HABIA SIDO UNA noche de amargura, de sobresaltos y de obscuros sentimientos humedecidos por lágrimas trituradas a recio diente de corazón. Fue como un agitado rielar sobre una línea marítima turbulenta, sinuosa.
Cuando, de súbito, creyó experimentar el contacto dulce de la calma en los contornos de su espíritu; cuando quizá por qué mero favor de Dios, los dedos del sueño, a tientas, cálidamente, parecieron acercarse en las sombras a tersarle los párpados agrios y ardorosos de sal de pecho adentro; cuando algo como una lucezuela que bien pudiera ser de estrella o de fanal manoteando entre cerradas nieblas, intentó, allí, como en el origen mismo de sus sinsabores, aliviarla con su influencia blanda y calentuja; y darle paz; y darle resignación, que es también esperanza; entonces, cuando todo esto estaba a punto de acaecer, o se daba a llorar y a berrear el párvulo nacido días antes, o un gato amoroso, o un puño de viento iracundo, golpeteaba los latones del tejado.
* * *
UNA DE LAS VECES que aconteció lo primero:
—¡Pero, por Dios, qué guagua ésta… —vociferó ella, airada, rabiosa.
Mas, a la zaga de la exasperación, muelles plantas hollaron aterciopeladamente su alma. Y era que la ternura, y era que el instinto de mujer recién o antiguamente parida, le desbarataban los malos ímpetus.
Y se hizo, natural y femeninamente, toda arrumacos:
—¡Lindo!… ¡Mi lindo, precioso, si algo, no más, tiene que dolerle!… —exclamó, quejumbrosamente, pensando, tal vez, en que acaso no fueran suficientes sus dolores y sus angustias, puesto que el pequeño hijo también tenía que sufrir—. ¡Calladito, precioso!… —prosiguió— ¡Calladito, m’hijo lindito!…
Y fue la suya una voz que, de lamentosa, cobró matices de susurro; tonos de brisa rozando herbazales; inflexiones de músicas oídas en lapsos ya añejos.
Luego, creyéndolo indispensable, encendió la luz; una vela chata, chorreada de su propia materia, que semejaba una tenebrosa columna a cuyos flancos se hubiera congregado, en trance de plegaria, un grupo de ánimas de trasgos.
—¡M’hijito querido!…
No fue menester que echara afuera un pecho, puesto que ambos estaban desbordándose por sobre el escote de la pulgueada camisa, grandotes, abundosos, brunos: demostraciones de una salud que la mujer, en sí —por lo menos por el rostro anguloso y avejentado—, no aparentaba. Le dio el más lleno, el más duro y rumoroso, ése que estaba a punto de dejar escapar su tibia y blanca esencia. Y refunfuñó, y refunfuñó el mamón presionando y chupando de tal modo con lengua y labiecillos, que ya no tuvo tiempo para dar pausa a lloros.
Se revolvían en el lecho del rincón los otros dos niños, inquietos quién sabe por la picada de las pulgas o, muy posible, buscando confundir aún más los cuerpos, para mejor precaverse del hielo mediano que poblaba el aire.
Había en el cuartucho un olor profundo a leche, a sebo quemado; o quizá si perseverara en el aire un hálito de vida estelar ciega, desatentada, fenecida.
Ella, la mujer, tapiando a costa de ternura, los hondos dolores de su corazón —sin dejar de sentirlos—, experimentaba el deleite —sensación que hubiera deseado que fuese eterna— de dejar fluir, a las chupadas violentas y animales del infante gruñón, lo que su ser creaba para alimento de esa nueva vida.
Cerró los ojos, suspirando; y se alumbraron sus células de estremecimientos que lindaban en aquéllos que unas manos compañeras de hombre le despertaron otrora, por decirlo así, ya que siempre es otrora el tiempo feliz perdido definitivamente, aunque sea un segundo antes del presente.
¡Otrora!
Ella, nuestra mujer, Gabriela, recostada en el lecho, dando el pecho a su hijo, sufría precisamente por esto. ¡Por lo que fue otrora! Y es que los seres humanos, cual más, cual menos, tenemos la maldita manía, el hábito menguado, mezquino e indolente, de llorar por lo que fue. La felicidad, si es que es posible sentirla de verdad, debería ser un don terrestre en cuyo ejercicio se acendrara el alma de tal modo, que su abandono inevitable no fuese advertido, sino cuando el asomo de su vuelta nos anunciara una nueva fase de vida.
Espantoso materialismo, puede ser esto. Pero, materialismo constructivo, al cabo. Respetables son los ayes y las lágrimas, los sollozos y los suspiros, los pañuelos batiéndose en lontananza, los recuerdos, las voces perdidas, las flores sin color disecadas en los libros, las osamentas sentimentales blanqueando en los desiertos de antaño. ¡Pero, cuánto más respetable es el semblante de la entereza humana, semblante crispado, si se quiere, interponiéndose a las ocultas y negativas fuerzas de lo que ya no es, en bien de lo por venir!
¡Otrora!
