Roger Zelazny: Una rosa para el Eclesiastés

Roger Zelazny - Una rosa para el Eclesiastés

Sinopsis: «Una rosa para el Eclesiastés» (A Rose for Ecclesiastes) es un cuento de Roger Zelazny, publicado en noviembre de 1963 en The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Narra la historia de Gallinger, un brillante poeta y lingüista de la Tierra que viaja a Marte con el objetivo de estudiar la cultura de sus antiguos habitantes. Su extraordinario talento para las lenguas lo convierte en el primer humano en acceder a los registros sagrados de los marcianos, una sociedad matriarcal fundada en textos y tradiciones ancestrales cargadas de simbolismo y un trasfondo filosófico sombrío. Fascinado por este legado, Gallinger se adentra en un diálogo cultural que le revelará una antigua profecía.

Roger Zelazny - Una rosa para el Eclesiastés

Una rosa para el Eclesiastés

Roger Zelazny
(Cuento completo)

I

Estaba ocupado traduciendo uno de mis Madrigales macabros al marciano la mañana que me aceptaron. El interfono zumbó brevemente y con un solo movimiento dejé caer el lápiz y pulsé el botón.

—Señor G —pitó la juvenil voz de contralto de Morton—, el viejo dice que tengo que «buscar a ese maldito rimador engreído» y llevarlo a su camarote. Como hay un solo maldito rimador engreído…

—Que la ambición no frustre tus esfuerzos.

Corté la comunicación:

¡Así que los marcianos se habían decidido al fin! Tiré cuatro centímetros de ceniza del cigarrillo humeante y di la primera calada desde que lo había encendido. Toda la expectativa del mes trató de agolparse en ese momento, pero no lo consiguió. Tenía miedo de caminar esos quince metros y oír las palabras que ya sabía que Emory me iba a decir; y ese miedo desplazó todo lo demás.

De modo que antes de levantarme terminé la estrofa.

Tardé sólo un instante en llegar a la, puerta de Emory. Golpeé dos veces y la abrí mientras él gruñía:

—Entre.

—¿Quería verme?

Me senté rápidamente para evitarle el trabajo de ofrecerme un asiento.

—Qué rápido. ¿Cómo hizo? ¿Vino corriendo?

Observé aquel descontento paternal:

Pequeñas manchas sebáceas debajo de ojos pálidos, poco pelo y nariz irlandesa; voz un decibelio más alta que cualquier otra…

Hamlet a Claudio:

—Estaba trabajando.

—¡Ajá! —bufó Emory—. Vamos. Nadie le vio hacer nada por el estilo.

Me encogí de hombros y empecé a levantarme.

—Si me ha llamado para eso…

—¡Siéntese!

Emory se puso de pie. Dio una vuelta alrededor del escritorio. Se me acercó y me miró desde arriba. (Truco nada fácil, aunque yo esté sentado en una silla baja).

—¡Usted es sin duda el cabrón más hostil con que me ha tocado trabajar! —rugió como un búfalo herido—. ¿Por qué no actúa alguna vez como un ser humano y nos sorprende a todos? Estoy dispuesto a admitir que usted es listo, quizá hasta un genio, pero… ¡demonios!

Levantó las manos y volvió a la silla.

—Betty ha logrado por fin convencerlos de que lo dejen entrar. —Su voz volvía a ser normal—. Lo recibirán esta tarde. Saque uno de los jeeps después del almuerzo y baje hasta allí.

—De acuerdo —dije.

—Nada más.

Asentí con la cabeza y me levanté. Tenía la mano en la perilla de la puerta cuando Emory dijo:

—No tengo que explicarle lo importante que es esto. No los trate como nos trata a nosotros.

Cerré la puerta a mis espaldas.


No recuerdo qué almorcé. Estaba nervioso, pero sabía instintivamente que no desperdiciaría la oportunidad. Mis editores de Boston esperaban un idilio marciano, o por lo menos algo en el estilo de Saint-Exupéry sobre los viajes espaciales. La National Science Association quería un informe completo sobre la grandeza y la decadencia del imperio marciano.

Todos quedarían satisfechos. Lo sabía.

Por eso están todos celosos… por eso me odian. Siempre salgo adelante, mejor que cualquier otro.

Tomé el último trago de líquido chirle y fui hasta el garaje. Saqué un jeep y partí hacia Tirellian.

Llamas de arena, cargadas de óxido de cinc, incendiaron el coche. Subieron hasta la capota abierta y me acribillaron la bufanda; empezaron a picarme las gafas.

El jeep, bamboleándose y jadeando como el burrito en el que había atravesado una vez los Himalayas, me pateaba las asentaderas. Las Montañas de Tirellian arrastraron los pies y vinieron hacia mí en un ángulo bizco.

De repente iba cuesta arriba, y cambié la velocidad para acomodarla a los rebuznos del motor. No era como el Gobi, no era como el Gran Desierto del sudoeste, pensé. Sólo rojo, sólo muerto… Ni siquiera había un cacto.

Llegué a la cima de la colina, pero había levantado demasiado polvo para ver qué había delante. No importaba: tengo la cabeza llena de mapas. Me lancé hacia la izquierda y cuesta abajo, ajustando la velocidad. El viento de costado y la tierra firme apagaron los fuegos. Me sentí como Ulysses en Malebolge: con un discurso en tercetos en una mano y apuntando con un ojo a Dante.

Di la vuelta a una pagoda de roca y llegué.

Betty saludó con la mano mientras yo detenía el jeep y bajaba de un salto.


—Hola —dije, sofocado, mientras desenroscaba la bufanda y me sacudía un kilo de arena—. ¿Y adónde voy y a quién veo?

Betty se permitió una breve risita alemana —más porque yo había empezado una frase con «y» que por mi incomodidad— antes de ponerse a hablar. (¡Es una lingüista de primera, y todavía le emocionan los modismos populares!).

Aprecio su manera suave y precisa de hablar, tan informativa. Tenía por delante suficientes buenas maneras para el resto de mi vida. Le miré los ojos de barra de chocolate y los dientes perfectos, el pelo blanqueado por el sol, cortado al rape (¡odio a las rubias!) y decidí que estaba enamorada de mí.

—Señor Gallinger, la Matriarca espera dentro a que los presente. Ha consentido en abrir los registros del Templo para que usted los estudie.

Hizo una pausa para tocarse el pelo y contonearse un poco. ¿Acaso mi mirada la ponía nerviosa?

—Son documentos religiosos y también históricos —continuó—, como el Mahabharata. Espera que observe ciertos rituales al trabajar con ellos, por ejemplo repetir las palabras sagradas al dar vuelta a las páginas… Ella misma le enseñará el sistema.

Asentí rápidamente, varias veces.

—Muy bien, entremos.

—Además. —Hizo una pausa—. No olvide sus Once Formas de Cortesía y Grado. Se toman muy en serio todo lo relacionado con la forma… y no se ponga a hablar de la igualdad de los sexos…

—Conozco todos sus tabúes —la interrumpí—. No se preocupe. He vivido en Oriente, ¿recuerda?

Betty bajó la mirada y me agarró la mano. Estuve a punto de apartarla de un tirón.

—Quedará mejor si entro llevándolo de la mano.

Me tragué los comentarios y la seguí como Sansón en Gaza.


Dentro, mi último pensamiento encontró una extraña semejanza. Las habitaciones de la Matriarca eran una versión más bien abstracta de como supongo que serían las tiendas de las tribus de Israel. Digo abstracta porque todo era de ladrillo pintado al fresco, rematado en punta como una enorme tienda de campaña, con representaciones de pieles de animales como cicatrices de un color azul grisáceo que parecían pintadas en las paredes con una espátula.

La Matriarca, M’Cwyie, era pequeña, canosa, cincuentona y vestida como una reina gitana. Con su arco iris de voluminosas faldas, parecía una sopera volcada sobre un almohadón.

Aceptó mis reverencias, mirándome como un búho puede mirar a un conejo. Al descubrir mi acento perfecto, los párpados de aquellos ojos renegridos se levantaron de pronto. El grabador que Betty había llevado para las entrevistas había hecho su parte, y yo conocía textualmente los informes lingüísticos de las dos primeras expediciones. Soy muy rápido en cuestión de acentos.

—¿Es usted el poeta?

—Sí —contesté.

—Recite uno de sus poemas, por favor.

—Lo siento, pero sólo una traducción rigurosa haría justicia a su lengua y a mi poesía, y todavía no conozco de manera suficiente su lengua.

—Oh.

—Pero he estado haciendo ese tipo de traducciones para mi propia diversión, como un ejercicio gramatical —continué—. Será para mí un honor traer algunas en una próxima visita.

—Sí. Hágalo.

¡Primer tanto para mí!

La Matriarca se volvió hacia Betty.

—Ahora puede retirarse.

Betty masculló las formalidades de despedida, me lanzó una extraña mirada de reojo y salió. Aparentemente había planeado quedarse y «ayudarme». Quería un poco de gloria, como todos los demás. ¡Pero yo era el Schliemann de esa Troya, y sólo aparecería un nombre en el informe de la Asociación!

M’Cwyie se levantó y noté que de pie no se la veía mucho más alta. Pero yo mido uno noventa y cinco y parezco un álamo en octubre: delgado, rojo vivo en la punta y descollando sobre todos los demás.

—Nuestros documentos son muy, muy antiguos —comenzó a decir—. Betty dice que ustedes usarían la palabra «milenarios».

Asentí con la cabeza.

—Estoy muy ansioso por verlos.

—No están aquí. Tendremos que ir al Templo. No se los puede sacar.

De pronto me volví cauteloso.

—Supongo que no se opondrá usted a que los copie, ¿verdad?

—No. Veo que los respeta; de lo contrario su deseo no sería tan grande.

—Excelente.

Parecía divertida. Le pregunté qué era lo que le hacía gracia.

—Quizá la Lengua Superior no resulte tan fácil de aprender para un extranjero.

Todo fue muy rápido.

