Washington Irving: Rip van Winkle

Cualquiera que haya viajado por el Hudson arriba recordará los montes Kaatskill, que forman parte de la gran cordillera Appalachian[1] y que se extienden al oeste del río, elevándose hasta alcanzar alturas considerables que dominan la región. Todo cambio de estación, todo cambio climatológico, toda hora de cada día, incluso, producen modificaciones en las mágicas formas de estas montañas; las buenas mujeres de la región, y hasta las de más allá, consideran las montañas, pues, como el más perfecto y fiable de los barómetros. Cuando el tiempo es bonancible parecen revestirse los montes de una suerte de azul con vetas púrpura, que los destaca con absoluta claridad sobre el fondo azul del cielo; mas en ocasiones, cuando toda la región está libre de nubes, se forma alrededor de los picos una corona gris de vapor, que según le dan los rayos del sol de poniente despide un fulgor digno del aura de un santo.

A los pies de estas encantadoras montañas percibe el viajero columnas de humo que salen de una villa en la que los techos de las casas destacan entre los árboles, allá donde el tono azul de las tierras altas se confunde con el verde esmeralda de la vegetación de las tierras bajas. Es una villa pequeña, cuya fundación, debida a los primeros colonos holandeses, se pierde en el tiempo; es, pues, una de las primeras villas de los días de la provincia, que se remonta a los inicios del gobierno de Peter Stuyvesant[2], a quien deseamos un buen descanso eterno… Hasta hace pocos años aún se veían algunas casas de aquellos primeros colonos, hechas con ladrillo amarillo traído de Holanda, con sus rejas en las ventanas y con sus porches a la entrada, ideales para la charla.

En aquella villa, en una de esas casas —que, en honor a la verdad, estaba algo más que en ruinas— vivió hace ya muchos años, cuando esta tierra aún era una provincia de la Gran Bretaña, un buen hombre llamado Rip Van Winkle, descendiente directo de los Van Winkle que tanta fama lograron en los tiempos de Peter Stuyvesant, destacándose especialmente en el sitio de Fuerte Cristina. Poco, sin embargo, tenía aquel hombre del carácter y las actitudes guerreras de sus antepasados, pues debo hacer notar en justicia que era bondadoso, buen vecino, de temperamento apacible, además de obediente y sumiso esposo… Precisamente a esta última circunstancia, a esa mansedumbre que demostraba, se debía su popularidad, pues los hombres que en casa se someten al dominio de su mujer, después, en la calle, son de común conciliadores, tranquilos y hasta obsecuentes… Su temperamento, no cabe duda, se ablanda y hace maleable en la terrible fragua del ambiente doméstico; los sermones que les gritan sus mujeres equivalen a todas las prédicas que puedan darse a lo largo y ancho del mundo, en lo que a la paciencia y al sufrimiento resignado se refiere. Una mujer dominante, en cierto sentido, es toda una bendición; si lo aceptamos así, hay que decir que Rip Van Winkle estaba bendecido por triplicado, como poco.

Naturalmente, era el hombre más apreciado por todas las comadres de la vecindad, que como suele ser común entre el bello sexo, se ponían de parte de Rip en todos los avatares domésticos por los que pasaba; de noche, cuando charlaban acerca de los acontecimientos del día en la villa, casi todas echaban la culpa de cualquier cosa a la señora Van Winkle. Los niños, por lo demás, apenas lo veían acercarse lanzaban gritos de júbilo, pues gustaba de jugar con ellos, incluso les hacía juguetes con cualquier cosa, cometas, canicas de mármol, y les refería largos relatos que trataban de brujas, de fantasmas, de aparecidos, de indios salvajes… Siempre rodeaban a Rip los niños, colgados de los faldones de su blusón, subidos a su espalda, haciéndole mil travesuras con su total anuencia… Y los perros de la villa jamás le ladraban cuando pasaba.

El gran error de Rip, empero, no era otro que el de su aversión manifiesta a desempeñarse en cualquier trabajo de provecho. No es que fuera un hombre sin capacidad de perseverar, e incluso de sacrificarse, pues podía estar sentado horas y más horas en una roca húmeda, con una caña de pescar tan pesada como la lanza de un tártaro, aunque los peces rehusaran morder su anzuelo una y otra vez. Era capaz, también, de echarse una escopeta al hombro y andar muchas leguas entre pantanos y a través de los bosques más lóbregos, sólo para cazar un pájaro… Y jamás negaba su ayuda a cualquier vecino que se la solicitase, aun si se trataba de hacer un duro trabajo. Era, naturalmente, el primero a la hora de los ocios y festejos campesinos, tales como tostar maíz o levantar un muro de piedra, y las mujeres de la villa se valían a menudo de él para uno u otro recado, o para que les hiciera esas labores menores del hogar, que sus maridos, peor dispuestos que Rip, no querían ni ver. En resumidas cuentas, Rip Van Winkle era capaz de hacer cualquier trabajo, fuese el que fuese, menos el que debía; así, le resultaba imposible atender a sus obligaciones familiares y cuidar con bien de su propia granja.

