Philip K. Dick: El abonado

El hombrecillo vestía una raída chaqueta marrón. Estaba cansado. Se abrió lentamente paso a través de la muchedumbre que atestaba el vestíbulo de la estación, en dirección a la taquilla. Aguardó pacientemente su turno, con una evidente muestra de fatiga en sus hundidos hombros.

—El siguiente —gruñó Ed Jacobson, el expendedor de billetes.

El hombrecillo agitó cinco dólares por encima del mostrador.

—Deme otro abono: el viejo ya se me terminó. —Miró por encima de Jacobson hacia el reloj de pared—. ¡Dios! —exclamó—. ¿Tan tarde es ya?

Jacobson tomó el dinero.

—Muy bien, señor: un abono —dijo—. ¿Para dónde?

—Macon Heights —respondió el hombrecillo.

Jacobson consultó un libro.

—Macon Heights… Macon Heights —murmuró—. Lo siento. No existe ningún lugar con ese nombre.

El rostro del hombrecillo adquirió una expresión adusta y suspicaz.

—¿Está usted bromeando?

—Oiga, no existe ningún Macon Heights. No puedo venderle el abono a menos que exista un lugar con ese nombre.

—¿Qué quiere decir con eso? ¡Yo vivo allí!

—Donde viva usted no me importa. Hace seis años que expendo billetes, y nunca he oído nombrar ese lugar.

El hombrecillo parpadeó, asombrado.

—Pero si yo vivo allí —repitió—. Voy allí todas las noches: a mi casa…

—Mire —dijo Jacobson, pasándole el libro que había consultado—. Aquí tiene la guía. Trate de encontrarlo usted mismo.

El hombrecillo tomó la guía y comenzó a consultarla afanosamente, recorriendo la lista de nombres de ciudades y pueblos con sus temblorosos dedos.

—No lo entiendo —murmuró—. No tiene sentido. Debe haber algo que está mal. Sí, seguramente debe haber algo…

Y, repentinamente, desapareció. En un abrir y cerrar de ojos se esfumó del mundo real.

—Santo cielo —murmuró Jacobson. Abrió y cerró los ojos, sin atreverse a pronunciar ninguna palabra.

La guía, sin nadie que la sustentase, cayó aparatosamente al suelo de cemento.

El hombrecillo había dejado de existir.

—¿Y qué hizo usted entonces? —preguntó Bob Paine.

—Salí del mostrador y tomé la guía.

—¿Se había ido realmente?

—No, no se fue —Jacobson se secó la frente—. Simplemente, desapareció. Me hubiera gustado que usted lo hubiera visto. Desapareció así, de pronto —chasqueó los dedos—. Como un destello. Sin el menor ruido o movimiento. Como si se lo hubiera tragado la tierra.

Paine encendió un cigarrillo y se recostó en su silla.

—¿Lo había visto alguna vez, antes?

—No.

—¿A qué hora ocurrió?

—Más o menos a esta hora: alrededor de las cinco. A esta hora viene mucha gente.

—Macon Heights —Paine hizo pasar las páginas de la guía del Estado—. No figura en ninguna de estas guías. Si vuelve a aparecer, tráigamelo inmediatamente a mi oficina: quiero hablar con él.

—Seguro. No quiero tener nada que ver con él. El asunto no es nada claro. —Se giró hacia la ventanilla—. ¿Diga, señor?

—Dos billetes a Lewisburg. Ida y vuelta.

Paine apagó la colilla de su cigarrillo y encendió otro.

—Sigo creyendo que he oído ese nombre en algún lado —murmuró. Se levantó y examinó un mapa que había en la pared, clavado con chinchetas—. Pero aquí no figura.

—No figura porque no existe —respondió Jacobson—. ¿Cree usted que estando yo aquí, vendiendo billetes todo el día, uno tras otro, podría no recordarlo? —Se volvió de nuevo hacia la ventanilla—. ¿Diga, señor?

—Quiero un abono para Macon Heights —dijo el hombrecillo, echando una nerviosa mirada al reloj de la pared—. Rápido, por favor.

Jacobson cerró los ojos, los mantuvo unos instantes con los párpados fuertemente apretados, y luego los volvió a abrir. El hombrecillo seguía allí, con su pequeña y arrugada cara y su cabello ralo, con su aspecto cansado y su misma chaqueta raída.

Jacobson se giró y se dirigió a la oficina de Paine.