Ningún miembro de la primera expedición había llegado tan cerca. No había tenido manera de saber que allí había dos lenguas: una clásica y otra vulgar. Conocía algo del pánkrito que hablaban; ahora tendría que aprender su sánscrito.

—¡Ay! ¡Maldición!

—Perdón. ¿Qué dice usted?

—Expresiones intraducibles, M’Cwyie. Pero imagínese teniendo que aprender deprisa la Lengua Superior y adivinará mis sentimientos.

Parecía divertida otra vez, y me pidió que me quitara los zapatos. Me guio a través de una habitación…

… ¡y entramos en una explosión de esplendor bizantino!


Ningún terrestre había estado jamás dentro de aquella habitación, o yo me habría enterado. Carter, el lingüista de la primera expedición, con la ayuda de una doctora llamada Mary Allen, había aprendido toda la gramática y el vocabulario marcianos que yo sabía sentado con las piernas cruzadas en la antecámara.

No teníamos idea de que existía aquello. Miré codiciosamente alrededor. Detrás del decorado se adivinaba un complejo orden estético. Tendríamos que revisar toda nuestra valoración de la cultura marciana.

En primer lugar, el techo era abovedado y con voladizos; después había columnas laterales con estrías inversas; además… ¡oh, demonios! El lugar era grande. Lujoso. Nadie sospecharía eso viendo el deslucido exterior.

Me incliné hacia adelante para estudiar la filigrana dorada de una mesa ceremonial.

M’Cwyie mostró un cierto aire de suficiencia al ver mi concentración, pero no me gustaba tener que fingir.

La mesa estaba cubierta de libros.

Con la punta de un pie seguí el dibujo de un mosaico del piso.

—¿Toda su ciudad está dentro de este edificio?

—Sí, se interna en la montaña.

—Entiendo —dije, sin entender nada.

Pero todavía no podía pedirle una visita guiada. Se mudó a un pequeño taburete junto a la mesa.

—¿Iniciamos su conocimiento de la Lengua Superior?

Trataba de fotografiar la sala con los ojos, sabiendo que tarde o temprano tendría que meter allí una cámara. Arranqué la mirada de una estatuilla y asentí con entusiasmo.

—Sí, introdúzcame.

Me senté.

Durante las tres semanas siguientes, cada vez que trataba de dormir pasaba todo un alfabeto de insectos por debajo de mis párpados. El cielo era una charca despejada de color turquesa donde se formaban olas caligráficas cada vez que la miraba. Bebía tazas y tazas de café mientras trabajaba, y en las pausas preparaba cócteles de bencedrina y champaña.

M’Cwyie me enseñaba dos horas por la mañana, y ocasionalmente otras dos por la tarde. En cuanto adquirí el impulso necesario, dedicaba por mi cuenta otras catorce horas diarias.

Y por la noche el ascensor del tiempo me llevaba al piso más bajo…


Volvía a tener seis años y aprendía hebreo, griego, latín y arameo. Tenía diez años y me asomaba a hurtadillas a la Ilíada. Cuando papá no andaba repartiendo fuego eterno y amor fraternal, me enseñaba a desentrañar la Palabra en el original.

¡Dios mío! ¡Había tantos originales y tantas palabras! Cuando tenía doce años empecé a señalarle las pequeñas diferencias que había entre lo que él predicaba y lo que yo leía.

El vigor fundamentalista de su respuesta no admitió discusiones. Fue peor que cualquier paliza. Desde entonces cerré la boca y aprendí a apreciar la poesía del Antiguo Testamento.

¡Perdón, Señor! ¡Perdón, papá! ¡No podía ser! No podía ser…

El día en que el niño —un espantapájaros de un metro ochenta— terminó el colegio secundario con los premios por el francés, el alemán, el español y el latín, papá Gallinger le comunicó sus deseos de que fuera pastor. Recuerdo las evasivas de ese niño:

—Señor —dijo—, me gustaría estudiar solo más o menos durante un año, y después seguir cursos preteológicos en alguna universidad de artes liberales. Siento que soy todavía muy joven para entrar directamente en un seminario.

La Voz de Dios:

—Pero tú tienes el don de las lenguas, hijo mío. Puedes predicar el evangelio en todas las tierras de Babel. Naciste para ser misionero. Dices que eres joven, pero el tiempo pasa a tu lado como un ciclón. Empieza temprano y gozarás de más años de servicio.

Los más años de servicio fueron otras tantas colas añadidas al látigo que repetidamente caía sobre mi espalda. Ahora no le veo la cara, nunca. Quizá sea porque siempre me dio miedo mirarla.

Y años después, cuando estaba muerto y yacía de negro entre ramilletes, entre congregacionalistas llorosos, entre oraciones, caras enrojecidas, pañuelos, manos que te palmeaban la espalda, plañideras solemnes… lo miré y no lo reconocí.

Ese extraño y yo nos habíamos encontrado nueve meses antes de mi nacimiento. Él nunca había sido cruel: sí severo, exigente, desdeñoso de los defectos de los demás, pero no cruel. También fue la única madre que tuve. Y hermanos. Y hermanas. Y había tolerado mis tres años en St. John’s, quizá por el nombre, sin saber nunca qué sitio liberal y encantador era en realidad.

Pero nunca lo conocí, y ahora el hombre del catafalco no exigía nada; yo ahora no tenía que predicar la Palabra. Pero ahora quería hacerlo, de otro modo. Quería predicar una palabra que nunca podría haber pronunciado mientras él vivía.

En el otoño no regresé a cumplir el último curso. Estaba a punto de recibir una pequeña herencia y con algunos problemas para administrarla porque aún no había cumplido dieciocho años. Pero salí del paso.

Al fin me decidí por Greenwich Village.

Como no había dado mi nueva dirección a ningún feligrés bienintencionado, entré en una rutina diaria de escribir poesía y enseñarme japonés e indostaní. Me dejé crecer una barba espesa, bebí café exprés y aprendí a jugar al ajedrez. Quería probar otro par de caminos de salvación.

Luego de eso pasé dos años en la India con el viejo Cuerpo de Paz… lo que me alejó del budismo y me dio los poemas de Las flautas de Krishna y el Pulitzer que esos poemas merecían.

Luego el regreso a Estados Unidos, la licenciatura en lingüística y más premios.

Luego, un día, salió una nave hacia Marte. En la nave, posada en su nido de fuego de Nuevo México, había una lengua nueva: fantástica, exótica y estéticamente abrumadora. Después de aprender todo lo que se sabía sobre ella, y escribir un libro, yo era famoso en nuevos círculos:

«Vaya, Gallinger. Hunda el cubo en el pozo y tráiganos un sorbo de Marte. Vaya, conozca otro mundo, pero guarde la distancia, critíquelo con dulzura como Auden y tráiganos su alma en yambos».

Y vine a la tierra donde el sol es una moneda manchada, donde el viento es un látigo, donde dos lunas juegan carreras y un infierno de arena te provoca una comezón incendiaria cada vez que lo miras.


Después de dar muchas vueltas en la litera me levanté y atravesé el camarote oscurecido y me asomé a un ojo de buey. El desierto era una alfombra de interminable naranja, abultada por la escoria de los siglos acumulada debajo.

«¡Yo un extraño, sin temor… Ésta es la tierra… ¡Yo la he creado!».

Me reí.

Ya tenía la Lengua Superior por la cola… o por las raíces, si quieres que tus juegos de palabras sean anatómicos y también correctos.

La Lengua Superior y la Lengua Inferior no eran tan distintas como me había parecido al principio. Conocía bastante una como para internarme en las partes más oscuras de la otra. Me sabía de memoria la gramática y todos los verbos irregulares más comunes; el diccionario que preparaba crecía día a día, como un tulipán, y pronto florecería. Cada vez que pasaba las cintas el tallo se alargaba otro poco.

Había llegado el momento de poner a prueba mi ingenio, de practicar todo lo aprendido. Hasta entonces me había abstenido de meterme en los textos principales porque no podía hacerles justicia. Había estado leyendo comentarios menores, un poco de poesía, fragmentos históricos. Y algo me había impresionado mucho en todo eso.

Los escritos hablaban de cosas concretas: rocas, arena, agua, viento, y el tono que subyacía a todos esos símbolos elementales era implacablemente pesimista. Me recordaba algunos textos budistas, pero más aún algunos pasajes del Antiguo Testamento. En concreto, me recordaba el libro del Eclesiastés.

El sentimiento, y también el vocabulario, eran tan similares que aquello sería un ejercicio perfecto. Como traducir a Poe al francés. Nunca me convertiría al Camino de Malann, pero les mostraría que un terrestre había tenido una vez los mismos pensamientos, había sentido de modo similar.

Encendí la lámpara del escritorio y busqué la Biblia en medio de los libros.

Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿Qué provecho tiene el hombre…?


Mis progresos parecían asustar a M’Cwyie. Me miraba fijamente, como el Otro de Sartre, por encima de la mesa. Yo leía un capítulo del Libro de Locar. Sin levantar la mirada sentía la apretada red que aquellos ojos tejían alrededor de mi cabeza, mis hombros y mis manos rápidas. Pasé otra página.

¿Estaría sopesando la red, calculando el tamaño de la presa? ¿Para qué? Los libros no hablaban de pescadoras marcianas. Menos aún de pescadoras de hombres. Decían que un dios llamado Malann había escupido, o hecho algo repugnante (según la versión que uno leyera), y que la vida había aparecido entonces como una enfermedad de la materia inorgánica. Decían que el movimiento era su primera ley, y que la danza era la única respuesta legítima a lo inorgánico… que la danza se justificaba por su calidad… y que el amor era una enfermedad de la materia orgánica… ¿o era de la materia inorgánica?

Moví la cabeza. Casi me había dormido.

—M’narra.

Me levanté y me estiré. Ahora los ojos de M’Cwyie me observaban con codicia. Busqué su mirada y ella la apartó.

—Estoy cansado. Quiero descansar un rato. Anoche no dormí mucho.

M’Cwyie asintió, abreviatura terrestre de «sí», como yo le había enseñado.