Más aún, decía con absoluto convencimiento que no tenía el menor sentido ocuparse de sus tierras; aseguraba que sería imposible hallar en todo el país un predio tan baldío como el suyo, por lo que todo, hiciera lo que hiciese, sería en vano. El muro que delimitaba sus tierras se caía piedra a piedra, día a día; su vaca desaparecía por un tiempo, o se iba a la granja vecina; crecía en su huerta la maleza más deprisa que cualquier cosa que plantara, si es que plantaba algo; la lluvia, además, parecía empeñada en caer justo el día en que decidía salir a trabajar al campo… No es de extrañar, por todo ello, que las tierras heredadas de sus padres fueran reduciéndose poco a poco, hasta no ser más que una parcela en la que apenas crecían las patatas y el maíz. Aun tratándose de la granja más pequeña de toda la región, era, en suma, la peor administrada y la peor atendida.

Sus hijos, de tan descuidados, parecían no tener padres. El mayor, llamado también Rip, era su propio retrato, y como heredaba los trajes viejos de su progenitor, parecía haber heredado, igualmente, sus características. Era habitual verlo saltando como un potrillo salvaje, junto a la madre, vistiendo un par de pantalones, que no eran sino los de su padre, pero cortados a mitad de pernera… Así y todo, y para no darse un morrón cuando saltaba, tenía que recogérselos cuidadosamente con las manos, como las damiselas recogen su vestido en los días lluviosos para evitar que se les manche de barro.

Rip Van Winkle, por todo lo anteriormente dicho, era uno de esos felices mortales que, por su innata y buena disposición, toman las cosas tal y como se les presentan, comen pan blanco o pan negro, el que con menos quebraderos de cabeza y esfuerzos puedan conseguir, y prefieren morirse de hambre con un penique en el bolsillo antes que trabajar a cambio de una libra. Es de suponer que, de haber estado solo y sin obligaciones, se habría desprendido de cuanto pudiera ocasionarle una dificultad, un esfuerzo vital, pero lo cierto es que no estaba solo y que su esposa no cesaba de reprocharle su haraganería, su descuido y la ruina en que estaba la familia por culpa de su dejadez. Ya fuera por la mañana, ya fuera por la tarde, ya fuera de noche, su mujer no callaba un segundo; cualquier cosa que dijera o que hiciese Rip, hacía que le brotara un torrente de palabras domésticamente elocuentes. Rip había desarrollado con los años un método para dar la conveniente réplica a las admoniciones de su esposa, que era ya un hábito, como el de los discursos de ella. Consistía en encogerse de hombros, sacudir la cabeza hacia los lados lentamente, bajar los ojos y quedarse callado. No obstante, su actitud, aun a despecho de ser la habitual, la metódica, provocaba en ella una nueva sarta de reproches, por lo que al final no le quedaba más remedio que irse, siempre sin decir palabra, y buscar refugio lejos de su casa, que es como decir en el lugar que corresponde a un marido paciente en exceso.

El único aliado doméstico de Rip, en definitiva, era su perro Wolf[3], sin duda por tratarse de un perseguido, igual que su amo… En efecto, la señora Van Winkle consideraba al pobre chucho como una especie de aliado del haragán de su marido, y hasta atribuía al bueno de Wolf la culpa de que Rip anduviese por ahí, sin hacer nada, tan frecuentemente. Es verdad que, en lo que a las cualidades que deben adornar a un perro se refiere, hay que decir que Wolf era tan valiente como el mejor perro de presa que rastreara por los bosques en busca de caza o de alimañas, pero ¿qué valor hay que tener, por muy perro que se sea, para aguantar de continuo el sempiterno aguijón de una terrorífica lengua femenina, incapaz de perdonar lo más mínimo? Apenas entraba el pobre Wolf en la casa, metía el rabo entre las patas, agachaba las orejas, le caía la pelambre hacia los lados, e iba en busca del rincón más escondido, mirando de reojo a la señora Van Winkle, vigilante y temeroso… En cuanto la veía agarrar una escoba salía el pobre hacia la puerta, aullando lastimeramente.

Pasaban sus años de matrimonio, y aquella situación, como es lógico, se iba haciendo cada vez más y más insoportable para Rip Van Winkle; el mal carácter no es cosa que se atempere con la edad, y la lengua, sin embargo, es el único instrumento cuyo filo aumenta y se hace más hiriente con el uso a lo largo del tiempo… Durante años se consoló Rip, cuando se iba del hogar para no continuar padeciendo aquel chaparrón de palabras que tan a menudo le caía, frecuentando una especie de club abierto a todas horas que formaban los sabios, los filósofos, las gentes de la villa que nada tenían que hacer… Celebraban sus reuniones al aire libre, en un banco de la plaza, ante una taberna cuyo nombre derivaba del rubicundo retrato de Su Majestad Británica Jorge III. Tomaban asiento a la sombra, en los largos y tórridos días del verano, y se daban a las cosas habituales en cualquier pequeña comunidad, chismes, dimes y diretes, murmuraciones y cotilleos, o se contaban larguísimas y muy aburridas historias acerca de cualquier banalidad. Eran tales y tan profundos comentarios sobre lo que se terciara, o las discusiones que mantenían, tesoros dignos de todo un hombre de Estado, muy especialmente si al pasar por la villa un forastero se dejaba en la taberna un periódico con muchas fechas de atraso para que se inspirasen… ¡Con qué atención escuchaban la morosa lectura que de aquellas páginas hacía en voz alta Derrick Van Bummel, el que tanto arrastraba las palabras para mejor oírse! Dicho lector, por cierto, era el maestro de la villa, un hombre bajito, que se las daba de muy sabio, siempre pulcramente vestido, y que jamás se asustaba ante la palabra que fuese, ni siquiera ante la más larga y con más letras de todo el diccionario… Y era digno de verse, por supuesto, la mucha sabiduría y el ardor que ponían los contertulios en sus comentarios sobre aquellos hechos registrados en el periódico, ocurridos varios meses atrás…

