el banco y cuento las cabinas al pasar.
Estoy solo en la salaEsa noche, invito a Magreb a salir. No me he movido del limonar desde hace más de dos años, y la sangre ruge en mis oídos al ponerme en pie y agarrarme a ella como un viejo. Vamos a la sesión del jueves por la noche en una antigua sala de cine de un castillo que está en el centro de la ciudad. Quiero demostrarle que me gusta viajar con ella, siempre que a nuestro destino se pueda llegar andando.
Un acomodador adolescente vestido con una chaqueta roja antigua de abullonadas mangas nos acompaña hasta nuestros asientos, los bíceps esposados entre nubes, el distintivo sobre el pecho deshilachado. Siento envidia del nombre allí inscrito: GUGLIELMO.
El título de la película atraviesa ya la pantalla negra: ¡algo CLANDESTINO ESTÁ OCURRIENDO EN EL MAIZAL!
Magreb resopla con sorna.
—Vaya birria de título para una película de terror. Suena a cine amateur de estudiantes.
—Toma tu entrada —le digo—. Yo no le he puesto el título.
Es una película de vampiros ambientada en los años de la gran sequía norteamericana. Magreb esperaba una comedia, pero el actor que interpreta a Drácula me provoca tanta tristeza como un álbum de fotos antiguas. Una campesina paleta de Oklahomа se ha enamorado ingenuamente del monstruo, al que toma por un rico acreedor europeo ansioso por cancelar la hipoteca que pesa sobre la granja de su familia.
—Esta chica es idiota —dice Magreb.
Vuelvo la cabeza, deprimido, y veo a Fila, sentada dos filas por delante de nosotros junto a un untuoso jovencito: Benny Alberti. El blanco cuello de Fila está inclinado hacia la izquierda, y los labios de Benny pegados a él mientras ella sorbe impasiblemente un refresco.
—La pobre —susurra Magreb, refiriéndose a la actriz con sus coletas—. Cree que ése ha venido a salvarla.
Drácula muestra sus colmillos, y la paleta de Oklahoma echa a correr por un maizal. Los tallos de las cañas le abofetean la cara.
«¡Socorro!», grita a un cielo repleto de cuervos. «¡Resulta que no era europeo!».
No se oye música, sólo la respiración de la chica y el «fuap-fuap-fuap» de las aspas del ventilador fuera de cuadro. Drácula tiene las fauces abiertas como una boca de alcantarilla. La capa, extrañamente inmóvil.
El fotograma se ha congelado. El «fúapeo» proviene de la cabina de proyección; el sonido se eleva hasta un chirriante «r-r-r», sucedido por unas floridas maldiciones en italiano, un silencio y finalmente un suspiro oceánico. Magreb se revuelve en el asiento.
—Habrá que esperar —digo, con súbita empatía por aquellas dos figuras inmóviles en la pantalla, implorando en su mutismo la reparación—. Lo arreglarán.
Los espectadores comienzan a abandonar la sala, primero de dos en dos o de tres en tres y luego en tropel.
—Estoy cansada, Clyde.
—¿No quieres saber cómo termina? —Mi voz suena más angustiada de lo que pretendo.
—Es que ya sé cómo termina.
—Haz el favor de no irte ahora, Magreb. Hazme caso, lo arreglarán. Como te vayas ahora, se acabó lo nuestro, nunca más…
Su voz suena hermosa, como la gravilla crujiendo bajo los pies:
—Me voy a las cuevas.
Estoy solo en la sala. Cuando me vuelvo para salir, la imagen sigue congelada, el vestido azul de la campesina flota sobre el maizal sin viento, la boca de Drácula es un agujero en el blanсо maquillaje.
Fuera veo a Fila apiñada entre sus amigas, iluminadas por el letrero de la marquesina. Estas niñas llevan demasiado maquillaje y ropas que se mueven como óleos tornasolados. Parece como si les hubiera llovido encima. Las miro con gesto hosco, que ellas me devuelven, y luego Fila viene hacia mí.
—¿Qué tal? —dice, con una sonrisa abierta, jadeante, muy, muy cerca de mi cara—. ¿Persigue a alguien?
La garganta se me cierra.
—¡Eh, chicas! —Sus ojos destellan—. Chicas, venid aquí que os presente al vampiro.
Pero las otras ya han desaparecido.
—¡Vaya! Menudas amigas —dice, y luego guiña un ojo—. Dejarme sola e indefensa con…
—Quieres que el viejo vampiro te muerda, ¿eh? —digo silbando entre dientes—. ¿Quieres una aventura que contarle a la pandilla?
Fila ríe. Su terror es algo redondo, auténtico, que rebota en sus ojos negros. Fila huele a agua dura y glicerina. El runrún de su lozanía me rodea por todas partes y me impide pensar. Un murciélago filtra mis pensamientos, abre sus temblonas alas de tulipa.
Magreb, pienso. Le hará gracia cuando se lo cuente. Qué ridículo, a mi edad, verme en el fondo de este callejón con una jovencita: Fila empolvándose el cuello, levantándose el pelo con horquillitas de seductora, tirando de mí hacia la parte trasera de este contenedor.
«Increíble», se reirá Magreb, «¡una adolescente azuzándote a que la ataques! ¡Sigues siendo un peligro, Clyde!».
Miro embobado un pálido lunar sobre la clavícula de la chica. Magreb, pienso de nuevo, y sonrío, y siento esa sonrisa como un bozal tensándose contra mis dientes. Parece que mi mano aprieta ya la muñeca de la chica, y advierto con sorpresa, como desde una gran distancia, que ella se retuerce para escabullirse.
—Eh, nonno, venga ya, pero ¿qué está…?