Gabriela pensaba en otrora. En unas manos que ya no eran suyas, manos de varón, grandes, burdas, obreras, venosas, pero tan extraordinariamente pobladas de tersura en la caricia. Y también en unos ojos, como decir dos carbones, por lo negros, que se encendían, sin consumirse, cuando la pasión se liaba a sus orígenes; porque, si eran como carbones los ojos, lo eran de aquéllos que por siempre guardan savia del árbol de donde provienen; y esa savia los unía a una tierra de promisión en plena dádiva de sus potencias. Y también Gabriela pensaba en una voz, ni ruda ni amable, pero viril, masculina, enérgica, capaz de mandar, de dominar, de seducir, de doblegar a costa de varonil y levemente áspera ternura. Y pensaba en una arrogancia, en fin, no exactamente vertical como son las vulgares arrogancias, no arrogancia de hombros cuadrados, no arrogancia de frente echada atrás, sino una arrogancia medio gibada, alta sí; de andar en cierto modo balanceado; arrogancia de rostro un poco duro, de rasgos violentos generalmente negreado por barba de días.
Y esto, lo que ella, Gabriela, amó, adoró; esto, lo que ella amaba y adoraba todavía, y que seguramente amaría y adoraría hasta que la última astilla del postrero de sus huesos —sus huesos materiales e inmateriales— se perdiera en los confines del tiempo, ya estaba extraviado de su cuerpo y de su alma. Todo pertenecía a otra mujer por hoy.
* * *
GABRIELA, instintivamente, gozando ese gozo que da a las madres la succión de los labios del hijo en el pecho; y sufriendo, también, sin poder ahora tapiar con el regocijo que le daba la criatura al mamarle ni con la ternura propia de la maternidad, los negros rebujales que se enmarañaban allí, como en el mismo origen de su leche; Gabriela, instintivamente, posó las pupilas mojadas, terreras, brillantes, sobre el cuadro que colgaba en la muralla de papel destruido y despegado, entre una vieja naturaleza muerta y un dibujo de don Pedro Aguirre Cerda, que lo mismo podía haber sido de Balmaceda o Recabarren.
Era una fotografía ampliada de cuando se casaron ella y su hombre. Esto había ocurrido en el norte, en una oficina salitrera pequeñita, perdida en la Pampa inmensa y entre los esqueletos renegridos y herrumbrosos de las otras oficinas paralizadas.
Ardía el ámbito gris, chicoteante, magro. Pero, ardían también los seres, esos seres que eran ellos; ardían de felicidad, más que como ardían en estos momentos sus ojos enrojecidos por la lija perseverante del llanto. No aspiraban a nada que no fuese amarse y honrar ese amor con el trabajo y los hijos, uno de los cuales comenzaba ya a nutrirse de vida en medio de la vida de la mujer. El hombre se desempeñaba como derripiador, una de las labores más severas de la Pampa. Era una existencia dura aquélla, hostigante de sol parco y protuberante; hosca de un paisaje caldeado, tenebrosamente inquieto y vibrante sobre las rampas lejanas, los lomajes agrietados y los distantes contornos de las negras o rojizas armazones de las oficinas en receso.
Golpeaba allí la luz. Era una luz grande, enorme, como un moscardón infinito que zumbara y acezara incesantemente en los aires. Era una luz que recogiera todos los rumores del mundo y los vaciara en la vida de los hombres por ojos, oídos y poros. Era un moscardón que zumbaba y aleteaba sin cesar, produciendo una rebujiña caliente que ni la más potente voz humana hubiera conseguido acolchar ni apagar. Y es que la Pampa en cuerpo entero es bullicio. La vida y la muerte tienen allí su caja de resonancia. El trabajo y el amor. El canto del mar y el huracán hirsuto de las montañas. La sonrisa y la lágrima.
Era una existencia dura aquélla. Pero, era alegre tras y bajo la intimidad de las “calaminas” del campamento donde había el amor. La alegría, en este caso, apuñazaba, como chanceando, la rudeza del ambiente. Y era bello sentir en medio de la lucha y del esfuerzo, cómo los corazones latían a un mismo compás en el deleite del cariño y la comprensión.
Los hombres le peleaban al cerro y a la máquina. Y ella, Gabriela, mientras esperaba al esposo, tejiendo en los atardeceres junto a la puerta del cuarto, vio a los pampinos venir desde los rajos: desmelenados los que se habían descubierto, hinchadas de viento las cotas; y los oyó cantar sobre los carros trepidantes: cantos sudados, rebeldes, de enérgica protesta, pero, que, desde la distancia, entre risas, siempre llegaban a su oído en poder de místico coro religioso.
¡Vida ruda aquélla! Mas, el hombre y la mujer en empresa de hogar, sabían para sí solos y para sus intimidades dónde la felicidad apretaba las almas con más firme, segura y transparente mano.
De eso, después de la paralización de la oficina y a la postre de viajes en trenes y barcos de mala muerte, no quedaba más que esto; las camas, jergones más bien; los trastos, los cuadros, el retrato: resabio de un tiempo mejor que ya tenía para ella condición de reliquia, y quedaban, además, los hijos.
