M. R. James: El maleficio de las runas

El maleficio de las runas (Casting the Runes) es un relato de M. R. James, publicado en 1911 en el libro More Ghost Stories of an Antiquary. La historia sigue a Mr. Karswell, un enigmático escritor obsesionado con lo oculto, que no acepta las críticas negativas de su obra en el ámbito académico. Karswell envía un tratado sobre alquimia, el cual es revisado y rechazado por el Dr. Edward Dunning, un experto en el tema. Poco después, Dunning comienza a experimentar una serie de sucesos extraños e inexplicables, similares a los que rodearon la misteriosa muerte de otro académico que también había rechazado a Karswell.

M. R. James - El maleficio de las runas

El maleficio de las runas

M. R. James
(Cuento completo)

15 de abril de 190…

ESTIMADO señor:

El Consejo de la Asociación… me solicita que le devuelva a usted el borrador de una comunicación sobre La verdad de la alquimia, que usted ha tenido la bondad de ofrecernos para que sea leída en nuestra próxima reunión, y que le informe que al Consejo le es imposible incluirla en el programa.

Salúdalo atentamente

…, secretario.

* * *

18 de abril.

Estimado señor:

Lamento informarle que mis compromisos me impiden concederle una entrevista sobre la comunicación propuesta por usted. Nuestras normas no nos permiten, por lo demás, que usted examine el asunto con una Comisión de nuestro Consejo, según usted sugiere. Permítame asegurarle que el texto que usted nos envió fue sometido a una minuciosa consideración, y que sólo fue rechazado tras confiarlo al juicio de una autoridad sumamente competente. Creo innecesario añadir que ninguna cuestión personal puede haber ejercido la más mínima influencia en la decisión del Consejo.

Le suplico que crea en mi palabra (ut supra).

* * *

20 de abril.

El secretario de la Asociación… ruega que con todo respeto se informe a Mr. Karswell que le es en absoluto imposible comunicarle el nombre de la persona o personas a quienes fue sometido el borrador de la comunicación del citado Mr. Karswell; él mismo declara, por lo demás, su imposibilidad de responder a nuevas cartas sobre el particular.

* * *

—¿Y quién es ese Mr. Karswell? —preguntó la esposa del secretario. Había entrado en su oficina y (de modo acaso injustificable) había recogido la última de esas tres cartas, que la mecanógrafa acababa de traer.

—Mira, querida mía, en este preciso instante Mr. Karswell es un individuo muy encolerizado. Pero no sé mucho más sobre él, salvo que es hombre de dinero, que vive en Lufford Abbey, Warwickshire, y que es alquimista, al parecer, y quiere contarnos todo lo que sabe del asunto; creo que eso es todo… excepto que no me gustaría encontrármelo hasta que pasen unas dos semanas. Ahora, si estás dispuesta a irte de aquí, yo también lo estoy.

—¿Y qué hiciste para enfurecerlo de ese modo? —preguntó la esposa del secretario.

—Lo habitual, querida, lo habitual: mandó el borrador de una comunicación que quería leer en la próxima reunión, y se lo pasamos a Edward Dunning, casi la única persona en Inglaterra que sabe algo sobre el tema, quien decidió que el texto era absolutamente inadmisible, de modo que lo rechazamos. Desde entonces, Karswell me bombardea con cartas. Lo último que pidió fue el nombre de la persona a quien le dimos a leer sus disparates; ya viste cuál fue mi respuesta. Pero no lo comentes, por favor.

—Por supuesto que no. ¿Acaso alguna vez hice algo semejante? Espero, de todos modos, que él no se entere de que fue el pobre Mr. Dunning.

—¿El pobre Mr. Dunning? No sé por qué lo llamas así; si existe un hombre feliz, ése es Dunning. Es aficionado a un montón de cosas, es dueño de una cómoda casa y tiene todo su tiempo a su disposición.

—Sólo quise decir que lamentaría que ese individuo supiera que fue él y empezara a molestarlo.

—¡Oh! ¡Ah, sí! En ese caso, creo que sí sería el pobre Mr. Dunning.

El secretario y su esposa habían sido invitados a almorzar en casa de unos amigos. Como éstos vivían en Warwickshire, la esposa del secretario ya había decidido interrogarlos discretamente sobre Mr. Karswell. Pero se ahorró la molestia de sacar el tema, pues no había transcurrido mucho tiempo cuando la dueña de la casa le comentó a su marido:

—Esta mañana vi al abad de Lufford.

El marido silbó.

¿De veras? ¿Y qué diablos le trae a la ciudad?

—Quién sabe; lo vi salir por la puerta del Museo Británico cuando yo pasaba por allí.

Resultó muy natural que la mujer del secretario preguntara si hablaban de un auténtico abad.

—No, de ningún modo: sólo se trata de un vecino de nuestra región, que hace unos años compró la abadía de Lufford. En realidad se llama Karswell.

—¿Es amigo de ustedes? —preguntó el secretario, guiñándole el ojo a su esposa. La pregunta provocó una torrencial declamación. En realidad, poco podía decirse de Mr. Karswell. Nadie sabía a qué se dedicaba: sus sirvientes eran gente horripilante; él se había inventado una nueva religión y practicaba quién sabe qué ritos atroces; era hombre fácil de ofender, y jamás perdonaba a nadie: su rostro era espantoso (así lo proclamó la señora, aunque su marido fue más mesurado); jamás realizaba una buena acción, y cualquier influencia que ejerciera era maléfica.

—Hazle justicia al pobre hombre, querida —interrumpió el marido—. No te olvides de la fiesta que les ofreció a los chicos de la escuela.

—¡Como para olvidarla! Me alegro de que lo hayas mencionado, porque lo retrata de cuerpo entero. Escucha esto, Florence. El primer invierno que estuvo en Lufford, este vecino encantador le escribió al clérigo de su parroquia (no es el de la nuestra, pero lo conocemos muy bien) y se ofreció para darles a los niños de la escuela una sesión de linterna mágica. Dijo que disponía de ciertas novedades que podían interesarles. El párroco se sorprendió bastante, porque el tal Mr. Karswell no se había mostrado muy afectuoso con los niños… siempre se quejaba porque entraban en su propiedad sin autorización o algo por el estilo; pero, por supuesto, aceptó; fijaron una tarde, y nuestro amigo asistió en persona, para cerciorarse de que todo andaba bien.

