En «La Tregua», cuento de Rosario Castellanos, Rominka, una mujer indígena, se encuentra inesperadamente con un extraño caxlán (no indígena) en su camino. Este encuentro despierta temores ancestrales en su comunidad, vinculando al hombre con el pukuj, un espíritu maléfico. La historia explora las tensiones culturales y las supersticiones locales, culminando en un acto de violencia colectiva contra el extraño, visto como una amenaza sobrenatural. A medida que la historia se desarrolla, se revela un trasfondo de tensiones culturales, creencias ancestrales y la brutalidad de las autoridades locales contra las prácticas clandestinas de la comunidad.
La tregua
Rosario Castellanos
(Cuento completo)
ROMINKA PÉREZ TAQUIBEQUET, del paraje de Mukenjá, iba con su cántaro retumbante de agua recién cogida. Mujer como las otras de su tribu, piedra sin edad; silenciosa, rígida para mantener en equilibrio el peso de la carga. A cada oscilación de su cuerpo —que ascendía la empinada vereda del arroyo al jacal— el golpeteo de la sangre martilleaba sus sienes, la punta de sus dedos. Fatiga. Y un vaho de enfermedad, de delirio, ensombreciendo sus ojos. Eran las dos de la tarde.
En un recodo, sin ruidos que anunciaran su presencia apareció un hombre. Sus botas estaban salpicadas de barro, su camisa sucia, hecha jirones; su barba crecida de semanas.
Rominka se detuvo ante él, paralizada de sorpresa. Por la blancura (¿o era una extrema palidez?) de su rostro, bien se conocía que el extraño era un caxlán. ¿Pero por cuáles caminos llegó? ¿Qué buscaba en sitio tan remoto? Ahora, con sus manos largas y finas, en las que se había ensañado la intemperie, hacía ademanes que Rominka no lograba interpretar. Y a las tímidas, pero insistentes preguntas de ella, el intruso respondía no con palabras, sino con un doloroso estertor.
El viento de las alturas huía graznando lúgubremente. Un sol desteñido, frío, asaeteaba aquella colina estéril. Ni una nube. Abajo, el gorgoriteo pueril del agua. Y allí los dos, inmóviles, con esa gravedad angustiosa de los malos sueños.
Rominka estaba educada para saberlo. El que camina sobre una tierra prestada, ajena; el que respira está robando el aire. Porque las cosas (todas las cosas; las que vemos y también aquellas de que nos servimos) no nos pertenecen. Tienen otro dueño. Y el dueño castiga cuando alguno se apropia de un lugar, de un árbol, hasta de un nombre.
El dueño —nadie sabría cómo invocarlo si los brujos no hubiesen compartido sus revelaciones—, el pukuj, es un espíritu. Invisible, va y viene, escuchando los deseos en el corazón del hombre. Y cuando quiere hacer daño vuelve el corazón de unos contra otros, tuerce las amistades, enciende la guerra. O seca las entrañas de las paridoras, de las que crían. O dice hambre y no hay bocado que no se vuelva ceniza en la boca del hambriento.
Antes, cuentan los ancianos memoriosos, unos hombres malcontentos con la sujeción a que el pukuj los sometía, idearon el modo de arrebatarle su fuerza. En una red juntaron posol, semillas, huevos. Los depositaron a la entrada de la cueva donde el pukuj duerme. Y cerca de los bastimentos quedó un garrafón de posh, de aguardiente.
Cuando el pukuj cayó dormido, con los miembros flojos por la borrachera, los hombres se abalanzaron sobre él y lo ataron de pies y manos con gruesas sogas. Los alaridos del prisionero hacían temblar la raíz de los montes. Amenazas, promesas, nada le consiguió la libertad. Hasta que uno de los guardianes (por temor, por respeto, ¿quién sabe?) cortó las ligaduras. Desde entonces el pukuj anda suelto y, ya en figura de animal, ya en vestido de ladino, se aparece. Ay de quien lo encuentra. Queda marcado ante la faz de la tribu y para siempre. En las manos temblorosas, incapaces de asir los objetos; en las mejillas exangües; en el extravío perpetuamente sobresaltado de los ojos conocen los demás su tremenda aventura. Se unen en torno suyo para defenderlo, sus familiares, sus amigos. Es inútil. A la vista de todos el señalado vuelve la espalda a la cordura, a la vida. Despojos del pukuj son los cadáveres de niños y jóvenes. Son los locos.
Pero Rominka no quería morir, no quería enloquecer. Los hijos, aún balbucientes, la reclamaban. El marido la quería. Y su propia carne, no importaba si marchita, si enferma, pero viva, se estremecía de terror ante la amenaza.
De nada sirve, Rominka lo sabía demasiado bien, de nada sirve huir. El pukuj está aquí y allá y ninguna sombra nos oculta de su persecución. ¿Pero si nos acogiésemos a su clemencia?