Mosqueado y todo, el vidrio del retrato, poseía carácter de espejo; y al mirarlo de soslayo, podía verse bien, reflejaba entre los semblantes de ambos esposos, la tétrica vela; y, luego, la propia cara de la mujer, encerrada en revueltos y violentos cabellos y parte de su cuerpo, en sombras, y, por último, un trozo de lecho y el brillo amarilloso de algunas perillas.
* * *
GABRIELA sollozó hondamente. Sollozo grueso, gordo, duro, que rebotó contra el cartón que reemplazaba el vidrio de un tragaluz.
Nada más que el contenido de este cuarto poseía ella ahora. Y sus recuerdos. En cuanto al esposo, meses hacía que, intempestivamente, la había abandonado. Nunca pensó la mujer que este puerto, tan lejano de sus tierras y tan querido desde que lo avistó, apostada en la borda del barco, aquella mañana en que llegaron del norte, iba a ser la cuna de su desdicha.
* * *
RECIEN AYER, después de muchas semanas, y viniendo de dejar un lavado en el “plan”, Gabriela avistó al esposo:
—¡Felipe!… ¿Tú?…
El regocijo le fluyó de cada poro, irrefrenable.
Rejuveneció, de súbito. Sus ojos se alucinaron. Una humedad cálida y no salobre sino azucarada, profundamente azucarada, le afloró a las pestañas. Casi se precipitó, de un tropezón, a la acera escalonada y zigzagueante de la estrecha calleja en pendiente.
—¡Felipe!… ¡M’hijito!…
Y se hubiera colgado, como una niña, de su cuello robusto, como lo hacía antes, en el cuartucho del campamento salitrero o en los primeros días de horrenda miseria vividos en el puerto. Palpitaba entera, como una dulce paloma pichona, que manos de niño hubieran aprisionado.
—¡Negra!… —dijo él, más por pupilas que por labios.
Y se tomaron las manos, largamente. Y eso bastó por ahora a ella.
Ese calor tan de su hombre la reconfortaba. Sintió que renacía. Pudo haber sido en estos momentos un rosal en plena entrega de sus más vírgenes y tersas rosas.
Y le hubiera mordido la nariz al esposo, la nariz o la oreja, como ella estaba indistintamente habituada a hacerlo, sin dañarlo, hasta que él chillara con ronca ternura, como en tales circunstancias siempre lo hizo: “¡Déjate, déjate, perra, perra brava!”
Tenía él un modo sutil y único de decirle: “Perra” a la mujer. Ella adoraba más que nunca esa voz cuando la llamaba así: “¡Perra!”, con todas sus letras, pero con qué musicalidad y armonía de voz; con qué calor íntimo de alma; con qué profundidad pura; con qué afecto sólido, macizo…
—¡Negra!…
El hombre dijo así, una vez más, vacilando. Y le apretó luego las manos. Y Gabriela hubiera optado porque le dijera: “¡Perra!” “¡Perra!”, hasta que se agotaran las sílabas y los sonidos y que ella sintiera que la voz del hombre se hincara, desfalleciente, en lo más hondo de su ser espiritual, como hincándose en una fecunda tierra de adormilada eternidad.
Permanecieron sin hablarse algunos segundos, mirándose solamente.
Ambos, en los pocos meses de ausencia, se habían avejentado. Ella, hasta había perdido dos dientes. Persistía, sí, aún, su belleza de moza, a pesar de la angulosidad de sus rasgos. Y ahora que ella se sentía feliz, ahora que la emoción le comunicaba colores de fruta bien sazonada a sus mejillas, su antiguo prestigio de mujer bonita se recobraba, pese a las crenchas que le caían sobre la prematura arruga de la frente, pese al doloroso e hilachento descuido de las vestiduras.
—¡Felipe!… ¡No sabes cuánto me alegra verte! ¡Si pudieras darte cuenta!…
Y le reptaron por las mejillas dos gruesos lagrimones, como dos extraviadas estrellas. Sus ojos brillaban lo mismo que los de una chica ante la primera muñeca. Bajó los párpados. Tiró, al desgaire, peldaños abajo, un trozo de cáscara de naranja con que dio la punta de una de sus chancletas. El hombre no atinaba ahora a hablar palabra. De hacerlo antes que la mujer, hubiera sido para requerir perdón frente a sus lágrimas, ante ese brillo alucinado de pupilas oculto por los párpados bajos. No podría decirse si su gesto fuese de temor, de vergüenza o de molestia. Sus labios temblaban imperceptiblemente. Carraspeó, tapándose la boca como generalmente se hace en circunstancias difíciles. Subió nerviosamente un pie al escalón siguiente, y así, contrariando su especie de apronte a ascender, buscó apoyo en la muralla, tal si se rascase contra ella.
El mar, abajo, palpitaba, más allá del tejado de los edificios del plan. Llegaba hasta arriba un rumor profundo de aguas: aguas salobres y yodadas y aguas humanas, concentrando pasiones, ajetreos de alma, altibajos de corazón, luchas, angustias, ternuras, egoísmos.
