¡ELVIRA!
Sentado al borde del desordenado lecho, las manos rudas, huesosas, sobre las rodillas, el hombre habló apenas, temblequeantes los labios que parecían esmerarse en guardar la orfandad de las encías desdentadas. Tenía los ojos hundidos, brillantes de una expresión tierna, dulce, piadosa; expresión que esos labios no osarían decir.
Pasó un rato. Había en el aposento un olor penetrante a café recién preparado. En el velador brillaba una cuchara, junto a unos granitos de azúcar y unos trozos mordidos de pan tostado.
El otoño húmedo y doloroso tamborileaba contra los vidrios de la ventana de postigos a medio abrir, en los que la noche lloró frías lágrimas de desesperanza.
No vino nadie.
Y aun los ojos del hombre descansaban sobre las piadosas y metálicas muletillas de la ternura.
—¡Elvira!… ¡Elvira… ven, por favor, Elvira!… — repitió, con voz animándose hacia el grito, al mismo tiempo que lo estremecía un escalofrío.
Afuera, en el estrecho corredor de aleros chorreantes, se oyeron lentos pasos. Luego, un tropezón.
—¡Diablo! ¡Qué hombre odioso éste! —barbotó, groseramente, la mujer.
Y entró, en seguida, secándose las amoratadas manos con el pringoso delantal. Se quedó mirando al hombre con pupilas que, por más que querían esconder el odio, eran ásperas como el zócalo de ciertas murallas de arrabal. Y nuevas palabras se le escurrieron del pecho, gruesas, abultadas, burdas, como embutidos caseros:
—¡Nunca te cansas de molestar!… ¡Hasta cuándo embromas, Alberto, por Dios!
Él, oyéndola, la observó limpiamente, abierto entero el corazón por los ojos de varón honrado.
—¡Elvira!… ¡Perdona, m’hija … los pantalones!… ¡Te lo voy a agradecer: pásame los pantalones!… —rogó, serenamente.
Sentía que el pecho le rugía de encono. Pero, la voluntad templada a través de una vida de esfuerzo y, sobre todo, a través de los largos, más bien eternos, meses de enfermedad, no hacía sino abrir cauces para correctas palabras, firmemente asentadas en las plantas de la serenidad.
Ella no dijo nada ya. Acaso hubiera anhelado que una sola palabra de soberbia escapase de entre los labios del esposo para seguir su retahíla de improperios. Mas, el hombre, sentado allí, desnudas las piernas blanquísimas bajo los vellos exuberantes, venosos los empeines de los pies en donde los callos ya habían perdido jerarquía, quizá si gozase de este profundo fruto de serenidad con que se nutría ahora su espíritu, después de tanto duro ejercicio frente al medio erizado e implacable.
No era que se resignase, propiamente. Alberto se sentía el mismo sujeto de otro tiempo, soberbio y orgulloso. Pero, es que el hombre —es decir, el hombre de limpio sentimiento— a fuerza de reverencias y de respetos para con el hogar, que en el fondo es el símbolo de sí mismo, suele llegar a ser el cordero o el niño que no quiere saberse sino arcilla ante la voluntad de la madre.
—¡Qué hombre odioso éste! ¡Cuándo me dejarás tranquila, Alberto! —masculló todavía la mujer, alargándole los parchados pantalones de mezclilla.
En el aire, y colgando de la diestra de Elvira, la prenda semejaba una seca, gigantesca y deshilachada cáscara de plátano.
El vientecillo mojado del otoño hacía tiritar las hojas de unos eucaliptus allá en la calle y tiritaban, también, los entumecidos gorriones bajo el alero del corredor.
En algún lugar inmediato se oía rumor de serruchos en trabajo y cantos cordiales de martillos que eran como un reto caluroso y apasionado para las secretas imprecaciones del hielo matinal estirando sus manos escuálidas hacia los hogares.
Y Alberto, sin quererlo, sufrió un melancólico golpe en pleno corazón, junto con coger la desmedrada prenda.
