Octavia E. Butler: Sonidos del habla

Octavia E. Butler - Sonidos del habla

Sinopsis: «Sonidos del habla» (Speech Sounds) es un cuento de ciencia ficción escrito por Octavia E. Butler, publicado en diciembre de 1983 en Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine. En un mundo devastado por una misteriosa enfermedad que ha destruido casi por completo la capacidad de comunicarse, Valerie Rye emprende un viaje solitario con la esperanza de reencontrarse con sus familiares. En el camino, debe enfrentarse a la violencia cotidiana de una sociedad fracturada, donde el silencio forzado alimenta la desconfianza y el miedo. En medio del caos, Rye busca mantenerse a salvo y encontrar algún vínculo que le devuelva sentido a su existencia.

Octavia E. Butler - Sonidos del habla

Sonidos del habla

Octavia E. Butler
(Cuento completo)

Había problemas a bordo del autobús de Washington Boulevard. Rye había previsto que surgirían tarde o temprano durante su viaje. Había aplazado su partida hasta que la soledad y la desesperanza la obligaron a marcharse. Creía que aún podía quedarle algún grupo de parientes vivos: un hermano y sus dos hijos, a unos treinta kilómetros, en Pasadena. Eso era un día entero de viaje solo de ida, con suerte. La llegada inesperada del autobús justo cuando salía de su casa en Virginia Road le había parecido un golpe de suerte… hasta que empezaron los problemas.

Dos hombres jóvenes estaban en desacuerdo por algo o, más probablemente, en medio de un malentendido. De pie en el pasillo, gruñían y se hacían gestos, cada uno en su propia postura vacilante, en actitud defensiva, mientras el autobús botaba sobre los baches. El conductor parecía esforzarse deliberadamente por hacerlos perder el equilibrio. Aun así, sus gestos se detenían justo antes del contacto: puñetazos fingidos, juegos de manos intimidatorios para sustituir insultos ya perdidos.

Los pasajeros observaban a la pareja, luego se miraban entre sí y emitían pequeños sonidos ansiosos. Dos niños sollozaban.

Rye estaba sentada a unos pocos metros detrás de los contendientes y frente a la puerta trasera. Los observaba con atención, consciente de que la pelea empezaría en cuanto a uno de ellos se le rompieran los nervios, se le escapara la mano, o agotara su escasa capacidad de comunicación. Cualquiera de esas cosas podía ocurrir en cualquier momento.

Una de ellas sucedió cuando el autobús pasó sobre un bache especialmente grande y uno de los hombres —alto, delgado y con una mueca burlona— fue lanzado contra su oponente más bajo.

De inmediato, el hombre más bajo hundió su puño izquierdo en aquella mueca que ya se deshacía. Arremetió contra su adversario más corpulento como si no tuviera, ni necesitara, arma alguna aparte de su mano izquierda. Golpeó con rapidez y fuerza suficientes para derribar al hombre más alto antes de que este lograra recuperar el equilibrio o devolver un solo golpe.

La gente gritó o chilló de miedo. Los que estaban cerca se apresuraron a apartarse. Otros tres jóvenes rugieron de emoción y gesticularon con violencia. Entonces, por alguna razón, estalló una segunda disputa entre dos de esos tres; probablemente porque uno rozó o golpeó al otro sin querer.

Mientras la segunda pelea dispersaba a los pasajeros asustados, una mujer sacudió el hombro del conductor y gruñó, señalando hacia la reyerta.

El conductor le gruñó a su vez, con los dientes apretados. Asustada, la mujer se retiró.

Rye, que conocía bien los métodos de los conductores, se preparó y se aferró a la barra del asiento delantero. Cuando el conductor pisó el freno, ella estaba lista y los combatientes no. Salieron despedidos por encima de los asientos y cayeron sobre pasajeros que gritaban, provocando todavía más confusión. Comenzó al menos otra pelea más.

En cuanto el autobús se detuvo del todo, Rye se puso en pie y empujó la puerta trasera. Al segundo empujón se abrió y ella saltó fuera, sujetando su mochila con un brazo. Varios pasajeros la siguieron, pero otros permanecieron a bordo. Los autobuses eran tan escasos e irregulares entonces que la gente subía siempre que podía, costara lo que costara. Era posible que no hubiera otro autobús ni hoy ni mañana. La gente echaba a andar y, si veía un autobús, le hacía señas para detenerlo. Los que emprendían viajes interurbanos como el de Rye —de Los Ángeles a Pasadena— se preparaban para acampar o se arriesgaban a buscar cobijo entre lugareños que podían robarlos o asesinarlos.