—Ahí está otra vez —murmuró, pálido y tragando dificultosamente saliva—. El mismo de antes.

Los ojos de Paine brillaron.

—Tráigamelo inmediatamente.

Jacobson asintió y volvió a su ventanilla.

—Señor —murmuró, indicándole la puerta con un gesto cortés—, ¿tendría la bondad de pasar un momento? El encargado desearía conversar unos instantes con usted.

La cara del hombrecillo se ensombreció.

—¿Qué demonios les pasa a todos ustedes? El tren saldrá en seguida —y maldiciendo por lo bajo penetró en la oficina—. Nunca me ha sucedido nada parecido, parece que incluso comprar un abono para el tren se está haciendo difícil. Si llego a perder el tren, le pondré pleito a la compañía…

—Siéntese, por favor —le dijo Paine, señalándole una silla frente a su escritorio—. ¿Es usted acaso el caballero que desea adquirir un abono para Macon Heights?

—Por supuesto. ¿Hay algo raro en ello? ¿Qué les está ocurriendo a todos ustedes? ¿Por qué diablos no me venden el abono como han hecho siempre?

—¿Como… como hemos hecho siempre?

El hombrecillo necesitó un gran esfuerzo para contenerse.

—En diciembre —explicó lentamente, como quien le habla a un niño—, mi mujer y yo nos trasladamos a Macon Heights. He viajado en su tren dos veces al día, diez veces a la semana, durante exactamente seis meses. Y todos los meses he comprado un abono.

Paine se inclinó hacia su interlocutor.

—¿Cuál de nuestros trenes ha tomado exactamente, señor…?

—Critchet, Ernest Critchet. El tren B. ¿Acaso no conoce usted sus propios horarios?

—¿El tren B? —Paine consultó rápidamente el recorrido de aquel tren. Macon Heights no figuraba en su línea—. ¿Cuánto le lleva el viaje? Cuánto tiempo, quiero decir.

—Exactamente cuarenta y nueve minutos —dijo Critchet. Y mirando el reloj, añadió—: si consigo tomarlo.

Paine hizo un cálculo mental. Cuarenta y nueve minutos. Más o menos cuarenta y cinco kilómetros. Se levantó y se dirigió al gran mapa de la pared.

—¿Qué ocurre? —preguntó el hombrecillo, con aire suspicaz.

Paine trazó un círculo de cuarenta y cinco kilómetros alrededor de la ciudad. El trazo tocaba una gran cantidad de pueblos, pero ninguno era Macon Heights. Y menos, por supuesto, sobre la línea B.

—¿Qué clase de lugar es Macon Heights? —preguntó Paine—. ¿Cuántos habitantes calcula usted que tendrá?

—No lo sé. Tal vez cinco mil. Yo paso la mayor parte del tiempo en la ciudad, ¿sabe? Soy empleado de la Compañía de Seguros Bradshaw.

—¿Acaso es un pueblo de reciente construcción?

—Bueno, es bastante moderno. Tenemos una casita de dos dormitorios de unos dos años de antigüedad —Critchet se agitó nerviosamente en su silla—. Pero bueno, ¿qué hay de mi abono?

—Lo siento mucho —murmuró Paine—, pero no podemos vendérselo.

—¿Qué? ¿Y por qué no?

—Porque no tenemos ningún servicio de trenes que pase por Macon Heights.

Critchet se levantó de un salto.

—¿Qué está intentando usted decir?

—Que no existe ese lugar. Observe usted mismo el mapa, por favor.

Critchet abrió mucho la boca, asombrado y con el rostro descompuesto. Se giró irritadamente hacia el mapa y lo estudió intensamente.

—Es una situación curiosa, señor Critchet —murmuró Paine a su lado—. No figura en el mapa, y el directorio no lo tiene incluido en su lista. No tenemos tampoco horarios que lo incluyan. No existen abonos para allá. No…

Se detuvo súbitamente. Critchet había desaparecido… así, sin más. Hacía unos instantes estaba aún allá, estudiando atentamente el mapa. Y luego, de repente, se esfumó. Desvanecido. Volatilizado.

—¡Jacobson! —gritó Paine—. ¡Se ha ido!

Los ojos del empleado se abrieron desmesuradamente. El sudor empezó a correr por su frente.

—Así que volvió a pasar —murmuró. Y por su tono no hacía falta añadir nada más.