Una telaraña de andamios, un rechinar de poleas, luengos ecos de silbidos, el ruido viril del concreto vaciándose en los moldes en que la actividad del hombre adquiere forma de edificio, esto y mucho más, le asaltó la memoria en imagen musical y plástica, abriendo profundas brechas en su sangre, ampulando sus células, tras calientes pulsaciones de vida en trabajo.
—¡Maldición! —aulló su corazón, de cavidades adentro.
Y:
—¡Maldición! —repitió el anhelo siempre erguido del hombre que no supo en su existencia sino de un tiempo disputando a su organismo siquiera una ventaja que se debiera al ocio.
Nada musitaron sus labios, sin embargo.
Saberse morder sin que nadie lo advierta es una ciencia que tiene su origen allí donde el individuo aprendió de la lágrima no llorada una lección de luz y de probidad humanas.
Mas, ¡cuánto oleaje rebelde, inmisericorde, quemante, le rodaba por los vastos, inconmensurables océanos del alma!
—¡Elvira! —rogó, al fin, lentamente, con palabras desvalidas, achatadas, sin contener humillación—, ¡Elvira, por todo lo nuestro, por nuestra hija, paciencia! ¡Paciencia, Elvira, que ya es por tan poco!
Y comenzó a embutir las piernas en los pantalones, torpemente, temblando.
La mujer lo miraba fijamente. Un atisbo de piedad le suavizó, de súbito, las pupilas. Golpeó con un índice sobre la mesa, sin percatarse de ello. Un ímpetu que fué en su alma como una luz imperceptible, la impulsó hacia aquel ser tan amado en otro tiempo, le inspiró un gesto de hermandad, de compañerismo que estuvo a punto de materializarse en una ayuda de momento que le evitase el espectáculo de casi total incapacidad a que asistía. Pero, se resistió. No, no podía ser. No podía ser.
Y ella, sí, se mordió, sin esconder la mordedura que se infligía.
—¡Paciencia, paciencia! —exclamó, moviendo la cabeza orgullosa—. ¡Hasta cuándo paciencia, Alberto!… ¡Hasta cuándo deberé servirte, inútil!… ¡Cómo se nota que no estás en mi pellejo!…
Y volvió a morderse.
El esposo se mojó los labios resecos, blanquinosos. Hizo un esfuerzo, medio quejándose. Suspiró, luego.
—Te lo ruego, mujer, y no sabes entenderme…—habló ahora, tratando de echarse cama abajo, tensas las piernas.
—¡Sí, tienes razón, no te entiendo! ¡Y ya ves, aquí me tienes siendo tu sirviente día a día!… —protestó ella, cogiendo una servilleta sucia para sacudir la mesa.
Calzados a medias los zapatos, con el tino de los propios pies, y erguido ya, el hombre se ajustó a duras penas los pantalones, no sin antes dejar ver con descuido el vientre negreado por los vellos espesos.
—De veras… —habló, después de una larga pausa—. ¡Tienes razón, Elvira!… ¿Por qué será que el hombre tiene que exigirle tantas cosas a las mujeres?…
Movió la cabeza, Y se palpó la barba obscura que acentuaba la palidez de su rostro, sin atreverse a caminar hacia la silla en que colgaba el paleto plomizo de polvo.
Era el tercer día que se levantaba, a la zaga de seis meses obligados de lecho.
—¡Por qué será!… ¡Por qué!… —remedó, con ironía, la mujer.
Y rió con mucho de amargura y crueldad, recibiendo con una mano bajo el borde de la mesa las migajas que acababa de arrear con la servilleta.
Él se tiró los pelos de una ceja, despreocupadamente. Acaso le picara allí. Estiró el labio inferior, en involuntario gesto despectivo meditando, tal vez…
—¡Ojalá ustedes las mujeres tuvieran un sentido verdadero del sacrificio! —exclamó, ahora, dejando apenas entrever su encono.
—¡Ah, mal agradecido! ¿Es que todavía, encima de todo, quieres desconocer mis sacrificios? —chilló ella, mordiéndose una vez más, mientras lanzaba las migas pieza afuera—. ¡Todavía, Alberto! ¡Eres buen hombre en esto: no sabes agradecer!