El autobús no se movió, pero Rye sí se alejó de él. Su intención era esperar a que terminara el alboroto para volver a subir, pero si había disparos quería la protección de un árbol. Por eso estaba junto al bordillo cuando un Ford azul, abollado, en la acera de enfrente dio un giro en U y se detuvo frente al autobús. Los coches eran raros entonces, tan raros como podía hacerlos la grave escasez de combustible y de mecánicos que todavía conservaran facultades. Los coches que aún funcionaban se utilizaban tanto como armas como para transportarse. Así que, cuando el conductor del Ford hizo señas a Rye, ella se apartó con cautela. El conductor salió del coche: era un hombre grande, joven, con una barba bien cuidada y pelo oscuro y abundante. Llevaba un abrigo largo y una expresión tan precavida como la de ella. Rye se mantuvo a varios metros, esperando a ver qué hacía. Él miró el autobús, que se balanceaba con la pelea en su interior, luego al pequeño grupo de pasajeros que habían bajado. Finalmente miró de nuevo a Rye.

Ella le sostuvo la mirada, plenamente consciente de la vieja automática del .45 que llevaba oculta bajo la chaqueta. Observó sus manos.

Él señaló el autobús con la mano izquierda. Las ventanillas tintadas le impedían ver qué ocurría dentro.

Que usara la izquierda interesó a Rye más que la pregunta implícita. Las personas zurdas tendían a estar menos deterioradas, a ser más razonables y capaces de comprender, menos propensas a dejarse arrastrar por la frustración, la confusión o la ira.

Ella imitó su gesto, señalando al autobús con la izquierda, y luego lanzó un par de puñetazos al aire con ambas manos.

El hombre se quitó el abrigo y dejó a la vista un uniforme del Departamento de Policía de Los Ángeles, con porra y revólver reglamentario.

Rye dio un paso atrás. Ya no existía la policía de Los Ángeles, ni organización alguna de gran tamaño, pública o privada. Solo quedaban patrullas vecinales e individuos armados. Nada más.

El hombre sacó algo del bolsillo del abrigo y luego arrojó la prenda dentro del coche. Con un gesto indicó a Rye que retrocediera hacia la parte trasera del autobús. Tenía algo de plástico en la mano. Rye no entendió qué pretendía hasta que él se dirigió a la puerta trasera del autobús y le señaló que permaneciera allí. Ella obedeció por pura curiosidad. Poli o no, quizá podría hacer algo para detener aquellas peleas absurdas.

Él rodeó la parte delantera del autobús hasta el lado donde estaba la ventanilla abierta del conductor. Desde allí, a Rye le pareció verlo arrojar algo al interior. Aún intentaba distinguirlo a través del cristal tintado cuando la gente comenzó a salir tambaleándose por la puerta trasera, tosiendo y llorando. Gas.

Rye sostuvo a una anciana que habría caído y bajó a dos niños pequeños que corrían peligro de ser derribados y pisoteados. Vio al hombre barbudo ayudando a los pasajeros por la puerta delantera. Sujetó a un anciano delgado que uno de los peleadores había empujado fuera. Tambaleándose por su peso, apenas logró apartarse antes de que el último de los jóvenes saliera a empujones. Este, con sangre en la nariz y la boca, se estrelló contra otro, y ambos forcejearon a ciegas, aún gimoteando por el gas.

El barbudo ayudó al conductor a bajar por la puerta delantera, aunque este no pareció agradecérselo. Por un momento, Rye pensó que habría otra pelea. El barbudo retrocedió y observó al conductor mientras este hacía gestos amenazantes, gritando de forma inarticulada.

Permaneció inmóvil y callado, negándose a responder a gestos claramente obscenos. Las personas menos deterioradas solían actuar así: se mantenían al margen a menos que las amenazaran físicamente, dejando que los más alterados gritaran y saltaran. Era como si consideraran indigno ponerse tan susceptibles como quienes entendían menos. Aquello era una actitud de superioridad, y así la percibían personas como el conductor. A menudo castigaban esa “superioridad” con palizas o incluso la muerte. Rye había tenido varios sustos. Por eso nunca iba desarmada. Y en un mundo en que el lenguaje corporal era quizá el único idioma común, a menudo bastaba con estar armada. Rara vez había tenido que desenfundar su arma, y menos aún dispararla.

