Manuel Rojas: Zapatos subdesarrollados

—¿Su nombre?

La visitadora social se inclina sobre la enferma, que hiede a sangre y a sudor y que no responde.

—Rufina Sánchez —dice la mujer que está a su lado.

—¿Tiene la libreta al día?

—Sí, señorita.

Se trata de la libreta de trabajo, que le concede, si la tiene al día, atención médica. La mujer la saca de alguna parte; sí, está al día. La visitadora es alta, joven, delgada. Me gusta. Tiene ojos de mujer de desierto, piensa el caballero, que tiene sus gustos.

—¿De dónde la trajeron?

—De la Asistencia Pública, señorita.

—Es cierto que llegaron en la ambulancia —murmura la visitadora, que ha mirado los papeles. Raspaje. Este será el quinto de la mañana—. En seguida la van a atender.

Se vuelve hacia la otra pareja, un matrimonio, supongo, piensa. Pero el profesor está ocupado, operando. Cuatro en dos horas y media… Son las diez y treinta minutos.

—Tendrán que esperar. El doctor sigue ocupado.

—Muy bien, gracias —dice el caballero que tiene sus gustos y a quien la visitadora ha supuesto marido.

Se va, ondulando, por el corredor, toda de azul, blancos los zapatos, unos zapatos de reglamento, sin gracia, como todo lo de reglamento, y entra a la sala de operaciones, de donde sale una fuerte luz. Cuatro en dos horas y media. Y este será el quinto. La amiga de la enferma mira a su amiga, y no saca nada en limpio. Ha metido la cabeza dentro de un pañuelo de rebozo y tirita como un pequeño animal herido; después se mueve muy despacio; parece temer los movimientos rápidos.

Es un viejo edificio, maderas apolilladas, muros descascarados, agujeros de ratas. Alguien echó yeso en las descascaraduras y en los agujeros y los dejó casi peores. Es un hospital pobre y para pobres. Menos mal, afuera brilla el sol y no hace frío. Una camilla sale del pabellón de operaciones. La mujer, como si ya hubiese muerto, va toda cubierta por una sábana y lleva a los pies la ropa y los zapatos, unos zapatos ordinarios, con el cuero ya un poco vencido, que avanzan entre desafiantes y avergonzados, desafiantes por ir en primer término y avergonzados por no ser nuevos y pertenecer a alguien que va en tan malas condiciones; operada de urgencia, de seguro. Algún aborto. Este hospital atiende casi tantos abortos como partos, por lo menos esta parte del hospital. Por eso será que tiene tantos agujeros y descascaraduras. Las mujeres llegan como en fila india, a punto, con fiebre y hemorragia, y de las dos mujeres que están ahí una está lista para la mesa de operaciones. Pero el caballero parece tranquilo. Esta es una maternidad y no corre ningún peligro. (Mi mujer tampoco. Después de los treinta y cinco años toda mujer debe consultar un especialista cada seis meses. Así dice el libro que leyó, y aquí estamos. Debió haber venido antes, ya que hace rato que cumplió los treinta y cinco, pero solo en la semana pasada cayó el libro en sus manos. Viene a ver a Mujica; es pariente suyo. Pero está operando y tiene para rato. Mira pa’llá, como dicen los puertorriqueños. Los zapatos de la mujer enferma. Zapatos subdesarrollados en un país subdesarrollado. Zapatos de gente derrotada. Están como debe estar el alma de su dueña: rotos, desesperados, los zapatos de quien va a una policlínica a hacerse un raspaje. Los de la enferma que pasó recién estaban mejores).

La mujer mira otra vez a su amiga y le habla. Teme algo.

—¿Cómo te sientes?