—¿Desea relajarse y ver de manera plena el carácter explícito de la doctrina de Locar?

—¿Perdón?

—¿Quiere ver una Danza de Locar?

—Oh. —¡Los malditos rodeos y perífrasis de la lengua marciana eran peores que los del coreano!

—Sí. Claro. Cuando llegue el momento de ejecutar alguna me gustaría mucho verla. Mientras tanto —proseguí—, he estado pensando en pedirle permiso para sacar unas fotos…

—El momento ha llegado. Siéntese. Descanse. Llamaré a los músicos.

Salió por una puerta que yo nunca había cruzado.

La danza era la forma de arte más elevada según Locar y también según Havelock Ellis, y estaba a punto ver cómo la había concebido el filósofo marciano muerto hacía siglos. Me froté los ojos e hice algunas flexiones, tocándome las puntas de los pies.

La sangre empezó a golpearme en la cabeza y respiré hondo un par de veces. Me incliné de nuevo y entreví un movimiento en la puerta.

El trío que entró con M’Cwyie, al verme allí tan inclinado, debió de pensar que yo buscaba algún tornillo que se me había caído de la cabeza.

Sonreí débilmente y me enderecé, con la cara enrojecida por algo más que el esfuerzo. No esperaba que llegaran tan pronto.

Pensé otra vez en Havelock Ellis en su área de mayor popularidad.

La muñequita pelirroja, vestida con un diáfano retazo de cielo marciano, como un sari, levantó los ojos maravillada: una niña que mira una colorida bandera en lo alto de un mástil.

—Hola —dije, o el equivalente.

La muñequita se inclinó antes de contestar. Era evidente que mi prestigio había aumentado.

—Voy a bailar —dijo la herida roja en aquel pálido, pálido camafeo, su cara. Los ojos, del color de sueño y del vestido, se apartaron de los míos.

Flotó hasta el centro de la habitación.

Allí de pie, como una figura en un friso etrusco, o meditaba o contemplaba el diseño del suelo.

¿El mosaico sería un símbolo de algo? Lo estudié. Si lo era, yo no me daba cuenta; sería muy atractivo para una sala de baile o un patio, pero no se me ocurrió nada más.

Las otras dos mujeres eran maduras y pintarrajeadas como M’Cwyie. Una se instaló en el suelo con un instrumento de tres cuerdas parecido a un samisén. La otra tenía un bloque de madera y unos palillos de tambor.

M’Cwyie desdeñó el taburete y se sentó en el suelo antes de que yo me diera cuenta. La imité. La que tocaba el samisén todavía lo estaba afinando, así que me incliné hacia M’Cwyie.

—¿Cómo se llama la bailarina?

—Braxa —respondió ella sin mirarme, y despacio, sin mirarme, levantó la mano izquierda, lo cual significaba sí, adelante, puedes empezar.

El instrumento de cuerdas latió como un dolor de muelas, y del bloque de madera salió un tictac como el fantasma de todos los relojes que nunca habían inventado.

Braxa era una estatua, con las manos delante de la cara y los codos en alto.

La música se convirtió en una metáfora del fuego.

Un chasquido, un ronroneo, un crujido.

La muchacha no se movió.

El sonido sibilante se transformó en un repiqueteo. La cadencia se hizo más lenta. Ahora era agua, el elemento más preciado del mundo, gorgoteando transparente y después verde sobre rocas cubiertas de musgo.

La muchacha seguía sin moverse.

Glissandos. Una pausa.

Entonces, tan débiles al principio que apenas podía oírlos, empezaron a temblar los vientos. Suaves, ligeros, suspirando y callando, vacilantes. Una pausa, un sollozo y después se repetía la primera frase, sólo que más fuerte.

O la lectura me había fatigado mucho los ojos o Braxa temblaba de la cabeza a los pies. Temblaba.

Empezó un balanceo microscópico. Unos milímetros a la derecha, luego a la izquierda. Los dedos se le separaron como los pétalos de una flor, y vi que tenía los ojos cerrados.

Entonces los ojos se abrieron. Eran distantes, vidriosos, y miraban más allá de mí y de las paredes. Su balanceo se volvió más pronunciado, fundiéndose con el ritmo de la música.

Ahora soplaba el viento del desierto, golpeando Tirellian como olas que rompen contra un dique. Los dedos se movieron, y eran las ráfagas. Los brazos, péndulos lentos, bajaron e iniciaron un contramovimiento.

Ahora venía el vendaval. La muchacha inició un movimiento axial y las manos acompañaron el resto del cuerpo, mientras los hombros se contorsionaban dibujando la figura de un ocho.

¡El viento! El viento, digo. ¡Ay, desenfrenado, enigmático! ¡Ay, musa de St. John Perse!

El ciclón se retorcía alrededor de aquellos ojos, un centro tranquilo. Braxa tenía la cabeza echada hacia atrás, y supe que ningún cielo raso se interponía entre la pasiva mirada de Buda y los cielos inmutables. Quizá sólo las dos lunas interrumpían el sueño en ese Nirvana elemental de deshabitado color turquesa.

Años atrás yo había visto a las devadasis de la India, las bailarinas callejeras que tejían coloridas tramas para atraer al insecto macho. Pero Braxa era más que eso: era una Ramadjany, como esas devotas de Rama, encarnación de Vishnú, que había dado la danza al hombre: las bailarinas sagradas.

Los chasquidos eran ahora monótonamente regulares; el quejido de las cuerdas me hacía pensar en los punzantes rayos del sol, a los que el viento robaba el calor; el azul era Sarasvati y María, y una muchacha llamada Laura. De algún sitio llegaron las notas de un sitar, vi cómo aquella estatua cobraba vida e inhalé un soplo divino.

Fui otra vez Rimbaud con el hachís, Baudelaire con el láudano, Poe, De Quincy, Wilde, Mallarmé y Aleister Crowley. Durante un fugaz instante fui mi padre en el oscuro púlpito con el traje todavía más oscuro, con los himnos y el resuello del órgano transmutados en viento brillante.

Braxa era una veleta giratoria, un crucifijo emplumado que revoloteaba en el aire, una cuerda de tender de la que colgaba una prenda brillante paralela al suelo. Ahora tenía el hombro desnudo, y el pecho derecho subía y bajaba como una luna en el cielo, mostrando el rojo pezón por encima de un pliegue. La música era tan formal como Job discutiendo con Dios. La danza de Braxa era la respuesta de Dios.

La música se hizo más lenta, calló; había encontrado una contrapartida y una réplica. La prenda, como si estuviera viva, volvió a los reposados pliegues originales.

Braxa se fue dejando caer hasta el suelo. Apoyó la cabeza en las rodillas levantadas. Se quedó inmóvil.

Hubo silencio.


Por el dolor de los hombros me di cuenta de lo tenso que había estado. Tenía las axilas mojadas. Me habían estado corriendo gotas de sudor por los costados. ¿Qué se hacía ahora? ¿Se aplaudía?

Busqué a M’Cwyie con el rabillo del ojo. La mujer levantó la mano derecha.

Como siguiendo una orden telepática, la muchacha se estremeció y se levantó. Las músicas la imitaron. También M’Cwyie.

Me puse de pie, con un calambre en la pierna izquierda y dije la primera idiotez que se me ocurrió:

—Muy bello.

Me dijeron «gracias» de tres maneras diferentes en la Lengua Superior.

Hubo un pequeño remolino de color y volví a quedar a solas con M’Cwyie.

—Ésa es la danza número ciento diecisiete de las dos mil doscientas veinticuatro danzas de Locar.

La miré desde arriba.

—No sé si Locar tenía o no razón, pero encontró una buena respuesta a lo inorgánico.

M’Cwyie sonrió.

—Las danzas de su mundo ¿son como ésta?

—Algunas son parecidas. Las recordé mientras miraba a Braxa… pero exactamente como ella nunca vi nada.

—Es buena —dijo M’Cwyie—. Conoce todas las danzas.

Por su cara volvió a pasar aquella expresión que antes me había perturbado.

Fue sólo un instante.

—Ahora debo atender mis obligaciones. —Fue hasta la mesa y cerró los libros—. M’narra.

—Adiós.

Me puse las botas.

—Adiós, Gallinger.

Salí de la habitación, subí al jeep y rugí por el atardecer hacia la noche, mientras a mis espaldas aleteaba despacio el desierto.

II

Acababa de cerrar la puerta detrás de Betty, después de una breve sesión de gramática, cuando oí las voces en el vestíbulo. El conducto de ventilación estaba un poco abierto, así que me levanté y fui a escuchar.

La sonora voz de soprano de Morton:

—¿Sabe una cosa? Hace un rato me dijo «hola».

—¡Hum! —estallaron los pulmones de elefante de Emory—. O empieza a desvariar o lo encontró a usted en el camino y quería pasar.

—Quizá no me reconoció. Ahora que tiene esa lengua para jugar, me parece que ya no duerme. Hice guardia nocturna la semana pasada, y cada vez que pasaba por delante de su puerta, a las tres, oía esa grabadora. A las cinco, cuando me iba, seguía trabajando.

—Trabaja mucho —admitió Emory de mala gana—. Tengo la sensación de que toma algún estimulante para mantenerse despierto. Ahora anda con la mirada vidriosa. Aunque quizá eso sea natural en un poeta.

Betty, que evidentemente no se había marchado, intervino entonces:

—Más allá de lo que ustedes piensen de él, a mí me va a llevar por lo menos un año aprender lo que él aprendió en tres semanas. Y soy sólo lingüista, no poeta.

Morton debía de estar chiflado por los encantos bovinos de Betty. Es la única razón que encuentro para lo que dijo a continuación.

—Hice un curso de poesía moderna cuando estaba en la universidad —empezó a decir—. Leímos a seis autores, Yeats, Pound, Eliot, Crane, Stevens y Gallinger, y el último día del semestre, cuando el profesor se sentía un poco retórico, dijo: «Estos seis nombres están grabados en el siglo, y las puertas de la crítica y del infierno no prevalecerán contra ellos». A mí —prosiguió—, sus Flautas de Krishna y sus Madrigales me parecían excelentes. Me sentí honrado cuando me seleccionaron para una expedición en la que estaría él. Desde que nos conocimos no creo que me haya dirigido más de una docena de palabras —concluyó.

