Nikolái Gógol: Un lugar embrujado

Historia verdadera narrada por el sacristán de la iglesia de ***

Les juro que empiezo a estar harto de contarles historias. ¿Qué se creen ustedes? Les doy mi palabra de que estoy aburrido. Me paso el día cuenta que te cuenta. ¡No hay manera de que le dejen a uno tranquilo! Bueno, voy a narrarles una historia más, pero será la última. Sí, ustedes han dicho que el hombre puede vencer al espíritu maligno. Mirándolo bien, es evidente que se dan en el mundo toda suerte de casos… No obstante, yo no diría eso. Si la fuerza diabólica quiere burlarse de uno, ya lo creo que lo conseguirá. Y si no vean lo que sucedió en mi familia: éramos en total cuatro hermanos. En aquella época yo no era más que un tontuelo. Sólo tenía once años; pero qué digo: aún no los había cumplido. Recuerdo como si fuera ayer que en una ocasión me puse a cuatro patas y empecé a ladrar como un perro; mi padre me gritó, moviendo la cabeza: «¡Ay, Fomá, Fomá! ¡Estás ya en edad de casarte y aún sigues haciendo el tonto como un potrillo!». Mi abuelo —que todo le vaya bien en el otro mundo— todavía vivía y gozaba de buena salud. A veces se le ocurría…

Pero ¿cómo quieren que les cuente nada en estas condiciones? Uno lleva ya una hora sacando brasas de la estufa para encender la pipa; otro no sé qué ha ido a hacer al granero. Pero ¿esto qué es? Aún podría entenderlo si les obligara a escucharme, pero son ustedes mismos los que me han pedido que les cuente una historia. ¡Si quieren escuchar, escuchen!

A principios de la primavera mi padre se fue a Crimea a vender tabaco. No recuerdo si había equipado dos carros o tres. En aquella época el tabaco se pagaba caro. Llevó consigo a mi hermano de tres años, para que aprendiera desde pequeño el oficio de carretero. Nos quedamos mi abuelo, mi madre, un hermano, otro hermano y yo. El abuelo había sembrado melones hasta el borde mismo del camino y se había ido a vivir a una cabaña; nos había llevado con él para que espantáramos a los gorriones y las urracas que venían al melonar. No puede decirse que lo pasáramos mal. A veces comíamos en un solo día tantos pepinillos, melones, nabos, cebollas y guisantes que, a fe mía, parecía que en el estómago cacareaba un gallo. Además, sacábamos un buen beneficio. Pasaban muchas gentes por el camino y pocas se resistían a degustar un melón o una sandía. Y de las granjas vecinas traían pollos, huevos y pavos para intercambiar por productos de la huerta. Era una buena vida.

Lo que más le gustaba a mi abuelo era que cada día pasaban unos cincuenta carreteros con sus carros. Era gente que había visto mucho mundo. Cuando se ponían a contar, sólo había que abrir bien las orejas. Y mi abuelo acogía esas historias como un hambriento unas galushhas. A veces se encontraba con viejos conocidos —a quién no conocía mi abuelo—, y ya saben ustedes lo que pasa cuando varios viejos se reúnen: tararí, tarará, que si en esa época, que si en la otra, que si pasó esto, que si pasó lo otro… Los recuerdos se desbordaban. ¡Dios sabe hasta qué época se remontaban!

Una vez —me acuerdo como si hubiera sucedido ayer—, el sol había empezado a ponerse; mi abuelo paseaba por el melonar y quitaba las hojas con las que cubría las sandías durante el día para protegerlas del sol.

—¡Mira, Ostap! —le dije a mi hermano—. ¡Por ahí van unos carreteros!

—¿Dónde? —dijo el abuelo, que acababa de hacer una señal en un gran melón para que los muchachos no se lo comieran.

Por el camino avanzaban seis carros. A la cabeza iba un carretero con el bigote ya ceniciento. Cuando llegó —cómo decirles— a unos diez pasos, se detuvo.

—¡Hola, Maksim! ¡Mira dónde ha dispuesto Dios que nos encontremos!

El abuelo entornó los ojos.

—¡Ah! ¡Hola, hola! ¿Qué te trae por aquí? ¿Está Boliachka contigo? ¡Hola, hola, hermano! ¡Pero diablos! ¡Si están todos! ¡Krutorischenko, Pecheritsa, Kovelek, Stetsko! ¡Hola!, ¡ja, ja, ja!, ¡jo, jo, jo! —y empezaron todos a besarse.

