En «Los perros del destino» de Saki, Martin Stoner, un hombre abatido por la desesperación y la fatiga, vaga sin rumbo por un sendero embarrado, creyendo que se dirige hacia el mar. La lluvia lo lleva a buscar refugio en una vieja mansión, donde es recibido por un anciano que lo confunde con Tom, el heredero de la dueña de la casa, ausente por cuatro años. Aprovechándose del error, Stoner se acomoda en la mansión y disfruta de la hospitalidad. Sin embargo, pronto descubre que tras la identidad del hombre que suplanta hay un oscuro secreto cuyas consecuencias amenazan con alcanzarlo.
Los perros del destino
Saki
(Cuento completo)
A la escasa luz de una bochornosa y gris tarde de otoño, un hombre llamado Martin Stoner caminaba pesadamente por un embarrado sendero cuya superficie se hallaba surcada por las alargadas huellas de multitud de carretas. Aunque a ciencia cierta ignoraba adónde conducía aquel camino, tenía la firme convicción de que allí delante, en algún lugar, estaba el mar, y que sus pasos le dirigían sin remisión hacia allí. Por qué se esforzaba en continuar avanzando tan penosamente hacia dicha meta era algo que apenas hubiese sabido explicar. A menos, eso sí, que se encontrase poseído por ese mismo instinto suicida que impulsa al ciervo en apuros a dirigirse a la carrera hacia un acantilado y arrojarse por él cuando los perros de caza van pisándole los talones. Claro que, en su caso, los que le acosaban de manera tan insistente no eran precisamente perros de caza, sino los perros del Destino. El hambre, la fatiga y una profunda desesperación mantenían su mente tan nublada y confusa que apenas le quedaban fuerzas para preguntarse qué impulso tan extraño era aquel que le obligaba a seguir avanzando.
Stoner era uno de esos pobres diablos sin suerte que parecen haberlo intentado todo para salir adelante. No obstante, una pereza innata y un carácter poco previsor se habían confabulado repetidas veces a lo largo de su vida para arruinar cualquier oportunidad medianamente aprovechable de éxito. Hasta que llegó un día en que, tras darse cuenta de que ya no le quedaba nada nuevo por intentar, decidió que ya no era capaz de aguantar por más tiempo. La desesperación no había despertado en él ninguna reserva latente de energía, sino que más bien le había producido un letargo mental que iba a más conforme aumentaba su mala estrella. Sin otra cosa que las ropas que llevaba puestas, medio penique en el bolsillo y ningún amigo o conocido a quien recurrir, y sin la menor perspectiva de encontrar una cama para pasar la noche o de una comida para soportar el día, Martin Stoner seguía avanzando de manera penosa pero imperturbable por entre árboles y setos cubiertos de escarcha. De no ser por la persistente idea de que allí, en algún lugar delante de él, se encontraba el mar, su mente no hubiera sido más que un espacio completamente en blanco. Hasta que poco después algo nuevo fue abriéndose paso lentamente en su cabeza: la certeza de que tenía un hambre verdaderamente atroz.
De repente, al doblar un recodo, se detuvo ante una verja abierta, al otro lado de la cual se extendía un amplio jardín en evidente estado de abandono. Las señales de vida eran escasas alrededor, y la casa que se levantaba en el extremo más alejado tenía un aspecto siniestro y muy poco acogedor. No obstante, como estaba empezando a lloviznar, Stoner pensó que quizá allí pudiese encontrar refugio, al menos durante un rato, y comprar un poco de leche con la última moneda que le quedaba. Así que, tras entrar lenta y trabajosamente en el jardín, siguió un estrecho sendero de losas de piedra que le condujo hasta una pequeña puerta lateral. Antes de que tuviese tiempo de llamar, la puerta se abrió y apareció en el vano un anciano encorvado y decrépito que, tras dirigirle una rápida mirada, se hizo a un lado como para indicarle que podía pasar.
—¿Podría entrar para ponerme a cubierto de la lluvia, caballero? Yo… —comenzó a decir Stoner.
—Entre, señorito Tom. Faltaría más —le interrumpió de repente el anciano—. Estaba seguro de que el día menos pensado volvería usted con nosotros.
Stoner entró tambaleándose en la casa y permaneció allí, de pie, mirando al otro sin llegar a comprender.
—Siéntese mientras le sirvo algo de cenar —dijo el anciano con una emoción que hacía que su voz temblara.
Stoner sintió que sus piernas cedían a causa del cansancio y que se hundía como un peso muerto en un sillón que el viejo le había acercado de un empujón. Un par de minutos más tarde se encontraba devorando una cena compuesta de carne fría, queso y pan.
—No ha cambiado usted mucho durante estos cuatro años —le dijo el anciano con una voz que a Stoner le llegaba lejana e incoherente, como en medio de un sueño—. Nosotros, en cambio, sí que hemos cambiado bastante. Ya se irá dando cuenta. En este lugar ya no queda absolutamente ninguno de los que usted conoció antes de marcharse. Nadie, excepto su anciana tía y yo mismo, claro está. A propósito, voy a ir a anunciarle que está usted aquí. Ella no querrá verle, pero estoy seguro de que al menos le permitirá quedarse. Durante estos cuatro años no ha dejado de decir ni un solo momento que si usted regresaba podría quedarse, pero que no tenía el menor deseo de ponerle los ojos encima ni de volver a dirigirle la palabra.
El anciano puso frente a Stoner una jarra de cerveza y desapareció cojeando por un largo pasillo. Fuera, la llovizna se había convertido en un furioso aguacero que golpeaba violentamente contra puertas y ventanas. Stoner no pudo reprimir un escalofrío al pensar en el aspecto que debía de tener la orilla del mar bajo aquel verdadero diluvio y con la noche envolviéndolo todo en su manto de oscuridad. Una vez apuradas la comida y la cerveza, se quedó sentado, medio adormilado, esperando que regresase su extraño anfitrión. Conforme los minutos fueron pasando en el reloj de pie que ocupaba una esquina de la estancia, un nuevo brote de esperanza comenzó a agitarse primero y a crecer después en su interior. Comprendió que aquello quería decir simplemente que sus anteriores ansias de comer y de descansar durante unos minutos se acababan de convertir en un vehemente deseo de encontrar abrigo para toda la noche bajo aquel techo que, ahora sí, ya le iba pareciendo algo más acogedor. Al cabo de un rato el sonido de unas pisadas que se aproximaban por el pasillo le anunció que el anciano sirviente estaba de vuelta.
—Definitivamente, la señora no quiere verle, señorito Tom, pero consiente en que se quede. Es la postura más acertada sabiendo que cuando ella muera toda la granja pasará a ser de su propiedad. Me he encargado personalmente de encender el fuego en su habitación, y las criadas han puesto sábanas limpias en su cama. Por lo demás, nada ha cambiado allí desde que usted se marchó. Pero a lo mejor se encuentra usted cansado y le apetece retirarse a su cuarto ahora mismo.
Sin decir ni una sola palabra, Martin Stoner se puso trabajosamente en pie y, precedido por aquella especie de ángel guardián, se internó en un pasillo, subió una escalera de crujientes peldaños, recorrió otro pasillo más y entró por fin en una amplia estancia alegremente iluminada por las llamas de un fuego de aspecto reconfortante. No había allí más que unos cuantos muebles que, aunque sencillos y de buena calidad, estaban algo pasados de moda. Una ardilla disecada en el interior de una jaula y un almanaque de cuatro años atrás eran los únicos objetos que adornaban las paredes. No obstante, Stoner, que no tenía ojos más que para la cama, no les prestó la menor atención y apenas tuvo paciencia para quitarse las ropas de un tirón antes de deslizarse entre las sábanas. Al menos por el momento, los perros del Destino parecían haberse esfumado.
Cuando la fría luz de la mañana le despertó, Stoner se echó a reír tristemente al recordar la posición en que el azar le había puesto la noche anterior. Sin embargo, lo primero que se le ocurrió pensar una vez estuvo despierto del todo fue que, aprovechando el parecido que parecía tener con el verdadero señorito de la casa, quizá pudiese robar algo de comida para desayunar y acto seguido marcharse de allí antes de que se descubriese el fraude en el que el destino le había situado. Al bajar las escaleras se encontró con el anciano encorvado, quien le dijo que acababa de preparar un plato de huevos fritos con beicon para que «el señorito Tom» desayunase. Espoleado por aquellas palabras, se apresuró a entrar en el comedor, donde una vieja criada de rostro avinagrado se disponía a servirle una taza de té. Cuando Stoner se sentó a la mesa, apareció de repente un pequeño spaniel que, tras observarle durante unos segundos, se acercó a él dando evidentes muestras de amistad.
—Es el perro de la vieja Bowker —explicó el anciano, a quien la criada de rostro avinagrado había llamado George—. Ella le tenía a usted un enorme cariño, por lo que cuando usted decidió marcharse a Australia, ya nada fue lo mismo para aquella buena mujer. La pobre murió hará aproximadamente un año, y este perro tan cariñoso es lo único que nos dejó.
