Stefan Zweig: Sueños olvidados

Stefan Zweig - Sueños olvidados

Sinopsis: «Sueños olvidados» (Vergessene Träume) es un cuento temprano de Stefan Zweig, publicado el 22 de julio de 1900 en la Berliner Illustrirte Zeitung, cuando el autor tenía apenas 18 años. En una elegante villa costera, entre jardines sombreados y el rumor de las olas, una mujer se abandona al sosiego matinal y al placer de la lectura. La irrupción de un criado que anuncia la llegada de un visitante inesperado interrumpe aquella calma. El encuentro con un hombre al que no veía desde hace mucho pronto despierta memorias de juventud y sentimientos largamente olvidados.

Stefan Zweig - Sueños olvidados

Sueños olvidados

Stefan Zweig
(Cuento completo)

La villa se alza justo al borde del mar.

En los silenciosos y umbríos senderos de pinos se respira la densa fuerza del aire salino, mientras una brisa ligera y constante juguetea entre los naranjos y hace caer, aquí y allá, como con dedos cautelosos, alguna flor de vivos colores. A lo lejos, los paisajes bañados de sol —colinas de donde asoman, como perlas blancas, graciosas casas y un faro erguido que se alza recto hacia el cielo como una vela— brillan con contornos nítidos y definidos, hundidos como un mosaico resplandeciente en el azul profundo del éter. El mar, apenas surcado en la lejanía por los destellos blancos de las velas de barcos solitarios, se acurruca con el vaivén de sus olas contra la terraza escalonada sobre la que se yergue la villa, que desciende poco a poco hacia el verde de un vasto y sombrío jardín, hasta perderse en el cansado y silencioso parque de ensueño.

Desde la casa dormida, sobre la que pesa el calor de la mañana, corre un estrecho sendero de grava, como una línea blanca, hasta un fresco mirador bajo el cual las olas braman en embates salvajes e incesantes, levantando a veces átomos brillantes de agua que, bajo la luz intensa del sol, exhiben el fulgor iridiscente de diamantes. Allí, los resplandecientes rayos del sol se quiebran entre las ramas de los pinos, apiñados como en confidencia, y también en un amplio quitasol japonés, donde figuras risueñas quedan estampadas en colores estridentes y poco agradables.

Bajo la sombra de ese quitasol descansa en un mullido sillón de mimbre una mujer que deja que sus bellas formas se acomoden con deleite en el tejido flexible. Una de sus manos, fina y sin anillos, cuelga como olvidada, acariciando con suavidad el brillante pelaje sedoso de un perro; la otra sostiene un libro en el que se concentran sin interrupción sus ojos oscuros, enmarcados por largas pestañas negras que reflejan un destello de sonrisa contenida. Son ojos grandes e inquietos, cuya belleza se realza con un brillo velado y tenue. En general, el fuerte y seductor efecto que ejerce su rostro ovalado y de rasgos afilados no es natural ni uniforme, sino el resultado de un refinado cuidado de detalles cultivados con minuciosa coquetería. El aparente desorden de sus perfumados y brillantes rizos es el fruto de una laboriosa construcción, y también lo es la leve sonrisa que vibra en sus labios mientras lee, dejando al descubierto el esmalte blanco y brillante de sus dientes; una sonrisa ensayada durante años frente al espejo y que ahora se ha convertido en un arte habitual, firme e imposible de abandonar.

Un leve crujido en la arena.

Ella alza la mirada, sin cambiar de postura, como una gata bañada en sol que apenas entreabre sus ojos fosforescentes hacia lo que se aproxima.

Los pasos se acercan con rapidez. Un criado con librea se detiene frente a ella para entregarle una pequeña tarjeta de visita, y luego se retira un poco, expectante.

Ella lee el nombre con expresión de sorpresa, como quien en plena calle es saludado con familiaridad por un desconocido. Por un momento, unas pequeñas arrugas se marcan sobre sus afiladas cejas negras, señal de un intenso esfuerzo de memoria, hasta que, de pronto, una chispa de alegría ilumina todo su rostro: los ojos brillan con vivacidad traviesa al evocar días de juventud lejanos y casi olvidados, cuyas luminosas imágenes aquel nombre acaba de despertar. Figuras y sueños vuelven a tomar cuerpo, nítidos como la realidad.

—Ah, sí —recuerda de repente, dirigiéndose al criado—, el caballero desea verme, naturalmente.

El criado se retira con pasos suaves y respetuosos. Un minuto de silencio queda suspendido, mientras el viento incansable canta entre las copas, cargadas de un pesado oro de mediodía.