Según nos comentó más tarde, si algo agradecía era que sus hijos no hubiesen ido: en realidad, festejaban algo en nuestra propia casa, con otros chicos. Porque ese Mr. Karswell, evidentemente, tenía toda la intención de aterrorizar a esos pobres aldeanitos hasta enloquecerlos, y creo que lo habría conseguido si se lo hubiesen tolerado. Comenzó por escenas relativamente mesuradas. Caperucita Roja, por ejemplo, y aun entonces, dijo Mr. Farrer, el lobo era tan pavoroso que hubo que llevarse a varios de los niños más pequeños; y agregó que Mr. Karswell inició su relato emitiendo un ruido semejante al aullido de un lobo a lo lejos, y que él jamás había oído nada tan horrible. Mr. Farrer dijo que todas las placas que exhibió eran muy hábiles; eran minuciosamente realistas, y él no tenía ni idea de dónde las había conseguido o de cómo las había preparado. Bueno, el espectáculo continuó, y las historias fueron cada vez más horripilantes. Los niños, paralizados, estaban totalmente mudos. Al final les mostró una serie que representaba a un pequeño que paseaba por su propio parque (por Lufford, quiero decir) al caer la tarde. Todos los niños reconocieron el lugar. Y al pobre chico lo acechaba, y al fin lo perseguía y lo atrapaba, para destrozarlo o matarlo de algún modo, una horrenda criatura vestida de blanco, que primero se escurría entre los árboles y gradualmente aparecía con mayor nitidez. Mr. Farrer declaró que le produjo una de las peores pesadillas de que tuviera memoria, y más vale no pensar en el efecto que haya tenido sobre los chicos. Esto, por supuesto, era demasiado. Increpó duramente a Mr. Karswell, y le dijo que no podía continuar. Éste se limitó a decirle:

«—¿Oh, cree usted que es hora de que terminemos nuestra pequeña función y los mandemos a la cama? ¡Muy bien!»

Entonces, perdónenme por la descripción, proyectó otra imagen, donde bullía un amasijo de serpientes, ciempiés y repugnantes criaturas aladas, y de algún modo provocó el efecto de que salían de la pantalla para abatirse sobre la audiencia, mientras se oía un seco susurro que poco a poco enloquecía a los niños, quienes, por supuesto, salieron corriendo precipitadamente. Algunos se lastimaron al huir del recinto, y no creo que ninguno pegara un ojo en toda la noche. Después se planteó un problema muy grave en la aldea. Las madres, evidentemente, le echaban buena parte de la culpa al pobre Mr. Farrer y, si hubiesen podido atravesar los portones, creo que los padres habrían destrozado todas las ventanas de la abadía. Pues bien, ése es Mr. Karswell: ése es el abad de Lufford, querida mía, y puedes imaginarte cuánto nos interesa su amistad.

—Sí, creo que si alguien tiene todas las características de un delincuente nato, ése es Karswell —declaró el anfitrión—. No me gustaría que nadie se enredara con sus pésimos libracos.

—¿Ése es el hombre, o lo confundo con otro? —preguntó el secretario, que hacía varios minutos fruncía el ceño como si intentara recordar algo—. ¿Ése es el hombre que publicó una Historia de la brujería hace cosa de diez años?

—Ése es. ¿Recuerdas las reseñas del libro?

—Sin duda. Más aún, conocí al autor de la más incisiva de todas. Y tú también lo conociste: ¿te acuerdas de John Harrington? Fue compañero de estudios nuestro.

—Sí, por supuesto. Pero creo que no supe nada de él a partir de entonces, hasta que leí la noticia acerca de la investigación relacionada con su caso.

—¿Investigación? —exclamó una de las damas—. ¿Qué le pasó?

—Bueno, lo que le pasó fue que se cayó de un árbol y se rompió la nuca. Pero el problema consistía en averiguar qué lo había inducido a subir ahí. Diré que algo raro había en ese asunto. Resulta que el hombre (que no era individuo aficionado al atletismo y tampoco parecía un excéntrico) vuelve una noche a casa por un camino en el campo (sin vagabundos, y muy frecuentado por la gente del lugar), y súbitamente echa a correr como loco, pierde el sombrero y el bastón, y al fin trepa a un árbol (y a un árbol difícil de trepar) que había en la hilera junto al seto; cede una rama seca, él se cae y se rompe el cuello, y a la mañana siguiente lo descubren exhibiendo en su rostro la expresión más aterrada que sea posible imaginar. Era obvio que había sufrido una persecución. La gente habló de perros salvajes, de fieras escapadas de algún zoológico; pero esas conclusiones fueron inconducentes. Eso pasó en 1889, y creo que su hermano Henry (a él también lo recuerdo de Cambridge, aunque  quizá no) intentó, desde entonces, hallar una pista para explicar lo sucedido. Él, por supuesto, insiste en que hubo premeditación, pero no sé. Es difícil darse cuenta de cómo ocurrió.


El curso de la conversación los condujo una vez más a la Historia de la brujería.

—¿La hojeaste alguna vez? —preguntó el anfitrión.

—Sí —respondió el secretario—. Hasta la leí.

—¿Era tan mala como decían?

—Oh, en cuanto a forma y estilo, era detestable. Merecía los palos que recibió. Pero, además de eso, era un libro maligno. El individuo creía en cada palabra que decía, y no me extrañaría que hubiera puesto en práctica casi todas sus fórmulas.

—Bueno, yo lo único que recuerdo es la reseña de Harrington, y te diré que, de haber sido el autor, habría aplacado para siempre mis ambiciones literarias. Jamás habría vuelto a asomar la cabeza.

—Esta vez no produjo ese efecto. ¡Ah!, pero ya son las tres y media; tengo que irme.

Camino de casa, la esposa del secretario comentó:

—Espero que ese hombre espantoso no se entere de que Mr. Dunning tuvo algo que ver con el rechazo de su comunicación.

—No creo que haya oportunidad de que se entere —dijo el secretario—. Dunning no va a mencionar el caso, pues estos asuntos son confidenciales, y ninguno de nosotros tampoco, por la misma razón. Karswell no puede conocer su nombre, pues Dunning no publicó aún nada sobre el tema. El único modo en que Karswell podría descubrirlo es preguntando a los empleados del Museo Británico quiénes suelen consultar habitualmente manuscritos alquímicos: no puedo ir a decirle a cada uno de ellos que no mencione a Dunning, ¿verdad? En seguida empezarían a comentarlo. Esperemos que a Karswell no se le ocurra ese medio.

