Oscar Castro: Tierra ajena

LISANDRO Pozo y el campo han sido amigos de siempre. Existe una profunda y clara compenetración entre ellos, que no precisa de palabras para manifestarse. Lisandro “siente” la tierra. La besa con los ojos y con los pies. Cada surco, cada repliegue, cada yuyito humilde que crece condecorando el seno pardo con su crucecilla de oro, le son familiares y constituyen el alfabeto de su devoción. El hombre tiene cuidados maternales para esta hija grandota que se despierta por las mañanas arrebujada en su pañuelo gris de neblina y que por las tardes precisa de un tintineo de grillos para dormir en paz. A Lisandro la tierra le parece una amante a la que guarda fidelidad. Siente un placer callado y hondo en abrir las represas del canal, para que el agua, cantando, extienda su amorosa lengua por sobre los terrones resecos. Y en los atardeceres, cuando el cielo es un gran zafiro pálido, él mira con no sabe qué íntimo gozo el temblor de la estrella primera en los espejos frágiles que hay diseminados entre el pasto.

Yuyales, trigos nacientes, alabardas enhiestas del maíz, zapallos de guías crecederas y hojas peludas como las orejas del “Malo”: todo esto es lo que la tierra entrega a cambio de los cuidados de Lisandro. Todo esto, y un sonar de élitros, un galopar de viento libre, un aroma jugoso de pastos, una sensación de anchura y de cosa virgen y fuerte.

Porque la tierra, mil veces poseída, es una novia siempre para los corazones simples y claros. La gleba desflorada por los arados, hollada por los cascos de las bestias, hendida por azadas relucientes y palas aceradas, posee cada vez una pureza nueva, un inédito aroma, un aliento incontaminado de niña con los pechos recién madurando.

Tierra morena, tierra de Dios, cruzada de substancias vegetales, presta siempre a devolver ciento por uno el grano que en ella se tira. Y esta tierra tiene un dueño que no la conoce ni la ama: un hombre para quien cada espiga, cada mazorca riente de maíz es una moneda de oro y nada más; una moneda hecha por los hombres para comprar el trabajo de los hombres y el sudor de las frentes agobiadas.

Para Lisandro, estas cosas no cuentan. Jamás ha pensado que nada de esto le pertenece. Trigo, sí, trigo amarillo reventando abundancia, para que haya hambre en su hogar. Y maíz también, para que cada grano caiga hecho dinero en una caja repleta que no es la suya. Pero qué importa, qué importa, Señor, si él ha trabajado el campo durante setenta años, como si fuera una heredad recibida de su padre. Él también es como la santa tierra, que da frutas y granos, tubérculos y semillas, sin preguntar jamás qué boca habrá de gustar su sabor.

Destino de la tierra y destino del hombre brotado de la tierra, semejante a un tallo más.

Pero este hombre tiene una historia, y será necesario decirla. Yo sé que cabría en las palabras que pudiera contener mi puño, si fuera posible coger en las manos las palabras, lo mismo que semillas. Nació Lisandro frente al mismo campo que ahora trabaja. Sembrador por generaciones, su padre quiso que a la tierra no le faltaran surcos ni manos para labrarla. Y dejó siete varones fuertes y morenos, como amasados en greda, sin contar cuatro hembras de caderas potentes y pechos generosos. Después, Ño Lisandro se murió y lo enterraron bajo la tierra viva, para que ella pudiera sorberle los últimos jugos que llevaba en sus huesos y en su carne.

A cambio de esas dos manos que no habrían de empuñar más el arado, hoy catorce brazos nervudos están curvados encima de la gleba para coger sus frutos o dejarlos caer sobre las fauces entreabiertas. Tarea elemental y eterna. Sembrar y recoger, recoger y sembrar, siempre, bajo todos los cielos, con idénticos gestos y actitudes.

Dócil a su destino, Lisandro fue sembrador. El surco constituyó para él una caligrafía fácil, porque además de haberla aprendido, la conocía ya desde que abrió los ojos, desde que fue un germen en el sagrario maternal. Y siguió tras los bueyes soñolientos y resignados, de sol a sol. Y volvió por las tardes a comerse su pan junto al brasero, como lo hicieran antes que él todos los que quedaron a sus espaldas. Y se levantó cada madrugada con el clarín del gallo. Y anduvo sobre el terrón reseco del verano, sobre el lodo invernal, sobre la escarcha agosteña, sobre el rocío decembrino.

Y un día, en su mocedad ardiente, los ojos de una mujer lo encandilaron. Brotaron rojas fucsias en la húmeda tierra de su corazón. Se le incendió la noche de insomnios. Aprendió a lavarse cuidadosamente las manos encallecidas, a engreírse el mostacho, a bailar la cueca con gallardía y a decir palabras de amor. Y una noche, bajo la luna bruja que plateaba el río y se tamizaba en el verde nuevo de los álamos, sintió unos labios húmedos y calientes en los suyos, y se supo hombre, y volvió al rancho cantando a media voz, como si conversase con los grillos y con el viento que tocaba sus arpas invisibles en las hojas.