La mujer cayó de rodillas. Después de colocar el cántaro en el suelo, suplicaba:
—¡Dueño del monte, apiádate de mí!
No se atrevía a escrutar la expresión del aparecido. Pero suponiéndola hostil insistía febrilmente en sus ruegos. Y poco a poco, sin que ella misma acertara a comprender por qué, de los ruegos fue resbalando a las confesiones. Lo que no había dicho a nadie, ni a sí misma, brotaba ahora como el chorro de pus de un tumor exprimido. Odios que devastaban su alma, consentimientos cobardes, lujurias secretas, hurtos tenazmente negados. Y entonces Rominka supo el motivo por el que ella, entre todos, había sido elegida para aplacar con su humillación el hambre de verdad de los dioses. El idioma salía de sus labios, como debe salir de todo labio humano, enrojecido de vergüenza. Y Rominka, al arrancarse la costra de sus pecados, lloraba. Porque duele quedar desnudo. Pero al precio de este dolor estaba comprando la voluntad del aparecido, del dueño de los montes, del pukuj, para que volviera a habitar en las cuevas, para que no viniera a perturbar la vida de la gente.
Sin embargo, alguna cosa faltó. Porque el pukuj, no conforme con lo que se le había dado, empujó brutalmente a Rominka. Ella, con un chillido de angustia y escudándose en el cántaro, corrió hacia el caserío suscitando un revoloteo de gallinas, una algarabía de perros, la alarma de los niños.
A corta distancia la seguía el hombre, jadeante, casi a punto de sucumbir por el esfuerzo. Agitaba en el aire sus manos, decía algo. Un grito más. Y Rominka se desplomó a las puertas de su casa. El agua escurría del cántaro volcado. Y antes de que la lamieran los perros y antes de que la embebiera la tierra, el hombre se dejó caer de bruces sobre el charco. Porque tenía sed.
Las mujeres se habían retirado al fondo del jacal, apretando contra su pecho a las criaturas. Un chiquillo corrió a la milpa para llamar a los varones.
No todos estaban allí. El surco sobre el que se inclinaban era pobre. Agotado de dar todo lo que su pobre entraña tenía, ahora entregaba sólo mazorcas despreciables, granos sin sustancia. Por eso muchos indios empezaron a buscar por otro lado su sustento. Contraviniendo las costumbres propias y las leyes de los ladinos, los varones del paraje de Mukenjá destilaban clandestinamente alcohol.
Pasó tiempo antes de que las autoridades lo advirtieran. Nadie les daba cuenta de los accidentes que sufrían los destiladores al estallar el alambique dentro del jacal. Un silencio cómplice amortiguaba las catástrofes. Y los heridos se perdían, aullando de dolor, en el monte.
Pero los comerciantes, los custitaleros establecidos en la cabecera del municipio de Chamula, notaron pronto que algo anormal sucedía. Sus existencias de aguardiente no se agotaban con la misma rapidez que antes y se daba ya el caso de que los garrafones se almacenasen durante meses y meses en las bodegas. ¿Es que los indios se habían vuelto repentinamente abstemios? La idea era absurda. ¿Cómo iban a celebrar sus fiestas religiosas, sus ceremonias civiles, los acontecimientos de su vida familiar? El alcohol es imprescindible en los ritos. Y los ritos continuaban siendo observados con exacta minuciosidad. Las mujeres aún continuaban destetando a sus hijos dándoles a chupar un trapo empapado de posh.
Con su doble celo de autoridad que no tolera burlas y de expendedor de aguardiente que no admite perjuicios, el Secretario Municipal de Chamula, Rodolfo López, ordenó que se iniciaran las pesquisas. Las encabezaba él mismo. Imponer multas, como la ley prescribía, le pareció una medida ineficaz. Se estaba tratando con indios, no con gente de razón, y el escarmiento debía ser riguroso. Para que aprendan, dijo.
Recorrieron infructuosamente gran parte de la zona. A cada resbalón de su mula en aquellos pedregales, el Secretario Municipal iba acumulando más cólera dentro de sí. Y a cada aguacero que le calaba los huesos. Y a cada lodazal en el que se enfangaba.
Cuando al fin dio con los culpables, en Mukenjá, Rodolfo López temblaba de tal manera que no podía articular claramente la condena. Los subordinados creyeron haber entendido mal. Pero el Secretario hablaba no pensando en sus responsabilidades ni en el juicio de sus superiores; estaban demasiado lejos, no iban a fijarse en asuntos de tan poca importancia. La certeza de su impunidad había cebado a su venganza. Y ahora la venganza lo devoraba a él también. Su carne, su sangre, su ánimo, no eran suficientes ya para soportar el ansia de destrucción, de castigo. A señas repetía sus instrucciones a los subordinados. Tal vez lo que mandó no fue incendiar los jacales. Pero cuando la paja comenzó a arder y las paredes crujieron y quienes estaban adentro quisieron huir, Rodolfo López los obligó a regresar a culatazos. Y respiró, con el ansia del que ha estado a punto de asfixiarse, el humo de la carne achicharrada.