Pero Mr. Karswell no carecía de astucia.

* * *

Hasta aquí, baste como prólogo. Un anochecer, esa misma semana, Mr. Edward Dunning regresaba del Museo Británico —donde se había consagrado a una investigación— a la cómoda residencia suburbana donde vivía solo, atendido por dos excelentes mujeres que hacía tiempo que trabajaban para él. Para describirlo, es innecesario añadir ningún dato a los que ya conocemos. Sigámoslo en su pacífico regreso al hogar.

* * *

El tren lo dejaba a una o dos millas de su domicilio, al que luego lo acercaba un tranvía eléctrico, cuya terminal distaba unas trescientas yardas de la puerta de su casa. Al subir al tranvía ya estaba cansado de leer, y la exigua iluminación, por lo demás, no le permitía examinar sino los anuncios que había frente a él, en las ventanillas. Era natural que los anuncios de esa línea de tranvías fueran objeto de su frecuente contemplación y, quizá con la única salvedad del enfático y convincente diálogo en que dos caballeros proclamaban las bondades de las sales de fruta, ninguno de ellos inspiraba a la imaginación para ejercitarse. Me equivoco: en el rincón más distante del vehículo había uno que no le pareció familiar. Tenía letras azules sobre fondo amarillo, y cuanto pudo leer en él fue un nombre —John Harrington— y algo así como una fecha. Poco interés podría tener para él averiguar algo más, pese a lo cual, cuando el tranvía quedó vacío, su curiosidad lo incitó a correrse en el asiento para leerlo mejor. Hasta cierto punto se sintió recompensado por su molestia, pues el anuncio difería de los habituales.

Decía así: «En memoria de John Harrington, F. S. A., de The Laurels, Ashbrooke. Fallecido el 18 de septiembre de 1889. Se le concedieron tres meses».

El vehículo se detuvo. Mr. Dunning, aún absorto en las letras azules sobre fondo amarillo, sólo se incorporó ante el aviso del cobrador.

—Discúlpeme —dijo—. Estaba mirando este anuncio; es muy raro, ¿verdad?

El cobrador lo leyó con lentitud.

—Mire usted. Palabra que no lo había visto. ¿Qué curioso, no? Alguno que andaba con ganas de bromear.

Sacó un trapo y lo aplicó, no sin saliva, al cristal y luego a la parte exterior de la ventanilla.

—No —dijo al volver—. No se puede. Parece que estuviera metido en el cristal, como si formara parte de él, quiero decir. ¿No le parece, señor?

Mr. Dunning lo examinó, lo frotó con el guante, y asintió.

—¿Quién se encarga de estos anuncios y otorga el permiso para colocarlos? Le agradeceré que lo averigüe. Mientras tanto tomaré nota de lo que dice.

Se oyó un grito del conductor:

—Apúrate, George, tenemos que irnos.

—Está bien, está bien. Aquí tenemos algo muy curioso. ¿Por qué no vienes a mirar este cristal?

—¿Qué tiene el cristal? —dijo el conductor, acercándose—. A ver, ¿y quién es ese Harrington? ¿De qué se trata?

—Hace un momento pregunté quién es el encargado de colocar estos anuncios en los tranvías, y decía que correspondería averiguar algo acerca de éste.

—Bueno, señor, eso lo hacen en la oficina de la Compañía, eso es, y creo que es nuestro Mr. Timms el que se encarga. Le podemos avisar esta noche, al dejar el servicio, y a lo mejor mañana, si usted hace este mismo trayecto, le puedo decir algo.

Eso fue lo que ocurrió esa noche. Mr. Dunning se tomó la molestia de averiguar dónde estaba Ashbrooke, y descubrió que en Warwickshire.

Al día siguiente volvió a ir a la ciudad. El tranvía (era el mismo) se hallaba demasiado repleto por la mañana como para hablar con el cobrador: advirtió, no obstante, que el extraño anuncio ya no estaba. El fin del día añadió al asunto otro toque de misterio. Mr. Dunning, ya porque perdiera el tranvía, ya porque hubiese preferido caminar, llegó muy tarde a casa, y trabajaba en su estudio cuando una de las doncellas lo interrumpió para anunciarle que dos empleados de la línea de tranvías tenían sumo interés en hablar con él. Eso le hizo recordar el anuncio, del cual, según dijo, casi se había olvidado. Los hizo entrar —eran el cobrador y el conductor— y en cuanto todos contaron con algo para beber, Dunning preguntó qué les había dicho Mr. Timms con respecto al anuncio.

—Bueno, señor, por eso mismo nos tomamos el atrevimiento de molestarlo —dijo el cobrador—. Mr. Timms le dijo de todo aquí al amigo William: según él no había ningún anuncio de ese tipo, nadie lo había ordenado, pagado, y menos colocado, ni nada, y dijo que nosotros le tomábamos el pelo y le hacíamos perder el tiempo. Bueno, le digo yo, si usted piensa eso, Mr. Timms, venga a verlo usted mismo, le digo. Claro que si no está, le digo, usted puede decir de mí lo que quiera. Bueno, me dice, vamos a verlo. Ahora vea, señor, ese anuncio estaba allí bien clarito, y con el nombre Harrington tan claro como lo más claro que uno puede ver alguna vez, letras azules sobre fondo amarillo, y, como dije yo en su momento, y usted me escuchó, parecía metido en el cristal, porque usted se acordará de que lo quise borrar con el trapo.

—Por cierto que sí, lo recuerdo perfectamente. ¿Y bien?

—Usted dirá y bien, señor, pero a mí me parece que mal, porque cuando Mr. Timms llegó al tranvía con una luz… no, le dijo a William que sostuviera la luz afuera. Bueno, nos dice, ¿y dónde está el famoso anuncio del que tanto hablan? Aquí, Mr. Timms, le digo yo, señalándole con la mano.

El cobrador hizo una pausa.

—Y bien —dijo Mr. Dunning—, supongo que no estaba. ¿Se rompió?

