Roberto Arlt: Ejercicio de artillería

ESTA HISTORIA debía llamarse no «Ejercicio de artillería», sino «Historia de Muza y los siete tenientes españoles», y yo, personalmente, la escuché en el mismo zoco de Larache, junto a la puerta de Ksaba, del lado donde terminan las encaladas arcadas que ocupan los mercaderes de Garb; y contaba esta historia un «zelje» que venía de Ouazan, mucho más abajo de Fez, donde ya pueden cazarse los corpulentos elefantes; y aunque, como digo, dicho «zelje» era de Ouazan, parecía muy interiorizado de los sucesos de Larache.

Este «zelje», es decir, este poeta ambulante, era un barbianazo manco, manco en hazañas de guerras, decía él; yo supongo que manco porque por ladrón le habrían cortado la mano en algún mercado. Se ataviaba con una chilaba gris, tan andrajosa, que hasta llegaba a inspirarles piedad a las miserables campesinas del aduar de Mhas Has. Le cubría la cabeza un rojo turbante (vaya a saber Alá dónde robado), y debía tener un hambre de siete mil diablos, porque cuando me vio aparecer con mis zapatos de suela de caucho y el aparato fotográfico colgando de la mano, me hizo una reverencia como jamás la habría recibido el Alto Comisionado de España en el protectorado; y en un español magníficamente estropeado, me propuso, en las barbas de todos aquellos truhanes que, sentados en cuclillas, le miraban hablar:

—Gran señor: ninguno de estos andrajosos merece escucharme. Dame una moneda de plata y te contaré una historia digna de tus educadas orejas, que no son estas orejas de asnos.

Y con su brazo mutilado señalaba las orejas sucias de los campesinos. Yo esperaba que todos los tomates podridos que allí fermentaban por el suelo se estrellarían contra la cabeza del «zelje» de Ouazan; pero los andrajosos, que formaban un círculo en torno de él, se limitaron a reírse con gruesas carcajadas y a injuriarle alegremente en su lengua nativa; y entonces yo, sentándome en el mismo ruedo que formaban los hombres de la tribu de El-Tulat, le arrojé una moneda de plata, y el manco insigne descalzo y hediondo a leche agria, comenzó su relato, que yo pondré en asequible castellano.

En Larache, un camino asfaltado separa el cementerio judío del cementerio musulmán. El cementerio judío parece una cantera de tallados mármoles, y todos los días de la semana podréis encontrar allí mujeres desesperadas y hombres barbudos con la cabeza cubierta de ceniza, que lloran la cólera de Jehová sobre sus muertos.

El cementerio musulmán es alegre, en cambio, como un carmen; los naranjos crecen entre sus tumbas, y mujeres embozadas hasta los ojos, escoltadas por gigantescas negras, van a sentarse en un canto de la sepultura de sus muertos y mueven las manos mientras, compungidas, lloran a moco tendido.

El teniente Herminio Benegas venía a pasearse allí. Un inexperto observador hubiera supuesto que el teniente Benegas, al mirar el cementerio de la izquierda, quería conquistar a alguna bonita judía, o que, al mirar el cementerio de la derecha, pretendía enamorar a alguna musulmana emboscada en el misterio blanco de su manto. Pero no era así.

El teniente Herminio Benegas no estaba para pensar en judías ni en musulmanas. El teniente Benegas pensaba en Muza; en Muza, el usurero.

¡Pensaba en sus deudas!