Las opiniones de tan notable junta se hacían siempre, sin embargo, bajo el influjo de Nicholas Vedder, el patriarca de la villa y dueño de la taberna, a cuya puerta se pasaba sentado los días, desde la mañana a la noche, sin moverse más que lo estrictamente necesario para evitar que el sol lo quemara y ponerse bajo la sombra de un árbol, con lo que los vecinos deducían la hora fácilmente por la posición de Nicholas, con tanta exactitud como si fuera el buen hombre un reloj de sol. Raras veces hablaba, sin embargo, pues de continuo tenía entre los labios la pipa con la que tan placenteramente fumaba; sus discípulos, lo propio de cualquier gran hombre, lo entendían perfectamente aunque nada dijera, y más aún, asimilaban a la perfección la hondura de sus muy ponderadas opiniones, aun cuando no las expresara. Si lo que leía el otro en voz alta no era de su agrado, o si alguno de los presentes refería cualquier cosa que no le gustaba, fumaba más nerviosa que apaciblemente y echaba mucho humo con gesto de asco; si por el contrario le placía lo que fuese, inhalaba el humo con una lentitud suma y lo expelía lanzando nubecillas lentas; incluso separaba un poco la pipa de sus labios para dejar que el aromático humo girase en volutas alrededor de su nariz mientras asentía solemnemente para demostrar su complacencia con lo que oía.

Mas, incluso de tan tranquilo refugio logró la esposa de Rip que lo expulsaran al fin, pues varias veces irrumpió allí, rompiendo la tranquilidad que respiraban los contertulios, para soltarles a la cara lo que opinaba de cada uno de ellos… Ni el propio Nicholas Vedder quedó a salvo de los picotazos de la lengua de la furia, que lo acusó públicamente de fomentar la haraganería de su esposo y lo que llamaba sus hábitos licenciosos.

El pobre Rip quedó reducido, en fin, a un estado de auténtica desesperación; para escapar de la granja o de los sermones a gritos de su mujer, no le quedaba más remedio que echarse la escopeta al hombro y perderse por los bosques, donde a la sombra de cualquier árbol se tiraba cuan largo era o tomaba asiento, para compartir con el buen Wolf el modesto condumio que llevaba en su zurrón… No es necesario decir que Rip tenía mucho cariño al perro; a fin de cuentas compartía con él idénticos sufrimientos domésticos.

—¡Pobre Wolf! —le decía Rip—. Tu ama te hace llevar una auténtica vida de perros, pero no temas, pues mientras yo viva tendrás siempre un amigo fiel dispuesto a ayudarte.

El bueno de Wolf meneaba entonces la cola, miraba cariñosamente a su amo, y estoy plenamente convencido de que, pues los perros sienten de veras piedad, le respondía con el mismo afecto que él le demostraba, de todo corazón.

En uno de aquellos largos paseos, en un hermoso día de otoño, llegó Rip casi sin darse cuenta a una de las más altas regiones de los Kaatskill mientras trataba de cobrar alguna pieza. En tan apacibles lares el eco repetía una y otra vez cada disparo que hacía; ya muy avanzada la tarde, se echó en el suelo para descansar un rato, en un prado de hierbas de montaña que se interrumpía de golpe en un precipicio desde el que se contemplaba una gran extensión de las tierras bajas, del llano próspero. Distinguía a lo lejos el impresionante Hudson, con su imponente caudal que a la luz de la tarde desprendía un resplandor púrpura, y el paso de alguna barca que se deslizaba por lo que en algunos tramos del río parecía una superficie de cristal, hasta perderse en el azul del horizonte.

Por el otro lado se veía un valle estrecho, salpicado de pedruscos caídos de las montañas, en el que apenas penetraban los rayos del sol de poniente. Rip, como absorto, estuvo un rato contemplando aquel paisaje; como la tarde avanzaba hacia la noche comenzaban las montañas a derramar su sombra azulada sobre el valle, y supo Rip, de golpe, que sería ya noche cerrada cuando volviera a su casa… Suspiró angustiado al pensar en verse de nuevo ante la terrorífica señora Van Winkle.

Se disponía pues a descender hacia el valle, cuando oyó una voz que le llamaba:

—¡Rip Van Winkle! ¡Rip Van Winkle!

Se volvió, miró a derecha e izquierda, pero no vio a nadie y se dijo que había sido víctima de una jugarreta de su imaginación. Echó a caminar de nuevo y oyó la misma voz:

—¡Rip Van Winkle! ¡Rip Van Winkle!

Wolf, mientras se escuchaba decir el nombre de su amo, se arqueó, comenzó a gruñir y buscó amparo pegándose a Rip sin dejar de mirar hacia el valle… Rip Van Winkle sintió que se apoderaba de él un temor vago, indecible; miró otra vez y vio al fin una sombra que subía lentamente por las rocas con una carga, al parecer pesada, sobre los hombros. No dejó de sorprenderse, más que nada, de ver a un ser humano por aquellos parajes solitarios, pero diciéndose que a buen seguro era alguien de la villa que precisaba ayuda se aprestó a dársela y bajó más deprisa.