—¡Romperse! No, qué va… no había, créame, no había ni rastro de las letras, de esas letras azules, en el cristal… en fin, qué quiere que yo le diga. Nunca vi una cosa así. Yo le pregunto aquí a William si… pero, al fin y al cabo, ¿de qué sirve revolver el asunto?

—¿Y qué dijo Mr. Timms?

—Lo que yo le había dado motivo para que dijera: dijo de nosotros todo lo que quiso, y la verdad es que no puedo culparlo. Pero pensamos, William y yo, que como usted había tomado nota de… bueno… de esas letras…

—Por cierto que lo hice, y aún conservo la nota. ¿Desean ustedes que yo mismo vea a Mr. Timms para mostrársela? ¿Para eso han venido?

—¿Qué te dije? —dijo William—. Hay que tratar con un caballero, si es que uno pesca alguno, eso es lo que yo digo. ¿Viste, George, que tenía razón cuando te dije que viniéramos?

—Muy bien, William, muy bien; no hace falta que hables como si me hubieras arrastrado hasta aquí. Te hice caso, ¿no? Nosotros no deberíamos robarle el tiempo de este modo, señor, pero si usted pudiera tener un rato libre para ir a la oficina de la Compañía por la mañana y decirle a Mr. Timms lo que usted vio, le estaríamos muy agradecidos. Usted verá, no es porque a uno lo llamen… bueno, una cosa o la otra, pero, digo yo, si en la oficina se les mete en la cabeza que vimos cosas que no existían, en fin, una cosa lleva a la otra, y en cualquier momento… bueno, usted ya me entiende.

No sin ulteriores elucidaciones de la propuesta, George, llevado por William, abandonó la habitación.

La incredulidad de Mr. Timms (que conocía de vista a Mr. Dunning) fue plenamente modificada al día siguiente por el testimonio que éste ofreció; ningún estigma que maculara los nombres de Willliam y George fue asentado en los libros de la Compañía; pero tampoco se logró ninguna explicación.

El interés de Mr. Dunning acerca del asunto subsistió a causa de un singular incidente; al siguiente atardecer, se dirigía al tren desde su club cuando vio a un hombre con un puñado de folletos de propaganda, semejantes a los que los agentes de ciertas empresas muy activas distribuyen entre los peatones. La calle escogida por este repartidor no era muy propicia para sus actividades: no había nadie y, de hecho, Mr. Dunning no le vio entregar un solo folleto hasta que él mismo pasó por el lugar y recibió uno en la mano; la mano que se lo dio rozó la suya, provocándole una especie de sensación desagradable, pues su ardor y aspereza le parecieron poco naturales. Observó al hombre al pasar, pero obtuvo una impresión tan confusa que por mucho que luego intentó recordarla fue en vano. Caminó con rapidez, y entretanto le echó una ojeada al papel. Era un papel azul, en el que lo atrajo, impreso en mayúsculas de gran tamaño, el nombre de Harrington. Asombrado, se detuvo y buscó sus gafas. En el acto alguien pasó corriendo y le arrebató el papel que ya no pudo ser recuperado. Mr. Dunning retrocedió a toda prisa unos pasos, pero no pudo ver ni al que se lo había dado ni al que se lo quitó.

Al día siguiente, nada distraía de sus cavilaciones a Mr. Dunning cuando llegó a la Sala de Manuscritos Escogidos del Museo Británico y llenó las tarjetas para consultar Harley 3586 y algunos otros volúmenes. Se los trajeron en unos minutos, y cuando depositaba el que necesitaba en primer término sobre el pupitre, le pareció oír que detrás de él susurraban su propio nombre. Se volvió bruscamente, y al hacerlo tiró al suelo la carpeta donde guardaba papeles sueltos. No vio a ningún conocido (salvo el encargado de la sala, que lo saludó con un gesto) y procedió a recoger los papeles. Creía que ya tenía todos en su poder y se disponía a iniciar su tarea, cuando un corpulento caballero, sentado ante la mesa que estaba detrás de Mr. Dunning, y que se disponía a marcharse después de haber recogido sus pertenencias, le tocó el hombro, diciéndole:

—Permítame. Creo que esto es suyo —y le alcanzó unos papeles que faltaban.

—Es mío, gracias —dijo Mr. Dunning.

El hombre no tardó en dejar la sala. Al culminar su tarea de esa tarde, Mr. Dunning entabló conversación con el encargado y aprovechó la oportunidad para preguntarle quién era ese corpulento caballero.

—¡Ah!, es un hombre llamado Karswell —fue la respuesta—; hace una semana me preguntó quiénes eran las máximas autoridades en alquimia y, por supuesto, le dije que usted era la única en el país. Veré si un día se lo presento: estoy seguro de que a él le complacerá conocerlo.

—¡En nombre del cielo, ni lo sueñe! —exclamó Mr. Dunning—. Tengo particular interés en eludirlo.

—¡Oh, muy bien! —dijo el empleado—. No suele venir a menudo; no creo que usted se encuentre con él.

Ese día, mientras regresaba a casa, Mr. Dunning más de una vez se confesó a sí mismo que no aguardaba su velada solitaria con su habitual jovialidad. Le parecía que una presencia borrosa e imperceptible se había interpuesto entre él y sus semejantes… que se había adueñado de él, por así decirlo. Anhelaba sentarse muy cerca de sus compañeros de viaje, pero la suerte decidió que tanto el tren como el tranvía estuvieran notoriamente desiertos. El cobrador George estaba pensativo, y parecía absorto en cálculos relativos a la cantidad de pasajeros. Al llegar a su casa halló al Dr. Watson, su médico, en el umbral.

—Dunning, lamento haber alterado el orden de su casa. Sus dos sirvientas están hors de combat. De hecho, tuve que mandarlas al hospital.

—¡Dios mío! ¿Pero qué pasó?

—Una intoxicación con ptomaína, al parecer. Usted no la sufrió, por lo que veo, de otro modo no andaría paseando por ahí. Creo que las dos se repondrán perfectamente.

—¡Qué extraño! ¿Tiene idea de cómo sucedió?

—Bueno, me dijeron que le compraron a un vendedor ambulante unos mariscos que comieron en su cena. Es curioso, anduve averiguando, pero ningún vendedor llamó a otras casas del barrio. No pude avisarle a usted; todavía no volverán a casa. Venga y cene conmigo esta noche, de todos modos, y haremos los arreglos necesarios para que usted no tenga problemas. A las ocho. Tómelo con calma.