El revólver del barbudo estaba siempre visible. Al parecer, eso bastó para el conductor, que escupió con desprecio, lo fulminó con la mirada un momento más y luego regresó a su autobús, aún lleno de gas. Lo contempló un instante, deseando claramente subir, pero todavía había demasiado gas. De todas las ventanillas, solo la diminuta del conductor podía abrirse. La puerta delantera estaba abierta, pero la trasera se cerraba si nadie la sujetaba. Y, por supuesto, el aire acondicionado había dejado de funcionar hacía mucho. El interior tardaría en ventilarse. El autobús era su propiedad, su sustento. Había pegado en los laterales viejas fotos de revista de las cosas que aceptaba como pago. Con lo que reunía alimentaba a su familia o lo intercambiaba. Si su autobús no funcionaba, no comía. Por otro lado, si el interior era destrozado por peleas absurdas, tampoco comería demasiado bien. Pero parecía incapaz de comprender esto último. Solo veía que tardaría en volver a usarlo. Sacudió el puño hacia el barbudo y gritó. A Rye le dio la impresión de que había palabras en aquel grito, pero no pudo entenderlas. No sabía si era su culpa o la del conductor. Hacía ya tres años que apenas oía habla humana coherente y no estaba segura de si aún sabía reconocerla; tampoco sabía cuán deteriorada estaba ella misma.

El barbudo suspiró. Miró hacia su coche y luego hizo señas a Rye. Estaba listo para marcharse, pero quería algo de ella primero. No. Quería que se marchara con él. Que se arriesgara a subir al coche aunque, pese al uniforme, la ley y el orden ya no fueran nada, ni siquiera palabras.

Ella negó con la cabeza, un gesto universal, pero él siguió insistiendo.

Ella lo apartó con un gesto. Él estaba haciendo algo que los menos deteriorados casi nunca hacían: atraer atención potencialmente negativa hacia otra persona como él. Varios pasajeros habían empezado a mirarla.

Uno de los jóvenes que habían estado peleando tocó a otro en el brazo, luego señaló al barbudo, después a Rye, y por último levantó los dos dedos —índice y corazón— de la mano derecha, como si diera dos tercios del saludo de los Boy Scouts. Fue un gesto rapidísimo, su significado obvio incluso a distancia. La habían vinculado al barbudo. ¿Y ahora qué?

El hombre que había hecho el gesto empezó a acercarse a ella.

Rye no sabía qué pretendía, pero se mantuvo firme. Él le llevaba casi quince centímetros y quizá diez años. No creía poder correr más que él. Tampoco esperaba ayuda de nadie. Todos eran desconocidos.

Le hizo un gesto claro para que se detuviera. No pensaba repetirlo. Por suerte, él obedeció. Le hizo un gesto obsceno y varios hombres rieron. La pérdida del lenguaje verbal había generado todo un repertorio nuevo de obscenidades gestuales. Aquel hombre, con brutal sencillez, la acusaba de acostarse con el barbudo y sugería que atendiera también a los demás, empezando por él.

Rye lo observó con cansancio. Era muy posible que todos se quedaran mirando si intentaba violarla. También lo harían si ella lo mataba. ¿Arriesgaría tanto?

No lo hizo. Tras varios gestos groseros que no lo acercaron a su objetivo, se volvió con desprecio y se marchó.

Y el barbudo seguía esperando. Se había quitado el revólver y la cartuchera. Le hizo señas de nuevo, con ambas manos vacías. Sin duda el arma estaba en el coche, al alcance de la mano, pero el hecho de quitársela la impresionó. Quizá fuese de fiar. Quizá simplemente estaba solo. Ella llevaba tres años sola. La enfermedad la había dejado arrasada, matando a sus hijos uno a uno, matando a su marido, a su hermana, a sus padres…

La enfermedad, si es que realmente lo era, había aislado a los supervivientes unos de otros. Mientras arrasaba el país, la gente apenas tuvo tiempo de culpar a los soviéticos (aunque ellos estaban quedándose mudos junto con el resto del mundo), a un virus nuevo, a un contaminante nuevo, a la radiación, a un castigo divino… La enfermedad era tan rápida como una apoplejía a la hora de fulminar a la gente y, en algunos de sus efectos, también era parecida a un ataque cerebral. Pero actuaba de forma muy específica. El lenguaje siempre se perdía o quedaba gravemente dañado. Nunca se recuperaba. A menudo venían además la parálisis, el deterioro intelectual o la muerte.