No contesta. ¿Qué va a contestar? La vida se le va de entre las entrañas y no sabe cómo podrán detenerla. Sangrará hasta que muera o hasta que le arranquen lo que la está matando. Cuatro en dos horas y media. Viene la visitadora, con sus zapatos blancos, ordinarios, de lona. (¿Por qué me fijo tanto en los zapatos? La culpa la tiene aquel andaluz, que me dijo: «¿Te has fijado en el aspecto de los zapatos del hombre que se acostó borracho? Parecen sumergidos en la misma marea en que está él, las puntas hacia el techo o hacia los muros, como sus narices y sus pies. Cuando despiertes de una borrachera, mírate los zapatos; te verás retratado. Si te los pones y caminas, crujirán, quejándose, como tú». No soy buen observador y hace tiempo que dejé de emborracharme. «Mal hecho, pero tampoco hace falta. Si se trasnocha, y aunque no se trasnoche, los zapatos tienen, en la mañana, el aspecto que tiene uno, aunque lo tendrán peor si uno se acuesta con carga alcohólica completa». ¿Será que el borracho pesa más que el sobrio o camina de una manera más recia, cambia su tranco, pone, por ejemplo, el taco así o asá, al revés de como lo hace siempre, o pisa más con la punta o con la suela que con el taco y entonces el zapato se resiente como el músculo que hace un movimiento que no es el suyo o como el que lleva un peso que no está acostumbrado a llevar? «Vete a saber». ¿Cómo sabes tanto de asuntos de zapatos? «Estuve dos años emborrachándome y acostándome al amanecer o ya amanecido, me daba igual; fue una hermosa vida, una vida que desapareció hace treinta años y a la que quisiera volver aunque fuese en calidad de pollo. Y durante tantos días desperté en las mismas anormales condiciones —quiero creer que son anormales— que las imágenes de ciertas cosas tomaron una vida que excedió lo puramente material y se transformó en sensible, es decir, adquirió personalidad. En las tardes, antes de salir de mi casa, miraba los zapatos que me iba a poner: estaban como yo, rozagantes, tensos, hasta parecían tener ganas de juerga. Los volvía a mirar al día siguiente, al despertar, y estaban también como yo. Y para qué te digo cómo estaba yo»).

Vuelve la camilla, ya desocupada. La enfermera, que no es joven y que ha hecho ya muchos viajes esta mañana, la deja junto a la puerta del pabellón y se sienta en una de las bancas. Reposa. Y mientras reposa mira a la gente, el matrimonio y las dos mujeres. Otra más. Y qué zapatos, como peludos, como con lenguas. Qué zapatos, ¿no es cierto? El caballero ha visto la mirada de la enfermera. Mira a su vez. ¿Qué es lo que miran tanto?, se pregunta la amiga. Miran hacia abajo. Los zapatos de Rufina, destrozados corriendo detrás del Lucho, ese Lucho que anda en bicicleta. El marido, la enfermera y la amiga, los tres al mismo tiempo. Solo no se da cuenta Rufina, que cree agonizar, y la señora, que recuerda el libro (Biología del matrimonio) y espera al Profesor Mujica. (Después de lo que me contó el coronel español he seguido observando los zapatos, ya como observador independiente. No he hecho más que sufrir, ya que no veo sino los enfermos, los destrozados, los desintegrados. La verdad es, también, que un zapato nuevo no tiene gracia más que para el que lo lleva puesto. Me atraen los viejos. Tienen diversa vejez, como los hombres y como las mujeres. Un buen zapato envejece como un ex gerente de banco, uno malo como un ex comprador de botellas vacías. Los zapatos de un criminal son siempre distintos de los de un estafador. Precisemos: hay una calidad y un aspecto, como quien dice, una presencia y una esencia. La última depende de quién los lleva puestos, ser cuya inmanencia se trasciende en ellos. Voy llegando a la filosofía. He mirado zapatos en los subterráneos de Nueva York y en los de Buenos Aires y casi podría asegurar que no hay entre ellos diferencias apreciables, aunque los de la capital del Plata puedan ser de mejor calidad; de aspecto andan así así. Los de La Habana en cambio, aunque no sé si en este momento, ganan en aspecto a Nueva York y a Buenos Aires, aunque no en calidad. ¿Qué es lo preferible? No es cuestión de preferir, mucho menos en lo que se refiere al aspecto. En los países y en las ciudades, así como hay una presión barométrica, hay una presión mental, y esta presión mental, producto de diversas fuerzas, económicas, políticas, sociales, se une a la condición o situación psicosomática del ciudadano y se refleja en sus zapatos, dando el aspecto. Oscilo entre la filosofía y la pedantería, lo que es corriente. Si de Buenos Aires, Nueva York o La Habana pasamos a Santiago, a La Paz, a Lima o a Asunción, veremos que las diferencias de aspecto y de calidad son notables; cambio de climas y de economías. Por favor, no me hable de Guayaquil o de Buenaventura).