Desengancharon los bueyes y los dejaron pastar en la hierba. Los carros quedaron en el camino; los carreteros se sentaron en círculo delante de la cabaña y encendieron sus pipas. Pero no era ese momento para pipas. Mientras charlaban y contaban sus historias, apenas tuvieron tiempo de fumar una. Después del mediodía, mi abuelo ofreció melones a los invitados. Cada uno cogió un melón y lo limpió con su cuchillo (eran todos carreteros experimentados, habían visto mucho mundo, sabían incluso comer en sociedad; ni siquiera les habría importado sentarse a la mesa de un señor); una vez bien limpio, practicaron un agujero con el dedo, bebieron el zumo y empezaron a cortarlo en trozos y a llevárselo a la boca.

—Y bien, muchachos —dijo el abuelo—. ¿Qué hacéis ahí parados? ¡Bailad un poco, hijos de perra! ¿Dónde está tu caramillo? ¡Vamos, un baile cosaco! ¡Fomá, los puños en la cintura! ¡Muy bien! ¡Así! ¡Jei!, ¡jop!

Yo era entonces un muchacho ágil. ¡Maldita vejez! Ahora ya no puedo moverme así; en lugar de trazar giros, mis pies sólo tropiezan. Mi abuelo estuvo un buen rato sentado con los carreteros, mirando cómo bailábamos. Noté que sus pies no paraban en su sitio; parecía como si alguien tirara de ellos.

—Apuesto a que el viejo va a salir a bailar, Fomá —me dijo Ostap.

¿Y qué creen ustedes? Apenas había tenido tiempo mi hermano de pronunciar esas palabras, cuando el viejo no pudo contenerse más. Quería presumir un poco delante de los carreteros, ¿entienden?

—¡Mirad, hijos del diablo! ¿Ésa es manera de bailar? ¡Así es como se baila! —dijo, poniéndose en pie, extendiendo los brazos y taconeando.

Bueno, no había nada que decir: hay que reconocer que el viejo sabía bailar; incluso habría podido danzar con la mujer del hetman. Nos apartamos y el viejo se puso a dar vueltas por todo el terreno llano que bordeaba el bancal de los pepinos. No obstante, cuando había recorrido la mitad y se aprestaba a saltar y ejecutar una de sus vertiginosas piruetas, no pudo levantar los pies del suelo. ¡No había manera! ¡Vaya una cosa rara! Se lanzó de nuevo, llegó hasta la mitad del terreno, pero las piernas no le obedecían. No había nada que hacer: no le obedecían y punto. Parecía como si se hubieran vuelto de madera. «¡Mirad qué sitio diabólico! ¡Mirad qué prodigio de Satanás! ¡Tiene que ser cosa de ese Herodes, de ese enemigo del género humano!».

Bueno, ¡no iba a cubrirse de oprobio delante de todos los carreteros! Se lanzó de nuevo y empezó a dar unos pasos tan menudos y fulgurantes que daba gusto verlo; pero llegó a la mitad y se acabó. ¡No pudo seguir bailando, eso es todo!

—¡Ah, maldito Satanás! ¡Ojalá te atragantes con un melón podrido! ¡Ojalá no hubieras llegado a la edad adulta, hijo de perra! ¡Hacerme pasar esta vergüenza a mi edad!

Y en efecto, alguien se rió a sus espaldas. El abuelo se volvió, pero no quedaba ni rastro del melonar ni de los carreteros; por delante, por detrás y a los lados se extendía un terreno llano.

—¡Eh! Tss… ¡Esta sí que es buena!

Entornó los ojos para ver mejor; el lugar no le parecía del todo desconocido: a un lado había un bosque, detrás del cual despuntaba una vara que se internaba a gran altura en el cielo. ¡Qué cosa tan rara! ¡Si era el palomar que tenía el pope en el huerto! Al otro lado destacaba una extensión gris. La miró con mayor atención y advirtió que se trataba de la era del secretario provincial. ¡Adónde lo había llevado la fuerza impura! Tras deambular por el paraje, se topó con un sendero. No había luna; sólo se vislumbraba una mancha blanca detrás de las nubes. «Mañana hará mucho viento», pensó mi abuelo. De pronto, a un lado del camino, vio una vela encendida sobre una tumba.