De pronto, unos pasos ágiles resuenan con firmeza en el sendero de grava, una larga sombra se extiende hasta sus pies y una alta figura masculina aparece ante ella justo cuando se incorpora vivamente de su mullido asiento.

Primero se encuentran sus miradas. Él recorre con una ojeada rápida la elegancia de su figura, mientras que en los ojos de ella se enciende el mismo destello irónico de la sonrisa leve que juega en sus labios.

—Es muy amable por su parte que todavía se acuerde de mí —comienza ella, tendiéndole una mano fina, resplandeciente y perfectamente cuidada que él besa con reverencia.

—Señora —responde él—, seré sincero, porque este reencuentro se da después de tantos años y también, me temo, antes de una nueva y larga separación. No es más que el azar lo que me ha traído aquí: el nombre del dueño de esta villa, sobre cuya magnífica ubicación preguntaba, me recordó su antigua residencia. Así que, en realidad, estoy aquí con un sentimiento de culpa.

—Eso no lo hace menos bienvenido —contesta ella—, pues debo admitir que tampoco yo recordé en un primer momento su existencia, aunque en su día fue bastante significativa para mí.

Ambos sonríen entonces. El dulce y ligero aroma de aquel primer amor juvenil, semioculto, despierta en ellos con toda su embriagadora dulzura, como un sueño del que uno, al despertar, se burla con desdén, aunque secretamente desea soñarlo de nuevo, vivirlo otra vez. El hermoso sueño de lo inacabado, que solo anhela, pero no se atreve a exigir; que promete, pero no se entrega.

Siguen conversando. En sus voces se percibe cordialidad, una tierna intimidad que solo un secreto ya medio desvanecido puede conceder. Con palabras suaves, entremezcladas aquí y allá con risas alegres, evocan cosas del pasado: poemas olvidados, flores marchitas, cintas perdidas y destruidas, pequeños signos de amor que intercambiaron en la pequeña ciudad donde pasaron su juventud. Viejas historias que, como leyendas remotas, hacen sonar de nuevo en sus corazones campanas polvorientas y enmudecidas durante mucho tiempo, comienzan poco a poco a teñirse de una solemnidad doliente y cansada; y el eco de su amor juvenil pone en su conversación una seriedad profunda, casi triste.

Con voz oscura y melodiosa, que vibra suavemente, él cuenta:

—Allá en América recibí la noticia de su compromiso, cuando sin duda el matrimonio ya se había consumado.

Ella no responde nada. Sus pensamientos la llevan diez años atrás.

Un silencio sofocante se instala entre ambos durante algunos minutos.

Entonces, ella pregunta en voz baja, casi inaudible:

—¿Qué pensó de mí?

Él la mira sorprendido.

—Puedo decírselo abiertamente, porque mañana regreso a mi nueva patria. No le guardé rencor, no pasé por momentos de confusión ni sentí hostilidad, porque para entonces la vida ya había enfriado la llama viva del amor y la había convertido en una brasa tenue de simpatía. No la comprendí, solo la compadecí.

Una leve sombra de rubor cruza las mejillas de ella, y el brillo de sus ojos se intensifica mientras exclama con agitación:

—¡Compadecerme! No sé por qué.

—Porque pensé en su futuro esposo: un hombre indolente, siempre ansioso de acumular riquezas (no me contradiga, no pretendo ofender a su marido, a quien siempre he respetado), y en usted, en la muchacha que dejé atrás. No podía imaginar cómo una persona tan distinta, tan llena de ideales que miraba con irónico desdén la vida cotidiana, podía convertirse en la esposa respetable de un hombre corriente.

—¿Y por qué habría de casarme con él, si todo era como usted dice?

—No lo sabía con certeza. Tal vez él poseía virtudes ocultas, invisibles a la mirada superficial, que solo brillaban en la intimidad. Esa era, para mí, la única explicación posible, porque había algo en lo que no podía, ni quería, creer.

—¿Y eso era?

—Que usted lo hubiera elegido por su título de conde y por sus millones. Eso era lo único imposible para mí.

Ella parece no escuchar esa última frase. Con los dedos levantados, que en la luz del sol irradian un rosa oscuro como una concha púrpura, mira hacia el horizonte velado, donde el cielo hunde su azul pálido en la majestuosidad sombría de las olas.

También él se ha perdido en pensamientos profundos y casi ha olvidado sus últimas palabras, cuando ella murmura de pronto, casi imperceptiblemente y dándole la espalda:

—Y, sin embargo, así fue.