Y fué, de inmediato, en busca del paleto, en un gesto de deliberada piedad hacia el marido, que escasamente había logrado dar un paso temblón.
Sobre las tablas carcomidas del pasadizo se oía picotear a las gallinas, disputándose los restos de pan recién desparramados.
—¡Gracias! —habló él—. ¡Gracias, amor mío! —recalcó con una ironía que hizo estremecer a la mujer en medio de toda su insensibilidad.
Dijo esto atormentándose hasta lo más hondo del ser, puesto que no hubiera aspirado a decir: “amor mío” sino amando y sintiéndose correspondido; decir así, tiernamente, mirando a los ojos de la mujer con esa pureza de corazón que, pese a todas las voluntades, pone un brillo mojado, de alucinación, en las pupilas y un temblor de deliciosa angustia en los labios y una suavidad de vilano en las manos más tercas y torpes.
—¡Las cosas, Alberto, las cosas! ¡Mal agradecido! —vociferó Elvira.
—¡Sí, las cosas! —habló, lento, él, francamente sereno, otra vez, en sagrado respeto de su hábito—. ¡Te repito, Elvira, ustedes las mujeres no tienen conciencia del sacrificio! ¡Lo sienten, no más, y no esperan sino que se lo paguen!… ¡Ustedes, las mujeres, no saben comprender!…
Y hasta tuvo ánimos para reír, mientras se endosaba el vestón con esa torpeza natural de todos los convalecientes.
Elvira no dijo nada ya. Le miró tan sólo. Le miró con los ojos desorbitadamente sorprendidos, como una perra rabiosa. Y salió de prisa, como escabullándose.
Alberto se cogió de una de las perillas del catre y con la mano libre se afirmó del borde del comedor. Así, el rostro estupefacto y doloroso, caminó dos pasos y se apoderó de una silla. Acezando, se sentó, y apoyó las palmas en la mesa. Tenía el pecho descubierto. Y la nuez le subía y le bajaba en el cuello como si fuese una rara avecilla aprisionada entre pellejo y carne. Las manos enflaquecidas, transparentes, nervudas y venosas, aparecían en el extremo deshilachado de las mangas, como los ramajes podados de quizá qué extraños arbustos. Un mechón soberbio se aferraba a su frente ceñida por un vigoroso cordón de carne, que resaltaba entre dos obscuras arrugas sin edad, como una protuberante costura.
Allí, aferradas las manos al borde de la mesa, se quedó ensimismado, tiritando, a momentos, mientras afuera el otoño se orinaba en las piedras y se burlaba de las hojas secas, como quien se burlara de las más viejas prostitutas.
De noche, podría rodar, llorando, la luna por el cielo de estaño y podrían agitar las estrellas sus pechos ateridos. Pero allí estaría el otoño, este padre de brumas y mendigos, amparando entre sus harapos los bichos de la añoranza.
Sí. Era el otoño, el húmedo y canalla otoño el que humedecía con su cruel orvallo la piel de la calle. Y nunca como en otoño se oyen mejor las voces calientes de las rameras. Y nunca como en otoño se oye más vibrante el rumor de los serruchos y el golpe jubiloso de los martillos.
A Alberto se le estremecían las carnes. Se le crispó una mano. ¡Qué paciencia la suya! ¿Es que es necesario que venga el otoño y que un hombre convalezca para pesar los quilates del heroísmo?
Sonrió. Bendito himno éste que le dispensaba la vecindad.
Sentía frío. Mas, poco le importaba. Había olvidado a su mujer y el cambio de palabras reciente, cuando ella entró. Habíase peinado un poco y habíase quitado el sucio delantal con que cocinaba. Alberto se la quedó mirando con la emoción corporizada en una sonrisa. Era de una naturaleza apasionadamente tierna. Era un hombre bueno, de rostro huraño, y acaso por ello y acaso porque su corazón había descubierto el secreto de sufrir en soledad, al margen del mundo, es que tenía la sonrisa dulce, ancha, cálida. Era un hombre bueno, de rostro huraño, pero sabía sonreír.