Rye caminó hacia el barbudo, ignorando los silbidos y aplausos de dos de los jóvenes y sus pulgares alzados hacia él. Si Obsidiana les hubiera sonreído o respondido de algún modo, lo más seguro es que Rye habría cambiado de idea. Si se hubiera permitido pensar en las consecuencias letales de meterse en el coche de un desconocido, también habría cambiado de idea. En lugar de eso, pensó en el hombre que vivía al otro lado de la calle. Desde que lo había atacado la enfermedad casi no se lavaba. Y había adquirido la costumbre de orinar dondequiera que estuviese. Ya tenía dos mujeres: una para cada uno de sus grandes huertos. Lo soportaban a cambio de su protección. Y le había dejado claro a Rye que quería convertirla en la tercera.

Rye subió al coche y el hombre cerró la puerta. Ella lo vigiló mientras rodeaba el vehículo hacia el lado del conductor —lo vigilaba por él, porque el arma de Obsidiana estaba en el asiento, junto a ella—. El conductor del autobús, junto con un par de jóvenes, habían dado unos pasos hacia el coche. No hicieron nada hasta que el barbudo estuvo dentro. Entonces, uno lanzó una piedra. Otros lo imitaron, y mientras el coche arrancaba, varias rocas rebotaron inofensivamente contra la carrocería.

Cuando el autobús quedó atrás, Rye se secó el sudor de la frente y deseó poder relajarse. El autobús la habría dejado más allá de la mitad del camino a Pasadena. Solo le habrían quedado unos diez kilómetros a pie. Se preguntó cuánto tendría que caminar ahora; y también si caminar sería su único problema.

En Figueroa con Washington, donde el autobús solía girar a la izquierda, Obsidiana se detuvo, la miró y le indicó que eligiera una dirección. Cuando ella señaló hacia la izquierda y él giró efectivamente en esa dirección, Rye empezó a relajarse. Si estaba dispuesto a ir adonde ella dijera, quizá fuese seguro.

Mientras avanzaban entre manzanas de edificios quemados y abandonados, lotes vacíos y coches destrozados o despiezados, él se quitó una cadena de oro de alrededor del cuello y se la entregó. El colgante era una piedra negra, vidriosa y lisa. Obsidiana. Podía llamarse Pedro, o algún nombre ligado a las piedras o al color negro, pero ella decidió pensar en él como Obsidiana. Hasta su memoria, a veces inútil, retendría un nombre así.

Ella le entregó su propio símbolo: un pin en forma de gran espiga dorada de trigo. Lo había comprado mucho antes de que comenzaran la enfermedad y el silencio. Ahora lo llevaba porque era lo más parecido que podía tener a su nombre, Rye, centeno en inglés. Las personas como Obsidiana, que no la conocían de antes, probablemente pensaban en ella como Trigo. No importaba. Nunca volvería a oír su nombre pronunciado.

Obsidiana le devolvió el pin. Cuando ella estiró la mano para tomarlo, él se la sujetó y pasó el pulgar por sus callos.

Se detuvo en First Street y volvió a preguntarle por la dirección. Luego, obedeciendo su indicación, giró a la derecha y aparcó cerca del Music Center. Allí tomó un papel doblado del salpicadero y lo desplegó. Rye reconoció el mapa de calles, aunque nada de lo escrito en él significaba ya nada para ella. Él aplanó el mapa, le cogió la mano otra vez y puso su dedo índice sobre un punto. Luego la señaló a ella, se señaló a sí mismo y apuntó al suelo. En esencia: «Estamos aquí». Quería saber adónde iba ella. Rye deseaba decírselo, pero negó con tristeza. Había perdido la lectura y la escritura. Era su discapacidad más grave y la más dolorosa. Había enseñado Historia en UCLA. Había escrito como freelance. Ahora no podía leer ni sus propios manuscritos. Tenía una casa llena de libros que ya no podía leer y que no había tenido corazón para usar como leña. Y una memoria que no lograba devolverle casi nada de lo que había leído.