—¡Vaya! —el abuelo se detuvo, puso las manos en la cintura y examinó el lugar: la vela se apagó; un poco más lejos se encendió otra—. ¡Un tesoro! —gritó el abuelo—. ¡Apuesto lo que sea a que es un tesoro! —y ya se había escupido en las manos para empezar a cavar, cuando reparó en que no tenía pala ni azada—. ¡Ah, qué pena! Quién sabe si hubiera bastado con levantar el césped para encontrar el tesoro. Lo único que puedo hacer es señalar el lugar para no olvidarme.

Cogió una gran rama, arrancada por lo visto por el vendaval, la colocó sobre la tumba, en el lugar mismo donde lucía la vela, y siguió andando por el camino. Los jóvenes robles del bosque empezaron a ralear y de pronto apareció una cerca. «¡Y bien!», dijo el abuelo. «¿No había dicho que era la era del pope? ¡Aquí está su cerca! Ya queda menos de un kilómetro para el melonar».

Llegó bastante tarde y ni siquiera quiso probar las galushhas. Despertó a mi hermano Ostap sólo para preguntarle si hacía mucho tiempo que se habían marchado los carreteros y se envolvió en su zamarra. Cuando mi hermano le preguntó:

—¿Dónde diablos te has metido, abuelo?

—No me lo preguntes —exclamó éste, arrebujándose aún más en su zamarra—. No me lo preguntes, Ostap, si no quieres que te salgan canas —y empezó a roncar con tanta fuerza que los gorriones que habían penetrado en el melonar levantaron el vuelo asustados. ¡Claro que no se había quedado dormido! Hay que decir que el abuelo era un animal muy astuto, que Dios lo tenga en su gloria, y sabía escabullirse de cualquier situación. A veces tenía unas salidas que no había más remedio que morderse los labios.

Al día siguiente, en cuanto empezó a oscurecer en los campos, mi abuelo se puso la casaca, se ajustó el cinturón, cogió una azada y una pala, se caló el gorro en la cabeza, se bebió una jarra de kvas, se secó los labios con el faldón y se dirigió derecho al huerto del pope. Dejó atrás la cerca y el pequeño robledal. Entre los árboles serpenteaba un camino que conducía a los campos. Se diría que el lugar era idéntico al de la noche anterior. Salió al campo; el paraje parecía el mismo: allí estaba el palomar, pero en cambio no se veía la era. «No, éste no es el lugar; debe de ser un poco más lejos; probablemente habrá que girar en dirección a la era». Dio la vuelta y se internó por otro camino. ¡Ahora se veía la era, pero no el palomar! De nuevo se acercó al palomar y desapareció la era. En el campo, como a propósito, empezó a llover. Corrió de nuevo a la era, pero el palomar ya no estaba; fue hacia el palomar y desapareció la era.

—¡Ojalá no llegues a ver a tus hijos, maldito Satanás! Empezó a llover a cántaros.

Mi abuelo se quitó las botas nuevas y las envolvió en un pañuelo para que la lluvia no las alabeara, y se puso a trotar como el caballo de un señor. Entró en la cabaña calado hasta los huesos, se cubrió con la pelliza y se puso a murmurar entre dientes, dedicando al diablo tales insultos como yo no había oído en mi vida. Reconozco que de haber sucedido la escena a la luz del día me habría ruborizado.

Al día siguiente, cuando me desperté, vi que el abuelo, como si no hubiera sucedido nada, deambulaba por el melonar, cubriendo las sandías con hojas de bardana. Durante la comida el viejo estuvo un rato charlando y asustó a mi hermano pequeño con la amenaza de trocarlo por pollos en lugar de las sandías; después de la comida se fabricó él mismo un silbato de madera y estuvo tocando con él; y para que nos divirtiéramos nos dio un melón que se retorcía como una serpiente, al que llamaba melón turco. Ya no se ven melones así. Cierto que había recibido las semillas de muy lejos.

Al anochecer, después de cenar, mi abuelo cogió la azada y se fue a cavar un nuevo bancal para plantar calabazas tardías. Al pasar junto al lugar embrujado no pudo contenerse y murmuró entre dientes: «¡Maldito lugar!»; luego se llegó hasta el punto donde no había podido bailar dos días antes y, furioso, descargó un golpe con la azada. En ese momento surgió a su alrededor el mismo panorama que la otra vez: a un lado apareció el palomar, y al otro la era. «Vaya, he hecho bien en traer conmigo la azada. ¡Allí está el camino! ¡Allí está la tumba! ¡Allí está la rama que coloqué! ¡Allí arde la vela! Espero no confundirme».