Así pudo obviar una velada solitaria, aunque por cierto a costa de algunos inconvenientes. Mr. Dunning pasó un rato agradable con el médico (que era relativamente nuevo en la zona) y regresó a su solitario hogar a eso de las 11.30. La noche que pasó no es una que recuerde precisamente con satisfacción.

Ya se había acostado y estaba a oscuras. Pensaba si a la mañana siguiente la mujer encargada de la limpieza llegaría lo bastante temprano como para proveerlo de agua caliente; en ese instante escuchó el ruido inconfundible que la puerta de su estudio emitía al abrirse. No oyó pasos en el corredor, pero ese ruido nada bueno podía augurar, puesto que él sabía que esa noche, después de guardar sus papeles en el escritorio, había cerrado la puerta. Fue la vergüenza, más que el valor, lo que lo indujo a salir en bata e inclinarse sobre la barandilla para prestar atención. No vio luz ni oyó ningún otro ruido; sólo sintió una ráfaga de aire cálido, o aun tórrido, en las pantorrillas. Retrocedió y decidió encerrarse en su cuarto. Le aguardaban, sin embargo, más inconvenientes. O bien una ahorrativa compañía suburbana había decidido que la luz no era necesaria a horas tardías y había cortado la corriente, o bien el interruptor no funcionaba; el caso es que no había luz eléctrica. Como es natural, decidió encender un fósforo, y además consultar su reloj: al menos quería saber cuántas horas de incomodidad debía soportar. Hurgó debajo de la almohada, donde solía guardarlos: en rigor, no llegó a tanto. Lo que tocó fue, de acuerdo con su testimonio, una boca, con dientes y cubierta de pelo y, según su declaración, no era la boca de un ser humano. No creo que valga la pena detallar sus reacciones; lo cierto es que antes de que pudiese siquiera advertirlo ya estaba en otro cuarto, con el cerrojo echado a la puerta y el oído atento. Así pasó el resto de esa noche lamentable, a la espera de que un sonido ajeno lo importunara: pero nada ocurrió.

Sólo después de muchas precauciones y estremecimientos logró aventurarse a regresar a su habitación por la mañana. Afortunadamente, la puerta estaba abierta y las persianas levantadas (las sirvientas habían dejado la casa antes de la hora de bajarlas); en una palabra, no había rastros de nadie. También el reloj estaba en su sitio habitual; todo estaba en su lugar; sólo la puerta del armario estaba abierta, como siempre. Una llamada en la puerta de servicio anunció a una mujer para la limpieza que habían pedido la noche anterior, cuya entrada en la casa animó a Mr. Dunning a proseguir sus indagaciones en otros sectores del domicilio. Estas incursiones resultaron igualmente infructuosas.

El comienzo del día era poco propicio. No se atrevió a ir al Museo: pese a la afirmación del empleado, Karswell podía aparecer y Dunning no se sentía con ánimo para enfrentarse a un extraño que acaso le fuera hostil. Su casa le resultaba aborrecible y odiaba tener que recurrir al médico. Un rato lo dedicó a visitar el hospital, donde lo animó un poco un informe favorable sobre su ama de llaves y su doncella. A la hora del almuerzo se dirigió al club, donde experimentó cierta alegría al encontrarse con el secretario de la Asociación. Dunning, mientras almorzaban, le confesó a su amigo sus preocupaciones, pero sin revelarle las que más lo abrumaban.

—¡Mi pobre amigo! —comentó el secretario—. ¡Qué inconveniente! Escúchame: nosotros estamos totalmente solos en casa. Ven con nosotros. ¡Sí! No pongas excusas: manda tus cosas esta tarde.

Dunning apenas pudo poner objeciones: lo dominaba, en efecto, una profunda ansiedad, que se agudizó con el transcurso de las horas, con respecto a lo que pudiera aguardarlo esa noche. Casi feliz, se apresuró a ir a su casa a hacer las maletas.

Sus amigos, cuando pudieron prestarle atención, se asombraron ante su aspecto enfermizo, e hicieron todo lo posible por animarlo. No fracasaron del todo, pero más tarde, cuando los hombres se retiraron a fumar, Dunning fue presa de su consternación una vez más.

—Gayton —dijo súbitamente—, creo que ese alquimista sabe que fui yo quien rechazó su comunicación.

Gayton silbó.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó.

Dunning le refirió la conversación con el encargado del Museo y Gayton no pudo sino inferir que la conjetura parecía correcta.

—No es que me importe mucho —prosiguió Dunning—, sólo que si me encuentro con él puede plantearse algún problema. Supongo que tiene mal carácter.

La conversación volvió a decaer; Gayton, cada vez más impresionado por la desolada expresión de Dunning, optó al fin —aunque no sin esfuerzos— por preguntarle sin rodeos si no lo acosaba alguna preocupación seria.

—Me moría por contárselo a alguien —exclamó Dunning con alivio—. ¿Sabes algo de un hombre llamado John Harrington?

Gayton, harto asombrado, se limitó a preguntarle por qué. Entonces Dunning le reveló todas sus experiencias: en el tranvía, en la calle, en su propia casa, la perturbación que aún ahora agobiaba su espíritu; culminó con su pregunta inicial. Gayton no supo qué responderle. Acaso lo mejor fuera contarle la historia de qué le sucedió a Harrington, sólo que Dunning estaba muy alterado, la historia era más bien siniestra y él no podía evitar preguntarse si la persona de Karswell no entrañaba una conexión entre ambos casos. Era una concesión difícil para un científico, pero podía mitigarla mediante la expresión «sugestión hipnótica». Por fin decidió ser cauto en sus respuestas por esa noche; lo consideraría con su mujer. Declaró que había conocido a Harrington en Cambridge, que creía que había muerto repentinamente en 1889, y añadió ciertos detalles sobre el hombre y su obra publicada. Luego discutió el asunto, en efecto, con Mrs. Gayton y ésta, tal como él lo había previsto, suscribió en el acto la conclusión que a él lo había asediado. Fue ella quien le recordó a Henry, el hermano sobreviviente de John Harrington, y quien sugirió que podrían localizarlo mediante sus anfitriones del día anterior.

