Por entre las casas de aquella calle, con aullido salvaje se agita una extraña procesión.
La multitud, apretada y lenta, avanza como una gran ola, y delante, al paso, marcha un flaco caballo cómicamente hirsuto, con la cabezota abatida. Levantando una de las patas delanteras, sacude la cabeza de un modo singular, como si con aquella cabeza erizada diera en el polvo del camino, y cuando alza la pata trasera, toda su grupa se inclina hacia el suelo, cual si fuera a caer.
A la delantera de la carreta está fuertemente atada por las manos una diminuta mujer, casi una niña, desnuda del todo. Anda de un modo extraño, de costado; su cabeza, de espesos cabellos de un rubio obscuro, la lleva alzada y algo echada hacia atrás, sus ojos están desmesuradamente abiertos, fija su mirada en cualquier sitio lejano con la pupila atónita y estúpida, en la que nada de humano hay… Todo su cuerpo se halla cubierto de manchas azules y purpurinas, redondas y dilatadas; el duro seno izquierdo de la jovencita está cortado, la sangre corre de allí en delgados hilos… ha formado una raya roja a través del vientre, y más abajo, en toda la longitud de la pierna izquierda, hasta la rodilla, la oculta una morena corteza de polvo estancado. Parece que del cuerpo de aquella mujer se haya arrancado una estrecha y larga tira de piel, y que sin duda ha sido golpeado en el vientre, porque su vientre está monstruosamente hinchado y de un horroroso azul.
Los pies, pequeños y finos, se posan con gran pena sobre el polvo; todo el cuerpo está horriblemente torcido, vacila, y es imposible explicarse por qué se sostiene aún sobre sus piernas, cubiertas por completo de cardenales, así como todo el cuerpo; por qué no cae al suelo, y, pendiente de los brazos, no se deja arrastrar por el vehículo, resbalando sobre aquel suelo polvoriento y tibio.
Y en la carreta, en pie, va un mocetón que viste camisa blanca y casquete de astracán, por bajo del cual cae, cortando la frente, un mechón de relucientes cabellos rubios; en una mano lleva las riendas, en la otra un látigo, con el que metódicamente sacude, una vez los lomos del jamelgo, y otra el cuerpo de la mujer, ya lastimado hasta haber perdido toda apariencia humana. Los ojos del mozo rubio están inyectados en sangre y brillan con triunfo feroz. Los cabellos hacen resaltar su tinte verdusco. Las mangas de la camisa, arrezagadas hasta el codo, descubren los brazos fuertes, musculosos, cubiertos de rojo vello; lleva abierta la boca, llena de blancos dientes puntiagudos, y a cada instante deja escapar gritos roncos:
—¡Anda, hechicera, anda, anda! ¡Ajá! ¡Hija de una…! ¿Está bien así, hermanos?
Y tras de la carreta y de la mujer atada a ella, la multitud, ola inmensa, corre, y a su vez grita, aúlla, silba, ríe, excita… Los chicuelos se atropellan unos a otros. A veces destácase uno y grita a la mujer palabras cínicas. En la multitud estalla entonces una carcajada, que cubre todo otro rumor, hasta el agudo silbar del látigo en el aire… Las mujeres llevan el rostro excitado, los ojos resplandecientes de placer… Los hombres gritan algo des agradable al ser que va en la carreta. Este se vuelve hacia ellos y ríe, la boca en extremo abierta. Un latigazo sobre el cuerpo de la mujer. El látigo, delgado y largo, se retuerce en el hombro, queda preso bajo el sobaco…
Y el aldeano que golpea tira hacia sí vigorosamente, la mujer exhala un grito penetrante y, echándose hacia atrás, cae, la espalda en tierra… De la multitud, muchos se precipitan y la ocultan con sus cuerpos, inclinándose sobre ella.
Se detiene el caballo, mas para volver a caminar al cabo de un instante, y la mujer, toda lastimada, reanuda también su marcha delante de la carreta. Y la lastimosa bestia, a cada paso lento, sigue sacudiendo su cabeza erizada, cual si quisiera decir: “¡Ved si es desgracia ser animal! Se os puede obligar a tomar parte en cualquier abominación”.
Y el cielo, el ciclo meridional, está perfectamente sereno —ni la más pequeña nube—, y desde la altura un sol estival esparce generoso sus ardientes rayos.
No es una imagen alegórica de la persecución y tortura de un profeta desconocido en su país lo que concluyo de escribir. ¡No, por desgracia! Ello se llama “El castigo”. De este modo responden los maridos a la infidelidad de sus esposas; es un cuadro de género, una costumbre… y yo lo vi el 15 de julio de 1891, en el pueblo de Kandinovka, distrito de Kherson.
© Máximo Gorki: Cuentos de rebeldes y vagabundos (1972)