Corrió sin hacer ruido, manteniendo la azada levantada, como si quisiera dar la bienvenida a un cerdo que se hubiera introducido en el melonar, y se paró ante la tumba. La vela se apagó; sobre la tumba había una piedra devorada por la hierba. «¡Hay que levantar esa piedra!», pensó el abuelo, y se puso a cavar a su alrededor. ¡Era grande la maldita piedra! No obstante, tras apoyar con fuerza los pies en el suelo, la empujó a un lado de la tumba. «¡Huuu!», resonó por todo el valle. «¡Ya está! ¡Ahora irá todo más deprisa!».

A continuación mi abuelo se detuvo, sacó su tabaquera, vertió en el puño un poco de tabaco y ya se aprestaba a acercárselo a la nariz, cuando de pronto, por encima de su cabeza, se oyó un «achís». Alguien había estornudado con tanta fuerza que los árboles se balancearon y la cara de mi abuelo quedó toda salpicada.

—¡Podías volverte del otro lado cuando tienes ganas de estornudar! —dijo mi abuelo, frotándose los ojos. Miró a su alrededor, pero no había nadie—. ¡No, por lo visto al diablo no le gusta el tabaco! —continuó, guardándose la tabaquera y cogiendo la azada—. ¡Qué tonto es! ¡Un tabaco como éste no lo han olido ni su padre ni su abuelo!

Empezó a cavar; la tierra estaba blanda y la azada se hundía en ella sin esfuerzo. De pronto algo tintineó. Apartó la tierra y vio una olla.

—¡Ah, ahí estabas, amigo mío! —gritó el abuelo, metiendo por debajo la azada.

—¡Ah, ahí estabas, amigo mío! —pió un ave, picoteando la olla.

Mi abuelo se apartó y soltó la azada.

—¡Ah, ahí estabas, amigo mío! —baló una cabeza de cordero desde lo alto de un árbol.

—¡Ah, ahí estabas, amigo mío! —rugió un oso, asomando el hocico detrás de un tronco.

Mi abuelo se estremeció.

—¡Vaya! ¡Cualquiera se atreve a pronunciar una palabra aquí! —dijo entre dientes.

—¡Cualquiera se atreve a pronunciar una palabra aquí! —pió el pico del ave.

—¡Cualquiera se atreve a pronunciar una palabra! —baló la cabeza de cordero.

—¡Cualquiera se atreve! —rugió el oso.

—¡Hum! —dijo asustado el abuelo.

—¡Hum! —pió el pico.

—¡Hum! —baló el cordero.

—¡Hum! —rugió el oso.

Lleno de terror, mi abuelo miró en torno suyo. ¡Dios mío, qué noche! Ni luna ni estrellas; a su alrededor sólo había barrancos; bajo sus pies se extendía un abismo sin fondo; sobre su cabeza colgaba una montaña que amenazaba con derrumbarse sobre él. El abuelo tuvo la impresión de que, detrás de ella, asomaba una cara. ¡Uf, menuda cara! La nariz como el fuelle de una herrería, con unos orificios nasales tan grandes que hubiera cabido un barreño de agua en cada uno de ellos; los labios, os lo juro, iguales a dos troncos; los ojos rojizos, salientes, miraban hacia arriba. Además, la cara sacaba la lengua y se burlaba.

—¡Vete al diablo! —exclamó el abuelo, dejando la olla—. ¡Quédate con tu tesoro! ¡Qué jeta tan abominable! —y ya estaba a punto de echarse a correr, cuando miró a su alrededor y vio que todo volvía a ser como antes—. ¡Lo que quiere el espíritu impuro es asustarme!

De nuevo trató de sacar la olla, pero era demasiado pesada. ¿Qué hacer? ¡No iba a dejarla allí! Haciendo acopio de todas sus fuerzas, el abuelo la agarró con las dos manos.

—¡Vamos, otro tirón! ¡Otro, otro! —y la sacó—. ¡Uf! ¡Ahora es momento de oler un poco de tabaco!

