Sinopsis: «Una mujer respetable» (A Respectable Woman) es un cuento de la escritora estadounidense Kate Chopin, publicado el 15 de febrero de 1894 en la revista Vogue y más tarde incluido en la colección A Night in Acadie (1897). La historia comienza cuando la señora Baroda se entera, con cierta molestia, de que su esposo ha invitado a un viejo amigo a pasar unos días en su plantación, lo que interrumpe sus planes de disfrutar de una temporada de paz y tranquilidad. Aunque al principio imagina al visitante con antipatía, pronto su actitud hacia él comienza a cambiar, despertándose en ella una inquietud inesperada.

Una mujer respetable
Kate Chopin
(Cuento completo)
A la señora Baroda le molestó un poco enterarse de que su esposo esperaba a su amigo Gouvernail para pasar una o dos semanas en la plantación.
Durante el invierno habían recibido muchas visitas; además, buena parte del tiempo lo habían pasado en Nueva Orleans, entregados a diversas formas de disipación moderada. Ella ansiaba disfrutar de un periodo ininterrumpido de descanso y tranquilidad a solas con su marido, cuando él le anunció que Gouvernail vendría a quedarse unos días.
De aquel hombre había oído hablar mucho, aunque nunca lo había visto. Había sido amigo de su esposo en la universidad; ahora era periodista y, en absoluto, un hombre de sociedad o de mundo, lo que quizá explicaba por qué nunca se hubieran encontrado. Sin embargo, ella se había hecho inconscientemente una idea de cómo era: lo imaginaba alto, delgado, cínico, con gafas y las manos metidas en los bolsillos. Y no le agradaba. Gouvernail resultó ser bastante delgado, pero no muy alto ni muy cínico; tampoco llevaba gafas ni tenía el hábito de andar con las manos en los bolsillos. Y, para su sorpresa, le gustó bastante cuando se presentó por primera vez.
Pero no sabía explicarse por qué le agradaba. Lo intentó comprender, aunque solo a medias, y no logró encontrar en él ninguno de los rasgos brillantes y prometedores que Gaston, su marido, le había asegurado que poseía. Más bien al contrario, se mostraba callado y receptivo ante sus animados intentos de hacerlo sentir bienvenido y ante la hospitalidad franca y abundante de Gaston. Su actitud hacia ella era tan cortés como cualquier mujer exigente podría esperar, pero no buscaba su aprobación ni su estima.
Una vez instalado en la plantación, parecía disfrutar sentándose en el amplio pórtico, bajo la sombra de una de las grandes columnas corintias, fumando un cigarro con pereza y escuchando con atención las historias de Gaston sobre su experiencia como plantador de azúcar.
—Esto es lo que yo llamo vivir —decía con honda satisfacción, mientras el aire que cruzaba los campos de caña lo acariciaba con su toque tibio y perfumado, como de terciopelo. También le gustaba tratar con familiaridad a los grandes perros que se le acercaban y frotaban contra sus piernas. No le gustaba pescar y no mostró ningún interés en salir a cazar grosbecs cuando Gaston se lo propuso.
La personalidad de Gouvernail desconcertaba a la señora Baroda, pero le gustaba. De hecho, era un tipo adorable e inofensivo. Al cabo de unos días, como no lo entendía mejor que al principio, dejó de desconcertarse y se quedó intrigada. Con ese estado de ánimo, dejó a su marido y a su invitado solos la mayor parte del tiempo. Al ver que Gouvernail no se oponía a su actitud, le impuso su compañía y lo acompañó en sus ociosos paseos al molino o por la ribera del río. Intentaba penetrar persistentemente en la reserva en la que él se había envuelto de manera inconsciente.
—¿Cuándo se va tu amigo? —le preguntó un día a su esposo—. Por mi parte, me agota terriblemente.
—Todavía falta una semana, querida. No lo entiendo, no te causa ninguna molestia.
—No. Me gustaría más si lo hiciera, si fuera más como los demás y tuviera que ocuparme, al menos un poco, de su comodidad y entretenimiento.
Gaston tomó entre sus manos el hermoso rostro de su esposa, miró con ternura sus ojos inquietos y sonrió. Estaban arreglándose juntos en el tocador de la señora Baroda.
—Eres toda una caja de sorpresas, ma belle —le dijo—. Ni yo puedo anticipar cómo vas a reaccionar ante determinadas situaciones.
La besó y se dio la vuelta para ajustarse la corbata frente al espejo.