Acercarse le supuso una sorpresa aún mayor que la de oír su nombre, ante la apariencia realmente extraña del desconocido. Era un hombre de poca estatura, viejo, con el cabello escaso e híspido, gris su barba, vestido a la antigua usanza holandesa, con el calzón corto anudado sobre las medias a la altura de las rodillas, peto de cuero en torno al pecho, blusón amplio y chaqueta con dos filas de botones metálicos. Sobre los hombros llevaba un barril pesado, que parecía lleno de licor, y hacía señas a Rip como pidiéndole, en efecto, que le ayudara. Aun desconfiado, Rip acudió como siempre lo hacía a una llamada, y entre los dos lograron llevar el barril por un sendero muy estrecho, que era el lecho de un torrente ahora seco. Seguían después su camino y Rip oía ruidos extraños a cada poco, como de tormenta lejana, que salieran de una garganta estrecha formada entre las rocas, justo por donde iban, hacia donde conducía el angosto sendero. Se paró Rip unos instantes, pero se dijo que seguramente el ruido se debía a una de esas tormentas lógicas y habituales en las zonas de montaña, y siguió andando… Pasando por la estrecha garganta llegaron al fin a una pradera, que parecía un anfiteatro por las murallas de piedra que la delimitaban, tras las cuales asomaban las ramas de los árboles y más allá el cielo azul oscuro y algunas nubes con su incipiente brillo nocturno. Rip y su compañero iban en silencio durante todo el camino, pues aunque Rip se admiraba de que llevase tan pesado barril de licor a un lugar en donde aparentemente no había nada, algo había en aquel anciano que le inspiraba respeto y hasta cierto temor reverencial… Y cierta familiaridad.

Cuando entraron en el anfiteatro, nuevas sorpresas le salieron al paso. Justo en el centro había un grupo realmente extraño, gentes como de otro tiempo que jugaban a los bolos. También ellos vestían a la antigua usanza, e incluso de manera extraña, más extravagante aún que la del hombre del barril. Varios de ellos llevaban cuchillos en sus amplios cinturones. Sus caras, por lo demás, eran por lo menos peculiares: uno tenía la cabeza larga y la cara ancha con los ojos pequeños rodeados de grasa, ojos de cerdo; la cara del otro no era sino una nariz y encima se tocaba con un sombrero en forma de cono en cuya punta lucía una pluma roja de gallo. Todos tenían luengas barbas, recortadas de las maneras más distintas y también de diferentes colores. Había uno que parecía el jefe. Era un hombre de edad, alto, con todo el aspecto de quien pasa la mayor parte de su tiempo al aire libre. El grupo entero no pudo sino recordar a Rip las pinturas de la escuela flamenca que colgaban en la residencia del pastor de la villa, el dómine Van Shaick, cuadros traídos de Holanda en los primeros días de los asentamientos de colonos en la región.

Sin embargo, lo que más extraño le resultaba a Rip era que aquellas gentes, aunque se entregaban a la diversión, tenían serio el semblante, permanecían en completo silencio y formaban, en fin, el grupo de personas más melancólicas y hasta doloridas, no obstante hallarse de fiesta, que jamás había visto. Nada alteraba aquel silencio impresionante de la escena, salvo el choque de los bolos, que levantaba un estrépito en las montañas semejante al de los truenos de la tormenta.

En tanto Rip y su acompañante se les acercaban, dejaron de jugar y se pusieron a mirarle fijamente, como si fueran estatuas, sin moverse y en silencio, con un aire tan extraño que el corazón le dio a Rip Van Winkle un vuelco en el pecho y comenzaron a temblarle las piernas y a entrechocarse sus rodillas. El viejo, entonces, vertió licor de su barril en grandes copas que allí había e indicó a Rip con una seña que las repartiese entre aquella curiosa compañía. Obedeció de inmediato, aunque sin dejar de temblar, estremecido; aceptaron el ofrecimiento y bebieron el licor servido en silencio para seguir jugando después a los bolos.

Por momentos se le iba el miedo a Rip. Incluso se aventuró, cuando nadie se fijaba en él, a tomar un trago de aquel licor, para descubrir que tenía el gusto de la mejor ginebra… Como era hombre de alma sedienta, por así decirlo, pronto sintió la tentación de servirse un poco más… Aquel segundo trago hizo que le apeteciera otro más, y el siguiente otro, y así sucesivamente, al extremo de que fueron tantas las visitas que hizo al barril, que finalmente comenzaron a darle vueltas los ojos, inclinó hacia adelante la cabeza, ya sentado en el suelo, y poco a poco fue quedándose dormido hasta caer en un sueño profundo. Cuando despertó, sin embargo, estaba en donde había comenzado todo, en la pradera desde la que vio subir al viejo del barril. Se restregó los ojos, pues le molestaba el sol fuerte de la mañana. Saltaban y piaban los pájaros en las ramas de los árboles y un águila, a gran altura, rasgaba plácidamente con sus alas el aire puro de la montaña. «Creo —se dijo Rip— que no he dormido aquí toda la noche». Recordó entonces con total nitidez lo que había visto antes de quedarse dormido, el viejo del barril, la garganta entre las montañas, aquella especie de anfiteatro cercado por murallones de piedra, la partida de bolos de aquella gente tan rara, la copa de licor… «¡Ah, esa maldita copa!», se dijo Rip. «¿Qué le diré ahora a mi mujer?»