Un barco gordiflón entraba lentamente al puerto. Hirió un ala de viento el graznido de una gaviota. Tras los techos rojos, humeaban las chimeneas de unos remolcadores. Balanceábanse a flote como pesadas masas de gelatina, panzudas barcazas y viejos lanchones. Un tren que salía de la estación porteña, lanzó un pitazo que fue a rebotar contra los últimos cerros y tardó luengamente en perecer, desgarrándose entre los rebujales de unas quebradas.
—¿Sabes?… —habló al fin Gabriela, como enajenada, golpeando, sin darse cuenta de ello, el borde de un escalón con un pie, en tanto el barco que llegaba dejaba escapar la tristeza de un sirenazo ondulante, más melancólico que el alma misma del genio del otoño—. ¿Sabes, Felipe? —siguió ella, mirando a los ojos al hombre—. Poquitos días que nació mi otra guagua…
Y le miraba, con una largueza de ojos que daba para meditar en no se sabe qué cosas amargamente inasibles.
—¿Mi otra guagua?… ¡Gabriela!
—¿Te extrañas, Felipe?… ¡Tonto!… ¡Si estaba de dos meses ya cuando te fuiste!
—¡Créeme, Gabriela, Negra, créeme!… ¡Me había olvidado! ¡Yo he estado loco, según creo!…
—Seguramente, m’hijo. ¡Si no, no te hubieras ido!… ¡Dejarme a mí, dejarme a mí, con lo que te he querido!
Sonrió ella tristemente, con sonrisa de niño convaleciente, a la zaga del reproche tan sereno. Y se sorbió. Mordióse un labio para no soltar el llanto.
—¿Y qué fue la guagua, Negra? ¿Sería hombre también?
—¡Hombrecito fue, Felipe! ¡Podrías irlo a conocer!
—¡Te digo que he estado como loco, Gabriela! Ahora, después de todo no tendría cara!… ¡Comprende!… —dijo y rogó él francamente confundido, avergonzado.
—¡Es tu hijo! ¡Es tu hijo, Negro! —habló persuasivamente ella. Y luego, conteniendo el aliento y las palabras: —¡Es tu hijo, como yo soy tu mujer, y tus demás hijos son tus hijos, y tu casa es la misma casa de siempre! —dijo, cogiendo роr una manga al esposo.
Recién, al rozar el borde de la manga, se percató ella de que estaba toda gastada, grasosa y deshilachada.
—¡Mi casa, mis hijos, mi mujer! —murmuró él, como un eco que tuviera moribundas resonancias salobres y amargas, en tanto ella constaba, casi a desorbitados ojos, el descuido con que vestía el hombre.
Y: —No te cuidan, parece, Felipe. —se atrevió a decir ella, con pena, sufriendo crudamente, de tal modo que el alma le fue como un cielo nocturno sin estrellas.
Él le clavó los ojos. ¡Largueza densa de sus miradas! Había como una angustia de siglos en aquellas pupilas que ella tanto amaba aún. Los carbones que él guardaba allí no encendieron como otrora. Fue como si no pudieran encender. Como si ya fuesen cenizas desde hacía infinito tiempo.
—¡Sí!, —habló con desencanto, lo mismo que si rumiara algún despecho o como si retuviese por orgullo un suspiro o un sollozo—. ¡Sí, tienes razón, acaso no me cuiden!
Y apretó los puños.
De nuevo, con una tristeza y una melancolía de despedida sin regreso, sireneó el barco recién llegado, anclando quizá en la rada. De abajo, los rumores no cesaban de ascender; rumores de aguas de mar, con lamentos de algas y gemidos de peces; y rumores de aguas humanas, desbordantes de pasiones reprimidas y de ternuras desaladas. Bocineaban los automóviles. Mordían los rieles los tranvías, rechinando. Cerca, chirriaban los cables desengrasados de un ascensor.
La calleja casi desierta comenzó a poblarse de chiquillos inquietos y bulliciosos: era la hora de salida del colegio inmediato. El cielo, brumoso hasta ahora, comenzó a despejarse por encima del Cerro Barón. Un azul prístino, transparente, tenuemente dorado, desplegaba alas, como una gran gaviota divina, enseñoreándose sobre los rancheríos de tejados herrumbrosos.
Felipe, la cabeza gacha, pestañeaba y se mordía. Con el pestañeo, parecía querer retener las lágrimas que pugnaban por escapársele. Con la mordedura de labios, era como si intentara triturar un viejo, arrugado y polvoriento sollozo por largo tiempo retenido en su pecho y que ahora reclamaba en definitiva su libertad.
Gabriela, le miraba así, tan triste, tan dolorido, tan fuera de la condición en que le conoció y le trató e intimó con él. Le veía ella, así, de tal modo, que se desconcertaba, pues sentía quererle más y, por lo tanto, se angustiaba más. Era una angustia crispada, en espiral, como un tirabuzón, penetrando sin descanso en la carnadura de su espíritu. Una angustia de la que tal vez hubiese descansado de poder besar ese querido rostro de varón.