Paine estaba abstraído en sus pensamientos, observando el lugar que había ocupado Critchet hasta hacía pocos instantes.

—Algo está pasando —murmuró—. Algo sumamente extraño. —Tomó su chaqueta y se dirigió hacia la puerta.

—¡Espere! —rogó Jacobson—. ¡No me deje solo!

—Si me necesita, me hallará en el apartamento de Laura. Encontrará el número en mi escritorio.

—No creo que este sea momento para ir a visitar chicas —murmuró el empleado.

Paine empujó la puerta.

—Dudo que me divierta mucho —dijo sombríamente.

Paine subió de dos en dos las escaleras que conducían al apartamento de Laura Nichols. Pulsó ininterrumpidamente el timbre hasta que la puerta se abrió.

—¡Bob! —Laura parpadeó, asombrada—. ¿A qué se debe esto? ¿Ha ocurrido algo?

Paine la empujó hacia dentro y entró.

—Espero no molestarte —dijo.

—No, pero…

—Están ocurriendo cosas raras. Voy a necesitar ayuda. ¿Puedo contar contigo?

—¿Conmigo? —Laura cerró la puerta. Su apartamento, acogedoramente amueblado, estaba en la penumbra. Una lámpara de sobremesa en el extremo de un diván tapizado de verde era la única luz de la estancia. Los cortinajes estaban corridos y, en un rincón, un tocadiscos dejaba oír una música suave.

—Creo que me estoy volviendo loco —dijo Paine, echándose cuan largo era en el diván—. Y necesito averiguarlo.

—¿Cómo puedo ayudarte? —Laura se le acercó lánguidamente, con los brazos cruzados y un cigarrillo entre los labios. Agitó su negra cabellera para apartarla de sus ojos—. Dime qué es lo que tienes en la cabeza.

Paine le dirigió una agradecida sonrisa.

—Te vas a sorprender —dijo—. Quiero que vengas mañana bien temprano y…

—¡Mañana por la mañana! Tengo un empleo, ¿recuerdas? Y mi oficina inicia mañana una nueva serie de informes.

—Al diablo con eso. Tómate unas vacaciones. Tienes que ir a la ciudad, a la Biblioteca Central. Y si no consigues nada allí, dirígete a la Corte del Condado y dedícate a revisar los archivos de impuestos. Y no te vayas hasta encontrarlo.

—¿Encontrar qué?

Paine encendió pensativamente un cigarrillo.

—Alguna mención sobre un lugar llamado Macon Heights. Creo haber oído este nombre alguna vez, hace unos años. Así que busca en mapas antiguos. En periódicos viejos del salón de lectura. En revistas de hace algunos años. En informes y proyectos de la ciudad o de la Legislatura del Estado.

Laura se sentó en el brazo del diván.

—¿Estás bromeando?

—En absoluto.

—¿Hasta cuánto tiempo atrás?

—Unos diez años… si es necesario.

—¡Dios mío! Tendré que…

—Quédate allí hasta encontrarlo —dijo Paine bruscamente—. Te veré luego.

—¿Te vas? ¿No cenamos fuera?

—Lo siento, pero estoy ocupado —dijo Paine, dirigiéndose hacia la puerta—. Realmente ocupado.

—¿Haciendo qué?

—Visitando Macon Heights.

Los campos se extendían de forma ininterrumpida, rotos tan sólo de vez en cuando por el edificio de alguna aislada granja. Los solitarios postes apuntaban hacia el cielo vespertino.

Paine echó una mirada a su reloj de pulsera. Ya no faltaba mucho. El tren pasó cerca de un pequeño pueblo; un par de estaciones de servicio, unos comercios, una casa de electrodomésticos. Luego se detuvo en la estación con un chirrido de frenos. Lewisburg. Bajaron algunos pasajeros, todos ellos con sus diarios de la tarde bajo el brazo. Las puertas se cerraron y el convoy reanudó su marcha.

Paine volvió a su asiento, hundido en sus pensamientos. Critchet había desaparecido mientras observaba el mapa. La primera vez lo había hecho cuando Jacobson le mostró la guía, cuando se le demostró que no existía ningún lugar llamado Macon Heights. ¿Sería esto un indicio? Todo el asunto tenía un aspecto irreal, delirante.