—¿Qué te pasa? —pregunta, inesperadamente, la señora.

—¿A mí? Nada. ¿Por qué?

—Me pareció que hablabas solo.

—¿Yo?

(Qué ocurrencia. Hace tiempo me contaron que en cierta época no hubo, en la puerta de la casa presidencial de Asunción, sino un par de zapatos, o de botas, que los centinelas se ponían al llegar y se sacaban al irse. Decían que cuando en la guerra del Chaco un soldado paraguayo tenía la suerte de matar a uno boliviano, lo primero que hacía era sacarle los zapatos y ponérselos. Pero no sé si esto es cierto. Hay zapatos que son zapatos y zapatos que son nada más que imitaciones de zapatos, hechos de cueros y suelas deleznables, como de cartón o cáscaras de papas; se convierten, con cualquier lluviecita, en esponjas que empapan los pies y suenan como fuelles. Son como alpargatas y los cobran como zapatos. Al comprarlos semejan joyas, como los de la amiga de la enferma, pero una semana después, y si no se tiene más que un par, parecen suicidas cinco minutos antes de ingerir el veneno, apretar el gatillo o saltar al aire. Buenos para ser vendidos, son malos para ser usados. Si los pobres supieran que hay otros zapatos, que, aunque cuestan más caros, duran bastante más, harían cualquier sacrificio para comprarlos. Como son pobres no lo saben y si lo supieran no podrían hacer ningún sacrificio y es posible que puestos a elegir entre un par de zapatos malos y otros buenos eligieran los malos, ya que son más bonitos que los buenos. Aquí hay cuatro pares. En primer lugar, los míos. Son hechos con buenos materiales, firmes, nada elegantes, pero tienen cuatro años de uso. Ya han cambiado suelas y las suelas que les pusieron eran también buenas: se las puso en Nueva York un zapatero italiano de la calle 23. Tienen aspecto de personas que envejecen con dignidad, de personas que para morir no se desintegrarán. Se ven rechonchos. Caminar con ellos es como navegar en una buena embarcación, un remolcador de alta mar, por ejemplo. Los de mi mujer son también buenos, hechos de medida. Tiene pies defectuosos, pisa mal o pisó mal cuando era joven; antes de hacer caso de los libros, usó zapatos estrechos o con tacos demasiado altos, todo ello para parecer elegante, y eso le deformó los pies y la obligó a usar zapatos de medida. Pero si los comprara hechos serían igualmente buenos, ya que le gusta calzar y vestir bien y tiene con qué pagarlo. Tales son nuestros zapatos. En cuanto a los de estas dos mujeres… Aquí viene otra vez la visitadora).

La joven hizo un gesto a la enfermera, que se levantó y tomó de nuevo la camilla.

—Vamos —dijo la visitadora y tocó el hombro de la enferma. La mujer gimió. La enfermera la tomó de un brazo y, levantándola, la acercó a la camilla.

—Siéntese aquí.