La cabeza de la chica se bambolea sobre mi hombro como la de una adormilada criatura, luego cae vencida trazando un círculo, como una muñeca de trapo. El firmamento es mercurio blanco comparado con el borrón de sus ojos. Hay una mancha oscura en mi camisa violeta, y un tirante se ha soltado. Coloco el cuerpo de Lila sentado contra el muro del callejón, lo observo apagarse y ponerse rígido. Una pintada de trazo delgado e inseguro cubre como una tela de araña el muro de ladrillo en el que se apoya, y estudio sus palabras buscando algún mensaje: GIOVANNA Y FABIANO. VAFFANCULO! VAI IN CULO.
Una criatura de piel sarnosa, nuestro único testigo, arquea su lomo anaranjado contra el contenedor de basura. Si no fuera por el candado metería a la niña en su interior. Saltaría dentro con ella y dejaría que el rojo hedor ascendiera por las aletas de mi nariz, que las moscas entraran reptando por las rojas comisuras de mis ojos. Soy de nuevo un monstruo.
Saqueo los bolsillos de Fila, con cuidado de no mirarla a la cara, y encuentro la llave de la oficina del teleférico. Luego me veo andando, corriendo hacia el limonar. Fuerzo la puerta del cuarto de mandos con una palanqueta, giro la llave gris y oigo con alivio el rugido del motor cobrando vida. Cerrada, cerrada, todas las cabinas del teleférico están cerradas, pero de pronto encuentro una con la puerta rota cubierta de aspas de cinta aislante. Me precipito hacia ella y me instalo sobre el acolchado asiento, a toda prisa, porque las cabinas ya han empezado a moverse. Incluso ahora, después de lo que he hecho, sigo siendo incapaz de volar, sigo aprisionado en este maldito cuerpo de nonno, condenado a utilizar la maquinaria de los mortales para que me transporte hasta lo alto y poder buscar a mi mujer. La caja da sacudidas y tiembla. La cadena arrastra de mí hacia los cielos eslabón por eslabón.
Mis labios se resecan al instante; escudriño a través de una grieta en la ventana de cristal. La caja se zarandea bruscamente en el viento. El cielo es un vacío azul oscuro. Todavía huelo a la niña entre los pliegues de la ropa.
El intríngulis de cuevas en lo alto de los acantilados es más vasto de lo que imaginaba; y con sus caritas de abuelos embozadas, los murciélagos resultan tan indistinguibles como piedras.
Discurro bajo una cenital araña de cuerpos velludos, de latidos cardíacos envueltos en alas color pétalo de rosa o sedosa barba de maíz. El aliento ondula a través de cada uno de ellos, una minúscula vida en su envoltorio translúcido.
—¿Magreb?
¿Estará aquí arriba?
¿Me habrá dejado?
(Nunca volveré a encontrar a otro vampiro).
Vuelvo sobre mis pasos hasta la entrada iluminada por la luna que lleva al exterior de los acantilados, a las cabinas del telefériсо. Cuando encuentre a Magreb, le suplicaré que me cuente con qué sueña aquí arriba. Yo le diré con qué sueño despierto en el limonar: con hombres y mujeres mortales que pasan flotando serenamente en globos cargados con el lastre de su propia muerte. Millones de globos desplazándose sobre un vasto océano, vidas que oscurecen el cielo. La muerte es un polvo denso encinchado en el interior de minúsculos sacos de arena, y en el sueño se me da a entender que yo, en lugar de saco de arena, tengo a Magreb.
Hago el descenso de los murciélagos en la cabina de un teleférico sin alas que desplegar, zarandeado por el viento con una furia que percibo como algo personal. Sujeto a duras penas la puerta de la cabina para que no se abra y busco con la mirada el puntito verde de nuestro limonar.
La caja está cayendo en picado, a demasiada velocidad. Da un fuerte bandazo, y la ígnea superficie de la montaña invade la ventanilla izquierda. La toba brilla como agua, como un río negro de burbujas en ebullición. Por un vertiginoso instante imagino que la roca va a penetrar por el cristal.
Cada bandazo me eleva un poco más que el anterior, en un chirriante péndulo que amenaza con dar la vuelta completa alrededor del cable. Estoy a cuatro patas en el suelo de la cabina, mareado en las alturas, con la cara apretada contra la rejilla del suelo. Veo allí estrellas o barcos fulgurando, y también una franja blanca, una fisura que se ensancha. El aire entra a ráfagas por las grietas en la cabina de cristal. Con un respingo de asombro, caigo en la cuenta de que podría morir.
¿Qué verá Magreb, si es que está mirando? ¿Está despertando de una pesadilla y ve la rotura del cable y la caída en picado de la caja de cristal? Desde su ventajosa posición invertida, colgando del techo de la cueva, ¿dará acaso la impresión de que la cabina es succionada hacia arriba, precipitándose no hacia el mar sino hacia otro tipo de cielo? ¿Hacia una boca negra abierta y espumeante de estrellas?
Me gusta imaginarme a mi mujer así: Magreb aprieta todavía más sus delgados párpados. Hinca las garras en la roca. Pequeñas nubes de polvo forman columnas en torno a los dedos de sus pies mientras se balancea boca abajo. Siente algo que crece en su interior, una terrible sospecha. Esa nueva sensación es algo sólido, y es lo opuesto al ansia. Está saliendo de un sueño de truenos lejanos, rugientes y dispersos. Esta noche ha ocurrido algo que ella creía imposible. Por la mañana, querrá contármelo.
© Karen Russell: Vampires in the Lemon Grove (Vampiros y limones). Publicado en Vampires in the Lemon Grove, 2013. Traducción de Victoria Alonso Blanco.