Buscó su escopeta, pero cuando la encontró unos pasos más allá, en vez de su arma limpia y perfectamente engrasada tuvo entre las manos un cañón roñoso, una culata de madera carcomida y un gatillo roto. Supuso que quizás había pasado por allí cualquier barbián de los que jugaban a los bolos, y viéndole dormido a causa de la borrachera le cambió aquello que tenía entre las manos por su magnífica escopeta. Wolf, encima, tampoco estaba por allí, aunque se tranquilizó Rip diciéndose que acaso fuera tras una liebre… No obstante, silbó para llamarlo, gritó su nombre con todas sus fuerzas, y nada… El eco repetía sus voces pero el perro no aparecía.

Decidió entonces Rip dirigirse al lugar donde se había celebrado la curiosa fiesta de la noche anterior, con la intención de pedirles que le devolvieran la escopeta y el perro. Pero al levantarse comprobó que sus miembros no le respondían como de costumbre… «No es bueno dormir en las montañas… Si por culpa de la fiesta de anoche tengo que guardar cama, a causa del reúma, que Dios me ampare y proteja de la furia de mi mujer…», se decía. Caminó con gran dificultad, pero llegó al fin al lugar donde arrancaba el sendero que había seguido en compañía del viejo del barril… Mas vio, con un asombro indescriptible, que ahora bajaba por allí un río caudaloso y rápido, un río de montaña que saltaba entre las rocas levantando auténticas cascadas de espuma… Quiso Rip seguir aquel camino por la escarpada vereda que le ofrecían las piedras de la orilla y los arbustos, y lo consiguió haciendo un esfuerzo terrible para adentrarse en aquello que se le ofrecía como una red impenetrable.

Al fin llegó a la altura en la que se abría la garganta, pero no había sendero alguno por donde continuar. Las rocas ofrecían una superficie inquebrantable, sólida y firme, por la que bajaba impresionante el torrente con su clamor de espumas, cayendo en el lecho amplio y profundo. No pudo seguir el pobre Rip Van Winkle. Volvió a silbar y a gritar el nombre de su perro y ni un ladrido oyó en respuesta, sólo su eco… Y el graznido de una bandada de cuervos que volaban antes de decidir en qué rama de un árbol seco que había por allí, junto a las piedras, bajaban a posarse para mejor y más de cerca contemplar la perplejidad de aquel pobre hombre… ¿Qué podía hacer? Pasaba la mañana y empezaba a sentir hambre, ya que ni un bocado había tomado. Le dolía haber perdido su escopeta, y sobre todo a su fiel perro, y además temía el reencuentro con su mujer, pero por nada del mundo quería morirse de hambre en las montañas y solo. Sacudió la cabeza como para despejarse, se echó al hombro aquel remedo de escopeta que había encontrado, y con el corazón preso de las más negras aprensiones, miedoso y apresurado, comenzó a caminar en dirección a su casa.

A medida que se acercaba a la villa se cruzó con varias personas, pero todas le resultaron desconocidas, cosa que le sorprendió mucho pues creía conocer a todos los habitantes de la región. La forma de vestir de aquellas gentes, además, resultaba muy diferente de la que hasta entonces era común en la zona… También ellos lo miraban con gran extrañeza y se acariciaban meditabundos la barbilla preguntándose quién sería… Tanto vio hacer aquello, lo de tocarse la barbilla, que al fin hizo mecánicamente lo mismo… para comprobar atónito que tenía una barba casi medio metro de larga.

Llegó por fin a las afueras de la villa. Una tropilla de niños a los que tampoco conocía comenzó a seguirle gritando y burlándose de sus barbas. Los perros tampoco parecían reconocerle y le ladraban amenazantes a su paso. La villa también había cambiado; era más grande, había más habitantes… Vio casas en hilera que nunca antes había conocido… Y lo que era peor, parecían haberse esfumado lugares que le eran familiares y queridos… Había en las puertas rótulos con nombres que nada le decían y las caras que se asomaban a las ventanas para verle, lo mismo… Sintió que le daba vueltas la cabeza y hasta se preguntó si la villa no habría caído bajo cualquier hechizo. Estaba seguro de pisar su villa natal, de la que había salido un día antes. Desde allí seguía contemplando los montes Kaatskill y el Hudson que corría más allá, siempre luminoso; cada colina y cada valle seguían donde antes, lo que aumentaba la perplejidad de Rip. «Esos malditos tragos de anoche me han trastornado lamentablemente la cabeza», se decía lastimero.

Mucho le costó dar con el camino que conducía hasta su casa, a la que se acercó temiendo que de un momento a otro saliera su mujer dándole voces de reproche con su tono más agudo. Pero la casa estaba en ruinas; se había desplomado por completo el techo y no había ni una puerta ni una ventana en su sitio… Rondaba por allí un perro famélico, al que llamó tomándole por Wolf, pero el chucho le enseñó los dientes y siguió su camino… «Hasta mi perro se ha olvidado de mí», volvió a lamentarse el pobre Rip suspirando desalentado.

Entró en aquella su casa, que en honor a la verdad la señora Van Winkle siempre tenía limpia y ordenada, pero no había muebles, ni enseres, ni nada… Todo era abandono. La más lamentable desolación se apoderó de Rip. Gritó los nombres de su mujer y de sus hijos, resonó su voz en las estancias vacías, y después volvió a imperar aquel silencio lacerante…

Salió corriendo, preso de la desesperación, hacia la taberna de la villa, pero ya no estaba donde antes; se alzaba en su lugar, ahora, un edificio de madera, grande aunque se le antojó frágil, con ventanas colocadas en la fachada de forma irregular y en cuya puerta rezaba un gran rótulo: «Hotel Unión, de Jonathan Doolittle».