Al hacerlo descubrió el rostro. Era joven, morena, agraciada, aunque de miserable expresión. Sana, se habría visto preciosa. Enferma, mostraba color de tierra y cera, el pelo pegado a la piel, los ojos turbios. Y los zapatos… «La América morena —piensa el observador independiente, que es inclinado a hacer metáforas—: joven, hermosa y miserable».

La mujer gimió de nuevo. La enfermera la había tomado de los hombros y, sosteniéndola, quiso echarla hacia atrás; se resistió. Para tenderse de espaldas debería estirarse y temía hacerlo; la herida podría abrirse más. Se acostó de lado, encogida, siempre como un pequeño animal herido. La enfermera tomó la orilla de la colcha y la cubrió, pero mal: los zapatos quedaron al descubierto. La amiga, que estaba cerca, quiso tirar hacia abajo la colcha y tapar los zapatos, pero la enfermera la detuvo:

—Déjela así no más. Me va a ensuciar la colcha.

Miraba los zapatos como zapatos, separándolos de la persona. Estaba acostumbrada, como todos nosotros. Y empujó la camilla hacia la sala de operaciones y se detuvo ante la puerta. Esperaba a la visitadora. Los zapatos resplandecieron bajo la fuerte luz, en toda su miseria, sin dignidad, sin calidad.

—¿Puedo esperar, señorita?

La amiga no quiere irse aún.

—Por supuesto —contesta la visitadora.

—¿Demorará mucho?

—No. Pero va a quedar hospitalizada.

—No importa. Quiero verla salir.

Saber, por lo menos, que no murió. La visitadora gira, hace un gesto y la enfermera empuja la puerta con la camilla: los zapatos avanzan. Adentro se advierte, a través de los vidrios catedrales, sombras blancas que se mueven; se oye ruido de metales que se deslizan sobre superficies muy pulidas. La amiga se sentó de nuevo en la banca, ahora de lado, esquivando las miradas del observador. La señora sigue pensando en algo que no tiene nada que ver con esto. Este será el quinto. Cinco en una mañana. (Tantas veces que le dije que no saliera sola con el Lucho, por lo menos que no fuera a donde él pudiera hacer lo que todos ellos piensan y quieren hacer a toda hora, caminando, durmiendo, bailando, comiendo, no piensan más que en eso y son simpáticos y una quisiera ir con ellos a todas partes, pero ¿y después?, algunos contestan que es una la que debe cuidarse, no ellos, y la tonta salió y fueron a donde quiso él que fueran, ¿vamos para el parque?, usted sabe que soy serio; sí, cómo no, ¿serio para qué?; al parque no; al cerro entonces, es muy bonito; y ahora qué hago, ¿qué hago?; chiquilla bruta, te dije que no fueras; ayúdeme, por favor, mi tata me va a matar si lo sabe; yo fui cobarde o valiente, no sé, y tuve mi chiquillo, pero es cierto: si lo sabe el padre, la mata; son siete hermanos y la mujer pedía quince mil pesos, lo dejó en doce; no hizo más que pincharla y la dejó peor, debe doler hasta el alma y empezó a perder sangre; lleva más de una semana; la patrona la echó, yo no podía hacer nada, no soy más que la cocinera y tuve que callarme; además de que gasté toda mi platita; ándate con ella a la asistencia, allá la atenderán, que no vuelva más por acá, la insolente; a veces se olvidan de que todos somos cristianos y de que lo que le pasa a una le pasa a todas; menos mal, le pagó el mes y le arregló la libreta y fui a ver al Lucho; ¿casarme?; si no gano ni para comer; y si no ganas para comer, ¿para qué te metes a hacer barbaridades?; y a usted, ¿no le gustó?, también tiene su niñito; sí, de un badulaque como tú; ni la bicicleta es de él, es del italiano; parece sombra repartiendo cosas del almacén, sombra repartiendo cosas).