Miró el mapa, intentando calcular. Había nacido en Pasadena y vivido quince años en Los Ángeles. Ahora estaba cerca del Centro Cívico. Sabía la posición relativa de ambas ciudades; conocía calles, direcciones, e incluso sabía evitar las autopistas, que podían estar bloqueadas por coches destrozados y pasos elevados derruidos. Debería ser capaz de señalar Pasadena aunque no pudiera reconocer la palabra.

Con duda, colocó la mano sobre un sector naranja pálido en la esquina superior derecha del mapa. Debería ser ese. Pasadena.

Obsidiana levantó su mano y miró debajo; luego dobló el mapa y lo devolvió al tablero. Entonces Rye comprendió —tarde— que él sabía leer. Seguramente también escribir. De pronto lo odió, con un odio intenso y amargo. ¿Qué le importaba la lectura a un hombre hecho y derecho que se pasaba el día jugando a policías y ladrones? Pero él era alfabetizado y ella ya no. Y nunca volvería a serlo. Sintió un nudo en el estómago de odio, frustración y celos. Y a solo unos centímetros tenía un arma cargada.

Se quedó inmóvil, mirándolo, casi viendo su sangre. Pero su rabia subió, se quebró y retrocedió, y no hizo nada.

Obsidiana le tomó la mano con familiaridad vacilante. Ella lo miró. Su rostro ya había revelado demasiado. Ninguna persona que hubiera sobrevivido al colapso social habría dejado de reconocer esa expresión, esa envidia.

Rye cerró los ojos, cansada, e inspiró hondo. Había sentido nostalgia del pasado, aversión por el presente, un creciente desánimo y falta de propósito, pero nunca antes unas ganas tan intensas de matar a otra persona. Había abandonado su casa porque había estado cerca de matarse ella misma. No encontraba motivos para seguir viva. Quizá por eso había subido al coche de Obsidiana. Nunca había hecho algo así.

Él le tocó la boca e imitó el parloteo moviendo pulgar y dedos. ¿Podía hablar ella?

Rye asintió y vio la envidia más suave aparecer y desvanecerse en él. Ahora ambos habían admitido algo que no era seguro admitir, y lo habían hecho sin violencia. Él se tocó la boca y la frente y negó con la cabeza. No hablaba ni comprendía la lengua hablada. La enfermedad había jugado con ellos, arrebatándoles, sospechaba Rye, aquello que cada uno más valoraba.

Rye tiró de su manga, preguntándose por qué había decidido, solo, mantener vivo al Departamento de Policía de Los Ángeles con lo poco que le quedaba. Por lo demás, parecía cuerdo. ¿Por qué no estaba en casa, cultivando maíz o criando conejos y niños? No sabía cómo preguntarlo. Entonces él puso la mano en su muslo y Rye tuvo otra cuestión de la que ocuparse.

Ella negó con la cabeza. Enfermedades, embarazo, dolor solitario e indefenso… no.

Él le masajeó el muslo suavemente y sonrió, incrédulo.

Nadie la había tocado en tres años. Y ella no había querido que nadie la tocara. No era un mundo en el que arriesgarse a traer un hijo, ni aunque el padre estuviera dispuesto a quedarse y ayudar a criarlo. Una lástima. Obsidiana no podía saber lo atractivo que le resultaba: joven, probablemente más joven que ella, limpio, pidiendo lo que quería en vez de exigirlo. Pero nada de eso importaba. ¿Qué valían unos momentos de placer frente a toda una vida de consecuencias?

Él la atrajo hacia sí y, por un instante, Rye se permitió disfrutar la cercanía. Olía bien —bien y a hombre—. Después se apartó con desgana.

Obsidiana suspiró, abrió la guantera. Ella se tensó, sin saber qué esperar, pero él solo sacó una cajita. Las letras no le decían nada. No comprendió hasta que rompió el precinto, abrió la caja y sacó un condón. La miró, y Rye apartó la vista, sorprendida. Luego soltó una risita. No recordaba la última vez que había reído así.

Él sonrió, señaló el asiento trasero y ella soltó una carcajada. Ni siquiera de adolescente le habían gustado los asientos traseros. Pero miró las calles vacías y los edificios en ruinas y salió del coche hacia atrás. Obsidiana dejó que ella misma le pusiera el condón, sorprendido quizá por su prisa.

Algún tiempo después, sentados juntos bajo el abrigo de él, sin ganas de volver a vestirse cerca de extraños, Obsidiana hizo un gesto de acunar a un bebé y la miró interrogante.