En el lugar donde estuviera aquel árbol bajo cuya sombra se cobijaban los holandeses de antaño había ahora un gran mástil que en su extremo tenía algo semejante a un gorro de dormir rojo, además de una bandera con barras y estrellas, totalmente extraña e incomprensible para Rip… Reconoció, empero, la rubicunda apostura del rey Jorge, bajo cuyo retrato el dueño de la taberna fumaba en tiempos plácidamente su pipa, pero también parecía haber sufrido una cierta metamorfosis; en vez de la casaca roja lucía una azul; en vez de cetro en la mano tenía un sable… Y bajo el retrato, en grandes caracteres, se leía GENERAL WASHINGTON.

Había, como era común, mucha gente por allí, paseando, ante la puerta… Pero a ninguno de ellos, tampoco, conocía Rip. Tuvo incluso la sensación de que había cambiado el carácter de los habitantes de la villa. Cuando hablaban parecían discutir y alzaban la voz mucho más que antes, como si en vez de charlar sobre cualquier cosa banal, con su flema algo soñolienta de siempre, les animara un asunto de capital importancia. En vano, naturalmente, buscó al viejo Nicholas Vedder, el de la cara anchota, el que parecía tener una mandíbula doble, el que fumaba su larga pipa holandesa plácidamente en vez de gritar y de soltar tonterías por la boca… Buscó también a Van Brummel, el maestro de escuela que les leía en voz alta lo que decía cualquier periódico atrasado muchas fechas… Nada. En vez de aquéllos a los que tan hecho estaba, y a los que tanto añoraba ahora, vio echar una arenga a un hombre flaco, bilioso y vehemente, que hablaba a unas decenas de personas allí reunidas sobre los derechos de los ciudadanos, de unas elecciones inminentes, acerca de los miembros del Congreso, de la libertad, de los héroes del 66[4], de la batalla de Bunker Hills[5] y muchas otras cosas que al pobre y atónito Van Winkle le sonaban a jerga babilónica.

La aparición de Rip Van Winkle con su barba gris, con su herrumbrosa escopeta, con su aspecto, en fin, poco aseado, aquella procesión que llevaba a sus espaldas, a cierta distancia, formada por mujeres y niños, no pudo por menos que llamar la atención de los políticos reunidos en el lugar donde estuviera la vieja taberna. Pronto los tuvo a todos Rip mirándole con curiosidad, dando vueltas a su alrededor. Aquel hombre flaco que poco antes discurseara se acercó a él, le tomó de un brazo, y llevándoselo a un lugar apartado le preguntó por quién iba a votar… Rip le echó una mirada que, de tan inexpresiva, parecía la de un imbécil. Otro hombrecillo que había por allí, pequeño y que andaba a saltitos, le tomó del otro brazo y le preguntó al oído: «¿Eres federal o demócrata?» Tampoco supo Rip qué responderle, pues no entendía la pregunta. Un caballero, un anciano muy digno, uno de esos que se dan la mayor importancia, se fue abriendo paso entre los allí congregados, braceando a derecha e izquierda, y se plantó ante Van Winkle mirándole como si quisiera penetrarle hasta lo más profundo del alma. En tono seco le preguntó por qué iba armado a un acto electoral, a qué se debía aquella muchedumbre de mujeres y de niños que le seguía, y si era su intención la de armar cualquier alboroto.

—¡Ah, caballeros! —dijo el pobre Rip, a punto de perder el sentido—. Soy un hombre pacífico, nacido en esta villa y fiel súbdito de nuestro señor, el rey Jorge, a quien Dios guarde…

Aquellos hombres, tras la sorpresa inicial, prorrumpieron en gritos.

—¡Un conservador! ¡Un espía! ¡Un refugiado! ¡Fuera con él! —gritaron.

No sin esfuerzo, el caballero tan digno que antes le había interrogado, logró restablecer el orden. Frunció las cejas, lo que aún hacía diez veces más adusta su expresión, preguntó a quien tenía por malhechor a qué había ido a la villa, y sobre todo, qué pretendía con su presencia… De nuevo aseguró el pobre Rip, con toda su humildad, que no albergaba ninguna mala intención y que sólo quería encontrarse con algunos viejos amigos que solían frecuentar con él la taberna.

—Bien, ¿quiénes son? ¿Cómo se llaman?

Rip se quedó pensando unos segundos y preguntó a su vez:

—¿Dónde está Nicholas Vedder?

Se hizo un silencio entre los presentes, interrumpido al fin por un anciano que exclamó con la voz temblona:

—¿Nicholas Vedder? ¡Pero si murió hace ya dieciocho años! Hasta hace poco hubo en el cementerio una tumba con su nombre, pero ya ha desaparecido…

—¿Y dónde está Brom Dutcher? —volvió a preguntar Rip.

—¡Oh, bueno! —dijo el anciano—. Ingresó en el ejército cuando empezó la guerra y algunos dicen que murió en el asalto a Stony Point[6]… Otros dicen que murió en un naufragio frente a Antony’s Nose[7]… No lo sé… En cualquier caso, jamás se le volvió a ver por aquí…

—¿Y Van Brummel, el maestro…?