Paine miró por la ventanilla. Ya casi estaban llegando… si existía el lugar. Afuera, los oscuros campos se extendían en una línea sin fin. Eran una sucesión de llanos y colinas, postes de telégrafos, automóviles recorriendo la carretera principal, pequeñas manchas oscuras deslizándose a través de la penumbra.

Pero no había el menor signo de Macon Heights.

El tren seguía su marcha. Paine consultó su reloj. Habían pasado cincuenta y un minutos, y no había podido observar nada. Nada excepto el campo desnudo. Atravesó el vagón y se dirigió hacia el conductor, un hombre de cabello canoso.

—¿Oyó hablar usted alguna vez de un lugar llamado Macon Heights? —preguntó.

—No, señor.

Paine le mostró su tarjeta de identificación de la compañía.

—¿Está seguro de ello?

—Positivamente, señor Paine.

—¿Cuánto tiempo hace que trabaja en esta línea?

—Once años, señor Paine.

Paine continuó hasta la próxima estación, Jacksonville. Bajó allí, y transbordó a un tren de la línea B que regresaba a la ciudad. El sol se había puesto ya, y el cielo estaba casi negro. Podía ver confusamente el paisaje que corría al otro lado de la ventanilla.

De pronto se puso rígido y contuvo la respiración. Faltaban un minuto y cuarenta segundos. ¿Había algo allí afuera? Campos llanos, postes solitarios, un campo desierto y descuidado entre dos pueblos.

¿Entre dos pueblos? El tren seguía su marcha, atravesando la oscuridad. Sí, había algo allí afuera… algo además de los campos. Sobre la planicie se extendía una larga masa de humo translúcido, una masa homogénea de casi dos kilómetros de longitud. ¿Qué era, acaso el humo de la locomotora? Pero la locomotora era diesel. ¿Un camión en la carretera? ¿Un incendio en las malezas? Ningún campo parecía estar quemándose.

Repentinamente, el tren pareció aminorar su velocidad. Paine se envaró. Se estaba deteniendo. Los frenos chirriaron, los vagones golpearon unos contra otros. Luego se hizo el silencio.

Un individuo alto, vestido con un traje de entretiempo, se puso en pie y avanzó rápidamente a lo largo del pasillo hacia la puerta. Saltó del tren al suelo, mientras Paine lo observaba fascinado. El hombre se alejó apresuradamente a través de los campos en sombras. Se movía en una dirección definida, hacia el banco de bruma gris. Se elevó. Caminaba ahora a medio metro del suelo. Dobló hacia la derecha. Se elevó un poco más, por un instante caminó paralelamente a la tierra, alejándose cada vez más del tren. Luego desapareció en el banco de niebla.

Paine se abalanzó pasillo adelante, pero el tren se había puesto nuevamente en marcha. El paisaje volvía a pasar a gran velocidad. Paine llegó hasta el conductor, que estaba indolentemente apoyado en la pared. Era un hombre joven, de rudos y toscos rasgos.

—¡Oiga! —gritó Paine—, ¿qué fue esa parada?

—¿Cómo dice, señor?

—¡Esa parada! ¿Dónde diablos nos detuvimos?

—Donde siempre, señor. Es una parada reglamentaria —se dirigió lentamente hacia su chaqueta y extrajo un cuaderno de horarios. Buscó algo, pasando las hojas, y se lo mostró a Paine—. El B siempre se ha detenido en Macon Heights. ¿No lo sabía?

—¡No!

—Pues está en el horario —levantó el cuaderno y lo examinó—. Siempre hemos parado ahí. Siempre lo hemos hecho, y seguiremos haciéndolo.

Paine observó el cuaderno de horarios. Era cierto: Macon Heights figuraba entre Jacksonville y Lewisburg, a cuarenta y cinco kilómetros exactamente de la ciudad.

La nube de bruma gris: el enorme nubarrón tomando rápidamente forma, como si algo comenzara a existir.

¡Macon Heights!

A la mañana siguiente encontró a Laura en su apartamento. Se hallaba desayunando, vestida con una blusa de color rosa y unos pantalones negros; ante ella había un montón de notas, un lápiz, una goma de borrar y un vaso de leche.

—¿Cómo te fue? —preguntó Paine.

—Muy bien. Conseguí lo que buscabas.

—¿Y?

—Había una gran cantidad de material —golpeó el montón de papeles—. He resumido la mayor parte para ti.

—Veamos.