Rye tragó y negó. No sabía cómo decirle que sus hijos estaban muertos.

Él le tomó la mano y trazó una cruz en su palma con el índice; luego repitió el gesto de acunar.

Ella asintió, levantó tres dedos y se dio la vuelta, intentando contener la oleada repentina de recuerdos. Se había dicho que los niños que crecían ahora eran dignos de lástima. Correrían por los cañones del centro sin saber cómo eran aquellos edificios ni por qué habían existido. Los niños de ahora recogían libros igual que trozos de madera para quemarlos. Corrían por las calles persiguiéndose, gritando como chimpancés. No tenían futuro. Ya eran todo lo que llegarían a ser.

Él le puso una mano en el hombro y ella se volvió de golpe, buscando la cajita a tientas, instándolo a hacerle el amor otra vez. Él podía darle olvido y placer. Nada más lo había conseguido. Hasta ahora, cada día la había acercado más al momento de hacer aquello que había intentado evitar marchándose: ponerse la pistola en la boca y apretar el gatillo.

Le preguntó a Obsidiana si volvería a casa con ella, si se quedaría.

Él pareció sorprendido y complacido cuando lo comprendió. Pero no respondió de inmediato. Al fin negó con la cabeza, como ella temía. Probablemente se divertía demasiado jugando a policías y ladrones y acostándose con mujeres.

Ella se vistió en silencio, decepcionada, incapaz de sentir ira. Tal vez él ya tuviera esposa y hogar. Era probable. La enfermedad había golpeado más duramente a los hombres: había matado a más hombres que mujeres, y a los supervivientes varones los había dejado más dañados. Hombres como Obsidiana eran escasos. Las mujeres se conformaban con menos o se quedaban solas. Si encontraban un Obsidiana, hacían lo que podían por retenerlo. Rye sospechaba que él tendría a alguna más joven y más hermosa.

Mientras ella se ajustaba el arma, él la tocó y, con una serie de gestos complicados, le preguntó si estaba cargada.

Ella asintió, sombría.

Él le dio una palmadita en el brazo.

Ella le preguntó una vez más si querría ir a casa con ella, esta vez con otra combinación de señas. Creía que él había dudado. Quizá pudiera cortejarlo.

Él salió del coche y se sentó al volante sin responder.

Rye regresó a su asiento delantero, observándolo. Él tiró de su uniforme y la miró. Rye creyó que le estaba preguntando algo, pero no sabía qué.

Obsidiana se quitó la placa, la golpeó con un dedo y luego se tocó el pecho. Por supuesto.

Ella tomó la placa de su mano y prendió en ella su pin de la espiga de trigo. Si jugar a policías y ladrones era su única demencia, que jugara. Se lo llevaría consigo, uniforme y todo. Se le ocurrió que quizá, en algún momento, otra mujer podría arrebatárselo, igual que él había aparecido para ella. Pero durante un tiempo sería suyo.

Obsidiana tomó de nuevo el mapa, le dio un golpecito, señaló hacia el nordeste, en dirección aproximada a Pasadena, y luego la miró.

Rye se encogió de hombros, tocó su hombro, luego el propio, y levantó los dedos índice y corazón, juntos, por si quedaba alguna duda.

Él cerró su mano alrededor de esos dos dedos y asintió. Estaba con ella.

Rye tomó el mapa y lo arrojó al salpicadero. Señaló hacia el suroeste: de vuelta a casa. Ahora ya no necesitaba ir a Pasadena. Ahora podía seguir teniendo un hermano y dos sobrinos: tres varones diestros. Ahora ya no tenía por qué averiguar si, en realidad, estaba tan sola como temía. Ahora ya no estaba sola.

Obsidiana tomó Hill Street hacia el sur, luego Washington hacia el oeste, y ella se recostó, preguntándose cómo sería tener a alguien de nuevo. Con lo que había conseguido rebuscar, lo que había conservado, y lo que cultivaba, tenían de sobra para ambos. Y espacio no faltaba en una casa de cuatro dormitorios. Él podía traer sus cosas e instalarse. Y lo mejor de todo era que el animal del otro lado de la calle retrocedería, y tal vez ella no se vería obligada a matarlo.