Muza, el usurero, vivía en una finca que hay a la misma entrada de la puerta de Ksaba. Muza, el usurero, para contrarrestar el maravilloso tufo a queso podrido y a residuos que flotaba en el aire, tenía junto a la muralla dentada un jardín extendido apretado de limones, con «parterres» tupidos de claveles y rosales, que cinco esclavos del aduar de Mhas Has cuidaban diligentemente, mientras Muza, plácido como un santón, se mesaba la barba y miraba venir a sus clientes. Atendía a los desesperados entre capullos de rosas. Él no tenía escrúpulos en trabajar con corredores judíos. Muza se había especializado con los oficiales de la guarnición española. Cierto que a los oficiales les estaba terminantemente prohibido contraer deudas con prestamistas musulmanes, pues podían complicarse las cosas… Pero el teniente Herminio Benegas, una noche, contempló la verdosa muralla, almenada y triste, las campesinas dormidas junto a sus montones de leña seca, y, naturalmente, maldiciendo su destino, enfundado en un chilaba para cubrir las apariencias, fue y levantó el pesado aldabón de bronce que colgaba de la baja, sólida y claveteada puerta de la finca de Muza.

Siempre era a esa hora, cuando el cielo toma un matiz verdoso, que llegaban los clientes de Muza.

Tan advertido estaba su gigantesco portero —un eunuco tunecino negro y corpulento como un elefante—, que sin hablar, inclinándose humildemente, hacía pasar a la futura víctima de Muza hasta el jardín. El prestamista, bajo un arco lobulado con muescas de oro y filetes de lapislázuli, se levantaba, y besándose la punta de los dedos, acogía a su visitante con la más exquisita de las atenciones musulmanas. Haciendo sentar a su visitante en muelles cojines, le agasajaba, le acariciaba y le decía:

—Honras mi casa. Que Alá te cubra de prosperidad a ti y a tu noble familia. Hoy es un gran día para mí. ¿Cuánto necesitas? No te preocupes. Soy feliz al servirte.

Cuando Herminio Benegas respondió: «Cinco mil pesetas», Muza se lanzó a reír.

—¿Y por ese montoncito de leña seca te preocupas? Yo creía que era un incendio. ¡Nada más que cinco mil pesetas!… ¡Tú, un oficial español!… ¡Juro, por las barbas del Califa, que te llevarás diez mil pesetas de mi casa!… ¿No sabes que el Profeta ha dicho que las manos de los impíos están cerradas para la generosidad? Quiero que tu día de hoy sea hermoso y dulce. ¡Alí, Alí; tráele café a este hermoso oficial español!

Ciertamente que Benegas se llevó diez mil pesetas…, y firmó un recibo por quince mil.

—Tú no te preocupes —le había dicho Muza—. Seré contigo más bondadoso que tu padre y que tu madre, a quienes no tengo el honor de conocer.

Benegas volvió una vez, y luego otra y otra.

Un día, Muza se levantó adusto de sus cojines. Era la primera vez que Benegas veía de pie al prestamista. Muza era alto como una torre. Las barbas, que le llegaban hasta el ombligo, le daban el aspecto de un Goliath. El prestamista, tomándose con la mano un haz de estas barbas, dijo, al tiempo que se las retorcía con colérica frialdad:

—¿Qué te has creído? ¿Que yo asalto a los traficantes, como ese bandido de Raisuli? Te he tratado bondadosamente, como si fuera tu padre y tu madre. Y tú, ¿qué me has dado? ¡Papeles, papeles con tu firma!… ¡Me pagas, o iré a ver a tu coronel!…

Benegas pensó que podía embutir todas las balas de su revólver en la barriga de aquel monstruo, pero también pensó que podían fusilarlo. Y apretando los dientes, vencido, pidió:

—Dame tres días de plazo…, cuatro…

Muza se dejó caer sobre los cojines y respondió:

—Hasta el domingo estaré en mi finca de Guedina. El lunes, si no me has pagado, veré a tu coronel.

Y no terminó de pronunciar estas palabras, cuando frío, negro y exquisitamente homicida, el teniente vio aparecer a su lado al eunuco tunecino, que le acompañó hasta la puerta de calle, arqueando profundas zalemas.

El teniente Ruiz estaba quitándose las botas cuando Benegas entró a su cuarto. Ruiz se quedó con las manos olvidadas en los cordones de la bota al mirar el contraído semblante de Benegas:

—¿Qué te ha dicho Muza?

—El lunes verá al coronel.

Ruiz comenzó a quitarse las botas, y dijo:

—Mañana saldremos para los bosques de Rahel.