Pero, no. No podía ser.
Cierto que no era orgullo el que le impedía apropiarse momentáneamente, a fuerza de besos, de aquel rostro, y luego de humedecerlo a besos, apegarlo a su pecho, como a un refugio para que encontrara, en el mismo lugar en que ella había amamantado a sus hijos, un cálido instante de paz. No era tampoco prejuicio. Era más bien una sensación de distancia, esa sensación pegajosa y acre que la partida, que el abandono de él, creó entre ambos. En verdad, debería ser él quien la acogiera a ella. Y la resarciera de súbito de tanta angustia pasada y presente. Además, si ella animaba la iniciativa, acaso él la rechazara. En consecuencia, era el temor el que la retenía, el que la amarraba a sí misma; el temor al sufrimiento de sentirse rechazada, el temor a la humillación que ello pudiera implicar, si sus presunciones se verificasen en realidad.
—¡Te repito, Felipe! —exclamó ella, después del largo y hermético silencio, y deseando descargar de una vez por todas el llanto que le quemaba y le sollamaba el alma—. ¡Te lo repito, tus hijos son tus hijos, tu casa es tu casa, y yo, tu mujer!
Y casi pierde el tino y encamina la diestra hasta el peludo rostro del esposo.
Él, se rehízo. Carraspeó. Había conseguido vencerse. Y ni sollozos ni lágrimas soltaron sus sentimientos.
Dijo:
—¡Sí, Gabriela, si! ¡Iré, iré! —apenas, roncamente como si se estuviese ahogando o temiera que la mujer oyera la promesa.
Y alzó los ojos. Y sonrió. Y pestañeó, pestañeó igual que cuando en el pasado se sorprendió de alguna actitud tierna ante la mujer.
El gozo le ampuló de tal manera el tórax a ella que sintió cómo la leche de los pechos se le agolpaba en los pezones. Brillaron en forma extraña sus pupilas. Se sintió esplendorosa, maravillada, liviana, bella, como en el día feliz de sus nupcias.
—¿De veras, Negro, irás? —le requirió, anhelante ostentando el alma a bordo de labios, como una flor de naranjo, como un infinito azahar.
—¡Sí, iré, ñata! —repuso él, con energía promisora.
Y ella, sintiendo como si con ese “ñata” él hubiera dicho: “¡Perra!” “¡Mi querida Perra!”
—¿Cuándo, m’hijo? ¿Cuándo? —interrogó, apurando, pávida, la voz, en el presentimiento dulce de la recuperación de su felicidad.
—¡Esta noche!
Se estuvieron otro instante en silencio, como sopesándose los espíritus mutuamente. Y en seguida, como ofrenda cordial, como ofrenda única después de los buenos tiempos pasados juntos y a la zaga de los meses de ausencia, ella habló, temblorosamente, con palabras humedecidas en los densos mares de su alma, con voz alumbrada por las más brillantes y más infinitas constelaciones de su emoción:
—¡Sí, anda, anda! ¡Te esperaré con café!
Era lo único que podía ofrecerle, tremolando ya ante la idea de tenerlo pronto y en realidad junto a sí, e imaginándose en regodeo, ligada a su calor.
—¡Te esperaré con café! ¡Te esperaré con café!
Y mientras repetía el cordial ofrecimiento de los pobres, apretaba la mano grandota del hombre, que ya se avergonzaba de la promesa que, acaso, no iba a poder cumplir.
* * *
ABAJO, EL RUMOR de las aguas era más hondo. La limpidez del cielo, sobre el Barón, más firme y cierta. Los ojos de Gabriela eran pequeños para contener tanta ternura. Lejos, en lontananza, sobre el mar, las brumas se evadían replegándose hacia lo alto.
Y ellos se despidieron. Él sintiendo que se encanallecía día a día, más ahora. Y ella sabiéndose emperatriz de un nuevo mundo en su corazón.
Así, feliz, lo mismo que si se despabilara de un sueño celestial y encontrara que la realidad lo superaba, le vió ascender, le vio a su hombre ascender cerro arriba delante de ella, hasta que se perdió en un recodo.
—¡Mi Negro!… —pronunció quedita, para ella misma, entrañablemente para ella misma.
Y el eco soledoso y anónimo de su voz despaciosa, llegó trémulamente a los linderos más lejanos de sus vastos territorios de pecho adentro. ¡Mundo grandioso el que giraba en su torno! Mundo que naturalmente impedía ver cómo esa manada hediente de cerdos osaba entre los desperdicios de un talud.