Su sonrisa de ahora extrañó un poco a su mujer, la desconcertó, más cuando, con el disgusto reciente, ella tendría para alimentar su odio la mañana entera.
—¿Es que te burlas? —le gritó.
El volvió a sonreír.
—¡Elvira!… ¡No sigamos, Elvira!… No sé por qué de pronto me he sentido contento… ¡Cómo iba a burlarme de ti! —le dijo, reposadamente.
Y la miró. Estaba bella, dentro de toda su indolencia, dentro de toda su permanente crueldad. Sí, estaba bella. Y aunque era el otoño, él, inválido aún, sintió como si ocurriera la primavera en su cuerpo, como si las sutiles plantas de una sangre nueva apresuraran la palpitación de cada una de sus células.
—¡Como si no te conociera, mal agradecido! ¡Como si no te conociera! —masculló ella,
Él sonrió todavía por una tercera vez. Ahora, la primavera invadía también su grata sonrisa. Anilló a miradas el cuerpo de la mujer y deseó ardientemente tenerla cerca, a mano. El contacto de aquella carne joven, calurosa de sus mejores poderes, le hubiera fortificado. Comenzó a sentir que renacía, definitivamente. Y:
—¡Acércate, Elvira! —le dijo, libertando la más pura voz de su pecho—. ¡Acércate!…
Quiso agregar: “linda.” Pero, le pareció ridículo.
Afuera pregonaba, a voz en cuello, un vendedor de cebollas. Y la mujer, sin hablarle, sin hacerle caso, salió como huyéndole.
Antes que desapareciese, él pudo retener en las pupilas la vibración de sus pechos erguidos y de sus nalgas robustas, bien conformadas, y el brillo de sus ojos, mezquinos ya para dispensarle otra cosa que no fuese odio.
—¡Elvira! —musitó para su corazón.
Y se mordió una uña. ¿Es que, de veras, la había perdido? No quería pensarlo ahora, porque ello significaría la pérdida de la serenidad.
Y esperó. Ella regresó pronto. Traía en las manos algunas cebollas que dejó sobre la mesa. Conservó, sí, entre sus dedos, una ramilla seca, sin motivo alguno. E iba a salir, nuevamente, hacia la cocina, cuando le golpeó a los postigos del corazón la voz del marido:
—¡Elvira, Elvira!
—¡Pero, hombre, hasta cuándo; hasta cuándo, hombre! —protestó ella meneando la cabeza.
Y le miró duramente, ásperamente, pero sin odio ya. Algo alentó en la voz del hombre que desarmó su alma de sentimientos obscuros. La ternura tendía ahora a limpiarle de malezas el corazón.
—Te necesito, Elvira… —habló él, con palabras roncas, arrastradas, temblorosas.
Las miradas se cruzaron. Y el silencio, aunque brevísimo, alcanzó a jugar una sutil carta de conmiseración bajo los pechos palpitantes de la mujer.
—¡Sí!… ¡Sí, Alberto, lo sé!… —dijo, lentamente, con una calentura de voz que fué una honda promesa de intimidad acogedora para el hombre.
—¡Elvira… de veras, te necesito, Elvira! ¡Acércate!
Alberto temblaba entero. La emoción le confundió un instante. Y sintió que los ojos se le humedecían, pese a todo su esfuerzo porque esto no ocurriera, una vez que tuvo junto a sí, cerca, al alcance de su abrazo, el tibio cuerpo amado.
—¡Di, habla! —dijo Elvira, casi con melancolía, con palabras que bien pudieran haber sido un par de hojas compañeras separándose al impulso de un aura de otoño.