—¿Rahel?

—Sí; hay que terminar los ejercicios de tiro en la parcela de Guedina.

Benegas se recostó en su cama. Estaba perdido si el prestamista veía al coronel. Y Muza no era hombre de andarse con bromas. Había metido en cintura a más de un bravucón de Larache. Se decía que una de sus hijas estaba en el harén del Califa.

¿Qué hacer?

Ruiz ya se había dormido. Benegas apagó la luz.

Por la ventana enrejada entraba una claridad festiva, reticulada. ¿Qué hacer? Benegas se levantó y abrió despacio la puerta. Allá, en el fondo del patio, se veía el escritorio del coronel, iluminado. Benegas se decidió. Cruzó el patio y se detuvo frente al cuerpo de edificio que ocupaba el coronel. Un centinela se cuadró frente a él. Benegas trepó unas escaleras y golpeó con los nudillos en una puerta.

Una voz ronca respondió:

—Adelante.

Benegas entró. Recostado en un sofá, con la chaqueta desprendida, el coronel Oyarzún parecía estudiar con la mirada las cotas de un mapa verde que estaba allí frente a sus ojos. Era un hombre pequeño, canijo, rechupado. Lo miró al teniente, y comprendió que el hombre iba en busca de auxilio: Entonces se incorporó y, ya sentado en el sofá, dijo:

—Pase teniente —le señaló una silla—. Siéntese.

Benegas obedeció. Tomó una silla y se sentó frente al coronel. Pero el coronel no parecía tener mucha voluntad de hablar. Callado, miraba tristemente el suelo. Y sin saber por qué, Benegas sintió lástima por aquel hombre flaco y canijo. ¿Sería verdad lo que se murmuraba: que el coronel se había aficionado al haschich? Cierto es que allí el haschich andaba en muchas manos…

—¿Qué le pasa?

Benegas comenzó a contar al coronel la historia de su enredo financiero con Muza. Por un instante pensó en contarle una mentira al coronel: que Muza le había pedido los planos de las baterías que defendían el valle Lukus; pero, rápidamente, comprendió que el coronel podía adivinar su mentira o tratar de aprovecharla. Mejor era decir la absoluta verdad.

El coronel, sentado en la orilla del sofá, le escuchaba, levantando de tanto en tanto sus grandes ojos pardos. Cuando Benegas terminó su relato, el coronel se puso de pie resueltamente. Tenía todo el aspecto de un mico triste. Benegas, rígidamente cuadrado, esperó su sentencia. El coronel encendió un cigarrillo, miró melancólicamente el mapa de las cotas, y dijo:

—Hay siete tenientes en este cuerpo en la misma situación que usted. ¡Esto es intolerable! Mañana salimos a cumplir ejercicios de batería en los bosques de Rahel. Guedina está atrás. No me causaría mucha gracia que cayera algún proyectil, por equivocación, sobre la finca de Muza…, aunque, en verdad, mucho no se perdería. Buenas noches, teniente.

Benegas, tieso, saludó. Había comprendido.

La parcela de Guedina se extendía por el valle, y allí, en su centro, se veía el castillete con sus torrecillas de piedra, perteneciente a Muza, el prestamista. Más allá se extendían las colinas pizarrosas, empenachadas de borbotones de verdura rojiza y verde, y allá lejos, en una loma, el lienzo de cielo estaba cortado por la línea azulenca de los bosques de Rahel.

Muza, sentado en el tondo de su parque, bajo las ramas de un naranjo con Aischa a su lado, probaba unas cortezas de limón confitado, que Aischa, soportando en un plato, le ofrecía, sonriendo, de rodillas.

Fue un silbo de pirotecnia; Muza miró, sorprendido, en rededor, cuando un obús estalló sobre la cresta del bosque.

Aischa, temblorosa, apretó contra él su juventud; pero Muza, espantado, se puso de pie, y no había terminado de hacerlo cuando un estampido más próximo levantó del suelo una columna de fuego y de tierra; y Aischa, desmayada de terror, cayó sobre el césped. Muza la miró un instante sin verla y echó a correr hacia adentro del parque.