La defensa:

—¿Nunca se le ocurrió que podía estar muy acomplejado por su aspecto? —dijo Betty—. Además, fue un niño precoz, y quizá no tuvo nunca amigos en la escuela. Es sensible y muy introvertido.

—¿Sensible? ¿Acomplejado? —Emory se atragantó—: Ese hombre es tan orgulloso como Lucifer, y una andante máquina de insultar. Aprietas por ejemplo el botón de «Hola» o de «Bonito día» y se te burla. Ya es un reflejo.

Intercambiaron algunas palabras más y se fueron todos.

Bueno, bendito seas, Morton. ¡Tú, con esa cara llena de granos, experto criado entre rancios muros universitarios! Nunca seguí un curso sobre mi poesía, pero me alegro de que alguien haya dicho eso. Las Puertas del Infierno. ¡A ver! Quizá alguien oyó en algún sitio las oraciones de papá y soy un misionero de verdad.

Sólo que…

… sólo que un misionero necesita tener algo a que convertir a la gente. Yo tengo mi sistema de estética privado, y supongo que por algún lado rezuma un subproducto ético. Pero si alguna vez tuviera algo que predicar, incluso en mis poemas, no me molestaría en predicarlo a gente ordinaria como tú. Si crees que soy un cerdo, no olvides que también soy esnob, y que no cabes en mi Cielo, un lugar privado adonde vienen a cenar Swift, Shaw y Petronio el Árbitro.

Y oh, ¡qué banquetes! ¡Los Trimalchios y los Emorys que diseccionamos!

¡A ti, Morton, te terminamos con la sopa!


Di media vuelta y me senté al escritorio. Quería escribir algo. El Eclesiastés podía tomarse una noche libre. Quería escribir un poema, un poema sobre la danza ciento diecisiete de Locar; sobre una rosa que buscaba la luz, seguida por el viento, enferma, como la rosa de Blake, moribunda.

Encontré un lápiz y comencé.

Cuando terminé me sentí satisfecho. No era un gran poema —al menos no era mejor de lo necesario—, puesto que el marciano superior no era mi mejor lengua. Avanzando un poco a tientas, lo traduje al inglés. Quizá lo incluiría en mi próximo libro. Lo llamé Braxa:

En una tierra de viento y de rojo, donde la tarde helada del Tiempo congela la leche en los pechos de la Vida y dos altas lunas —perro y gato en callejones de un sueño— arañan y alborotan eternamente mi vuelo…

Esta flor última vuelve una ardiente cabeza.

Lo guardé y busqué una pastilla de fenobarbitol. De repente me sentía cansado.


Al día siguiente, cuando enseñé el poema a M’Cwyie, ella lo leyó varias veces, muy despacio.

—Es precioso —dijo—. Pero usó tres palabras de su propia lengua. Supongo que «gato» y «perro» son dos animales pequeños que se profesan un odio hereditario. Pero ¿qué es «flor»?

—Oh —dije—. Nunca encontré el equivalente marciano de «flor», pero pensaba en una flor terrestre, la rosa.

—¿Cómo es?

—Bueno, los pétalos suelen ser de un color rojo brillante. A eso me refería, en un nivel, cuando puse «cabeza ardiente». También quería insinuar fiebre, y cabello rojo, y el fuego de la vida. La propia rosa tiene tallo espinoso, hojas verdes y aroma agradable.

—Ojalá pudiera ver una.

—Supongo que no será imposible. Lo averiguaré.

—Hágalo, por favor. Usted es un… —M’Cwyie usó la palabra marciana que significaba «profeta», o poeta religioso, como Isaías o Locar—… y su poema es inspirado. Se lo diré a Braxa.

Decliné el título, pero me sentí halagado.

Entonces decidí que ése era el día estratégico, el día indicado para preguntar si podría llevar allí la máquina de microfilms y la cámara.

Quería copiar todos sus textos, expliqué, y escribiendo no podía hacerlo con suficiente rapidez.

M’Cwyie me asombró aceptándolo inmediatamente. Pero su invitación me dejó boquiabierto.

—¿No prefiere instalarse aquí mientras hace ese trabajo? Así podría trabajar día y noche, a cualquier hora… excepto cuando usamos el Templo, por supuesto.

Le hice una reverencia.

—Sería para mí un honor.

—Muy bien. Traiga sus máquinas cuando quiera, y le mostraré una habitación.

—¿Puede ser esta tarde?

—Sí, claro.

—Entonces me voy a preparar las cosas. Hasta la tarde…

—Adiós.


Esperaba encontrar alguna resistencia por parte de Emory, pero no mucha. En la nave todo el mundo estaba ansioso por ver a los marcianos, por clavar agujas a los marcianos, por hacerles preguntas sobre el clima, las enfermedades, la composición química del suelo, la política y los hongos de los marcianos (nuestro botánico era un fanático de los hongos, pero bastante buena persona)… y sólo cuatro o cinco habían llegado a verlos de verdad. La tripulación había dedicado la mayor parte de su tiempo a excavar ciudades y sus acrópolis muertas. Seguíamos normas estrictas, y los indígenas eran tan ferozmente insulares como los japoneses del siglo diecinueve. Creía que encontraría poca resistencia y acerté.

Hasta tuve la impresión de que todos se ponían contentos al ver que me marchaba.

Me detuve en el cuarto de acuicultura a hablar con nuestro experto en hongos.

—Hola, Kane. ¿Salió ya alguna seta en la arena? Kane hizo un ruido con la nariz. Siempre hace esos ruidos con la nariz. Quizá es alérgico a las plantas.

—Hola, Gallinger. No, no he tenido ningún éxito con las setas, pero mire detrás de la cochera la próxima vez que ande por allí. He logrado que crecieran algunos cactos.

—Excelente —dije. El doctor Kane era casi mi único amigo a bordo, sin contar a Betty—. Vine a pedirle un favor.

—Usted dirá.

—Quiero una rosa.

—¿Una qué?

—Una rosa. Ya sabe, una de esas cosas rojas… con espinas, buen perfume…

—No creo que algo así se dé en esta tierra.

Más ruidos con la nariz.

—No, no me entiende. No quiero plantarla, quiero la flor.

—Tendría que usar los tanques. —Se rascó la calva—. Obtener flores, aun forzando el crecimiento, llevará al menos tres meses.

—¿Lo hará?

—Sí, claro, si no le importa esperar.

—No me importa. En realidad, dentro de tres meses estaremos a punto de marcharnos. —Miré alrededor las charcas de cieno, las bandejas de brotes—… Hoy me mudo a Tirellian, pero estaré yendo y viniendo todo el tiempo. Andaré por aquí cuando florezca.

—¿Así que se muda a ese sitio? Moore dijo que son un grupo cerrado.

—Entonces supongo que yo ya estoy dentro.

—Eso parece… Todavía no entiendo cómo hizo para aprender esa lengua. Por supuesto, yo tuve dificultades con el francés y el alemán mientras preparaba el doctorado, pero la semana pasada Betty, nos hizo una demostración durante el almuerzo. Suena como un montón de ruidos raros. Dice que hablarlo es como resolver un crucigrama del Times mientras se intenta imitar el canto de los pájaros.

Me reí, y acepté el cigarrillo que me ofrecía.

—Es complicado —reconocí—. Pero, bueno, es como si usted de repente encontrara aquí toda una nueva clase de hongos… Soñaría con ellos toda la noche.

Le brillaban los ojos.

—¡Qué fantástico sería! Quizá ocurra todavía.

—Quizá.

Ahogó una risita mientras íbamos hacia la puerta.

—Esta noche plantaré sus rosas. Allá tómese las cosas con calma.

—Claro que sí. Gracias.

Como dije, un fanático de los hongos, pero buen tipo.


Mis habitaciones en la Ciudadela de Tirellian estaban junto al Templo, del lado interior y ligeramente a la izquierda. Eran bastante mejores que mi estrecho camarote, y me alegró que la cultura marciana hubiera progresado lo suficiente para descubrir la conveniencia del colchón sobre el camastro. Además, la cama era lo bastante larga como para entrar en ella, lo cual resultaba sorprendente.

Así es que desempaqué y saqué dieciséis tomas de 35 milímetros del Templo antes de ponerme a trabajar en los libros.

Microfilmé textos hasta que me aburrí de pasar páginas sin saber lo que decían. De manera que empecé a traducir una obra de historia.

Aconteció que en el año treinta y siete del Proceso de Cillen llegaron las lluvias, lo cual fue motivo de regocijo, pues era un acontecimiento raro y adverso, que comúnmente se interpretaba como una bendición.

Pero lo que cayó de los cielos no fue el semen revitalizador de Malann. Era la sangre del universo que brotaba a chorros de una arteria. Y los últimos días habían llegado. Iba a empezar la danza final.

Las lluvias trajeron la plaga que no mata, y los últimos pases de Locar iniciaron su tamborileo…

Me pregunté qué diablos quería decir Tamur, pues era un historiador que supuestamente se ajustaba a los hechos. Aquello no era su Apocalipsis.

A menos que esa obra y el Apocalipsis fueran una sola cosa.

¿Por qué no?, pensé. El puñado de habitantes de Tirellian era lo que quedaba de una cultura sin duda muy desarrollada. Habían sufrido guerras, pero no holocaustos; tenían ciencia, pero poca tecnología. Una plaga, ¿una plaga que no mataba…? ¿Podría ser ésa la explicación? ¿Cómo, si no era fatal?

Seguí leyendo, pero no se explicaba la índole de la plaga. Pasé las páginas, salté partes y no obtuve ningún resultado.

¡M’Cwyie! ¡M’Cwyie! ¡Cuando más necesito consultarte, no estás cerca!