—También se fue a la guerra… Llegó a general y ahora es congresista…

Según oía aquellas nuevas al pobre Rip se le iba encogiendo el corazón; le resultaban muy tristes las cosas que le decía el anciano, por cuanto suponían unos cambios inexplicables. Se encontraba totalmente solo en el mundo. Las respuestas que recibía no hacían más que sumirlo en una perplejidad mayor, pues parecían referirse a tiempos desde luego muy distintos a los que él había vivido, además de referirse a cosas que ni entendía: la guerra, Stony Point, un congresista… Ni fuerzas le quedaron, al cabo, para seguir preguntando por sus viejos amigos… Y clamó desesperado:

—¿Ninguno de los aquí presentes conoce a Rip Van Winkle?

—¡Oh, sí, Rip Van Winkle! —dijeron algunos—. Claro que sí; Rip Van Winkle está allí, junto a aquel árbol…

Miró entonces Rip hacia donde le señalaban y vio una reproducción de sí mismo por los días en que partió hacia las montañas… Tenía todas las trazas de ser el haragán sempiterno que fue, su manera de vestir así lo indicaba… El pobre Rip no podía por menos que mostrarse confundido… Dudaba ya incluso de quién era, se preguntaba si no sería otro… Cuando más confundido y nervioso estaba, el anciano le preguntó su nombre.

—¡Sabe Dios! —dijo—. Ya no soy yo… Soy otro… Quiero decir que yo soy el que está allí… O no, quizás sea otro, que se ha metido en mis botas… Hasta la noche pasada, yo era yo, pero me dormí en las montañas y me cambiaron hasta la escopeta… Todo ha cambiado, eso es lo que veo… Yo también he cambiado y ya no puedo decir, porque no lo sé, ni quién soy ni cómo me llamo…

Los allí congregados se miraban entre sí, con gran extrañeza; no tardaron mucho en ponerse el dedo índice a la altura de la sien para comenzar a girarlo lentamente… Y se conjuraban en voz baja para quitarle la escopeta, temerosos de que hiciera cualquier barbaridad… Al oír aquello, por cierto, el digno caballero que tan pagado de sí mismo estaba, se retiró prudencialmente, aunque con cierta precipitación… Y en tan crítico momento se abrió paso a codazos una mujer para plantarse ante Rip y observarlo detenidamente… Llevaba en los brazos a un niño de cara redonda, que al ver al pobre Rip comenzó a llorar, muerto de miedo…

—¡Calla, Rip, que este pobre hombre no te hará daño! —dijo la mujer al niño.

El nombre del niño, el aspecto de la madre, el tono de su voz, todo aquello, en fin, avivó en Rip Van Winkle los recuerdos.

—¿Cómo se llama usted, buena mujer? —preguntó a la madre.

—Judith Gardenier.

—¿Y su padre?

—Rip Van Winkle, el pobre… Pero desapareció hace veinte años con su escopeta y nunca más volvimos a saber de él… Su perro volvió a casa solo… Nunca supimos si se pegó un tiro o si se lo llevaron los indios… Yo era muy pequeña…

Rip, con la voz temblorosa, hizo la última pregunta que le quedaba:

—¿Y tu madre?

—Murió hace poco… Sufrió un ataque mientras discutía con un vendedor ambulante que venía de Nueva Inglaterra…

Era lo único reconfortante que oía. No pudo contenerse por más tiempo Rip y abrazó a su hija y a su nieto.

—¡Yo soy tu padre! —gritó—. ¿Es que nadie me reconoce como el viejo Rip Van Winkle?

Todos quedaron atónitos. Una anciana, al fin, se abrió paso entre la cada vez más numerosa muchedumbre, y poniéndose la mano sobre los ojos, para mejor verlo, exclamó:

—¡Claro que sí! ¡Es Rip Van Winkle! Bienvenido a tu casa, vecino… ¿Dónde has estado metido todos estos años?

Les contó Rip su historia, en muy poco tiempo, pues para él aquellos veinte años se reducían a una sola noche. Los vecinos de la villa se asombraron mucho al oírle, pues no podía por menos que resultarles extraño su relato, y se hacían señas de asombro y de interrogación… El anciano caballero que tan importante se creía, y que había vuelto al corrillo en cuanto pasó la alarma, sacudió la cabeza hacia ambos lados, cosa que hicieron los demás de inmediato.

Alguien decidió pedir opinión sobre lo acontecido al viejo Peter Vanderdonk, que se acercaba lento, renqueante, pues era descendiente del historiador del mismo nombre que escribió una de las primeras crónicas de la región… Era, además, el más viejo del lugar y se sabía al dedillo todos los sucesos y aconteceres mágicos y todos los avatares más notables de los vecinos de la villa… Naturalmente, reconoció a Rip de inmediato y corroboró cuanto decía punto por punto… Dijo además a todos los presentes que era un hecho de común aceptado, y transmitido de padres a hijos, que los Kaatskill habían sido siempre la morada predilecta de los seres más extraños y fantásticos… Se decía que el gran Hendrick Hudson, el descubridor de la región, seguía vigilante de sus predios y una vez cada veinte años, aproximadamente, se dejaba caer por allí para ver su río y la gran ciudad que lleva su nombre.

El padre de Vanderdonk también le había visto una vez, con sus huestes, vestidos todos con sus antiguos atavíos holandeses, jugando a los bolos en un apartado rincón de las montañas; y añadió que él mismo, un verano, oyó aquellos truenos que no eran sino el choque de los bolos.