Obsidiana la había atraído hacia sí y ella apoyaba la cabeza en su hombro cuando, de pronto, él frenó en seco, casi lanzándola del asiento. Por el rabillo del ojo vio que alguien había corrido a cruzar la calle y se había plantado delante del coche. Un coche en la calle… y alguien tenía que echarse justo delante.

Al incorporarse, Rye vio que la que huía era una mujer, escapando de una antigua casa de madera hacia un escaparate tapiado. Corría sin emitir sonido alguno, pero el hombre que apareció tras ella un instante después gritaba lo que parecían palabras desfiguradas. Llevaba algo en la mano. No era un arma de fuego. Un cuchillo, quizá.

La mujer probó una puerta, la encontró cerrada, miró alrededor con desesperación y por fin recogió un fragmento de vidrio del escaparate roto. Con él se volvió para enfrentarse a su perseguidor. Rye pensó que sería más probable que se cortara la mano antes que herir a alguien con aquel cristal.

Obsidiana salió del coche de un salto, gritando. Era la primera vez que Rye oía su voz: profunda, ronca por la falta de uso. Repetía el mismo sonido una y otra vez, como hacían algunos mudos: «¡Da, da, da!».

Rye bajó del coche mientras él corría hacia la pareja. Ya había sacado el arma. Temiendo lo peor, ella también sacó la suya y quitó el seguro. Miró alrededor para ver si alguien más había sido atraído por la escena. Vio al hombre mirar a Obsidiana y, de pronto, lanzarse sobre la mujer. Ella le rasguñó la cara con el vidrio, pero él le atrapó el brazo y consiguió apuñalarla dos veces antes de que Obsidiana le disparara.

Él se dobló y cayó, sujetándose el abdomen. Obsidiana gritó y señaló a Rye que fuera con la mujer.

Rye corrió hacia ella, recordando que apenas llevaba más que vendas y antiséptico en la mochila. Pero la mujer estaba más allá de cualquier ayuda. Había sido apuñalada con un cuchillo de deshuesar, largo y delgado.

Tocó a Obsidiana para indicarle que la mujer estaba muerta. Él se había agachado a comprobar al hombre, que yacía inmóvil y parecía muerto también. Pero cuando Obsidiana se volvió hacia Rye, el hombre abrió los ojos. Con el rostro contraído, se apoderó del revólver que Obsidiana acababa de enfundar y disparó. La bala lo alcanzó en la sien y él se desplomó.

Así de simple, así de rápido. Un instante después, Rye disparó al hombre herido cuando este giraba el arma hacia ella.

Y Rye se quedó sola. Con tres cadáveres.

Se arrodilló junto a Obsidiana, sin lágrimas, el ceño fruncido, intentando comprender por qué todo había cambiado de golpe. Obsidiana ya no estaba. Había muerto y la había dejado, como los demás.

Dos niños muy pequeños salieron de la casa de la que habían escapado el hombre y la mujer: un niño y una niña de unos tres años. De la mano, cruzaron la calle hacia Rye. La miraron fijamente, luego se escabulleron a su lado y fueron hacia la mujer muerta. La niña sacudió el brazo de la mujer como tratando de despertarla.

Aquello era demasiado. Rye se puso en pie, sintiéndose enferma de pena y rabia. Si los niños se echaban a llorar, estaba segura de que vomitaría.

Aquellos dos niños estaban solos. Eran lo bastante mayores para buscar comida por sí mismos. No necesitaba más dolor. No necesitaba a los hijos de una desconocida que crecerían para convertirse en chimpancés lampiños.

Volvió al coche. Al menos podía conducir de vuelta a casa. Recordaba cómo conducir.

La idea de que debía enterrar a Obsidiana la asaltó antes de llegar al coche, y entonces sí vomitó.

Había encontrado y perdido a aquel hombre con una rapidez brutal. Como si la hubieran arrebatado del consuelo y la seguridad y la hubieran golpeado sin explicación. Tenía la mente nublada. No podía pensar.

De algún modo, se obligó a volver hasta él, a mirarlo. Se encontró arrodillada a su lado sin recordar haber doblado las rodillas. Le acarició la cara, la barba. Uno de los niños hizo un ruido y ella los miró, miró a la mujer que probablemente había sido su madre. Los niños la miraban, asustados. Quizá fue su miedo lo que, por fin, la alcanzó.