Desde el fondo de esa tierra morena que fue Amalia, su mujer, empezaron también a brotar los retoños uno a uno, año tras año, con esa gravidez inconsciente y profunda del campo bien abonado. Ocho críos y una larga enfermedad en quince años de matrimonio agostaron pronto las reservas vitales de la hembra, y una mañana Lisandro, con sus cuatro hijos mayores y tres parientes, hubo de llevarla al cementerio pobre del pueblo, en donde ahora yace, bajo una cruz comida por el tiempo.

Por fortuna, por desgracia —dijo Lisandro cuando supo la noticia—, Amalia tuvo una “chancleta” en su segundo parto. Se llamó también Amalia, como la madre, y de ella heredó la sonrisa tímida, el parco decir, la silenciosa actividad. Desaparecida la vieja, pareció que nada había cambiado en el rancho. Los hombres encontraban siempre el almuerzo listo, el brasero encendido y el mate sobre la boca de la tetera humeante al regresar de sus faenas cotidianas.

Esta es toda la historia de un hombre. Historia sin otro calendario que el de las hojas de los álamos, sin otro placer que el de fumarse un cigarrillo de hoja bajo la sombra de los sauces, sin más religión que la de producir pan para otros.

* * *

Pero en el campo ocurre a veces que un río se desborda, malogrando las siembras. Suele suceder que una helada intempestiva quema los tallos tiernos que recién comienzan a buscar la luz. O acontece que una lluvia maligna se descuelga sin aviso cuando el trigo está engavillado en las eras, pudriendo las espigas,

Desbordamiento, helada imprevista, lluvia destructora, la desgracia llegó también a visitar a Lisandro.

El hijo mayor, Eleuterio, se cansó un día de comerse con los ojos el mismo paisaje y partió en un enganche hacia las faenas salitreras del Norte. Más tarde llegó una carta suya, la cual, entre faltas de ortografía y borrones, traía buenas noticias. El Norte era pródigo en trabajo y en dinero. Para muestra, venía también un giro por cincuenta pesos: ¡una fortuna!

Aquellas líneas fueron un anzuelo dorado para Pedro y Rosamel, que seguían en edad al ausente. El viejo, desde el fondo de su desesperanza, los vio partir un día del rancho sin volver la cabeza. La muerte vino después y le llevó a Juancito, el menor, mientras la patria reclamaba a Juan Antonio, otro de los vástagos, que cumplía veinte años.

En la mesa humilde fueron quedando muchos huecos, que Lisandro no miraba por no salar su plato con lágrimas. Este desbande lo hizo retardarse por más tiempo en el campo cada día. Desde lejos, apoyado en su azada, miraba el rancho entre el humo de su cigarro y la niebla de las pupilas. Y se inclinaba de nuevo hacia la gleba, removiéndola con desesperación, como sí cavara en su propia angustia.

Amalia, la hija, confundida siempre entre la ceniza, callada, desvaída como una sombra, no conseguía quitarle el luto del corazón. En cuanto a Anselmo, el único retoño que le quedaba, era un inútil completo. A los quince años no había logrado captar la ciencia ni la paciencia del campesino. Le gustaba corretear por ahí, a través de los potreros inmensos, persiguiendo chicharras y moscardones, o bañarse en el río, junto con otros rapaces de su edad. Más que un alivio era un estorbo junto al padre.

Lisandro trató varias veces de corregir esta holgazanería de su hijo, ¿dándole una que otra zurra; pero entonces el muchacho se escapaba de la casa y permanecía oculto en el monte por un par de días, alimentándose de quesos y huevos robados o de frutas silvestres. El viejo concluyó por borrarlo de sus preocupaciones.

Aquel día, encontrábase él apoyado en su pala, en el contraluz de la tarde, cuando sintió a sus espaldas los trancos conocidos de un caballo. Antes de haber girado por completo el busto para ver quién se acercaba, llegó hasta sus oídos, filosa como un cuchillo, la voz autoritaria del mayordomo:

—¡Oye, Lisandro!

Estaba habituado a las maneras bruscas del “mandón” y no le concedió ninguna importancia al tono con que lo llamara. Volvióse con lentitud y, a través de las cejas que le caían sobre los ojos formando una media cortina gris, miró hacia arriba la silueta rolliza del recién llegado. Después, con desgano:

—¿Qué hay?

—El patrón acaba’e llegar y te necesita.

—Voy al tiro.

Llegóse hasta el canal, acomodó un armazón de sacos y ramas en la bocatoma que surtía de agua al campo, echó unas cuantas paladas de barro encima y retornó al sitio en que el mayordomo lo aguardaba. Este lo recibió con una sonrisa de sarcasmo. Por el senderillo que serpeaba en el campo como una raya blanca trazada al descuido enfilaron ambos hacia las casas de la administración. El peón adelante, con la pala en alto como un estandarte del trabajo; detrás, don Ramón, dejando caer a trechos un rebencazo desganado sobre las ancas de su tordillo.