Quedó todo al fin en calma, tras un rato de agradable cháchara, y volvieron los vecinos a interesarse en el acto electoral. La hija de Rip lo llevó a su casa, donde se quedó a vivir; era una casa sólida y muy elegante, estupendamente amueblada, pues había contraído matrimonio con un hacendado optimista y trabajador, al que pronto reconoció Rip como uno de los chiquillos que jugaban con él… En cuanto al primogénito de Rip, su viva estampa, que era a quien, en realidad, había visto junto al árbol, digamos que con la vuelta del padre decidió la familia emplearlo en la hacienda, mas demostró al fin, no amor por el trabajo, sino la hereditaria predisposición a interesarse sólo por sus cosas…

Volvió Rip Van Winkle a deleitarse con los paseos que hacía antaño; pronto se encontró con muchos de sus antiguos compañeros, a los que el paso del tiempo, empero, no había hecho mejores… Así que nuestro héroe prefirió la compañía, en adelante, de los más jóvenes de la comarca, que lo acogieron y estimaron grandemente.

Como nada tenía que hacer en la casa de su hija, y como ya estaba en esa edad feliz en la que a un hombre se le consiente la dedicación plena a la holgazanería, ocupó en lo sucesivo un sitial de honor en la nueva taberna, donde se le reverenciaba como uno de los patriarcas de la villa y se le tenía por algo así como una crónica andante y viva de los tiempos «de antes de la guerra». Tuvo que pasar bastante, sin embargo, para que alcanzara a comprender en su totalidad el significado de aquellas conversaciones que mantenían sus vecinos, la guerra, la liberación del yugo de la Gran Bretaña, en fin, el hecho de que ya no era un súbdito de Su Majestad Jorge III, sino un ciudadano libre de los Estados Unidos. Rip, por lo demás, no era precisamente un político, como puede colegirse de todo lo anterior… Lo que concernía a las transformaciones de los Estados y hasta de los Imperios, apenas le decía nada, ni le interesaba… Total, había gemido durante tantos años bajo el despotismo del imperio de las faldas… Pero eso, por ventura, se había acabado para él; ya no le uncía el yugo del matrimonio y podía ir y venir, entrar y salir de la casa cuando le viniese en gana, sin temor a la tiranía de la señora Van Winkle… Por cierto, cuando se mencionaba el nombre de la que fuera su esposa, movía lentamente la cabeza hacia los lados, se encogía de hombros y bajaba la vista, lo que podía interpretarse como una expresión resignada ante su suerte o de alegría por su libertad.

No tenía Rip el menor inconveniente en referir su historia a quien se lo pidiera, sobre todo a los forasteros que se hospedaban en el Hotel de Doolittle… Algunos que ya la conocían tenían a menudo la impresión de que cambiaba algunas cosas, pero lo tomaban como la consecuencia lógica en alguien que despierta después de tantos años de sueño… Pero las más de las veces la contaba como yo la he referido aquí… Cualquier habitante de la villa, hombre, mujer o niño, se sabía la historia de memoria. No faltaban, claro, los que a pesar de todo dudaban de la veracidad de la historia, los que decían que Rip estaba loco, pero todos los viejos holandeses del lugar sabían que no mentía, que su relato no era un desvarío… Todavía hoy, cuando oyen truenos llegados de los Kaatskill en una tarde de verano, dicen que Hendrick Hudson y su tripulación juegan a los bolos… Y en la villa, cuando un marido que tiene que soportar a una mujer dominante se lamenta de lo muy desagradable que es su situación, desea una y otra vez encontrar el licor del que bebió Rip Van Winkle.


[1] El gran sistema orográfico de los Apalaches. (N. del T.)

[2] Peter, o Petrus, Stuyvesant (1592-1672), gobernador holandés de Nueva York que trató de impedir el dominio inglés en la región. En 1645 fue nombrado director general de las colonias holandesas en Norteamérica y el Caribe, y en 1647, gobernador de Nueva Amsterdam, después Nueva York. Hombre controvertido, trató de beneficiar a los colonos holandeses en detrimento de los ingleses, pero con métodos despóticos y siempre a expensas de las órdenes recibidas de la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales, de la que fue una especie de delegado territorial. (N. del T.)

[3] Lobo. (N. del T.)

[4] El Regimiento 66, compuesto en su práctica totalidad por holandeses o descendientes de éstos, que se batió valientemente contra los británicos a lo largo del Hudson. (N. del T.)

[5] El 17 de junio de 1775, durante el sitio de Boston. Fue una de las batallas más importantes de la Guerra de Independencia, pues con su victoria comenzaron los norteamericanos a decantarla a su favor. (N. del T.)

[6] En Rockland, al sur de Nueva York, en la margen oeste del Hudson. Allí, en julio de 1779 se libró otra gran batalla, en la que las fuerzas norteamericanas, al mando del general Anthony Wayne, infligieron otra dura derrota a los británicos. (N. del T.)

[7] Literalmente, la nariz de Antonio. Es, sin embargo, una gran roca, que de tan puntiaguda parece una nariz, sobre el Hudson, junto al fuerte Stony Point (hoy día se alza allí un hospital), en las afueras de Rockland. Se le puso ese nombre en homenaje al general Anthony Wayne, un hombre muy narigudo, por ser el estratega que auspició la victoria de los norteamericanos. No sabemos, sin embargo, por qué se escribe Antony, en vez de Anthony. Acaso a algún cronista holandés se le fuera la hache… (N. del T.)

© Washington Irving: Rip van Winkle. Publicado en The Sketch Book of Geoffrey Crayon, Gent., 23 de junio de 1819. Traducción de José Luis Moreno Ruiz