Cogió la tabaquera; pero antes de que tuviera tiempo de verter un poco de tabaco en la mano, miró atentamente a su alrededor para asegurarse de que no había nadie. En un principio pensó que estaba solo; pero de pronto le pareció ver que un tocón soplaba y jadeaba, que le salían orejas y unos ojos inyectados en sangre, que los orificios de la nariz se dilataban y la nariz se fruncía como si se dispusiera a estornudar. «No, no oleré tabaco», pensó mi abuelo, guardando la tabaquera—. «¡Ese Satanás volvería a llenarme los ojos de saliva!». Cogió la olla apresuradamente y echó a correr con todas sus fuerzas; pero sentía que por detrás alguien le rascaba las piernas con unas varillas… «¡Ay, ay, ay!», gritaba el abuelo, acelerando el paso; sólo cuando llegó al huerto del pope se detuvo para recuperar el aliento.

«¿Dónde se habrá metido el abuelo?», pensábamos nosotros, que llevábamos tres horas esperándole. Hacía tiempo que nuestra madre había venido desde la granja con un puchero de galushkas calientes. ¡Y el abuelo seguía sin aparecer! Una vez más empezamos a cenar solos. Después de la cena, nuestra madre lavó el puchero y buscó con la vista un lugar en el que arrojar el agua sucia, pues alrededor sólo había bancales; de pronto vio un tonel que iba directamente a su encuentro. El cielo estaba bastante oscuro. Nuestra madre probablemente pensó que uno de los muchachos, para divertirse, se había ocultado detrás del tonel y lo empujaba.

—¡Muy a propósito! ¡Voy a arrojar allí el agua sucia! —dijo, y vertió el agua hirviendo.

—¡Ay! —gritó alguien con voz de bajo.

Miramos y era el abuelo. ¡Quién iba a imaginarlo! Os juro que pensábamos que se trataba de un tonel. Reconozco, aunque no sea muy piadoso, que nos pareció muy divertido ver la cabeza canosa del abuelo empapada de agua sucia y toda cubierta de mondas de melón y de sandía.

—¡Mira lo que has hecho, mujer del diablo! —dijo el abuelo, secándose la cabeza con el faldón de la casaca—. ¡Me ha escaldado como a un cerdo en Nochebuena! ¡Bueno, muchachos, ahora tendréis con qué compraros roscas de pan! ¡Llevaréis caftanes de oro, hijos de perra! ¡Mirad, mirad lo que os traigo! —dijo el abuelo abriendo la olla.

¿Y qué creen ustedes que contenía? Bueno, por lo menos debía haber, si bien se piensa… ¿Qué? ¿Oro? Pues no, no había oro; el interior estaba repleto de basura, de porquerías… Da vergüenza decir lo que había allí. Mi abuelo escupió, arrojó la olla y fue a lavarse las manos.

Ese día nos hizo prometerle que jamás creeríamos al diablo.

—¡Ni se os ocurra siquiera! —nos decía a menudo—. Todo lo que os diga ese hijo de perra, ese enemigo del señor Jesucristo, es mentira. ¡En ninguna de sus palabras hay un kopek de verdad!

Y en cuanto se enteraba de que en alguna parte las cosas no estaban tranquilas, nos gritaba:

—¡Vamos, muchachos, a santiguaros! ¡Así! ¡Así! ¡Muy bien! —y él mismo hacía la señal de la cruz. En cuanto al lugar embrujado, en el que no había podido bailar, lo cerró con una cerca y nos ordenó tirar allí los desperdicios, las malas hierbas y la basura que sacaba del melonar.

¡Así es cómo la fuerza impura se burla de los hombres! Conozco bien ese terreno. Después de ese suceso unos cosacos vecinos se lo alquilaron a mi padre para plantar melones. ¡Era una tierra estupenda y producía unas cosechas magníficas!; pero el lugar embrujado nunca dio nada bueno. Lo sembraban como es debido, pero brotaban unas plantas tan extrañas que no había manera de reconocerlas: sandías que no eran sandías, calabazas que no eran calabazas, pepinos que no eran pepinos… ¡El diablo sabe lo que era aquello!

© Nikolái Gógol: Zakoldóvannoye mesto (Un lugar embrujado). Publicado en Vecherá na jútore bliz Dikanki (Las veladas de Dikanka), 1832. Traducción de Víctor Gallego Ballestero.

No te pierdas nada, únete a nuestros canales de difusión y recibe las novedades de Lecturia directamente en tu teléfono: