Se desliza por su cuerpo de gigante la luz blanca, igual que el sueño en los ojos muy abiertos de la niña. Al fondo de la mirada de Andrea hay un hombre inmenso sentado a la orilla de la tierra, la cabeza ladeada hacia la luna. ¿De dónde vino este coloso para habitarle el sueño?
Está cansada. Apenas parpadea. Y en su boca hay un sabor amargo y seco. Todo el día buscó a su padre, caminó por las calles de su barrio, entró en las cantinas, tocó las puertas de cada conocido y recibió las negativas. No le importaba mucho hallarlo, pero su madre se pondría furiosa si no lo llevaba de vuelta.
La pesquisa la hizo explorar más allá del barrio, territorio desconocido. En el límite entre su calle y la otra unas niñas jugaban rayuela. Andrea quiso dejar a la suerte la decisión de ir más lejos o volver a casa sin novedad, entonces escucharía los insultos de su madre, quien luego se echaría a llorar lamentándose por la hija tan inútil que tenía, la amenazaría con sacarla de la primaria y ponerla a trabajar de criada.
Apenas era mediodía. Las niñas aceptaron que se uniera al juego, pero se burlaban de su suéter viejo y los zapatos sucios. De un brinco a otro, mientras ellas cuchicheaban, Andrea recordaba las mil mañanas en que su madre, sin importarle que fuera día de escuela, le ordenaba: No llegó. Vete a buscarlo, y con urgencia le metía en el bolsillo del suéter una pequeña botella de Bacardí para así conseguir que la acompañara. El anzuelo. De un número a otro de la rayuela, Andrea iba más concentrada y más enojada. No le gustaba obedecer a su mamá. No le gustaban las caras de los vecinos con los que a veces su padre bebía, la interrogante inútil que le devolvían: ¿No llegó anoche tu papá?, mira qué cabrón.
Una de las niñas le preguntó entre risas si nunca se quitaba el suéter o se bañaba. La otra se acercó y le sacó la botella, iba a burlarse o a correr a contar lo que acababa de descubrir, pero Andrea le arrebató el frasco y le dio un tirón de cabellos que de todos modos la hizo correr, llorando, con su amiga detrás. Hubiera querido patearlas y morderlas. Qué rápido huyeron de su odio y su sed. Escupió.
No supo cómo. Mientras caminaba para seguir su búsqueda abrió mecánicamente la botella y se la empinó dos veces con tragos largos. El ardor en la garganta la hizo toser. ¿Por qué le gustaba a su papá ese líquido que dolía y cuyo sabor le pareció horrible? Ella traía en el pecho un fuego más hondo que el de ese ron blanco. Volvió a beber, esta vez el alcohol escurrió por su cuello.
Pasó por la tienda La Cordobesa, guardó el frasco y entró. Una dulce sensación le aflojaba brazos y piernas, llegó ante el mostrador y compró un chocolate. Lo abrió despaciosa, torpe, y se lo comió en rápidos bocados. La tendera no le prestó atención y solo le señaló el bote de basura. Al salir de ahí la orden de buscar a su padre se oía lejana; en sus orejas burbujeaban perezosos todos los sonidos del día: pájaros, coches, pasos, voces. La voz de su madre, no. Se sentía cansada, llevaba mucho rato caminando y recordó que no había desayunado. Esa delicada sensación de no pisar del todo el suelo la obligó a arrastrar una mano por la pared, temerosa de caerse. En una esquina casi chocó con una mujer que llevaba dos grandes bolsas de supermercado: ¡Andrea, allá atrás está tu papá!, advirtió.
A Andrea, que siempre gozaba del sol en su rostro, ahora le pareció que en el cielo un reflector cegador y agobiante se orientaba hacia ella. Palpó sus mejillas con los ojos cerrados, sonrió al ir reconociendo sus cejas, la exacta dimensión de cada línea, la sonrisa crecía, la nariz chata, la barbilla y la cicatriz que se hizo al caer de un columpio. El cielo, su aparente lejanía, la obsesionaba cuando más chica: aquella vez, en lo alto, se soltó y estiró los brazos.
Comenzó a reírse. Hoy no creería posible tocar el cielo. Abrió la botella y vació en el suelo lo que quedaba del ron.
Reconoció la calle que daba a la escuela, una subida muy larga; dos años atrás su mamá todavía la llevaba cada mañana, por lo general se le hacía tarde —le costaba despertar después de las pastillas que tomaba en la noche—, Andrea se caía con frecuencia al tratar de seguir aquel paso apurado. Sus rodillas tenían las cicatrices de la prisa.
Buscó la sombra, por un instante se sintió tan lenta como la tortuga que un día le robó a su vecino. Su madre, distraída, pisó al animal. Pero Andrea no dejaría que nadie le pusiera el pie encima. Se defendería de cada burla: por el suéter roto, los zapatos sucios, las malas calificaciones, las palabrotas que se le salían.
Dormido, acurrucado contra la pared, ahí en la calle, estaba su padre. Andrea sintió mucha vergüenza, ¿qué pasaría si alguien de la escuela los reconocía? Vio que a través de la botella ya no se deformaban las cosas: estaba vacía. Y entonces se preguntó: ¿Con qué lo haré volver? No importaba. No volverían. Se sentó a su lado. Subió a su nariz el olor a orines y alcohol secos, una sensación de asco la hizo arquearse, pero se contuvo. Pensó que cuando despertara, él también creería que, en adelante, la vida estaba solo en las calles. ¿Para qué ir a casa? No se separaría de su papá. No tendría más vergüenza. Acecharía para quitarle las botellas y vaciarlas sin que se diera cuenta. El aire caliente de la tarde la cubrió con un abrazo suave; durmió.
Oscurecía cuando Andrea se incorporó. Hizo una mueca: la cabeza le dolía espantosamente. Su padre estaba sentado en la orilla de la acera, y para ella era un gigante que soñaba, un destructor, un coloso triste. La imagen se destiló en sus ojos, ardiente y dulce. Vio que tenía entre las manos la botella vacía. Quiso decir algo, pero solo tragó saliva. Algo más quiso salir de su garganta, una bocanada de veneno, de vómito amargo que ya no podía retener. Él suspiró profundamente. Ladeó la cabeza hacia el cielo, la sonrisa estúpida. La luna, miraba la luna.
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© Socorro Venegas: El coloso y la luna. Publicado en La memoria donde ardía. Páginas de Espuma, 2019.