Había estado a punto de entrar en el coche y dejarlos atrás. Casi lo había hecho: había estado a punto de abandonar a dos niños pequeños a una muerte segura. Ya había muerto bastante gente. Tendría que llevarse a esos niños con ella. No podría vivir con otra decisión. Miró alrededor en busca de un lugar donde enterrar tres cuerpos. O dos. Se preguntó si el asesino habría sido el padre de los niños. Antes del silencio, la policía siempre decía que algunas de las llamadas más peligrosas eran por disturbios domésticos. Obsidiana debía haberlo sabido, aunque saberlo no lo habría mantenido dentro del coche. Tampoco la habría detenido a ella. No podría haber visto cómo apuñalaban a la mujer y quedarse sin hacer nada.

Arrastró a Obsidiana hacia el coche. No tenía pala ni quien montara guardia mientras cavara. Sería mejor llevarse los cuerpos y enterrarlos junto a su marido y sus hijos. Al fin y al cabo, Obsidiana iría con ella a casa.

Una vez lo hubo subido al suelo del asiento trasero, volvió por la mujer. La niña —delgada, sucia, solemne— se levantó y, sin saberlo, le ofreció a Rye un regalo. Cuando Rye empezó a arrastrar el cuerpo de la mujer por los brazos, la niña gritó:

—¡No!

Rye dejó caer a la mujer y miró fijamente a la pequeña.

—¡No! —repitió ella. Se colocó junto a la mujer—. ¡Vete! —ordenó a Rye.

—No hables —dijo el niño. No había confusión ni balbuceo en aquellos sonidos. Ambos niños habían hablado, y Rye los entendió. El niño miró el cadáver del asesino y se apartó más. Tomó la mano de la niña—. Cállate —susurró.

¡Habla fluida! ¿Había muerto la mujer porque podía hablar y había enseñado a sus hijos a hablar? ¿La había matado la ira acumulada del marido, o el celo rabioso de un extraño? Y los niños… debían de haber nacido después del silencio. ¿Había pasado ya la enfermedad? ¿O eran inmunes? Desde luego habían tenido tiempo de caer enfermos y perder el habla. La mente de Rye avanzó de golpe. ¿Y si los niños de tres años o menos estaban a salvo y podían aprender lenguaje? ¿Y si lo único que necesitaban era maestros? Maestros y protectores.

Rye miró el cadáver del asesino. Para su vergüenza, comprendió algunas de las pasiones que debían haberlo movido, fuera quien fuera: ira, frustración, desesperanza, celos insensatos… ¿Cuántos más habría como él? Gente dispuesta a destruir lo que no podía poseer.

Obsidiana había sido el protector; había elegido ese papel por razones que solo él sabría. Quizá ponerse un uniforme obsoleto y patrullar calles vacías fuera su manera de no meterse una pistola en la boca. Y ahora que había algo que merecía protección, ya no estaba.

Ella había sido profesora. Una buena profesora. También había sido una buena protectora, aunque solo de sí misma. Se había mantenido con vida sin tener motivos para hacerlo. Si la enfermedad dejaba tranquilos a esos niños, ella también podría mantenerlos vivos.

De alguna manera consiguió levantar a la mujer y colocarla en el asiento trasero. Los niños empezaron a llorar, pero Rye se arrodilló sobre el pavimento roto y les habló en un susurro, temiendo asustarlos con la aspereza de una voz casi olvidada.

—No pasa nada —les dijo—. Vosotros también venís con nosotros. Vamos.

Los levantó a los dos, uno en cada brazo. Eran tan ligeros. Se preguntó si habían estado comiendo lo suficiente.

El niño le cubrió la boca con la mano, pero ella apartó el rostro.

—Está bien que hable —le dijo—. Mientras no haya nadie cerca, no pasa nada.

Colocó al niño en el asiento delantero, y él se hizo a un lado sin que nadie se lo pidiera para dejar sitio a la niña. Cuando los dos estuvieron dentro, Rye se apoyó en la ventanilla, mirándolos, viendo que ya estaban menos asustados, que la observaban con al menos tanta curiosidad como temor.

—Soy Valerie Rye —dijo, saboreando las palabras—. Podéis hablar conmigo sin miedo.

FIN

Octavia E. Butler - Sonidos del habla
  • Autor: Octavia E. Butler
  • Título: Sonidos del habla
  • Título Original: Speech Sounds
  • Publicado en: Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine, diciembre de 1983
  • Traducción: Juan Pablo Guevara para Lecturia

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