Ir a buscarla ¿sería un error? Decidí que sí. Estaba implícito que no podía salir de las habitaciones que me habían asignado. Para enterarme, tendría que esperar.

De modo que solté algunas maldiciones largas y ruidosas, en muchos idiomas, quemando sin duda las sagradas orejas de Malann, allí en su Templo.

No creyó conveniente fulminarme, así que decidí dar por terminado el día y meterme en la cama.


Debía de haber dormido varias horas cuando Braxa entró en mi habitación con una lámpara diminuta. Me despertó tirándome de la manga del pijama.

Hola, dije. Pensándolo bien, qué otra cosa podría haber dicho.

—Hola.

—He venido —dijo—, a oír el poema.

—¿Qué poema?

—El tuyo.

—Oh.

Bostecé, me incorporé e hice todas las cosas que suele hacer la gente cuando la despiertan en la mitad de la noche para leer poesía.

—Eres muy amable, pero ¿no es una hora un poco inoportuna?

—No me importa —dijo Braxa.

Algún día voy a escribir un artículo para el Journal of Semantics titulado «Tono de voz: vehículo insuficiente para la ironía».

Sin embargo, estaba despierto, así es que me puse la bata.

—¿Qué tipo de animal es ése? —preguntó, señalando el dragón de seda que yo tenía en la solapa.

—Mítico —contesté—. Mira, es tarde. Estoy cansado. Tengo muchas cosas que hacer por la mañana. Y M’Cwyie podría malinterpretarnos si supiera que estuviste aquí.

—¿Malinterpretarnos?

—¡Maldita sea! ¡Sabes muy bien a qué me refiero!

Era la primera vez que tenía la oportunidad de usar una blasfemia marciana, y fracasé.

—No —dijo ella—, no lo sé.

Parecía asustada, como un perrito al que le regañan y no sabe qué es lo que ha hecho mal.

Me ablandé. Aquella capa roja le hacía un juego perfecto con el pelo y los labios, que temblaban.

—Escucha, no quise ofenderte. En mi mundo hay ciertas… costumbres, acerca de personas de diferente sexo solas en un dormitorio y no unidas por el matrimonio. ¿Entiendes a qué me refiero?

—No.

Aquellos ojos eran de jade.

—Bueno, me refiero a… Me refiero al sexo, eso es. —En las lámparas de jade se encendió una luz.

—¡Ah, quieres decir tener hijos!

—Sí. ¡Eso es! Exacto.

Braxa se echó a reír. Era la primera vez que oía una risa en Tirellian. Sonaba como las cuerdas agudas de un violín golpeadas con pequeños movimientos de arco. No era muy agradable, sobre todo porque se rio demasiado tiempo.

Cuando terminó de reír se acercó más.

—Ahora recuerdo —dijo—. Solíamos tener esas reglas. Hace medio Proceso, cuando era niña, teníamos esas reglas. Pero… —parecía dispuesta a reír de nuevo—… ahora no son necesarias.

Mi mente avanzó como una grabadora a triple velocidad.

¡Medio Proceso! ¡MedioProceso-Proceso-Proceso! ¡No! ¡Sí! ¡Medio Proceso equivalía más o menos a doscientos cuarenta y tres años!

… Tiempo suficiente para aprender las dos mil doscientas veinticuatro danzas de Locar.

… Tiempo suficiente para envejecer si uno era humano.

… Humano al estilo terrestre, quiero decir.

La miré de nuevo, pálida como una reina blanca en un juego de ajedrez de marfil.

Era humana. Yo hubiera apostado el alma… Viva, normal, saludable. Hubiera apostado la vida, el cuerpo…

Pero Braxa tenía dos siglos y medio, con lo que M’Cwyie era la abuela de Matusalén. Me halagaba pensar en su repetido reconocimiento de mis habilidades como lingüista y como poeta. ¡Esos seres superiores!

Pero ¿qué habría querido decir con eso de que «ahora no son necesarias»? ¿Por qué la risa casi histérica? ¿Por qué todas aquellas miradas raras que me había echado M’Cwyie?

De repente supe que no sólo estaba cerca de una muchacha hermosa sino de algo importante.

—Dime —dije con mi Voz Informal—, ¿tiene algo que ver con «la plaga que no mata», sobre la que escribió Tamur?

—Sí —respondió Braxa—, los niños que nacieron después de las Lluvias no podían tener hijos, y…

—¿Y qué?

Yo estaba inclinado hacia adelante con la memoria puesta en «grabar».

—… y los hombres no sentían deseo de tenerlos.

Me dejé caer contra el pilar de la cama. Esterilidad racial, impotencia masculina, después de un cambio climático. ¿Acaso una nube vagabunda de basura radiactiva de Dios sabe dónde había penetrado un día en su débil atmósfera? ¿Un día lejano, antes de que Shiaparelli viera los canales, tan míticos como mi dragón, antes de que esos «canales» hubieran dado origen a algunas ideas correctas por motivos erróneos, Braxa ya estaba viva, bailando, condenada en el útero mientras el ciego Milton escribía sobre otro paraíso, igualmente perdido?

Encontré un cigarrillo. Qué suerte que se me había ocurrido llevar ceniceros. Marte nunca había tenido una industria tabacalera. Ni de bebidas alcohólicas. Comparados con ese sitio, los ascetas que había conocido en la India eran dionisíacos.

—¿Qué es ese tubo de fuego?

—Un cigarrillo. ¿Quieres uno?

—Sí, por favor.

Braxa se sentó a mi lado y le encendí un cigarrillo.

—Irrita la nariz.

—Sí. Aspira con los pulmones, aguanta un poco y después exhala.

Pasó un momento.

—Oh —dijo ella. Una pausa, y después—: ¿Es sagrado?

—No, es nicotina —respondí—, un sucedáneo de la divinidad.

Otra pausa.

—Por favor no me pidas que traduzca «sucedáneo».

—No te lo pediré. A veces, cuando bailo, tengo esta sensación.

—Se te pasará en un momento.

—Ahora recítame tu poema.

Se me ocurrió una idea.

—Espera un minuto —dije—; tengo algo mejor.

Me levanté y busqué en los cuadernos; después volví y me senté al lado de ella.

—Éstos son los tres primeros capítulos del Libro del Eclesiastés —expliqué—; algo muy parecido a tus propios libros sagrados.

Comencé a leer.

Al llegar al versículo once, Braxa gritó:

—¡Por favor, no leas eso! ¡Lee uno tuyo!

Me interrumpí y arrojé el cuaderno sobre una mesa cercana. Ella temblaba, no como cuando había danzado como el viento sino con el estremecimiento de un llanto contenido. Sostenía el cigarrillo con torpeza, como un lápiz. Con un brazo, torpemente, le rodeé los hombros.

—Es tan triste —dijo— como todos los demás.

Así que me retorcí la mente como una cinta brillante, la doblé y até los absurdos nudos navideños que tanto me gustan. Del alemán al marciano, con amor, improvisé una paráfrasis de un poema acerca de una bailarina española. Pensé que le agradaría. No me equivocaba.

—Oh —dijo Braxa de nuevo—. ¿Escribiste tú eso?

—No, lo escribió un hombre mejor que yo.

—No te creo. Lo escribiste tú.

—No, lo escribió un hombre llamado Rilke.

—Pero tú lo trasladaste a mi lengua. Enciende otra cerilla para que yo vea cómo bailaba.

Encendí la cerilla.

—Los fuegos eternos —murmuró—, y ella los apagó «con pies pequeños y firmes». Ojalá pudiera yo bailar así.

—Tú eres mejor que cualquier gitana —me reí, mientras apagaba la llama.

—No, no lo soy. Yo no podría hacer eso. ¿Quieres que baile para ti?

El cigarrillo de Braxa estaba terminando de consumirse, así que se lo saqué de los dedos y lo apagué junto con el mío.

—No —dije—. Vete a la cama.

Braxa sonrió, y antes de que yo me diera cuenta se había desabrochado el pliegue rojo del hombro. Y todo se desprendió.

Y yo tragué saliva, con cierta dificultad.

—Muy bien —dijo.

Así que la besé, mientras las ropas, al caer, apagaban la lámpara.

III

Los días eran como las hojas de Shelley: amarillos, rojos, castaños, azotados por el viento del oeste en brillantes ráfagas. Pasaban a mi lado en remolinos, con un traqueteo de microfilms. Ahora casi todos los libros estaban grabados. Los especialistas tardarían años en estudiarlos, en estimar adecuadamente su valor. Tenía a Marte encerrado en el escritorio.

El Eclesiastés, abandonado y retomado una docena de veces, estaba casi listo para hablar en la Lengua Superior.

Silbaba cuando no estaba en el Templo. Escribía resmas de poemas de los que antes me habría avergonzado. Por la tarde paseaba con Braxa por las dunas o subía con ella a las montañas. A veces bailaba para mí, y le leía textos largos en hexámetros dactílicos. Ella todavía creía que yo era Rilke, y yo casi fingía creerle. Allí estaba yo, hospedado en el castillo de Duino, escribiendo sus Elegías.

… Es extraño no vivir más en la Tierra,

no tener ya costumbres apenas adquiridas,
no interpretar las rosas…

¡No! ¡No interpretar nunca las rosas! No. Huélelas (¡huele, Kane!), recógelas, disfrútalas. Vive en el momento. Aférrate a él con pasión. Pero no exijas explicaciones a los dioses. Las hojas caen con rapidez, y con rapidez se las lleva el viento…

Y nadie se fijaba en nosotros. A nadie le importaba lo que nos estaba pasando.

Laura. Laura y Braxa. Riman, aunque chocan un poco. Ella era alta, fría y rubia (¡odio a las rubias!), y papá me había vuelto del revés, como a un bolsillo, y pensé que ella me podría llenar de nuevo. Pero el corpulento lanzador de palabras, con aquella barba de judas y aquella mirada de perro fiel, ah, cómo le había adornado las fiestas. Y eso había sido todo.