Su terror no conocía límites porque era un hombre pacífico. Sabía que varias baterías estaban haciendo ejercicio de tiro más allá de la cortina azulenca del bosque de Rahel; pero de allí a…

Esta vez el impacto fue decisivo. El obús alcanzó el vértice de la torre de piedra, y la torre de piedra de su hermosa finca se levantó por los aires como si la hubiera arrancado una tromba por los cimientos; luego se desmoronó en una lluvia de cascotes, y un grupo de criadas, de mujeres sin velo, de esclavos, salió del pórtico principal chillando y arrastrando las criaturas consigo. Las mujeres entraron en el ala derecha del parque.

Otro estampido hizo temblar el suelo. Los muros de piedra del antiguo castillo, que había pertenecido al cheik de Rahel, se resquebrajaron; una teoría de columnitas, aventada al espacio por la explosión, fue a derramar sus tallos de mármol en un estanque; nuevamente una cortina de proyectiles barrió el suelo y los pocos lienzos de muralla que quedaban en pie bajo el sol de la tarde temblaron y cayeron.

Muza se dejó caer al suelo y comenzó a llorar. Comprendía. Los siete tenientes del cuerpo de artillería, los siete hombres que él había beneficiado con sus préstamos, bombardeaban deliberadamente su hermosa finca. No vacilaron en matarle a él, a sus nueve esposas, a sus diecisiete criados. Como en una pesadilla lo veía al maldito teniente Benegas, rodeado de sus soldados, incitándolos a concluir la obra destructora con un asalto a la bayoneta.

Las lágrimas corrían por el barbudo semblante del gigantesco Muza. Pero el fuego de las baterías parecía enconado rabiosamente sobre las ruinas; algunos proyectiles habían roto los caños del estanque; a cada explosión las piedras volaban entre espesas nubes de humo negro y polvo; por sobre el césped se podían ver los muebles destrozados por la explosión, los cojines despanzurrados. Cada proyectil arrancaba de la tierra surtidores de cascajos.

Muza, escondido ahora tras un árbol, miraba aterrorizado esta completa destrucción de sus bienes.

Evidentemente, los tenientes de artillería eran gente terrible.

Nuevamente le pareció al prestamista ver al teniente Benegas rodeado de soldados adustos, dispuestos a escarbarle en el vientre con la punta de sus bayonetas. Y el terror creció tanto en él, que de pronto se puso a gritar como un endemoniado, y ya no le bastó gritar, sino que con peligro de su propia vida corrió hacia las ruinas de la finca. Las mujeres del bosque le gritaban que se detuviera, que le iban a herir los cascos de los proyectiles que otra vez podían caer; pero Muza, sordo, desesperado, quería acogerse a sus bienes despedazados, y espoloneado por el furor que hacía girar el paisaje ante sus ojos como una atorbellinada pesadilla de piedra y de sol, dando grandes saltos se introdujo entre las ruinas; su cuerpo chocó pesadamente contra una muralla, la muralla osciló y los cuadrados bloques de granito se desmoronaron sobre su cabeza. Muza, el prestamista, dejó para siempre de facilitar dinero a los cristianos.

Veinticuatro horas después el coronel presentó un sumario al Alto Comisionado, y el Alto Comisionado se excusó ante el Califa:

—Ocurrió que durante la marcha el retículo de un telémetro se corrió en su visor a consecuencia de un golpe, lo que determinó un error de cálculo en el «reglage» del tiro. Era de felicitarse que la desgracia de Guedina no hubiera provocado más muertes que la de Muza, víctima no de los proyectiles, sino de su propia imprudencia.

El Califa, infinitamente comprensivo, sonrió levemente. Luego dijo:

—Me alegro de que el asunto no tenga mayor trascendencia, porque Muza no pertenecía a la comunidad marroquí, sino argelina.

© Roberto Arlt: Ejercicio de artillería. Publicado en El criador de gorilas, 1941.

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