—Y aquí estás —añadió—, tomándote a ese pobre Gouvernail tan en serio y armando un escándalo por él, cuando es lo último que él desearía o esperaría.
—¡Escándalo! —protestó ella con viveza—. ¡Qué disparate! ¿Cómo puedes decir algo así? ¡Escándalo, por favor! Pero tú dijiste que era inteligente.
—Y lo es. Pero está agotado de tanto trabajo. Por eso lo invité, para que descansara.
—Solías decir que era un hombre con ideas —replicó ella, aún sin ceder—. Yo esperaba que al menos fuera interesante. Mañana me voy a la ciudad para probarme los trajes de primavera. Avísame cuando el señor Gouvernail se haya marchado; estaré en casa de mi tía Octavie.
Esa noche salió sola y se sentó en un banco bajo un roble, al borde del sendero de grava.
Jamás había sentido tal confusión en sus pensamientos ni en sus intenciones. Lo único que le quedaba claro era un sentimiento apremiante: debía dejar su casa a la mañana siguiente.
La señora Baroda oyó pasos sobre la grava, pero solo pudo distinguir en la oscuridad el punto rojo de un cigarro encendido. Sabía que era Gouvernail, pues su esposo no fumaba. Esperaba pasar desapercibida, pero su vestido blanco la delató. Él arrojó el cigarro y se sentó junto a ella en el banco, sin sospechar que su presencia pudiera serle molesta.
—Su esposo me pidió que le trajera esto, señora Baroda —dijo, entregándole un vaporoso pañuelo con el que solía cubrirse la cabeza y los hombros. Ella lo aceptó con un leve murmullo de agradecimiento y lo dejó sobre su regazo.
Él hizo algún comentario trivial sobre lo perjudicial que era el aire nocturno en esa época del año. Luego, con la mirada perdida en la oscuridad, murmuró casi para sí:
—«¡Noche de vientos del sur! ¡Noche de escasas y grandes estrellas! ¡Noche que aún dormita!»
Ella no respondió a ese homenaje a la noche, que en realidad no iba dirigido a ella.
Gouvernail no era, en absoluto, un hombre tímido, porque no era consciente de sí mismo. Sus silencios no eran una muestra de su carácter, sino de su estado de ánimo. Sentado junto a la señora Baroda, su reserva se disipó por un momento.
Habló con soltura e intimidad, con una voz pausada y algo perezosa, pero agradable de oír. Habló de los viejos tiempos universitarios, cuando él y Gaston eran inseparables; de aquellos días de ambiciones intensas y ciegas, de grandes propósitos. Ahora, al menos en su caso, solo quedaba una aceptación filosófica del orden establecido y el deseo de simplemente existir, con algún que otro sorbo de vida genuina, como el que estaba respirando en ese momento.
Ella apenas comprendía lo que decía. Su ser físico predominaba. No prestaba atención a sus palabras, solo se embriagaba con el tono de su voz. Quería extender la mano en la oscuridad y tocarle el rostro o los labios con la yema de los dedos. Quería acercarse a él y susurrarle algo al oído —no importaba qué—, como habría hecho si no fuera una mujer respetable.
Cuanto más fuerte era el impulso de acercarse a él, más se alejaba. Tan pronto como pudo hacerlo sin parecer demasiado grosera, se levantó y lo dejó allí solo.
Antes de que llegara a la casa, Gouvernail ya había encendido un nuevo cigarro y retomado su tributo a la noche.
Aquella noche, la señora Baroda estuvo muy tentada de contarle a su esposo —que también era su amigo— la locura que se había apoderado de ella. Pero no lo hizo. Además de ser una mujer respetable, era muy sensata y sabía que hay batallas en la vida que uno debe librar en soledad.
Cuando Gaston se levantó por la mañana, su esposa ya se había ido. Había tomado el primer tren hacia la ciudad. No regresó hasta que Gouvernail hubo partido de su casa.
Se habló de volver a invitarlo el verano siguiente. Es decir, Gaston lo deseaba, pero desistió ante la firme oposición de su esposa.
Sin embargo, antes de que terminara el año, fue ella quien propuso espontáneamente que Gouvernail los visitara de nuevo. Su esposo se sorprendió y alegró mucho con la propuesta, viniendo de ella.
—Me alegra saber, chère amie, que por fin has superado tu antipatía hacia él, pues no la merecía.
—Oh —le dijo ella, riendo, tras depositar un largo y tierno beso en sus labios—, ¡lo he superado todo! Ya verás. Esta vez seré muy amable con él.
FIN
[20 de enero de 1894]

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