Y ASI, FELIZ, tejió en la tarde. Y lavó. Y cantó. ¡Qué no hizo! Pero, por sobre todo, Gabriela cantó. Desde su terrezuela de patio, que se precipitaba más allá de un cierre de latas viejas y de alambres mohosos, a una quebrada de la que colgaban sórdidos ranchos, su voz se distendió, como allá en la inmensidad de la Pampa, cobrando cuerpo de sugerentes musicalidades en el aire:
“Pa qué silbarán los tordos
en medio del patagual,
pa’ qué cantará el estero,
pa’ qué trinará el zorzal…”
El sol brillaba entero, ahora, con brillos acordes a los acordes de su corazón. Ni una nube en los predios extensos y azulencos de Dios. Picoteaban por allí unos polluelos, piando, reclamando, por maña y regalía, el ala de la madre cloqueante. Verdeaban ya unos sembríos de frejoles, estriados los surcos escalonados, junto a los basurales de un talud inmediato. Se oían gritos prolongados de chiquillos, de los zarrapastrosos chiquillos que jugaban en las laderas. Desde lo alto de los cerros se acercaba una fragancia saludable de eucalipto.
“Fa’ qué va a rayar el alba,
pa’ qué va a salir el sol;
cuando pa’ mí to’o es noche
d’el día que me dejó…”
El canto dulce de Gabriela, el dulce y nostálgico canto, se abrazaba al canto aurífero del sol y al canto salobre y yodado del mar, del vasto, limpio y sereno mar.
* * *
HABÍA SIDO UNA noche de amargura, de sobresaltos y de obscuros sentimientos humedecidos por lágrimas trituradas a recio diente de corazón.
Si la guagua lloraba, le daba uno de los grandes pechos siempre grávidos, rebalsantes. Y gozaba, y era como si se humedecieran sus labios de gozo dándole su leche al hijo, porque era tan dulce que el pequeño le chupara el pecho. Se estremecía. Y, de súbito, era como si manos de hombre, manos de hombre querido, grandotas, rudas, pero suaves en la caricia buscasen el contacto de su cuerpo. Y sufría, porque ello era mentira. Miraba aquel viejo retrato de vidrio mosqueado. Y los sollozos le brotaban ampulosos, fofos, blanduchos como callampas frescas. Y sufría, sufría, sufría negramente, espesamente, apretadamente.
Y si estaba a punto de dormirse, como por piedad divina, era un gato amoroso el que golpeaba los latones del tejado, maullando tenebrosamente. Entonces, seres de aquelarre le llenaban los ojos en medio de la sólida y densa obscuridad. Y encendía la vela. Esa vela chata, chorreada, que semejaba una tenebrosa columna a cuyos flancos hubiera acudido en trance de plegaria un grupo de ánimas de trasgos.
Luego, apagaba la luz vacilante y temerosa. Y entonces era el viento iracundo de la noche melenuda y revuelta el que se allegaba a los bordes de los latones para rebramar allí, violentamente, con roncas voces de anciano cómitre.
O eran los otros dos hijos los que se revolvían en el lecho, inquietos, rascándose entre dormidos las picadas de las pulgas o deseando por instinto confundirse para mejor resistir los golpes del hielo.
El mar cantaba a lo lejos, audazmente, rudamente, infinitamente. Y ella, Gabriela, pensaba en sus hijos, sufriendo con un sufrimiento sin bordas ni pircas ni fronteras, ilimitadamente. Pensaba en sus hijos, sin padre ya, inocentes, acurrucados como perros, apretándose el uno contra el otro, confundiéndose, peludos de frío, picados de bichos, temblando. Y pensaba en la Pampa, en su Pampa, y en sus días felices; en sus días de lucha, pero felices. Y también, Gabriela pensaba en el café, en el líquido negro que se enfrió allí, sobre el rescoldo del brasero, esperando una garganta de hombre que lo bebiera; y en el organismo que lo sintiera, luego, corriendo por sus venas, junto a los apretados tumultos de la sangre.
No. Todo era negrura y espesas marañas de angustias.
* * *
EL MAR CANTABA. Fue una noche de amarguras, de sobresaltos y de obscuros sentimientos humedecidos por lágrimas trituradas a recio diente de corazón.
Pero llegó el alba. La verdad es que siempre llega un alba. Y las primeras luces, al filo del canto de los gallos que saltaba de patio en patio, de quebrada en quebrada, de cerro en cerro; y al filo del aullido de perros, se escurrieron suavemente al cuarto de Gabriela por los resquicios de las dos puertas y de la única ventana. Eran luces un poco flojas, grises, sin brillos, como pelaje de ratón de emporio. El mar cantaba a esta hora bravamente, alzándose contra la costa, como un gran lagarto intrépido que ansiara cazar águilas.
Gabriela, cansada de tanta angustia, agobiada por tanto peso de sentimientos obscuros, se dispuso ya a esta hora al trabajo.
El día, indeciso aún, se ofrecía amenazante. Y se oyó, primero, trajinar a la mujer a pie descalzo. Luego, puestas las desmedradas medias recogidas a mitad de pantorrilla, ella salió al patezuelo. Miró hacia el mar. La gente de tierra adentro que se aquerencia con las salobres aguas del océano, le rendirá a cada instante, por instinto, una plegaria a su grandeza, mediante un musitar dicho a pupilas.