Y miraba Elvira los cabellos del hombre, no sus ojos que lo mismo podían estar brillando de alegría como de amor o de agradecimiento. Nutridas canas tomaban posesión ya de aquella cabeza varonil en que otrora la pasión se le desparramó en besos. Y era incomprensible cómo, odiando al hombre, detestándole, una energía recóndita propendía a amarrarla a él, a fundir estos segundos con aquella existencia que durante tanto tiempo se había gozado en atormentar, a esta vida que por dos estaciones había estado hiriendo, humillando. Acaso en estos instantes ella admirara la viril integridad, la machihembrada voluntad o el bien maduro heroísmo con que él supo preservarse contra la fatalidad que, a más de emboscarlo en un mal de carne que parecía no tener paliativo, hizo de ella, de la compañera y esposa, la más fiel aliada consciente para intentar desintegrarlo en espíritu.
—¿Que hable?… Yo quisiera hablarte… ¿Pero, qué podría decirte que ya no te haya dicho?…
La voz seguía temblándole a Alberto. Las palabras eclosionadas de su boca, tenían en sonido ese mismo poder de las vibrantes noches de verano en que el mundo es como un remoto recuerdo y en que la mano de la soledad enseña al hombre el semblante profundo de Dios.
Cualquier poder que tuvieren, acaso ahora las palabras no pasaran de ser una redundancia.
La mujer, mirando de pronto los ojos del esposo, abrió definitivamente su sentimiento a la exigencia de la piedad ya que no al amor. Hubiera querido comprenderlo, sinceramente. ¿Pero qué lugar va a ocupar la comprensión donde ya no hay ni siquiera afecto?
—Di lo que quieras, Alberto… ¡Habla!… —dijo, como siseando.
Y acarició levemente los cabellos por tanto tiempo olvidados de su mano. Y apretó aquella cabeza contra su vientre que ya no podría darle sin nauseas contra ella misma.
Él no hizo sino restregar el rostro contra ese vientre adorado que hoy le era extraño. Y de nuevo luchó fieramente con la sal de la emoción que tentaba asistirle los párpados.
—¡Sí, Elvira, qué podría decirte que no te haya dicho ya! —repitió, midiendo las palabras, una a una, tal si paladease, su sabor amargo—. ¿Qué?
Calló. Pero aferró sus manos a las manos de la esposa. Luego, las posó sobre sus caderas firmotas, suaves, dulcísimas, mientras sentía en su sangre —en la sangre de cuerpo y de alma—, los destellos nerviosos de una gran alborada, naciéndole como al borde mismo de un sueño.
Ella se extrañaba. Se sobresaltaba. Temores que la arañaban emergiendo de las laderas de su propia vida y que se le allegaban al espíritu desde las miradas y las caricias del esposo, la estremecían. Hubiera huido, de súbito. Hubiera sollozado. Pero ahora, más que la piedad, más que aquellas miradas, más que todo, era su propia conciencia la que la retenía allí.
—¡Déjame, Alberto! —habló de repente, violentamente, arrojando recién la ramita seca de cebolla—. ¡Déjame!…
—¡Elvira! —clamó, dolorosamente, él.
—¡Déjame, Alberto, déjame! —chilló ella, intentando desasirse de las manos de caliente acero que la retenían por las caderas—. ¡Déjame!… ¡Pero, oh, no, Alberto, no!… ¡Dime lo que quieras, lo que quieras! —reaccionó, en seguida.
—Decirte lo que quiera… —habló Alberto, como dando tregua a su corazón, pero sin soltar a la mujer—. Decirte lo que quiera a ti, Elvira… Decirte que te amo…, que necesito de ti…, que quiero que me quieras…, que debes acostarte conmigo … ¡Ah, Elvira, no, no!… ¿Es que no basta que seas mi mujer?… Hay tantas cosas que el hombre no tiene por qué decirle ni pedirle a su mujer…
Calló. Quedó como ensimismado, aquejado por un cansancio apenas perceptible por el movimiento de la nuez, en el cuello. Mas, aún aferraba sus manos al cuerpo de Elvira.
Ella se mordía. Había algo que bien podía ser despecho, arrepentimiento, ira, en su mirada. Ya no observaba al hombre sino de soslayo. Su debilidad, esta debilidad suya de ahora —tan grata para el hombre— la aterraba.