A Stoner le resultó difícil lamentar aquella muerte. De hecho, le convenía que hubiese el menor número posible de testigos que pudieran descubrir aquella farsa.
—¿Le apetecería salir a cabalgar un rato, señorito Tom? —Fue la alarmante propuesta que le hizo inmediatamente aquel anciano—. Tenemos un magnífico potro que da gusto montar. El viejo Biddy está empezando a hacerse viejo, lo cual no quita que todavía sea un placer montarlo, pero el otro es más joven y fuerte. Si lo desea, yo mismo me encargaré de que dentro de unos minutos lo tenga usted frente a la puerta de la casa ensillado y listo para montar.
—Pero si ni siquiera tengo traje de montar —acertó a balbucear Stoner casi echándose a reír mientras señalaba su traje, el cual no sólo se hallaba muy desgastado sino que además era el único que tenía.
—Señorito Tom —dijo el anciano muy serio, casi con expresión ofendida—, todas sus cosas están tal y como usted las dejó cuando se marchó. Sólo necesitarán un poco de aire fresco para que parezcan nuevas. Así podrá usted salir a distraerse un rato. Montar a caballo de vez en cuando es algo de lo más saludable. Por cierto, ya que va usted a salir déjeme advertirle que seguramente notará que la gente de los alrededores pone mala cara al verle pasar. Eso es porque aún no han olvidado ni perdonado lo que ocurrió. Todos evitarán acercarse a usted, así que lo mejor que puede hacer es limitarse a dar un paseo con su caballo y su perro. Ellos serán la mejor compañía que encontrará ahí fuera.
El viejo George se alejó cojeando para impartir las órdenes pertinentes. Mientras tanto, Stoner, sintiéndose más que nunca como si estuviese inmerso en un sueño, subió al primer piso para echarle un vistazo al ropero del «señorito Tom». Se sintió repentinamente animado, pues montar siempre había sido uno de sus placeres preferidos. Además, el que los antiguos conocidos del verdadero señorito no tuviesen la menor intención de acercarse a él suponía hasta cierto punto una garantía de no ser descubierto como impostor. Mientras se ponía unos ajustados pantalones de montar, Stoner se preguntó distraídamente qué clase de delito habría cometido el verdadero Tom para tener a toda la campiña en contra. Poco después el sonido impaciente y brioso de unos cascos que golpeaban sobre la tierra húmeda interrumpió bruscamente sus pensamientos. Su montura le esperaba frente a la puerta de la casa.
«¡Quién me iba a decir a mí que acabaría viéndome de esta manera justo cuando menos lo esperaba!», pensaba Stoner mientras trotaba veloz por los mismos caminos cubiertos de barro que el día anterior había recorrido penosamente como si fuese un mendigo. No obstante, al cabo de unos minutos decidió dejar las reflexiones a un lado y entregarse de lleno al placer de recorrer al galope un terreno llano y cubierto de césped que corría paralelo a la carretera. En cierta ocasión, al pasar frente a la puerta abierta de una verja, detuvo amablemente su montura para cederle el paso a un par de carretas que en aquel momento se disponían a entrar por allí. Al detenerse, los muchachos que conducían las carretas tuvieron oportunidad de observarle con atención. Luego, mientras reemprendía la marcha, Stoner pudo oír cómo sus excitadas voces decían: «Estoy seguro de que ése era Tom Prikel. Lo he reconocido enseguida. Debe de haber vuelto hace muy poco».
Obviamente, el parecido que había descubierto en él un viejo decrépito al mirarlo de cerca era lo bastante bueno como para engañar a un par de muchachos a unos pocos metros.
Durante el transcurso de aquel paseo a caballo Stoner encontró sobradas evidencias que confirmaban la idea de que las gentes del lugar no habían olvidado ni perdonado aquel antiguo crimen que le había legado, gracias al azar, aquel hombre llamado Tom. Por dondequiera que pasase, iba sembrando a su paso miradas enfurecidas, murmullos y puños que se alzaban para amenazarle. El perro de la vieja Bowker, que corría tranquilamente a su lado, era lo único amistoso que había en aquel mundo cargado de hostilidad.
Cuando, finalmente, desmontó frente a la puerta de la casa, alcanzó a ver fugazmente el rostro demacrado de una anciana que le observaba fijamente desde detrás de las cortinas de una de las ventanas del piso superior. Sin duda alguna, aquélla debía de ser su tía adoptiva.