Se abre la puerta del pabellón y el gran chorro de luz fluye hacia el corredor. Otra camilla, otra enfermera, otra enferma, otra operada, la cuarta. Adelante van los zapatos, también desafiantes, y también avergonzados, un bultito de ropa, el cuerpo bajo la sábana, la enfermera. Ya son las once. El observador, la señora, la amiga, inmóviles. Pasa la camilla, la visitadora se acerca al caballero.

—Después les toca a ustedes.

—¿Ah? —pregunta el marido. Está pendiente de los zapatos de la camilla y no ha oído nada.

—Después les toca a ustedes.

—Sí, gracias.

Está absorto, mira los zapatos. (¿Por qué he de mirar siempre los zapatos, por qué no los ojos, que son el espejo del alma, como decía la abuela? Esos también van rotos, también están vencidos, no tanto como los de Rufina, y ella saldrá pronto, es la quinta y última. Se lo dije tanto: «Rufinita, cuídese, no salga sola con el Lucho»; pero una es joven, pues; sí, y además mujer; y esos zapatos, tan rotosos, los acabó en un santiamén y va a pasar por aquí y todos los van a ver, sobre todo ese señor, tan mirón. No me importaría nada por ella, pero es mujer y yo también lo soy. Zapatos subdesarrollados, de gente subdesarrollada, de un país subdesarrollado, y nosotros, con zapatos tan buenos, hablando estupideces en los congresos nacionales o internacionales. La muchacha va a salir luego).

La amiga vaciló: ¿si se lo pidiera a la visitadora? Parece buena señorita. Se levantó casi de un salto y el caballero casi se levantó también. Pero la señora lo miró muy seriamente. («Después de los treinta y cinco años…»). Y el caballero se estuvo quieto. La amiga alcanzó a la visitadora en el momento en que iba a ser absorbida por el chorro de luz.

—Señorita…

Le habló en voz muy baja, y la visitadora, que era muy alta, hubo de inclinarse.

—¿Cómo dice?

Mientras oía miraba, con sus ojos de mujer de desierto, al caballero, que también la miraba. No solo se fijaba en los zapatos, el pícaro, pero ahora su mirada estaba triste. La visitadora miró después, un poco asombrada, a la mujer, y dijo que sí, bueno, no me cuesta nada, cómo se le ocurre, y la amiga miró hacia atrás y el caballero era todo ojos, aunque no de desierto, y entonces se metió en el hueco de la puerta del pabellón y desapareció, no del todo, ya que el hueco no era muy profundo, y durante un instante se vio sobresalir solo su parte trasera, gorda, gordita, y al enderezarse desapareció de nuevo y de pronto salió al corredor con sus zapatos en la mano y caminó hacia la banca y se los entregó a la visitadora, que se movió y fue absorbida. La amiga ya no miró al caballero y el caballero tampoco la miró, por lo menos de frente. Lástima. Habría visto que la mujer presentaba dos centímetros menos de estatura. Sus pisadas eran ahora silenciosas, como las de un gato; y se sentó, inclinada la cabeza y los pies ya no le tocaban el suelo. Por suerte, las medias no estaban rotas. El caballero vio todo de reojo, mirando por debajo, un poco avergonzado. Entonces empezó un largo silencio.