—Hace siete años, un consejo de inspectores ordenó la construcción de tres nuevas áreas suburbanas para viviendas que serían instaladas fuera de la ciudad. Macon Heights era una de ellas. Hubo un gran debate al respecto. Casi todos los comerciantes de la ciudad se opusieron al proyecto, alegando que aquello desplazaría la mayor parte del comercio fuera de la ciudad.

—Prosigue.

—Fue necesaria una larga lucha para que dos de las tres áreas fueran aprobadas: Waterville y Cedar Groves. Pero Macon Heights no.

—Ya veo —murmuró Paine pensativamente.

—Macon Heights fue derrotada. Se llegó a un convenio: dos áreas en lugar de tres, a cambio de su construcción inmediata. Tú las conoces: no hace mucho pasamos por Waterville. Era un lugar precioso.

—Pero no Macon Heights —murmuró Paine como para sí mismo.

—No, no fue aprobada.

Paine se frotó la barbilla.

—Así que esa es la historia.

—Sí, Bob. Y parece que no te das cuenta de que perdí medio día de sueldo con todo esto. Tienes que invitarme a cenar esta noche. En caso contrario, me buscaré algún otro acompañante. Estoy empezando a pensar que no eres lo que creía.

Paine asintió distraídamente.

—Hace siete años —murmuró. De pronto, algo le vino a la cabeza—. ¡La votación! ¿Cómo resultó la votación sobre Macon Heights?

Laura consultó sus notas.

—El proyecto fue derrotado por un solo voto.

—Ajá. Un solo voto. Hace siete años. —Paine se dirigió hacia la puerta—. Gracias, amor. Las cosas empiezan a tener sentido.

Tomó un taxi, que lo llevó a gran velocidad a través de la ciudad. Tras la ventanilla se sucedían las calles y las señales. Los automóviles, los comercios, pasaban rápidamente por su lado.

Su corazonada había sido certera. Había oído aquel nombre siete años antes: un enconado debate en el Condado acerca de una nueva área de viviendas, dos áreas aprobadas y una tercera rechazada.

Pero ahora esa población olvidada volvía a la existencia, siete años más tarde, y junto con ella un determinado fragmento de la realidad. ¿Por qué? ¿Había cambiado algo en el pasado? ¿Había habido alguna alteración en su continuidad?

Esa parecía ser una explicación. La votación había sido muy reñida. Faltó muy poco para que Macon Heights fuera aprobada. Quizá ciertas partes del pasado fueran inestables. Tal vez aquel período en particular, siete años atrás, había sido crítico. Cabía la posibilidad de que no hubiera llegado a fijarse. Era un extraño pensamiento: el pasado cambiando tras haberse desarrollado ya en el tiempo.

Repentinamente, los ojos de Paine se clavaron en algo que llamó su atención. Se irguió en el asiento: al otro lado de la calle, a media manzana, había una placa colocada sobre un local de escasa importancia. A medida que el taxi avanzaba pudo leerla con claridad.

AGENCIA DE SEGUROS BRADSHAW
NOTARIO PÚBLICO

Meditó: aquel era el lugar en que trabajaba Critchet. ¿Tendría también la virtud de aparecer y desaparecer? ¿Había estado siempre allí? Se sintió repentinamente incómodo.

—Apresúrese —ordenó al conductor—. Vaya más aprisa.

Cuando el tren aminoró su velocidad en Macon Heights, Paine se levantó rápidamente y avanzó a lo largo del pasillo hacia la puerta. Las ruedas chirriaron al detenerse el convoy, y Paine descendió de un salto a la grava del costado de las vías. Echó una mirada a su alrededor.

A la luz del atardecer, Macon Heights brillaba y resplandecía, con sus largas hileras de casas extendiéndose en todas direcciones. En el centro del pueblo se elevaba la marquesina de un teatro. Incluso había un teatro. Paine avanzó hacia el pueblo. Pasada la estación había un aparcamiento al aire libre. Lo atravesó, siguiendo un camino que pasaba al lado de una estación de servicio y se unía a otra carretera.

Así llegó a la calle principal. Una doble hilera de comercios se extendía ante él: una ferretería, dos almacenes… negocios modernos, bien acondicionados.

Paine recorrió la calle con las manos en los bolsillos, observando el aspecto de Macon Heights a su alrededor. Un edificio de apartamentos, alto y masivo, se elevaba ante él. El portero estaba limpiando los peldaños de la entrada. Todo parecía nuevo y moderno: las casas, las calles, el pavimento, las aceras. Los indicadores. Un vigilante uniformado estaba anotando la matrícula de un coche mal estacionado. Había árboles, plantados regularmente y cuidadosamente podados.