Obesas nubes negruzcas era como si fueran rozando las aguas de azogue zorrastrón. Hacía un frío intenso, picante, frío de ortiga o de esencia de ají. Pero Gabriela, después de encender su cocina y recogerse el pelo abundoso en la nuca, comenzó su tarea de lavado. Se sorbía a ratos, porque, claro, hacía frío, y el frío encarruja la epidermis y obliga a sorberse, a cada momento. La cafetera que recién trasladara desde el brasero del cuarto miserable a la cocina, le trajo agrias pesadumbres. Sufría. Pero era un sufrimiento el suyo que iba dando cabida al odio.
Ella no lo hubiera creído nunca. La verdad era que Felipe se había portado como un canalla. Gabriela, acogedora, bondadosa y comprensiva por naturaleza, nunca tentó hacer nada en contra suya ni en contra de su nueva compañera. Y en realidad, pudo haberlo hecho, puesto que no había faltado quien le indicara el domicilio clandestino. Y en muchas ocasiones estuvo en vías de hacer más de algo por recuperar sus derechos de esposa. Luchó mucho. Entonces, sinceramente, era incapaz de albergar rencor en su pecho. No conocía el odio. Siempre pensó que el esposo regresaría por disposición natural al hogar.
Pero ahora, después de lo de ayer, no.
Rumió todo el día la rabia impetuosa que se levantaba con bravata de mar en los abismos de su existencia. Rabia de cielo huracanado que le velaba todas las estrellas de la ternura. Masticó, rumió esta rabia mientras estrujaba sus trapos. Y la siguió masticando y rumiando como un bocado inasimilable, como un mendrugo de coca, durante toda la mañana, a mediodía, en la tarde. Todo el día…
PRECISAMENTE A LA HORA en que se dispuso a ir en busca de Felipe, comenzó a llover. Fue una lluvia que, de leve, se tornó, paulatinamente, gruesa y violenta, pateadora, como una potranca salvaje, de crines tiesas y aguijoneantes. Encargó sus chicos a una vecina, como siempre hacen las mujeres pobres cuando salen, y endilgó a la calle.
ANOCHECÍA CUANDO sendereó por el costado de una quebrada para alcanzar el puente endeblucho que le permitiera atravesar hasta el cerro vecino. Se encendían las luces en el maravilloso anfiteatro del puerto. Y era un exotismo de luciérnagas el que aleteaba a lo lejos, en derredor, a través de las rejas vibrantes del agua. Llovía con ese ímpetu que sólo en Valparaíso se conoce. Verdeaban aun tenebrosamente los pastos en las sombras de las laderas. Y roncaban los pequeños torrentes buscando cauces por los taludes donde los ranchos se aferraban ateridos con esa fuerza de garra imbatible que da la miseria.
El mar no se veía. Pero se sentía entre el sonoro y ronco tambor de la lluvia y los golpes filosos del ventarrón, el quejido lastimero, soterrado y melancólico de la Boya del Toro, alargándose por los ámbitos, como un himno de angustia nunca sentida. El alma de los navegantes muertos encontraba ruta anchurosa para sus voces en los terreros lamentos venidos como del corazón cósmico del mar o la tormenta.
Chapaleando en las pozas y en el barro gredoso, chorreando agua por todas las ropas, Gabriela dio luego con el callejón que habría de llevarla a su destino. Mordía la ira y amasaba palabras con que atacar, en seguida, a quienes en estos momentos sentía sinceramente y de todo corazón como sus enemigos. Acaso porque nunca lo pensó seriamente, era que hasta ahora no había supuesto cuánto albur de odio y de anhelos de violencia puede contener el sentimiento humano.
Por allí cerca aulló un perro. Y ella sintió que el alma le temblaba y se le erizaba como los propios poros de su cuerpo aterido, tembleque. Un frío enorme, frío como fantasma de anchas alas de hielo, la cubría. Las crenchas se le pegaban a la frente, a las orejas, al cuello. Debió de caérsele alguna horquilla puesto que ella sintió que un haz de pelo le rodaba hacia la espalda.
Golpeó en varias puertas infructuosamente. Rostros magros, esmirriados, canosos. Voces como de guitarras rotas, temblonas, tímidas, huecas. Palabras desvencijadas, pegajosas. Y la lluvia, cae que te cae. Y el viento. Y el himno de muerte de los navegantes.
Una puerta. Y otra. Y otra…
—¡Chas!… ¡Chas… chas!… hacían el barro y el agua bajo las chancletas empapadas de Gabriela.
Otra puerta. Ahora una ventana de postigos abiertos. Y el frío que no dejaba quieto el cuerpo. Los vidrios estaban empañados: por dentro, de vapor de respiraciones; y, por fuera, de inquieto llanto o sudor de lluvia.
Pero, a través de la doble empañadura y de la mugre de insectos, Gabriela distinguió bien las cuatro velas, velas chatas también como la de su casa, y chorreadas, circuidas sí, de rayos de plata, como bujías de milagro. Al centro, un ataúd. Algunas coronas. Flores a medio secar. Sollozos. Llanto de guagua.