—A lo mejor está loco de remate —objetó Gayton—. Los Bennett, que lo conocieron, nos lo confirmarán.

Mrs. Gayton no cedió y se comprometió a ver a los Bennett el día siguiente.

* * *

Es innecesario detallar las circunstancias que condujeron a Henry Harrington y a Dunning a entablar relaciones.

* * *

Pasemos ahora a un diálogo que tuvo lugar entre ambos. Dunning le había referido a Harrington el extraño modo en que se había cruzado con el nombre del difunto y además había revelado algunas de sus ulteriores experiencias. Luego había preguntado si Harrington, a su vez, estaba dispuesto a enumerar algunas de las circunstancias a la muerte de su hermano. Es posible imaginar la sorpresa de Harrington; pero su respuesta no se hizo esperar.

—John —explicó— sin lugar a dudas, de vez en cuando, se hallaba en un estado de ánimo muy extraño en las varias semanas que precedieron a la catástrofe, aunque no inmediatamente antes de ella. Había varios problemas, el principal es que él pensaba que lo seguían. Sin duda era un hombre impresionable, pero jamás había sido víctima de tales fantasías. No puedo quitarme de la cabeza que hubo alevosía de por medio, y lo que usted me cuenta de su caso me recuerda mucho el de mi hermano. ¿Cree que existe alguna conexión?

—Vagamente se me ocurre una. Me dijeron que su hermano reseñó un libro con mucha severidad poco antes de morir, y últimamente me crucé con el autor de ese libro, en circunstancias que a él no le resultarán gratas.

—No me diga que el hombre se llamaba Karswell.

—¿Por qué no? Ése es el nombre, exactamente.

Henri Harrington se reclinó en su asiento.

—Esto, a mi juicio, es definitivo. Me voy a explicar. Por algo que dijo, estoy seguro de que mi hermano John comenzaba a creer (aun en contra de su propia voluntad) que Karswell estaba en la raíz de su problema. Quiero referirle un hecho que me parece significativo. Mi hermano era melómano y solía asistir a conciertos en la ciudad. Tres meses antes de su muerte, volvió de uno de ellos y me dio el programa para que lo viera. Era un programa analítico: él siempre los guardaba.

»—Éste casi lo pierdo —me comentó—. Supongo que se me debe haber caído. De todos modos, mientras lo buscaba debajo de mi asiento y en mis bolsillos, alguien que estaba cerca de mí me ofreció éste y me dijo que “podía dármelo, pues él no los guardaba”. Después se retiró. No sé quién era… un hombre corpulento, bien afeitado. Lamentaría haberlo perdido; podía comprar otro, por supuesto, pero éste no me costó nada.

»En otra ocasión me dijo que, tanto durante su regreso al hotel como durante la noche, se había sentido muy mal. Ahora asocio ambos hechos, al recordarlos. Poco después, mientras él revisaba esos programas, poniéndolos en orden para encuadernarlos, descubrió en éste (que yo, por mi parte, apenas había mirado) una tira de papel con una inscripción muy curiosa (realizada con suma prolijidad) en rojo y negro, que parecía escrita en caracteres rúnicos.

»Caramba —dijo—. Esto ha de pertenecerle a mi vecino corpulento. Creo que debería devolvérselo; parece la copia de algo que, por lo visto, le interesaba. ¿Cómo podré hallar su dirección?

»Conversamos al respecto y llegamos a la conclusión de que no valía la pena poner un anuncio; lo mejor que podía hacer mi hermano era buscar al hombre en el próximo concierto, que sería pronto. El papel yacía sobre el libro y ambos estábamos junto al fuego; era un atardecer de verano, fresco y ventoso. Supongo que el viento abrió la puerta, aunque yo no lo advertí: el caso es que una ráfaga (una ráfaga cálida) sopló súbitamente, arrastró el papel y lo arrojó al fuego. Era un papel fino y liviano, que ardió en pocos segundos.

»—Bueno —dije yo—, ahora no podrás devolverlo.

»Él no respondió al principio, aunque luego dijo de mal humor:

»—Me doy cuenta, pero no veo por qué debes insistir en ello.

»Observé que sólo lo había dicho una vez.

»—Sólo cuatro veces, querrás decir —fue su respuesta.

»Recuerdo todo esto con mucha claridad, aunque ignoro el motivo; y ahora vayamos al grano. No sé si usted vio el libro de Karswell que reseñó mi infortunado hermano. No es probable que usted lo haya hecho, pero yo sí, tanto antes como después de su muerte. La primera vez, ambos nos burlamos de él. Carecía de todo estilo, había incorrecciones en los verbos y cuanto hace que cualquier universitario ponga el grito en el cielo. El hombre no había digerido nada; mezclaba mitos clásicos con historias de la Leyenda áurea y con informes sobre costumbres salvajes contemporáneas; todo muy interesante, sin duda, si uno sabe manejarlo, pero él no sabía. Parecía poner la Leyenda áurea y la Rama dorada en el mismo nivel, y creer en ambas: en definitiva, una exhibición lamentable. Bueno, después de la desgracia, volví a hojear el libro. No era mejor que antes, pero esta vez me dejó otra impresión. Yo sospechaba, según le conté, que Karswell le guardaba rencor a mi hermano, e inclusive que en cierto modo era responsable por lo ocurrido; y este libro, ahora, me parecía una obra siniestra. Ante todo me llamó la atención un capítulo en que hablaba de “arrojarle las runas” a la gente, ya con el propósito de ganar su afecto, ya para deshacerse de ella… quizás especialmente con el segundo: hablaba del asunto con cierta autoridad que delataba, según me pareció, un conocimiento real. No perderé tiempo en detalles, pero el hecho es que estoy seguro, de acuerdo con mi información, de que el hombre del concierto era Karswell: sospecho (lo afirmo, en realidad) que el papel sí tenía importancia; creo que si mi hermano hubiese podido devolverlo, hoy podría estar vivo. Quiero, por lo tanto, preguntarle si tiene usted algo que añadir a cuanto le conté.»

A modo de respuesta, Dunning relató el episodio de la Sala de Manuscritos del Museo Británico.

—Entonces él le pasó algunos papeles. ¿Usted los examinó? ¿No? Pues, si usted lo permite, debemos hacerlo de inmediato, y minuciosamente.