Pasó al lado de un gran supermercado. Vio cestos con frutas, naranjas y uvas. Tomó una uva y la probó. Era completamente real, una uva negra, dulce y madura. Y sin embargo, veinticuatro horas antes, aquel lugar no era más que un campo desierto. Entró en un bar, se sentó ante la barra y pidió un café a la camarera.

—Es un hermoso pueblo —le dijo cuando ella lo depositó ante él.

—Sí, ¿verdad?

Paine titubeó.

—¿Hace… hace mucho tiempo que trabaja usted aquí?

—Tres meses.

—¿Tres meses? —Paine estudió a la rubia y rolliza mujer—. ¿Y vive usted aquí, en Macon Heights?

—Oh, sí.

—¿Desde hace mucho?

—Un par de años, supongo. —Lo dejó para atender a un joven soldado que acababa de acodarse a la barra.

Paine permaneció un tiempo observando perezosamente a la gente que pasaba por la calle, mientras fumaba cigarrillo tras cigarrillo. Gente vulgar, hombres y mujeres, mujeres en su mayor parte. Algunas llevaban bolsas de los almacenes o cestas. Los automóviles pasaban lentamente. Era un apacible y soñoliento pueblecito suburbano, moderno, para la clase media. Un pueblo de mediana calidad, sin casas lujosas ni edificios decrépitos, formado por bloques pequeños y agradables. Comercios con escaparates brillantemente iluminados y rótulos de neón.

Un grupo de chicos de la escuela irrumpió en el bar, riendo y empujándose los unos a los otros. Dos chicas con brillantes pullovers se sentaron al lado de Paine y pidieron refrescos. Charlaron alegremente, haciendo llegar a sus oídos retazos de su conversación.

Él las observó mientras meditaba profundamente. Eran perfectamente reales: el lápiz de labios y las uñas pintadas, los pullovers y las carteras del colegio. Centenares de estudiantes llenando ávidamente el bar.

Paine se pasó una mano por la frente. Quizá no estuviera del todo cuerdo. El pueblo era real, completamente real. Como si siempre hubiera existido. Una población entera no podía surgir de la nada… ni siquiera de una nube de bruma gris. Cinco mil personas, y casas, y calles, y negocios.

Negocios. La Compañía de Seguros Bradshaw.

Una aguda sensación lo paralizó completamente. De pronto comprendió. Se estaba extendiendo. Más allá de los límites de Macon Heights, dentro de la propia ciudad. La Compañía Bradshaw y su empleado Ernest Critchet.

Macon Heights no podía existir sin entrecruzarse con la ciudad. Se estaban entrelazando: las cinco mil personas de Macon Heights venían de la ciudad. Sus trabajos, sus vidas anteriores. La ciudad estaba vinculada a todo esto.

¿Pero cuánto? ¿En qué medida había cambiado la ciudad?

Paine dejó unas monedas en el mostrador, salió apresuradamente del bar y se dirigió a la estación. Tenía que volver a la ciudad. Laura. El cambio. ¿Estaba todavía allí? ¿Estaba a salvo su propia vida?

Sintió que el miedo lo atenazaba. Laura, todas sus pertenencias, sus esperanzas, sus planes y sus sueños. Repentinamente, Macon Heights dejó de tener importancia. Su propio mundo estaba en peligro, eso era lo que importaba ahora. Y tenía que asegurarse, asegurar que su propia vida aún estaba allí, sin ser tocada todavía por el circuito de cambios que se extendía desde Macon Heights.

—¿A dónde? —le preguntó el conductor del taxi cuando Paine, tras salir corriendo de la estación, se metió en él.

Le dio la dirección del apartamento de Laura. El taxi se metió en el tráfico. Paine se hundió nerviosamente en el asiento. Las calles y las casas pasaban vertiginosamente. La gente comenzaba a salir de sus trabajos y a amontonarse en los cruces y los pasos de peatones.

¿Hasta dónde había alcanzado el cambio? Observó la hilera de edificios. Aquella enorme tienda… ¿había estado siempre allí? ¿Y aquella pequeña zapatería? Nunca la había notado. MUEBLES NURRIS. NO recordaba ese rótulo. ¿Pero cómo podía estar seguro de ello? Se sintió confuso. ¿Cómo podía afirmarlo?