Él la mira sorprendido, casi asustado. Ella, con calma lenta y claramente forzada, vuelve a recostarse en la silla y continúa hablando con una tristeza serena y en un tono monótono, sin apenas mover los labios:

—Nadie me comprendió entonces, cuando aún era una niña que balbuceaba palabras tímidas; tampoco usted, que me era tan cercano. Tal vez ni yo misma me comprendía. Aún ahora pienso a menudo en aquello y no me entiendo, porque ¿qué saben las mujeres de sus almas adolescentes, crédulas y soñadoras, cuyos anhelos son como flores esbeltas, blancas y frágiles que el primer soplo de realidad dispersa? Y yo no era como las demás muchachas, que soñaban con héroes valientes y vigorosos, hombres jóvenes que transformaran su ansiosa espera en una felicidad luminosa y convirtieran su callada intuición en certeza dichosa, que les trajeran la redención de ese dolor indefinido, difuso e intangible, pero real, que proyecta su sombra sobre los días de la juventud y se vuelve cada vez más oscuro, más amenazante y más pesado. Yo no conocí eso. Mi alma navegaba en otras barcas de ensueño hacia el bosque oculto del porvenir que se extendía tras las nieblas de los días venideros.

»Mis sueños eran distintos. Siempre me soñaba como una princesa, como aquellas de los viejos libros de cuentos, que juegan con piedras preciosas centelleantes, que hunden sus manos en tesoros fabulosos y cuyos vestidos ondean con telas de valor incalculable. Soñaba con el lujo y el esplendor, porque los amaba. ¡El placer de deslizar mis manos sobre una seda temblorosa, de sonido casi inaudible; de dejar que mis dedos reposaran, como dormidos, en el pesado terciopelo de tonos profundos! Era feliz cuando podía adornar con joyas los delicados dedos de mis manos, temblorosos de alegría, o cuando piedras blancas resplandecían como perlas de espuma entre la marea abundante de mi cabello. Mi mayor ambición era reposar en los mullidos asientos de un carruaje elegante.

»En aquella época, estaba atrapada en un torbellino de belleza artificial que me hacía despreciar mi vida real. Me odiaba cuando vestía mis ropas cotidianas, sencillas y humildes como las de una monja, y pasaba días enteros encerrada en casa, avergonzada de mi propia vulgaridad. Me ocultaba en mi estrecho y feo cuarto, yo que soñaba con vivir sola frente al vasto mar, en una propiedad espléndida y artística a la vez, entre senderos de follaje sombrío, donde la mezquindad del trabajo diario no extendiera sus sucias garras, donde reinara la abundancia de la paz… Casi como aquí. Porque lo que mis sueños anhelaban, mi esposo me lo dio, y precisamente por eso se convirtió en mi marido.

Calla. Su rostro encendido resplandece con una belleza báquica. El brillo de sus ojos se ha vuelto más profundo y amenazante, y el rubor de sus mejillas arde con mayor intensidad.

Un silencio denso los envuelve.

Solo se escucha abajo el monótono canto rítmico de las olas brillantes que se lanzan contra los escalones de la terraza, como contra el pecho de un ser amado.

Entonces él murmura, casi para sí mismo:

—¿Y el amor?

Ella lo oye. Una leve sonrisa cruza sus labios.

—¿Todavía conserva todos sus ideales, todos aquellos que lo llevaron un día a un mundo lejano? ¿Todos le han permanecido intactos o algunos han muerto marchitados en el camino? ¿Acaso no se los arrancaron a la fuerza del pecho y los arrojaron al fango, donde los aplastaron las miles de ruedas de los carros que se dirigían hacia el objetivo de la vida? ¿No ha perdido ninguno?

Él asiente con tristeza y guarda silencio.

De pronto, lleva la mano de ella a sus labios y la besa sin decir palabra. Luego, con voz afectuosa, dice:

—¡Adiós!

Ella le corresponde con firmeza y sinceridad. No siente vergüenza por haber revelado su secreto más íntimo, por haber mostrado su alma a un hombre que durante años le había sido ajeno. Lo sigue con la mirada, sonriendo, y piensa en las palabras que él ha dicho sobre el amor. Entonces, el pasado vuelve a interponerse entre ella y el presente, con pasos callados, invisibles. De pronto, se da cuenta de que aquel hombre pudo haber guiado su vida y su imaginación pinta con colores esa extraña idea.

Y lentamente, muy lentamente, de forma casi imperceptible, la sonrisa muere en sus labios soñadores…

FIN

Stefan Zweig - Sueños olvidados
  • Autor: Stefan Zweig
  • Título: Sueños olvidados
  • Título Original: Vergessene Träume
  • Publicado en: Berliner Illustrirte Zeitung, 22 de julio de 1900
  • Traducción: Juan Pablo Guevara para Lecturia

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