Durante la abundante comida que no tardaron en servirle, Stoner tuvo tiempo de sobra para examinar las posibilidades que le ofrecía aquella situación tan extraordinaria en la que se encontraba.
El verdadero Tom, tras cuatro años de ausencia, podía presentarse el día menos pensado en la casa. También podía llegar una carta suya en cualquier momento. Además, como futuro heredero de la casa, el falso Tom podía ser requerido para firmar documentos cuando menos lo esperase, lo cual daría lugar a una situación verdaderamente complicada de afrontar. Incluso podía ocurrir que un día se presentase en la granja un pariente que no guardase las distancias que su tía adoptiva se empeñaba en mantener. Todas aquellas posibilidades suponían para él un alto riesgo de ser descubierto. Claro que, por otro lado, si decidía abandonar, las únicas alternativas que le quedaban eran el cielo raso y los caminos embarrados que conducían hasta el mar. En cualquier caso, aunque fuese tan sólo temporalmente, aquella casa representaba para él una manera de escapar de la miseria. Llevar una granja era una de las muchas cosas que había «intentado» en la vida, por lo que se hallaba dispuesto a trabajar duramente a cambio de todas aquellas muestras de hospitalidad a las que tan poco derecho tenía.
—¿Le apetecen unas chuletas de cerdo para cenar? —le preguntó la vieja criada de rostro avinagrado mientras quitaba la mesa.
—Sí, naturalmente. Y, si es tan amable, haga el favor de añadirles unas cebollas —respondió Stoner. Aquélla había sido la única vez en su vida que había tomado una decisión con rapidez. Al hacerlo, se dio cuenta de repente de que tenía la firme intención de quedarse.
Stoner decidió habitar estrictamente aquellas partes de la casa que parecían haberle sido asignadas por una especie de tácito acuerdo de delimitación. Cuando participaba en los trabajos de la granja, se portaba como si fuese uno más de cuantos recibían las órdenes y no como el que las daba. El viejo criado George, el caballo y el perro que había sido de la vieja Bowker eran su única compañía en un mundo que, por lo demás, resultaba silencioso y hostil. De la dueña de la granja no volvió a ver el menor rastro. En cierta ocasión, sabiendo que ella había salido para acudir a la iglesia, hizo una visita furtiva al salón principal de la casa con el propósito de averiguar algo de aquel joven cuyo lugar había usurpado y cuya mala reputación pesaba ahora sobre sus hombros. Aunque de las paredes de la estancia colgaba una gran cantidad de fotografías cuidadosamente enmarcadas, aquel rostro que buscaba para compararlo con el suyo no se veía por ningún lado. Por fin, tras mucho rebuscar, dio con un álbum medio escondido en las estanterías de un rincón en el que había una serie de retratos que alguien se había encargado de reunir bajo el simple título de «Tom». En él, Stoner pudo ver la imagen de un niño regordete de dos o tres años vestido con algo que parecía un hábito, la de un desgarbado chico de unos doce años que llevaba en la mano un bate de criquet al que no parecía tenerle mucho apego, la de un apuesto mozalbete que rondaría los dieciocho años y que llevaba el pelo peinado con la raya en medio, y, finalmente, la de un joven de expresión algo hosca y temeraria. Stoner observó atentamente aquel último retrato. El parecido que tenía con aquel joven era verdaderamente innegable.
A lo largo de los días posteriores, intentó una y otra vez tantear con preguntas premeditadas al viejo George, quien por cierto era un hombre dispuesto siempre a charlar sobre cualquier tema, para averiguar algo acerca de la ofensa que lo mantenía completamente aislado como si se tratase de una criatura maligna destinada a ser rechazada y odiada para siempre por toda la Humanidad.
—¿Qué dice de mí la gente de los alrededores? —le preguntó un día mientras regresaban a casa después de dar un paseo.
El anciano sacudió la cabeza.
—Todos siguen profundamente resentidos con usted. Lo cual no es de extrañar, pues se trata de una historia muy triste. Triste de verdad.
Pero Stoner nunca fue capaz de sacarle ni una sola palabra que resultase mínimamente esclarecedora.
Cierto frío y despejado atardecer de invierno, unos pocos días antes de Navidad, Stoner se hallaba de pie en un rincón del huerto cercano desde el que se dominaba una amplia y magnífica vista de la campiña. Diseminados por aquí y por allá, podía contemplar los temblorosos guiños de las luces de todos aquellos hogares en los que el bullicio y la alegría propios de tales fechas comenzaban ya a dejarse notar. Mientras tanto, a sus espaldas se levantaba aquella lúgubre y silenciosa granja en la que nunca se oía una risa y en la que incluso una pelea hubiese parecido algo alegre. Justo cuando se volvía para contemplar la enorme fachada gris de aquella casa tan sombría, se abrió una puerta por la que salió apresuradamente el viejo George. Stoner oyó que le llamaba por su falso nombre con una especie de ansiedad contenida. Enseguida se dio cuenta de que algo había ocurrido, con lo que aquel refugio se vio de repente convertido a sus ojos en un lugar de bullicio y ajetreo del que temió tener que separarse.