¡Cómo me maldijo la máquina en el Templo! Blasfemó contra Malann y Gallinger. Y el desenfrenado viento del oeste pasaba a nuestro lado, y detrás, pisándole los talones, venía algo más.

Se acercaban los últimos días.


Pasó un día y no vi a Braxa, y tampoco la vi esa noche.

Y un segundo. Un tercero.

Yo estaba casi loco. No me había dado cuenta de lo unidos que estábamos, de lo importante que ella se había vuelto para mí. Con la callada seguridad de su presencia había podido defenderme de las inquisitivas rosas.

Tenía que preguntar. No quería hacerlo, pero no me quedaba alternativa.

—¿Dónde está, M’Cwyie? ¿Dónde está Braxa?

—Se ha ido.

—¿Adónde?

—No lo sé.

Miré aquellos ojos de pájaro diabólico. Me subió un anatema a los labios.

—Tengo que saberlo.

M’Cwyie me miró sin verme.

—Nos ha dejado. Se ha ido. Supongo que a las colinas. O al desierto. Qué importa. Qué importa todo. La danza está a punto de concluir. El templo pronto quedará vacío.

—¿Por qué? ¿Por qué se fue?

—No lo sé.

—Necesito verla otra vez. Partimos dentro de unos días.

—Lo siento, Gallinger.

—Yo también —dije, y cerré de golpe un libro sin decir «M’narra».

Me puse de pie.

—La encontraré.

Salí del templo. M’Cwyie era una estatua sentada. Mis botas seguían donde yo las había dejado.


Rugí todo el día subiendo y bajando por las dunas, sin rumbo fijo. La tripulación de la Áspid debía de pensar que yo era una tormenta de arena. Finalmente tuve que volver a cargar más combustible.

Emory salió dando grandes zancadas.

—Muy bien, vayamos al grano. Parece el abominable hombre del polvo. ¿Para qué el rodeo?

—Es que… perdí algo.

—¿En medio del desierto? ¿Fue uno de sus sonetos? Es por lo único que lo imagino haciendo todo ese alboroto.

—¡No, maldita sea! Fue algo personal.

George había terminado de llenar el tanque. Empecé a subir de nuevo al jeep.

—¡Un momento! —Me aferró el brazo—. No sale de aquí mientras no me dé explicaciones.

Podría haberme soltado, pero entonces él ordenaría que me trajesen arrastrándome de los pies, y no eran pocos los que disfrutarían haciendo ese trabajo. Así que me obligué a hablar lentamente, suavemente:

—Ocurre que perdí el reloj. Me lo regaló mi madre y es una reliquia de familia. Quiero encontrarlo antes de partir.

—¿Está seguro de que no lo dejó en su camarote, o en Tirellian?

—Ya me he fijado.

—Quizá se lo haya escondido alguien para molestarlo. Sabe que no es la persona más popular por aquí.

Negué con la cabeza.

—Ya lo pensé. Pero siempre lo llevo en el bolsillo derecho. Pienso que lo puedo haber perdido al saltar sobre las dunas.

Emory entornó los ojos.

—Recuerdo haber leído en la sobrecubierta de un libro que su madre murió al nacer usted.

—Es cierto —dije, mordiéndome la lengua—. El reloj pertenecía a su padre y ella quería que lo tuviera yo. Me lo guardó mi padre.

—¡Hum! —gruñó Emory—. Qué manera más rara de buscar un reloj, andar de arriba para abajo en un jeep.

—De esa manera podría ver algún reflejo —dije sin convicción.

—Bueno, empieza a oscurecer —observó—. No tiene ningún sentido seguir buscando hoy. Tire un protector de polvo encima del jeep —ordenó a un mecánico.

Me palmeó el brazo.

—Entre a darse una ducha y a comer. Me parece que necesita las dos cosas.

Pequeñas manchas sebáceas debajo de ojos pálidos, poco pelo y nariz irlandesa; voz un decibelio más alta que cualquier otra…

¡Ésos eran los méritos del jefe!

Me quedé allí, odiándolo. ¡Claudio! ¡Ojalá estuviéramos en el quinto acto!

Pero de pronto me empezó a gustar la idea de la ducha y de la comida. Las necesitaba de verdad. Si insistía en volver rápidamente al desierto podía despertar más sospechas.

Así que me cepillé un poco de arena de la manga.

—Tiene razón. Me parece una buena idea.

—Vamos, comeremos en mi camarote.

La ducha fue una bendición, los caquis limpios fueron una gracia divina y la comida olía a cielo.

—Huele muy bien —dije.

Comimos los bistecs en silencio. Cuando llegamos al postre y el café, Emory sugirió:

—¿Por qué no se toma la noche libre? Quédese aquí y duerma un poco.

Yo dije que no con la cabeza.

—Estoy muy ocupado. Llegando al final. Queda poco tiempo.

—Hace un par de días dijo que casi había terminado.

—Casi, pero no del todo.

—También dijo que habría un oficio en el Templo esta noche.

—Es cierto. Voy a trabajar en mi habitación.

Emory se encogió de hombros.

—Gallinger —dijo finalmente, y levanté la mirada porque cuando Emory pronuncia mi nombre es que hay problemas—. No tendría que meterme, pero lo haré. Betty dice que usted tiene allí a una muchacha.

No había signo de interrogación. Era una declaración que quedó suspendida en el aire. Esperando.

Betty, eres una perra. Eres una vaca y una perra. Celosa, además. ¿Por qué no dejaste la nariz en paz? ¿Por qué no cerraste los ojos y la boca?

—¿Entonces? —dije, una declaración con signo de interrogación.

—Entonces —respondió— es mi deber, como jefe de esta expedición, asegurarme de que las relaciones con los nativos transcurran de manera amigable y diplomática.

—Usted habla de ellos —dije— como si fueran aborígenes. Nada podría estar más lejos de la verdad.

Me levanté.

—Cuándo se publiquen mis papeles en la Tierra, todo el mundo sabrá esa verdad. Contaré cosas que el doctor Moore jamás sospechó. Contaré la tragedia de una raza condenada, esperando la muerte, apática y resignada. Diré por qué, y eso ablandará los duros y eruditos corazones. Escribiré sobre eso y me darán más premios, y esta vez los rechazaré. ¡Dios mío! —exclamé—. ¡Tenían ya una cultura cuando nuestros antepasados andaban aporreando a los tigres diente de sable y averiguando cómo funciona el fuego!

—¿Tiene usted allí a una muchacha?

—¡Sí! —dije. ¡Sí, Claudio! ¡Sí, papá! ¡Sí, Emory!—. Sí, la tengo. Pero le daré ahora una primicia académica. Ya están muertos Son estériles. Dentro de una generación no habrá más marcianos, —hice una pausa y después agregué—: Fuera de mis papeles, fuera de algunos trozos de cinta y de microfilm. Y en algunos poemas acerca de una muchacha a la que nada importaba y que sólo podía expresar esa injusticia mediante el baile.

—Oh —dijo Emory

Después de un rato:

—Usted ha tenido una conducta diferente este último par de meses. A veces hasta ha sido cortés. No podía dejar de pensar qué estaría sucediendo. No sabía que algo podía importarle tanto.

Incliné la cabeza.

—¿Eso es lo que lo llevó a dar vueltas por el desierto?

Asentí.

—¿Por qué?

Levanté la mirada.

—Porque ella está por allí, en alguna parte. No sé dónde, ni por qué. Y tengo que encontrarla antes de que nos vayamos.

—Oh —dijo otra vez Emory.

Después se echó hacia atrás, abrió un cajón y sacó algo envuelto en una toalla. Lo desenvolvió. Sobre la mesa quedó la foto enmarcada de una mujer.

—Mi esposa— dijo.

Era una cara atractiva, con ojos grandes y rasgados.

—Como usted sabe, soy hombre de la marina —empezó a decir Emory—. En una época fui un joven oficial. La conocí en Japón. En mi lugar de origen no se consideraba correcto casarse con una persona de otra raza, así que nunca nos casamos. Pero ella fue mi esposa. Cuando murió yo estaba en el otro lado del mundo. Se llevaron a mis hijos y no los he vuelto a ver. No pude saber en qué orfanato o en qué casa los habían metido. Eso fue hace mucho tiempo. Muy pocas personas lo saben.

—Lo siento —dije.

—No lo sienta. Olvídelo. Y si quiere… —cambió de postura en la silla y me miró—… llevársela consigo, hágalo. Me costará la carrera, pero soy demasiado viejo para encabezar otra expedición como ésta. Así que, adelante.

De un trago terminó el café frío.

—Busque el jeep.

Hizo girar la silla.

Traté de decir «gracias» dos veces, pero no pude, de modo que me levanté y salí.

—Sayonara y todo eso —masculló Emory a mis espaldas.


Oí un grito.

—¡Aquí la tiene, Gallinger!

Di media vuelta y miré hacia la rampa.

—¡Kane!

Estaba en el ojo de buey, una sombra a contraluz, pero oí que alguien hacía un ruido con la nariz.

Retrocedí los pocos pasos que había andado.

—¿Qué es lo que tengo?

—Su rosa.

Me mostró un recipiente de plástico con divisiones internas. La mitad inferior estaba ocupada por un líquido. Hasta allí llegaba el tallo. La otra mitad, una copa de vino clarete en aquella noche horrible, era una rosa grande, recién abierta.

—Gracias —dije, metiéndola en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Así que vuelve a Tirellian?

—Sí.

—Vi que subía a bordo, así que la preparé. Cuando fui al camarote del capitán usted ya se había marchado. El capitán estaba ocupado. Me dijo a gritos que podría encontrarlo en la cochera.

—Gracias de nuevo.

—Tiene un tratamiento químico. Permanecerá así durante semanas.

Dije que sí con la cabeza. Me fui.


Ahora, a las montañas. Lejos. Lejos. El cielo era un cubo de hielo donde no flotaba ninguna luna. La cuesta se volvía cada vez más empinada y el burrito protestaba. Le di unos azotes con el acelerador y seguimos. Más y más arriba. Vi una estrella verde que no parpadeaba y sentí un nudo en la garganta. La rosa, en la caja, latía contra mi pecho como otro corazón. El burro rebuznó, larga y ruidosamente, y después empezó a toser. Lo azoté un poco más y se murió.