Fueron a la casa, aún desierta, pues las sirvientas todavía no habían vuelto a trabajar. La carpeta de Dunning acumulaba polvo sobre el escritorio. En su interior estaban los fajos de papel rayado que él empleaba para sus notas; y de uno de ellos, en cuanto lo tomó, se deslizó una tira de papel fino y liviano que circuló por el cuarto con inquietante celeridad. La ventana estaba abierta, pero Harrington la cerró justo a tiempo para interceptar el papel, que aferró en el acto.

—Podría ser idéntico al que recibió mi hermano —dijo—. Cuidado, Dunning; aquí hay un enigma y usted quizá corra peligro.

Siguió una larga deliberación. El papel fue examinado escrupulosamente. Los caracteres, tal como había dicho Harrington, parecían runas, pero ninguno de los dos podía descifrarlas, y ambos temían transcribirlas por miedo, según confesaron, a perpetuar el maleficio que acaso entrañaran. Anticiparé, pues, que ha sido imposible discernir el contenido de ese curioso mensaje. Tanto Dunning como Harrington están firmemente convencidos de que su efecto consistía en procurarle al portador una compañía harto indeseable. Estuvieron de acuerdo en que había que devolverlo a su fuente originaria y, por otra parte, en que lo único seguro era hacerlo personalmente; debían, pues, apelar al ingenio, ya que Karswell conocía a Dunning de vista. Podía, en todo caso, alterar su aspecto afeitándose la barba. ¿Pero Karswell no anticiparía el golpe? Harrington pensaba que podían prever la fecha. Sabía la fecha del concierto en que su hermano había sido «estigmatizado»: 18 de junio. Había muerto un 18 de septiembre. Dunning le recordó que la inscripción de la ventanilla del tranvía mencionaba un lapso de tres meses.

—Quizá —añadió, riéndose de alegría—, mi emplazamiento también sea de tres meses. Creo que puedo deducirlo por mi diario. Sí, lo del Museo fue el 23 de abril; la fecha, entonces, será el 23 de julio. Ahora bien, le confieso que cuanto pueda contarme con respecto al progreso de las perturbaciones que sufrió su hermano es de extrema importancia para mí, si no le molesta hablar de ello.

—Por supuesto. Bueno, lo que más lo consternaba era la sensación de estar vigilado siempre que se hallaba solo. Al fin decidí dormir en su cuarto, lo cual le hizo bien. De todos modos, hablaba mucho en sueños. ¿Acerca de qué? ¿Le parece prudente comentarlo, sin esperar a que todo se haya resuelto? No lo creo, pero le diré esto: en esas semanas recibió dos envíos por correo, ambos con sello de Londres, y con la dirección escrita en caligrafía comercial. Uno era un grabado en madera de Bewick, torpemente arrancado de la página: mostraba un sendero a la luz de la luna y un hombre que caminaba seguido por una criatura diabólica y atroz. Debajo, había unos versos del Viejo marinero de Coleridge (supongo que el grabado servía para ilustrarlos) sobre alguien que, luego de mirar atrás

prosigue,
Y no vuelve la cabeza,
Pues sabe que un espantoso demonio
Lo sigue paso a paso.

El otro era un calendario, como los que suelen enviar los comerciantes. Mi hermano no le prestó atención alguna, pero yo lo revisé luego de su muerte y descubrí que, después del 18 de septiembre, habían arrancado todas las fechas. Acaso a usted le sorprenda saber que él salió solo la noche en que resultó muerto, pero el caso es que durante los últimos diez días de su vida esa sensación de que lo perseguían o vigilaban se había disipado.

Así concluyeron sus deliberaciones. Harrington, que conocía a un vecino de Karswell, creía que le sería posible vigilar sus movimientos. Correspondía a Dunning estar listo para interceptar a Karswell en cualquier momento y mantener el papel seguro y en lugar accesible.

Se despidieron. Las semanas siguientes fueron sin duda una difícil prueba para los nervios de Dunning: la barrera imperceptible que parecía erigirse alrededor de él el día en que recibió esa inscripción creció hasta convertirse en una hosca penumbra que lo apartaba de cuantos medios podían estar a su alcance para escapar. No tenía a nadie cerca para sugerírselos, y parecía desprovisto de toda iniciativa. Aguardó, con inexpresable ansiedad, mientras transcurrían mayo, junio y principios de julio, una orden de Harrington. Pero en todo ese lapso Karswell permaneció recluido en Lufford.

Por fin, menos de una semana antes de la fecha que él juzgaba como término de sus actividades terrenales, llegó un telegrama: «Parte de estación Victoria, tren, hacia Dover, jueves noche. No falte. Voy esta noche. Harrington».

Esa noche llegó Harrington según lo anunciado e hicieron sus planes. El tren partía de la estación Victoria a las nueve; su última parada antes de Dover era Croydon-West. Harrington localizaría a Karswell en la estación Victoria, y buscaría a Dunning en Croydon, llamándolo, en caso necesario, por un nombre previamente acordado. Dunning, disfrazado en la medida de lo posible, no llevaría etiquetas ni iniciales en sus maletas, y a toda costa debía conservar consigo el papel.

No intentaré describir la ansiedad padecida por Dunning mientras esperaba en el andén de Croydon. Durante los últimos días, su sentido del peligro se había agudizado al notar que la nube que lo cercaba era menos densa; pero el alivio era un síntoma ominoso, y si Karswell lograba eludirlo, no le quedaba ninguna esperanza, y había muchas posibilidades de que Karswell lo eludiera. Inclusive el rumor del viaje podía ser un ardid. Los veinte minutos en que, mientras recorría el andén con impaciencia, asediaba a cada empleado para interrogarlo sobre la llegada del tren, fueron los más amargos de su vida. El tren, no obstante, llegó, y Harrington estaba en la ventanilla. Era importante, sin embargo, que aparentaran no conocerse. Dunning, por lo tanto, se instaló en el otro extremo del vagón, y sólo gradualmente se dirigió al compartimiento que ocupaban Harrington y Karswell. Lo satisfizo, dentro de todo, que el tren estuviera vacío.