El taxi lo dejó frente al edificio de apartamentos. Paine se detuvo por un instante, echando una mirada a su alrededor. En la esquina de la manzana, el propietario de la heladería italiana estaba colocando el toldo de su negocio. ¿Había reparado alguna vez en aquel negocio? No podía asegurarlo.

¿Qué había pasado con la gran carnicería de enfrente? Antes sólo había casas pequeñas y cuidadas, y otras más viejas que daban la impresión de haber estado siempre allí. ¿Desde cuándo existía aquella carnicería? Hasta entonces las casas habían parecido tan sólidas.

En la siguiente manzana brillaban las franjas de una peluquería. ¿Desde cuándo estaba allí? Quizá desde siempre. Todo se apresuraba a su alrededor. Nuevas cosas comenzaban a existir, otras desaparecían. El pasado cambiaba y la memoria estaba atada al pasado. ¿Cómo podía uno confiar en su memoria? ¿Cómo podía estar seguro?

Le invadió una ola de terror. Laura. Su mundo…

Paine subió corriendo las escaleras de la entrada y abrió violentamente la puerta de la escalera. Prosiguió su carrera por los alfombrados escalones hasta el segundo piso. La puerta del apartamento no estaba cerrada con llave. La abrió y entró en la habitación, rezando mentalmente, con el corazón en la boca.

La sala estaba oscura y silenciosa. Las persianas estaban echadas. Miró desesperadamente a su alrededor. El mismo diván, con unas revistas colocadas en uno de sus brazos. La mesa de roble. El televisor.

Pero la habitación estaba vacía.

—¡Laura! —gritó entrecortadamente.

Ella apareció en seguida, viniendo de la cocina, con la alarma pintada en sus ojos.

—¡Bob! ¿Qué haces en casa? ¿Ocurre algo?

Paine relajó sus músculos y suspiró aliviado.

—Hola, amor —dijo. La abrazó fuertemente. Era cálida y concreta, completamente real—. No, no ocurre nada. Todo marcha perfectamente.

—¿Estás seguro?

—Sí —Paine se quitó la chaqueta y la dejó sobre el diván. Recorrió la habitación, examinando atentamente todos los objetos, sintiendo que renacía su tranquilidad. El mismo diván, tan familiar para él, con sus quemaduras de los cigarrillos. La vieja y estropeada banqueta. El escritorio donde trabajaba por las noches. Las cañas de pescar apoyadas contra la pared, tras la biblioteca. El aparato de televisión que había comprado el mes pasado. Todo estaba a salvo. Cada cosa, y el conjunto de sus pertenencias, seguían existiendo. Sin el menor daño.

—Dentro de media hora tendré lista la cena —dijo Laura apresuradamente, quitándose el delantal—. No te esperaba en casa tan temprano. He estado todo el día aquí. Limpié el horno. ¿Sabes?, vino un vendedor y trajo una nueva lavadora como muestra, para que la probáramos.

—Está bien —Paine examinó su reproducción favorita de un Renoir colgado en la pared—. Tómate el tiempo que necesites. Es bueno ver de nuevo todas las cosas, ¿sabes? Yo…

Un grito les llegó desde el dormitorio. Laura se giró rápidamente.

—Me temo que hemos despertado a Jimmy —dijo.

—¿Jimmy?

Laura se rió.

—Querido, ¿has olvidado a tu propio hijo?

—Oh, no, por supuesto —murmuró Paine, estupefacto. Siguió silenciosamente a Laura hasta el dormitorio—. Por un instante me pareció todo tan extraño —se pasó una mano por la frente, con el ceño fruncido—. Extraño y poco familiar. Como desenfocado.

Se detuvieron al lado de la cuna, observando al bebé. Jimmy miró a sus padres y se rió.

—Debe haber sido el sol —dijo Laura—. ¡Hace tanto calor fuera!

—Sí, debe haber sido eso. Ahora ya estoy bien —se inclinó y acarició al niño. Pasó el brazo alrededor del talle de su esposa y la atrajo hacia sí—. Debe haber sido cosa del sol. —Miró a los ojos de ella, y sonrió.

© Philip Kindred Dick: The Commuter (El abonado). Publicado en Amazing Stories, agosto-septiembre de 1953. Traducción de M. Blanco.

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