Eché el freno de emergencia y bajé. Empecé a caminar.

Hacía mucho, mucho frío allí arriba. ¿Por qué de noche? ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué había huido del campamento al llegar la noche?

Y yo subía y bajaba, rodeaba y atravesaba cada abismo, paso y desfiladero, dando largas zancadas con una facilidad de movimiento desconocida en la Tierra.

Apenas quedan dos días, mi amor, y tú me has abandonado. ¿Por qué?

Me arrastraba por debajo de salientes. Saltaba sobre hondonadas. Me raspé las rodillas, un codo. Oí que se me rasgaba la chaqueta.

¿Así que no hay ninguna respuesta, Malann? ¿De veras odias tanto a tu pueblo? Entonces probaré con algún otro. Vishnú, tú eres el Protector. ¡Protege a Braxa, por favor! Ayúdame a encontrarla.

¿Jehová?

¿Adonis? ¿Osiris? ¿Thammuz? ¿Manitú? ¿Legba? ¿Dónde está Braxa?

Fui muy lejos y muy arriba, y resbalé.

Las piedras rechinaron debajo de mis pies y quedé colgando sobre un borde. Mis dedos estaban muy fríos. No era nada fácil aferrarse a la roca.

Miré hacia abajo.

Unos cuatro metros. Me solté y aterricé rodando.

Entonces la oí gritar.


Me quedé allí inmóvil, mirando hacia arriba. Arriba, contra la noche, Braxa gritó:

—¡Gallinger!

No me moví.

—¡Gallinger!

Y Braxa desapareció.

Oí el tamborileo de unas piedras y supe que ella estaba bajando por algún camino a mi derecha.

Me levanté de un salto y me escabullí en la sombra de una roca.

Braxa caminaba vacilante entre las piedras.

—¿Gallinger?

Salí de la sombra y la agarré de los hombros.

—Braxa.

Braxa soltó otro grito y después se echó a llorar, apretándose contra mí. Era la primera vez que la oía llorar.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué?

Pero ella no hacía más que apretarse contra mi cuerpo y sollozar.

Finalmente:

—Pensé que te habías suicidado.

—Quizá tendría que haberlo hecho —dije—. ¿Por qué abandonaste Tirellian? ¿Y por qué me abandonaste a mí?

—¿No te lo dijo M’Cwyie? ¿No lo adivinaste?

—No lo adiviné, y M’Cwyie dijo que no lo sabía.

—Entonces mintió. Ella lo sabe.

—¿Qué? ¿Qué es lo que sabe?

Braxa se estremeció de pies a cabeza y después guardó silencio durante un largo rato. De repente descubrí que sólo llevaba puesto el ligero vestido de baile. La aparté de mí, me quité la chaqueta y se la puse sobre los hombros.

—¡Gran Malann! —grité—. ¡Te vas a morir de frío!

—No —dijo—, no me voy a morir.

Yo estaba metiendo la rosa en el bolsillo del pantalón.

—¿Qué es eso? —preguntó Braxa.

—Una rosa —respondí—. No la puedes ver muy bien aquí a oscuras. Una vez te comparé con una. ¿Recuerdas?

—S-sí. ¿Puedo llevarla?

—Por supuesto.

La metí en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Y bien? Aún estoy esperando una explicación.

—¿De veras no lo sabes? —preguntó Braxa.

—¡No!

—Cuando llegaron las Lluvias —dijo Braxa—, pareció que sólo habían afectado a nuestros hombres, lo cual era suficiente… Porque yo… según parece… no sufrí ese efecto…

—Oh —dije—. Oh.

Nos quedamos en silencio, y me puse a pensar.

—Bueno, ¿por qué huiste? ¿Qué tiene de malo estar embarazada en Marte? Tamur se equivocó. Tu pueblo puede volver a vivir.

Braxa se rio, otra vez el violín desenfrenado tocado por un Paganini loco. La hice callar antes de que fuera demasiado lejos.

—¿Cómo? —preguntó finalmente, frotándose la mejilla.

—Tu gente vive más tiempo que la nuestra. Si nuestro hijo es normal, querrá decir que nuestras razas pueden unirse. En tu pueblo todavía deben de quedar otras mujeres fértiles. ¿Por qué no?

—¿Has leído el Libro de Locar —dijo Braxa— y aun así me lo preguntas? La muerte se decidió, se votó y se promulgó poco después de presentarse bajo esa forma. Pero mucho antes los seguidores de Locar ya lo sabían. Lo decidieron hace mucho tiempo. «Hemos hecho todas las cosas —decían—, hemos visto todas las cosas, hemos oído y sentido todas las cosas. La danza fue buena. Ahora que acabe».

—Tú no puedes creer eso.

—Lo que yo crea no tiene importancia —contestó Braxa—. M’Cwyie y las Madres han decidido que debemos morir. Su propio título es ahora una burla, pero hay que acatar sus decisiones. Sólo queda una profecía, y es falsa. Moriremos.

—No —dije.

—Entonces ¿qué?

—Regresa conmigo a la Tierra.

—No.

—Bueno, entonces acompáñame ahora.

—¿Adónde?

—A Tirellian. Voy a hablar con las Madres.

—¡No puedes! ¡Hay una Ceremonia esta noche!

Me reí.

—¿Una ceremonia para un dios que te derriba y después te patea los dientes?

—Todavía es Malann —respondió Braxa—. Todavía somos su pueblo.

—Tú y mi padre os habríais llevado muy bien —gruñí—. Pero yo voy a Tirellian y tú me acompañas, aunque tenga que llevarte, y soy más grande que tú.

—Pero no eres más grande que Ontro.

—¿Quién demonios es Ontro?

—Ontro te cerrará el paso, Gallinger. Es el Puño de Malann.

IV

Detuve el jeep delante de la única entrada que conocía, la de M’Cwyie. Braxa, que había visto la rosa a la luz de un faro, la acunaba ahora en el regazo, como si fuera nuestro hijo, y no decía nada. En su cara había una expresión pasiva, encantadora.

—¿Están ahora en el Templo? —quise saber.

La expresión de madona no cambió. Repetí la pregunta. Braxa se movió en el asiento.

—Sí —dijo, desde lejos—, pero tú no puedes entrar.

—Veremos.

Caminé alrededor del coche y la ayudé a bajar. La llevé de la mano, y ella avanzó como si estuviera en trance. A la luz de la luna que acababa de salir, sus ojos tenían la misma mirada que el día que la había conocido, cuando había danzado. Chasqueé los dedos. No ocurrió nada.

Empujé entonces la puerta abierta e hice entrar a Braxa. La habitación estaba en penumbra.

Y Braxa gritó por tercera vez esa noche: —¡No le hagas daño, Ontro! ¡Es Gallinger! —Hasta entonces no había visto a ningún hombre marciano, sólo a mujeres. Así que no podía saber si aquél era un fenómeno, aunque lo sospeché enseguida.

Lo miré.

Tenía el cuerpo semidesnudo cubierto de lunares y de bultos. Problemas glandulares, pensé.

Yo estaba convencido de que era el hombre más alto del planeta, pero él medía más de dos metros y era demasiado gordo. ¡Ahora sabía de dónde habían sacado mi cama gigantesca!

—Retírate —dijo—. Ella puede entrar, tú no.

—Tengo que recoger mis libros y todo lo demás.

Ontro levantó un enorme brazo izquierdo. Lo seguí con la mirada. Todas mis cosas estaban cuidadosamente apiladas en un rincón.

—Debo entrar. Debo hablar con M’Cwyie y con las Madres.

—No puedes.

—De que lo haga depende la vida de tu pueblo.

—Retírate —dijo con un vozarrón—. Vete con tu gente, Gallinger. ¡Déjanos en paz!

En boca de Ontro, mi nombre sonó muy diferente, como si fuera el nombre de otra persona. ¿Qué edad tendría? ¿Trescientos años? ¿Cuatrocientos? ¿Habría sido guardián del Templo toda la vida? ¿Por qué? ¿De quién había que guardarlo? No me gustaba la manera que tenía de moverse. No era la primera vez que veía esos movimientos.

—Retírate —repitió.

Si habían refinado tanto las artes marciales como la danza, o peor aún, si las artes marciales eran parte de la danza, yo estaba a punto de meterme en problemas.

—Entra —le dije a Braxa—. Dale la rosa a M’Cwyie. Dile que yo se la mando. Dile que pronto estaré ahí dentro.

—Haré lo que me pides. Recuérdame en la Tierra, Gallinger. Adiós.

No le respondí, y ella pasó al lado de Ontro y entró en la siguiente habitación, llevando la rosa.

—¿Ahora te retirarás? —preguntó Ontro—. Si quieres, le contaré a Braxa que peleamos y que tú casi me venciste, pero que te dejé inconsciente y te llevé de vuelta a la nave.

—No —dije—, entraré de todos modos, pasando por tu lado o pasándote por encima.

Ontro se agachó y extendió los brazos.

—Es pecado tocar a un hombre sagrado —tronó—, pero te detendré, Gallinger.

Mi memoria era una ventana empañada, expuesta de pronto a un aire fresco. Todo se despejó. Retrocedí seis años.

Yo estudiaba lenguas orientales en la Universidad de Tokio. Era una de mis dos noches semanales de recreo. Estaba en un círculo de diez metros de diámetro en el Kodokan, con el judogi atado a las caderas por un cinturón marrón. Yo era Ik-kyu, un nivel por debajo del nivel más bajo de experto. Un rombo marrón sobre el lado derecho de mi pecho decía «Jiujitsu» en japonés, pero en realidad significaba atemiwaza por la técnica que había perfeccionado para los golpes, considerada por todos increíblemente adecuada a mi tamaño y que me había llevado a ganar varios premios.