Por esa puerta se va a la calle. Hay sol, un sol brillante. Por aquella a otro corredor, sombrío, en donde están las salas. Nacen muchos niños aquí, demasiados, demasiados porque, en general, son hijos de pobres, niños que serán pobres. En este momento duermen, y lloran o maman. Después usarán zapatos como estos o peores, zapatos subdesarrollados. Las mujeres seguirán viniendo a tener aquí sus hijos o a que les hagan lo que necesitan, serán la primera, la tercera o la quinta de algún día, si es que no mueren. (Tendré que escribirle al tata y decirle que ha estado enferma, hay tanta influenza ahora, mueren como moscas. Y le buscaré otro trabajo. Algo aprenderá con esto. El golpe enseña). La visitadora se desprendió del chorro de luz y caminó hacia ella. Se inclinó como en una reverencia, depositó a sus pies los zapatos de Rufina y se reintegró a su luz. No se los puso. Los dejó ahí, y los zapatos, los humildes zapatos, parecieron, por un momento, abandonados a su suerte, más abandonados que Rufina, ya que ella estaba, ahora, en manos de Mujica, el infatigable Mujica: cinco en una mañana. Hallaba, por fin, remedio; pero para ellos no habría ninguno. No tenían base; eran casi como Lucho, y ni Lucho ni ellos tenían la culpa de carecer de base. No obstante, la presión había subido, no la barométrica, ya que el anticiclón andaba bastante bien y no hacía falta nada más, sino la otra, la que gravitaba sobre los nervios de la amiga de Rufina y sobre los del caballero observador. ¿Nunca has esperado, en los corredores de un hospital, que operen a alguien que amas o que nazca tu hijo? Parece que no estás allí y estás, quisieras hacer algo y no puedes hacer nada, nadie te puede ayudar tampoco y entonces te paseas, fumas, vuelves a fumar y a pasearte, recuerdas algo y lo que recuerdas no te importa nada, la sangre ha brotado, el cirujano te aseguró que sería corto y llevas una hora, sí, no todos los niños nacen rápidamente, algunos, en especial los primerizos, se toman su tiempo, y menos mal si tienes quien te acompañe, aunque en esos momentos la compañía no sirve de gran cosa y mucho menos puede servirle a esa mujer la presencia, para qué hablar de compañía, del caballero y su señora. Pero, a pesar de que ella no lo sabe, él también espera, no a Mujica, que es ginecólogo o partero y que no tiene nada que ver con hombres, por suerte, sino a Rufina, joven, hermosa y miserable, ahora doblemente herida, y a pesar de que nadie sabe que él espera a Rufina, la espera. Muchas cosas suceden sin que lo sepamos y a veces no tiene importancia que lo sepamos o no; es suficiente que ocurran. Paséate, fuma, recuerda. La señora, la amiga, el caballero, los zapatos, la visitadora, que esta vez sale como disparada por el chorro de luz, precediendo a los zapatos, a la enferma y a la enfermera. Ya has paseado y fumado bastante.

La camilla pasó en silencio y solo la señora, que no tenía espíritu de observación, la miró. No presentaba nada de anormal. El observador, inclinada la cabeza, detenido el discurso, solo tenía ojos para los zapatos de Rufina y para los pies de su amiga. Y la amiga tampoco miró. Rufina iba ahí, bajo la sábana, viva, y eso era lo importante. Ahí irían también sus zapatos, casi nuevos. Ella no era más que cocinera y Rufina era la muchacha de las piezas, las dos del mismo pueblo, una mayor que la otra. ¿Qué importaban ya Lucho y los zapatos, cosas pasajeras, sombras? La camilla desapareció al final del corredor y entonces se inclinó, estiró un brazo, tomó un zapato y lo acercó a uno de sus pies. El pie entró con toda facilidad. Ahí entraba cualquier pie. Después se puso el otro y se levantó y echó a andar. El caballero, que había cerrado los ojos, oyó el chancleteo. Con esos zapatos no se podía caminar de otra manera; se iban para todas partes. Miró cuando la puerta, que estaba a unos quince pasos, rechinó al abrirse. Un chorro de luz, solar esta vez, absorbió a la mujer, y el chancleteo, un chancleteo entre tímido y arrogante, desapareció con ella. Todo había terminado y el caballero se levantó. Ya casi no valía la pena de quedarse ahí. Pero la visitadora se acercaba, sonriendo esta vez.

—¿Quieren pasar, por favor?

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Ficha bibliográfica

Autor: Manuel Rojas
Título: Zapatos subdesarrollados
Publicado en: Política, 13 de enero de 1961

[Relato completo]

Manuel Rojas