Gabriela sentía que una fuerza desmelenada la empujaba a huir. Se hubiera quejado de improviso como una bestia herida. Tan trágico sentía que era aquel cuadro. ¡Y esos sollozos de perro poseído por fantasmas! Retiró el rostro de la ventana. Cobraba ánimos para irse. No había golpeado. Pero de adentro la habían visto o la habían sentido o presentido tal vez, ya que crujió tenebrosamente la puerta apolillada al abrirse.
—¿Desea algo, señora?
Mas, ¿por qué esa voz? Ella tembló. No de frío. No. No era de frío que temblaba. Era de temor, tal vez. Hubiera lanzado ahora ese quejido de bestia herida que se desplazaba hacia el rincón más oculto de su pecho.
—¡Felipe!… —dijo apenas, como en susurro de aura sujeta entre espinos.
—¿Pero, tú, tú, mujer?… ¿Tú?
Voz salitrosa, legamosa, abandonada y quieta como mar que se secara.
Felipe lanzó otro sollozo, pues era él quien estaba sollozando adentro. Y era él quien había abierto y salido a la puerta.
—¡Felipe!… —exclamó ella ahora, con voz entera.
Y sentía ya cómo la rabia y los odios, en presentimiento de todo, comenzaban a aligerarle el alma.
—¡Entra, mujer, entra! —rogó él. —¡Pasa!
—¡No!… —se resistió, horrorizada, aterrada, asediada de repente por un mezquino e increíble arranque de pudor.
—¡No, no, m’hijo!
Sin embargo, al decir esto, ya traspasaba el vano de la puerta, impulsada, en seguida de sus palabras, por un sentimiento puro y potente de comprensión.
La pieza, sórdida en cada espacio de su dominio, estaba pasada de olor a sebo derritiéndose y a flores marchitas. Había también olor a resina de las ramas de pino con que estaban hechas algunas coronas. Felipe, a los pies del ataúd, era imposible que venciera los sollozos. Gabriela, recién cerrada la puerta, se quedó extática como un ser extraño, bovina, seca, enajenada. En un rincón, una anciana, lagrimeando y como hipando, se esmeraba en hacer callar a una guagua, meciéndola, sentada en una silleta de paja.
Recién habló Felipe:
—¡Qué te parece! ¡Mira lo que ha pasado… mira, Gabriela!… —pronunció entrecortadamente. —¡Tuvo a la guagua y se murió! … ¡No pudo más!
Y era como si crujieran sus huesos. Suspiró y mordió el pañuelo que tenía en la diestra. Su mujer le miró sin compasión y sin odio ya. Había una apostura de grandeza y de pureza en todo él, hasta en su llanto, que no le odiaba, que sólo le quería y le amaba igual que antes. Y de nuevo quiso abalanzarse hacia él y besarle el rostro, la boca, el cuello, hundir sus labios en medio de esos pelos que le negreaban la faz.
De improviso, fue como si el llanto de la guagua la despertara de un sueño. Por instinto fue hacia allá. La anciana, lagrimeando y teniendo en su falda a la pequeña, se empeñaba impaciente en vaciar en su hociquillo una cucharadita de agua de apio. Sorbía, y se diría que en su nerviosidad, trituraba una plegaria a seca garganta.
—¡Démela! —solicitó Gabriela, despacito, simplemente. —¡Démela!… —repitió.
La miró la anciana sin extrañeza, con eternos ojos de madre, ojos lo mismo que los de ella, sólo que un poco entelados por los años. Le cedió la silleta. Gabriela se sentó, seguidamente, con la pequeña llorona en la falda, echó al aire uno de los sabrosos, grandotes y brunos pechos. Algo habló a la guagua al darle el pezón. Y se sintió el ávido chupar, entre rezonguillos que alcanzaban los tramos del lloriqueo, cuando la mama se le escapaba.
Un olor dulce a leche, es decir, un olor a vida, venció de pronto el olor a sebo de las velas o el de las flores, de la resina o el de la humedad tibia que exhalaban las ropas de Gabriela. El gozo la hacía temblar a ella —el gozo, no el frío—, mientras la pequeña succionaba y la leche afluía de su cuerpo de hembra para llenarle la rosada boquilla infante.
Hacia atrás, desde el corazón del hombre, la música leve de unos sollozos y unos suspiros.
Luego, unos rezos rumoreados por la anciana, pávidamente. Nada más. No había palabras. Acaso hubieran sido demasiado pequeñas en medio de la inmensidad de los sentimientos. Una lágrima, sí, una lágrima gruesa, caliente y del más puro cristal humano, fue a golpear una de las mejillas de la pequeñuela.
Y fue la lágrima como el primer beso de madre de que ella disfrutara.
El agua, entretanto, había parado su ajetreo sobre el mar infinito y los cerros. Alas de viento traían hacia las lomas pobladas de ranchos y eucaliptos, la sonata brava y cósmica del mar: sinfonía de luz para esa otra luz de la congoja y la ternura.
* * *
© Nicomedes Guzmán: Rapsodia en luz mayor. Publicado en Una moneda al río y otros cuentos, 1954.