Karswell estaba alerta, pero no demostró reconocerlo. Dunning ocupó el asiento diagonalmente enfrente al suyo e intentó, en vano al principio, y luego con creciente dominio de sus facultades, calcular sus probabilidades de realizar el cambio deseado. Frente a Karswell, y junto a Dunning, había en el asiento una pila de abrigos de Karswell. De nada servía deslizar el papel entre ellos: no estaría seguro, o no se sentiría seguro, si de algún modo no mediaban su oferta y la aceptación del otro. Había una valija abierta, llena de papeles. ¿Podría ocultarla (de manera que Karswell dejara el vagón sin ella) y luego hallarla y devolverla? Concibió que éste era un plan practicable. Le habría gustado consultarlo con Harrington, pero era imposible. Transcurrieron los minutos. Más de una vez Karswell se incorporó y salió al corredor. La segunda vez, Dunning estuvo a punto de hacer caer la valija del asiento, pero en los ojos de Harrington leyó una advertencia que lo contuvo. Karswell observaba desde el corredor, acaso para comprobar si ambos hombres se reconocían. Regresó, pero con evidente inquietud y, cuando se incorporó por tercera vez, despuntó la esperanza, pues algo resbaló de su asiento y cayó al suelo sin hacer ruido. Karswell salió una vez más y se alejó de la ventanilla del corredor. Dunning recogió lo que se había caído y comprobó que tenía la salvación en sus manos, en forma de un talonario con bonos de viaje de la agencia Cook. Tales talonarios tienen un compartimiento en la cubierta; el de éste no tardó en albergar el papel que ya conoce el lector. Para que la operación fuera más segura, Harrington permaneció en la puerta del compartimiento, jugueteando con la persiana. Lo hicieron, y lo hicieron justo a tiempo, pues el tren ya entraba en Dover.

En un momento Karswell volvió al compartimiento. Dunning, que jamás supo cómo logró dominar el temblor de su voz, le alcanzó el talonario.

—Disculpe, señor —le dijo—. Creo que es suyo.

Karswell observó fugazmente el billete que había adentro y al fin ofreció la esperada respuesta, mientras lo guardaba en su bolsillo delantero:

—Sí, es mío, señor; se lo agradezco mucho.

Aun en lo pocos momentos que quedaban —momentos de tensa inquietud, pues ambos ignoraban en qué podía desembocar un prematuro hallazgo del papel— los dos notaron que una cálida oscuridad parecía invadir el vagón; que Karswell padecía una extrema crispación; que tomaba la pila de abrigos que había frente a él y la volvía a arrojar como si le repugnara; y que se sentaba muy erguido y los observaba con ansiedad. Con inexpresable angustia, ambos se apresuraron a recoger sus pertenencias, pues creyeron que Karswell estaba a punto de hablar cuando llegaban a Dover. Era natural que en el corto trayecto que mediaba entre la ciudad y el muelle ambos salieran al pasillo.

Descendieron en el muelle, pero tan vacío iba el tren que se vieron obligados a demorarse en el andén hasta que Karswell pasó frente a ellos, acompañado por el mozo, en dirección al barco, y sólo entonces pudieron, libres de todo riesgo, estrecharse la mano y felicitarse. Dunning estaba a punto de desvanecerse. Harrington lo hizo apoyar contra el muro, mientras él avanzaba unos pasos hasta avistar la pasarela que conducía a la nave, por donde ahora ascendía Karswell. A la entrada, alguien le revisó el billete y Karswell, luego, cargado con sus abrigos, entró en el barco. Súbitamente el empleado lo llamó:

—Discúlpeme, señor, ¿el otro caballero mostró su billete?

—¿Qué diablo es eso del otro caballero? —vociferó Karswell desde la cubierta.

El hombre se irguió para observarlo.

—¿Qué diablo? Por cierto que no lo sé —le oyó Harrington decirse a sí mismo, y luego en voz alta—: Un error mío, señor; me habré confundido con su equipaje. Le ruego que me disculpe.

Luego le comentó a su subordinado:

—No sé si tendría un perro o qué; pero, cosa curiosa, hubiera jurado que no estaba solo. Bueno, sea lo que fuere, tendrán que verlo a bordo. Ya parte. La semana que viene tendremos a los pasajeros que salen de vacaciones.

A los cinco minutos, sólo se veían las luces del barco a la distancia y la larga fila de faroles que iluminaban Dover; soplaba la brisa y había luna.

Durante largo rato, ambos permanecieron sentados en su habitación del Lord Warden. Pese a que su mayor ansiedad se había disipado, les quedaba una duda, y ésta no era menor. ¿Se justificaba que hubiesen enviado un hombre a la muerte, como creían haberlo hecho? ¿No debían, al menos, haberle avisado?

—No —dijo Harrington—. Si él es el asesino que yo creo que es, no hemos hecho sino lo que es justo. Aunque, si le parece mejor… ¿pero cómo y dónde avisarle?

—Se dirigía a Abbeville —dijo Dunning—, por lo que pude observar. Si le telegrafiara a los hoteles que figuran en la Guía Joanne, «Examine su talonario. Dunning», me sentiría mejor. Hoy es 21: aún tiene un día. Pero me temo que ya se ha internado en la penumbra.

Dejaron los telegramas en la oficina del hotel. Nadie sabe si éstos llegaron a destino o, en tal caso, si fueron comprendidos. Sólo se sabe que en el atardecer del día 23, un viajero inglés, mientras contemplaba la fachada de la iglesia de St. Wulfram, en Abbeville, que estaba en reparaciones, fue muerto en el acto por una piedra que le dio en la cabeza y que cayó del andamio que rodeaba la torre noroeste, aunque, según se comprobó, en ese momento no había ningún obrero en el andamio. Sus documentos lo identificaron como Mr. Karswell.

Sólo cabe añadir un detalle. Al subastarse los bienes de Karswell, Harrington adquirió un volumen con reproducciones de Bewick. La página con el grabado del viajero y el demonio, tal como lo esperaba, estaba mutilada. Algún tiempo después, Harrington trató de repetir a Dunning algunas de las palabras que su hermano decía en sueños: pero Dunning no tardó en interrumpirlo.

FIN

M. R. James - El maleficio de las runas
  • Autor: Montague Rhodes James
  • Título: El maleficio de las runas
  • Título Original: Casting the Runes
  • Publicado en: More Ghost Stories of an Antiquary (1911)
  • Traducción: Mirta Meyer – Carlos Gardini

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