El suceso tuvo lugar a la vista de todos. Todos oyeron los alaridos, el crepitar de la materia al ceder a un elemento más ávido, más poderoso. El Secretario Municipal se retiró de aquel paraje seguro de que el ejemplo trabajaría las conciencias. Y de que cada vez que la necesidad les presentara una tentación de clandestinaje, la rechazarían con horror.
El Secretario Municipal se equivocó. Apenas unos meses después la demanda de alcohol en su tienda había vuelto a disminuir. Con un gesto de resignación envió agentes fiscales a practicar las averiguaciones.
Los enviados no se entretuvieron en tanteos. Fueron directamente a Mukenjá. Encontraron pequeñas fábricas y las decomisaron. Esta vez no hubo muertes. Les bastó robar. Aquí y en otros parajes. Porque la crueldad parecía multiplicar a los culpables, cuyo ánimo envilecido por la desgracia se entregaba al castigo con una especie de fascinación.
Cuando el niño terminó de hablar (estaba sin aliento por la carrera y por la importancia de la noticia que iba a transmitir), los varones de Mukenjá se miraron entre sí desconcertados. A cerros tan inaccesibles como éste, sólo podía llegar un ser dotado de los poderes sobrenaturales del pukuj o de la saña, de la precisión para caer sobre su presa de un fiscal.
Cualquiera de las dos posibilidades era ineluctable y tratar de evadirla o de aplazarla con un intento de fuga era un esfuerzo malgastado. Los varones de Mukenjá afrontaron la situación sin pensar siquiera en sus instrumentos de labranza como en armas defensivas. Inermes, fueron de regreso al caserío.
El caxlán estaba allí, de bruces aún, con la cara mojada. No dormía. Pero un ronquido de agonizante estrangulaba su respiración. Quiso ponerse de pie al advertir la proximidad de los indios, pero no pudo incorporarse más que a medias, ni pudo mantenerse en esta postura. Su mejilla chocó sordamente contra el lodo.
El espectáculo de la debilidad ajena puso fuera de sí a los indios. Venían preparados para sufrir la violencia y el alivio de no encontrar una amenaza fue pronto sustituido por la cólera, una cólera irracional, que quería encontrar en los actos su cauce y su justificación.
Barajustados, los varones se movían de un sitio a otro inquiriendo detalles sobre la llegada del desconocido. Rominka relató su encuentro con él. Era un relato incoherente en que la repetición de la palabra pukuj y las lágrimas y la suma angustia de la narradora dieron a aquel frenesí, todavía amorfo, un molde en el cual vaciarse.
Pukuj. Por la mala influencia de éste que yacía aquí, a sus pies, las cosechas no eran nunca suficientes, los brujos comían a los rebaños, las enfermedades no los perdonaban. En vano los indios habían intentado congraciarse con su potencia oscura por medio de ofrendas y sacrificios. El pukuj continuaba escogiendo sus víctimas. Y ahora, empujado por quién sabe qué necesidad, por quién sabe qué codicia, había abandonado su madriguera y, disfrazado de ladino, andaba las serranías, atajaba a los caminantes.
Uno de los ancianos se aproximó a él. Preguntaba al caído cuál era la causa de su sufrimiento y qué vino a exigirles. El caído no contestó.
Los varones requirieron lo que hallaron más a mano para el ataque: garrotes, piedras, machetes. Una mujer, con un incensario humeante, dio varias vueltas alrededor del caído, trazando un círculo mágico que ya no podría trasponer.
Entonces la furia se desencadenó. Garrote que golpea, piedra que machaca el cráneo, machete que cercena los miembros. Las mujeres gritaban, detrás de la pared de los jacales, enardeciendo a los varones para que consumaran su obra criminal.
Cuando todo hubo concluido los perros se acercaron a lamer la sangre derramada. Más tarde bajaron los zopilotes.
El frenesí se prolongó artificialmente en la embriaguez. Alta la noche, aún resonaba por los cerros un griterío lúgubre.
Al día siguiente todos retornaron a sus faenas de costumbre. Un poco de resequedad en la boca, de languidez en los músculos, de torpeza en la lengua, fue el único recuerdo de los acontecimientos del día anterior. Y la sensación de haberse liberado de un maleficio, de haberse descargado de un peso insoportable.
Pero la tregua no fue duradera. Nuevos espíritus malignos infestaron el aire. Y las cosechas de Mukenjá fueron ese año tan escasas como antes. Los brujos, comedores de bestias, comedores de hombres, exigían su alimento. Las enfermedades también los diezmaban. Era preciso volver a matar.