Tras caminar un rato en silencio, el mayordomo emparejó la marcha de su bestia al cansino andar de Lisandro. En seguida dejó caer con malignidad una pregunta, cuyo significado no comprendió de inmediato el viejo:

—¿Cuántos años tenis, Lisandro?

Previendo alguna respuesta chusca, de esas que tanto acostumbraba don Ramón, el interrogado-, respondió con desconfianza:

—Creo que debo ser unos treint’años mayor que usté, por lo menos.

La risa del mayordomo tajeó por un momento el crepúsculo cuajado de arreboles. Luego, como hablando para sí:

—Yo tengo cincuenta. Quiere decir… A ver… Cincuenta, sesenta, setenta… Quiere decir que anday por los ochenta, como quien dice la flor de la edá…

—Eso es, ochenta, on Ramón.

—¿Y no creís que te ha llegao ya l’hora del descanso? Con la parvá d’hijos que vos tenís, te iré que yo’staría en cama hasta las doce, y en los días de lluvia no me levantaría.

—El pobre tiene que trabajar hasta onde puea, on Ramón.

—Güeno, ojalá piense lo mismo el patrón.

Dicho esto, el mayordomo se adelantó, porque ya estaba frente a ellos la puerta de la oficina.

Lisandro tuvo un presentimiento, y desde el fondo de su corazón se encomendó a la Virgen del Carmen antes de trasponer el umbral.

El recibimiento fue frío y cortante. Don Belarmino, el “jutre”, antes de dirigirle la palabra dio una vuelta completa a la oficina, se atusó el bigote sedoso, miró la hora en su reloj pulsera y encendió un cigarrillo rubio, cuyo deleitoso aroma llegó a las narices del peón. Por un momento Lisandro tuvo la visión de la frente amplia y pálida del patrón; de sus ojos grises y duros; de sus dientes que espejeaban blancura. Inconscientemente colocó sus manos negras y callosas a la espalda, ocultándolas de aquella mirada sin alma.

Al salir, recordaba confusamente la conversación. Sólo sabía una cosa: que debía abandonar el fundo. ¿Por qué? Porque tenía ochenta años, porque estaba acabado, porque sus hijos no producían para don Belarmino después de haber venido al mundo en “sus” tierras.

—Pero si llevo más de sesenta años trabajando aquí, señor —había implorado como argumento supremo.

—Mayor razón aún —había sido la respuesta categórica—; primero te alimentó mi padre, y yo no tengo ninguna obligación de seguir cargando contigo.

—Pero, ¿aónde voy a irme, señor? Soy viejo… No me almitirían en niúna parte…

—¿Y tus hijos?

—Usté sabe, se jueron.

—Pues, no haberlos dejado que se fueran. Su obligación era seguir aquí.

No pudo más. Salió con un sollozo abierto como una hoja de cardo en la garganta. Le temblaban las manos. Su corazón era un pájaro loco adentro de su pecho. Vacilaban sus piernas, y hubiera querido morirse allí mismo, como un pobre perro apaleado.

Se fue caminando, inconsciente, a través de los potreros. Anduvo cuadras y cuadras con todo el fardo de la noche y de la angustia en sus espaldas. Sintió el rumor del agua como entre sueños; el vaho de la tierra, el cantar de los sapos y el chistido de alguna lechuza. Un viento sonámbulo se puso a mover las zarzamoras. Huyó un conejo asustado al sentir su proximidad. Y él seguía caminando, con los pies mojados por el agua del riego, con la frente empapada de estrellas, con el pecho jadeante, con los ojos trizados de soledad y vacío.

Confusamente pensó que le habían robado algo. Algo que era más suyo que su cuerpo, más que su rancho, más que sus hijos. Por un instante tuvo la sensación de que la tierra lo llamaba, lo retenía con sus zarzamoras, sus charcos de barro y sus pastizales. Pensó que sería bueno acostarse sobre la tierra, besarla tal vez, abrazarla para que no lo despojaran de ella.

A diez pasos divisó la puerta de su rancho. Un cuchillo de luz hacía vaina en la noche. Sintió que se le acababan las fuerzas…

—¡Ama…! —alcanzó a decir, y se encontró con la tierra pegada a la cara. Luego, fue como si el campo empezara a sorberle las fuerzas. Volvióse de espaldas trabajosamente y se le llenaron los ojos de estrellas. Eran espigas, espigas relucientes que nadie cultivaba. Bajó los párpados para guardar aquel oro nocturno.

Y claramente, con profunda seguridad, supo, antes que su corazón se inmovilizara, que ya nadie de este mundo podría quitarle la tierra que era suya por derecho propio.

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Ficha bibliográfica

Autor: Oscar Castro
Título: Tierra ajena
Publicado en: Huellas en la tierra, 1940

[Relato completo]

Oscar Castro