—Señorito Tom —le dijo el viejo bajando la voz hasta un ronco susurro—, debe usted marcharse de aquí inmediatamente y permanecer oculto durante unos días. Michael Ley ha regresado al pueblo y anda por ahí jurando que le pegará un tiro en cuanto le vea. Estoy seguro de que lo hará porque siempre fue un tipo vengativo y sanguinario. Así que váyase cuanto antes, escápese en mitad de la noche. Sólo será durante una semana, aproximadamente, pues él no podrá quedarse mucho tiempo en el pueblo.
—Pero ¿adónde voy a ir? —balbuceó Stoner, que se había contagiado del evidente terror que invadía al viejo.
—Siga la línea de la costa sin detenerse. Cuando llegue a Punchford, escóndase bien allí. En cuanto Michael se vaya del pueblo, yo mismo me dirigiré a caballo a Punchford. Cuando vea usted el caballo instalado en las cuadras de una taberna llamada «El Dragón Verde», ésa será la señal de que ha pasado el peligro y de que puede usted regresar a casa.
—Pero… —comenzó a decir Stoner.
—¡Vamos, vamos! El dinero no es problema —dijo el viejo—. La señora, que está de acuerdo conmigo en que haga usted lo que acabo de decirle, me ha encargado que le entregue esto.
Entonces el viejo sacó tres soberanos y unas cuantas monedas de plata.
Stoner se sintió, más que nunca, como si fuese un ruin estafador cuando, aquella noche, se escabulló por la puerta trasera llevando en el bolsillo el dinero de aquella anciana con la que ni siquiera había hablado. El viejo George y el perro observaron en silencio cómo se despedía de ellos agitando una mano en el aire. Tal y como se habían puesto las cosas, a Stoner le asaltó la certeza de que jamás volvería a aquel lugar, por lo que sintió una punzada de dolor por aquellos dos fieles amigos que estarían esperando ansiosamente su regreso. Quizá algún día, cuando apareciese el verdadero Tom, todos se mirarían unos a otros asombrados y se preguntarían quién pudo haber sido aquel enigmático individuo al que habían tenido alojado bajo su mismo techo. En cuanto a su destino más inmediato, no sintió gran inquietud. Con tres libras uno no puede ir muy lejos, pero para alguien acostumbrado a contar todos sus fondos en peniques supone un buen punto de partida. La fortuna se había portado con él de manera impredecible y misteriosa cuando no era más que un pobre infeliz sin esperanzas que se dedicaba a recorrer los caminos, por lo que quizá todavía tuviese una última oportunidad para encontrar un trabajo y empezar una nueva vida. Con aquellos pensamientos rondando por su cabeza, sus ánimos fueron creciendo mientras continuaba alejándose de la granja. De hecho, había una sensación de alivio en la simple idea de recuperar su identidad perdida y dejar de ser el atormentado fantasma de otro hombre. Pensar en ello le puso de tan buen humor que ni siquiera se molestó en especular acerca de aquel implacable enemigo que tan de repente había aparecido en su vida, pues como dicha vida acababa de quedar definitivamente atrás, aquel tipo tan temible había dejado también de preocuparle. Así que, por primera vez en muchos meses, comenzó a tararear una alegre cancioncilla.
Entonces, de repente, de entre la oscuridad reinante a los pies de un viejo roble emergió un hombre que empuñaba una pistola. No hubo necesidad de preguntar quién podía ser aquel tipo. Cuando la luz de la luna cayó sobre su rostro pálido y rígido, dejó al descubierto una mirada de odio tan feroz como ninguna otra que Stoner, a lo largo de todas sus correrías, hubiera visto nunca. De un salto, el fugitivo se echó a un lado en un desesperado intento por atravesar el seto que corría paralelo al camino, pero éste era tan tupido que lo único que consiguió fue enredarse entre las ramas hasta quedar completamente atrapado. Fue entonces cuando comprendió que, a pesar de todo, los perros del Destino sí habían estado esperándole en aquellos estrechos y embarrados caminos. Y que esa vez no se iban a ir con las manos (o las fauces) vacías.