—¡Habla, habla, Alberto! Es cierto, soy tu mujer… Dime lo que quieras…
Y él, ingenuamente:
—¡Los hombres —exclamó tal si se reprochara su actitud— los hombres seremos siempre unos niños! ¡Siempre que nos sinceramos ante una mujer no pasamos de ser unos niños! ¿Oyes?
—Te estoy oyendo, Alberto… Pero, no digas tonterías.
—¡Tonterías!… Tienes razón… Cuando niños no queremos más que un bizcocho o un caramelo. Después, oye, oye, Elvira, después…, bueno… Las mujeres son los bizcochos o los caramelos que estaremos siempre reclamando.
Y se puso a reír.
—¡Basta, basta, Alberto! —chilló ella.
—¿Que basta?… ¡Vaya!…
Hizo un esfuerzo. Y se alzó, quejándose.
—¡Por Dios! —alardeó ella, soportando su peso, al ayudarlo.
—¡Mira, m’hija! ¡Te quiero, eso es todo! —dijo él, tomando a la mujer por debajo de los brazos—. Eso es todo… Te lo digo a pesar de tu odio, a pesar de todo… , a pesar de…
Y miró a la mujer, angustiosamente, de frente.
Ella palideció.
—¡A pesar de…!…¡Sigue, sigue! ¿Qué quieres decir?
—A qué, Elvira… Tú sabes mejor que yo…
Y agachó la cabeza, sin desprenderse de la mujer.
Ella se mordió. Y doblegó, también, la cabeza.
Él se sentó de nuevo. Seguía luchando contra sí mismo. Contra sus lágrimas. Contra su orgullo herido. Contra sus palabras que el amor humillado se obstinaba en despeñarle del pecho.
La mujer era bella, potente, bien conformada.
Y el otoño era un melancólico y húmedo viejecillo impertinente que no despegaba los lagrimosos ojillos de la ventana. Y el sol, en lo alto, peleaba con la bruma, restregándose la canosa cabellera en las desgarbadas copas de los eucaliptus.
—No sé qué puedas saber, —habló al fin, después de un largo silencio, la mujer, tratando de reponerse de sus temores.
Alberto, la cabeza entre las manos ahora, los codos en las rodillas, miraba el suelo, sin ver nada, sufriendo, rechinando de sentimiento adentro.
—¡Sé demasiado, Elvira! —exclamó, dando forma a sus ideas—,¡Sé que no me quieres, por ejemplo!… ¡Sé que me odias, que ni lástima podrías tenerme!… ¡Sé que nada saco con ser un niño ante ti, en fin…!
Ella respiró, satisfecha. Un destello de alegría le atravesó fugazmente la mirada. Se sintió confortada, de pronto. Y en compensación a su transitorio estado:
—¡Sería mejor que te acostaras, m’hijo! —insinuó al hombre, con mentida delicadeza.
Hasta iba a estirar la mano para acariciar otra vez sus cabellos, cuando él se incorporó. No hizo gran esfuerzo al levantarse. A pesar de toda su zozobra interior, se diría que había recapacitado.
—¡Sí, Elvira! Sé todo esto… ¡Esto, y lo demás!… —dijo, lamiéndose los labios para aparentar tranquilidad.
—¡Alberto!
El rió amargamente, como pudiera reír un viejo tronco apolillado ante el brillo del hacha asesina, con risa sin sonido, seca, honda y caprichosa de grietas.
—¡Sí, Elvira! Pero, ¿sabes? Yo me esperanzaba en que todo eso pasara, en que no tuviera importancia ninguna. No supiste tener paciencia. Bueno, ¡después de todo, estuvo bien! Eres mujer. Sin que estuvieras enferma, yo te engañé muchas veces. Ahora, tú estabas en tu derecho. Yo, ¿sabes, Elvira?, los sentí, sí, los sentí en la cocina…, no sé cuántas veces. Bueno, yo no sé de dónde diablos saco tranquilidad para decirte todo esto, Elvira… no sé… amándote como te amo…
Afuera, en el corredor, se sentía a las gallinas picotear el piso. El otoño se frotaba las manos. Y la vida se hurgaba las narices.