Pero nunca la había usado contra un hombre, y hacía cinco años que no la practicaba. Sabía que no estaba en forma, pero obligué a mi mente a que tsuki no kokoro, como la luna, reflejando la totalidad de Ontro.

De algún lugar del pasado salió una voz.

Hajime, comencemos.

Adopté de repente la postura de gato neko-ashidachi, y los ojos de Ontro ardieron de un modo extraño. Se apresuró a corregir su propia postura y lancé el ataque.

¡Mi único truco!

Mi larga pierna izquierda saltó como un muelle roto. A dos metros diez del suelo le dio en la mandíbula mientras trataba de saltar hacia atrás.

Se le dobló hacia atrás la cabeza y cayó. De los labios se le escapó un débil gemido. Esto es todo, pensé. Lo siento, viejo.

Y mientras le pasaba por encima, no sé cómo, atontado, me hizo tropezar, y caí sobre su cuerpo. No podía creer que tuviera fuerzas suficientes para seguir consciente después de aquel golpe, y mucho menos moverse. Detestaba tener que castigarlo más.

Pero me buscó la garganta y me la rodeó con un antebrazo antes de que yo me diera cuenta de sus intenciones.

¡No! ¡No dejes que todo acabe así!

Era una barra de acero sobre mi tráquea, mis carótidas. Entonces comprendí que aún estaba inconsciente, vi que aquello era un reflejo infundido por innumerables años de entrenamiento. Había visto eso mismo una vez, en shiai. El hombre había muerto estrangulado y seguía luchando, y el rival pensó que no había hecho lo necesario para ahogarlo. Se esforzó un poco más.

¡Pero era raro, muy raro!

Le metí los codos en las costillas y empujé hacia atrás con la cabeza, apretándole la cara. La presión cedió un poco, pero no lo suficiente. Detestaba hacerlo, pero tiré hacia arriba y le rompí el dedo meñique.

El brazo se aflojó y me liberé.

Ontro se quedó allí jadeando, con la cara crispada. Mi corazón se apiadó del gigante que había caído defendiendo a su gente, su religión, cumpliendo órdenes. Me maldije como nunca me había maldecido por haberle pasado por encima en vez de esquivarlo.

Me tambaleé por la habitación hacia mi pequeño montón de pertenencias. Me senté en la caja del proyector y encendí un cigarrillo.

No podía entrar en el Templo mientras no recuperara el aliento, mientras no se me ocurriera algo que decir.

¿Cómo se hace para disuadir a una raza que va a matarse?

De repente…

… ¿Sería posible? ¿Funcionaría? Si les leyera el Libro del Eclesiastés, si les leyera una obra literaria superior a todo lo que Locar había escrito, y no menos sombría y pesimista, y les mostrara que nuestra raza había seguido viviendo a pesar de que un hombre había condenado la vida con la poesía más elevada, si les mostrara que la vanidad de la que él se había burlado nos había llevado a los cielos, ¿me creerían, cambiarían de idea?

Aplasté el cigarrillo contra los hermosos dibujos del suelo y busqué el cuaderno. Mientras me levantaba, una extraña furia se apoderó de mí.

Y entré en el Templo a predicar el Evangelio Negro según Gallinger, del Libro de la Vida.


Me rodeaba un silencio total.

M’Cwyie había estado leyendo a Locar, con la rosa junto a la mano derecha, blanco de todas las miradas.

Hasta que entré.

Había centenares de personas sentadas en el suelo, descalzas. Noté que los pocos hombres que había eran tan pequeños como las mujeres.

Yo tenía puestas las botas.

Sigue hasta el final, comprendí. ¡O pierdes o ganas… todo!

Detrás de M’Cwyie, sentadas en semicírculo, había una docena de viejas brujas. Las Madres.

Tierra yerma, vientres secos, tocados por el fuego.

Me acerqué a la mesa.

—Si morís, condenáis a vuestro pueblo —les dije— a no conocer la vida que vosotras habéis conocido: las alegrías, los pesares, la plenitud… Pero no es verdad que estéis condenadas a morir. —Ahora me dirigí a la multitud—. Quienes dicen eso, mienten. Braxa lo sabe, porque tendrá un hijo… —Allí sentados, parecían hileras de budas. M’Cwyie retrocedió hasta el semicírculo—. ¡Mi hijo! —proseguí, preguntándome qué habría pensado mi padre de ese sermón—… Y todas las mujeres jóvenes pueden concebir hijos. Sólo vuestros hombres son estériles. Y si permitís que los médicos de la próxima expedición os examinen, quizá encuentren incluso remedio para los hombres. Pero si no lo encuentran, las mujeres podéis uniros con los hombres de la Tierra.

»Y el nuestro no es un pueblo insignificante, ni un lugar insignificante —proseguí—. Hace miles de años, el Locar de nuestro mundo escribió un libro diciendo que sí lo era. Hablaba cómo Locar, pero a pesar de las plagas, las guerras y las hambrunas no nos dimos por vencidos. No morimos. Una a una fuimos venciendo las enfermedades, alimentamos a los hambrientos, combatimos las guerras, y hace ya tiempo que no tenemos ninguna. Quizá las hayamos erradicado para siempre. No lo sé.

»Pero hemos atravesado millones de kilómetros de nada. Hemos visitado otro mundo. Y nuestro Locar había dicho: ¿Para qué molestarse? ¿Qué valor tiene eso? Todo es vanidad.

»¡Y el secreto —bajé la voz, como si estuviera leyendo un poema— es que tenía razón! ¡Todo es vanidad, todo es orgullo! La hibris del racionalismo siempre lleva a atacar al profeta, al místico, al dios. Es nuestra blasfemia lo que nos ha hecho grandes, lo que nos sustenta y lo que secretamente nos admiran los dioses. ¡Decir los nombres sagrados de Dios es pura blasfemia!

Empezaba a sudar. Mareado, hice una pausa.

—He aquí el Libro del Eclesiastés —anuncié, y empecé a leer—: «Vanidad de vanidades, dijo el Predicador; vanidad de vanidades, todo es vanidad. ¿Qué provecho tiene el hombre…?».

Descubrí a Braxa en el fondo, muda, embelesada.

Me pregunté qué estaría pensando.

Y me eché alrededor las horas de noche, como hilo negro sobre un carrete.


¡Oh, qué tarde era! Había hablado hasta el amanecer, y seguía hablando. Terminé el Eclesiastés y seguí con Gallinger.

Y cuando acabé sólo había silencio.

Los budas, en fila, no se habían movido en toda la noche. Y después de mucho tiempo M’Cwyie levantó la mano derecha. Una a una, las Madres hicieron lo mismo.

Y entendí el significado.

Significaba no, basta, suficiente.

Significaba que yo había fracasado.

Salí despacio de la habitación y me dejé caer junto al equipaje.

Ontro se había ido. Por suerte no lo había matado.

Mil años más tarde entró M’Cwyie.

—Tu tarea ha concluido —dijo.

No me moví.

—Se ha cumplido la profecía —dijo M’Cwyie—. Ahora mi pueblo siente alegría. Tú has ganado, hombre santo. Ahora déjanos rápidamente.

Mi mente era un globo desinflado. Le metí un poco de aire.

—No soy un santo —dije—, sólo un poeta de segunda atacado de hibris.

Encendí el último cigarrillo.

Finalmente:

—Muy bien —dije—, ¿qué profecía?

—La Promesa de Locar —contestó M’Cwyie, como si no hiciera falta explicarlo—: si completábamos todas las danzas, en el último momento un hombre santo vendría de los cielos a salvarnos. Derrotaría el Puño de Malann y nos traería vida.

—¿De qué manera?

—Como con Braxa; y cómo el ejemplo del Templo.

—¿El ejemplo?

—Nos leíste sus palabras, tan grandes como las de Locar. Nos leíste que «no hay nada nuevo bajo el sol». Y mientras leías te burlabas de las palabras… mostrándonos algo nuevo. Nunca hubo una flor en Marte —dijo M’Cwyie—, pero aprenderemos a cultivarlas. Tú eres el Bufón Sagrado —concluyó—. El Que Debe Burlarse en el Templo, pues andas calzado por suelo santo.

—Pero el voto fue por el «no» —dije.

—Yo voté por no llevar a cabo nuestro plan original, y dejar que el niño de Braxa viva.

—Oh.

Se me cayó el cigarrillo de los dedos. ¡Cuánto peligro había corrido! ¡Qué poco había sabido yo!

—¿Y Braxa?

—Fue seleccionada hace medio Proceso para encargarse de las danzas… para esperarte a ti.

—Pero dijo que Ontro me detendría.

M’Cwyie no habló durante un rato.

—Ella misma nunca había creído en la profecía. Ahora no se siente bien. Huyó temiendo que se cumpliera. Cuando la completaste y votamos ya no tuvo dudas.

—¿Entonces no me ama? ¿No me amó nunca?

—Lo siento, Gallinger. Fue la única parte de su deber que nunca cumplió.

—Deber —dije con voz cansada… ¡Deberdeberdeber! ¡Tra-la-lá!

—Se despidió; no quiere volver a verte. … Y nunca olvidaremos tus enseñanzas —agregó.

—No —dije automáticamente, comprendiendo de pronto la gran paradoja que está en el origen de todos los milagros. Yo no creía, no había creído nunca, una sola palabra de mi propio evangelio.

Como un borracho, mascullé «M’narra».

Salí a mi último día en Marte.

¡Te he conquistado, Malann… y la victoria es tuya! Descansa en tu lecho estrellado. ¡Maldito seas!

Abandoné allí el jeep y regresé caminando al Áspid, dejando la carga de vida otros tantos pasos atrás. Fui a mi camarote, cerré la puerta y me tomé cuarenta y cuatro pastillas somníferas.


Pero cuando desperté estaba en la enfermería, vivo.

Sentí el latido de los motores mientras me levantaba lentamente y caminaba como podía hasta el ojo de buey.

Allí arriba colgaba el borroso Marte, como un vientre hinchado, hasta que se disolvió, se desbordó y me corrió por la cara.

FIN

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