La mujer se mordía. Y no teniendo ya qué argüir se dió a sollozar. Luego, como el hombre nada más dijera, se aferró a las solapas de su paleto y:
—¡Perdóname! —exclamó. —¡Perdóname!
Sentía que el hombre la repelía, sentía odiarlo y, deseando arañarle el rostro frío, seco, sin gestos ahora como de lisa e insufriente madera, siguió clamando como una perra baleada, mientras sus ojos parpadeaban y parpadeaban, reclamándole lágrimas al corazón.
—¡Perdóname, perdóname!
Ni lazos de cuerpo ni lazos de alma la unían a quien era su esposo. Pero, no una sino varias veces agitó su cabeza sobre el hombro de quien le dispensara otrora lo mejor de su fe.
Más tarde, sin esperanzas de gestos ni palabras que la liberaran de pesadumbre, se irguió frente a Alberto, tranquilizándose.
—¡Canalla!… —le gritó.
Y él:
—¡Si! Tantas veces que los sentí en la cocina —siguió diciendo, roncamente. —Pero esperaba que todo pasara. Sabía que me odiaban… Pero esperaba que todo pasara… No saco nada con ser un niño ante ti, ¿sabes? Pero, lo prefiero, porque, ¿sabes, Elvira? Bueno, está de más todo lo que diga. El hecho es que te quiero, y éste es tu hogar, a pesar de tu odio.
De pie, Alberto sentía que generaciones enteras de hombres protestaban en su sangre despreciada. Hubiera obedecido a todo ese tropel de puños, de garras y de dientes que animaban sus nervios hacia la actitud de la bestia. Pero, se estaba allí, sin moverse, erguido, digno, pálido, limpio, varón sin mancha, luchando en esa lucha sorda, pero grande y eterna de la conciencia contra el corazón.
La mujer no fué capaz de aventurar ni una palabra más, ni una mirada más, ni un gesto más. Y salió lentamente, hundida la cabeza, despechada ella ahora, deseando no sabía qué, si un momento de sueño o la infinita sombra.
Las gallinas picoteaban en el piso, allí en el corredor. Aún caía agua de los aleros, y era como si el cielo —gallo ciego en otoño— se allegara a picotear melancólicamente los empeines pardos de la sufrida tierra.
Alberto buscó de nuevo asiento.
La vida le era como un crudo invierno que, de segundo en segundo, arreciara en obscuras y sangrientas tempestades. Mas, estaba íntegro.
Se tomó la cabeza con ambas manos. Y cerró los ojos.
—¡Elvira! —se dijo.
Y se quedó allí, perdido en los andurriales de su profundo ser, hasta que breves pisadas de plantas descalzas lo despabilaron.
—¡Papacito!
Alberto abrió bien los ojos. Y el mundo, ahora, se le mostró en la transparencia de dos tremelucientes pupilas azules, tiernísimas, de cielo virgen.
A pie descalzo, medio tiritando, salpicada de barro desde las andariegas plantas hasta la naricita graciosa, pasando por el delantal deshilachado, ella, la pequeña hija, llegaba allí con una ramita de perfumadas flores blancas, vivas aún de rica savia y de tremolante rocío.
—¡Papacito! ¡Papacito!
Y tentó ella, la inocente, ornar una de las solapas de su paletó con la ramita de profundo aroma.
—¡Preciosa! —exclamó él.
Y le trepidó la voz. — ¡Preciosa!
Y pensaba cómo en tan melancólico tiempo la naturaleza, por mano de la hija, venía a brindarle un resabio de primavera. Y le rodaron las lágrimas, mientras apretaba a su cuerpo el tierno cuerpecito de la pequeña, como si aferrara sus brazos a una ilusión que nunca le abandonara.
—¡Papacito!
—¡Linda mía!
Y los serruchos cantaban en la vecindad. Y los martillos golpeaban armoniosamente los tímpanos del otoño. Y el sol ya no era canoso por los cielos, puesto que había vencido, de súbito, a la bruma.
© Nicomedes Guzmán: Una moneda al río y otros cuentos, 1954.